Yo

Yo


Capítulo 15

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Una de las muchas cosas que me gustan de Bernie es que es alguien que no siente ningún remordimiento al decirte que el último disco que hizo contigo —un álbum que vendió millones de copias, llegó al top diez en todo el mundo y dio salida a una larga serie de singles de éxito— había sido un desastre de dimensiones inimaginables, hasta el punto de solicitar una reunión inmediata para tratar la crisis y asegurarse de que aquello no volviera a suceder. Bernie y yo estábamos en racha comercial. Habíamos hecho dos discos, Made in England en 1995 y The Big Picture en otoño de 1997, y los dos habían ido muy bien: habían sido discos de platino en todas partes, desde Australia hasta Suiza. Pero el problema estaba en The Big Picture, en opinión de Bernie. Detestaba todo lo que tuviera que ver con él: las canciones, las letras, la producción, el hecho de que lo habíamos grabado en Gran Bretaña y él había tenido que viajar desde Estados Unidos para asistir a las sesiones. El resultado final era, así me lo dijo, sentado en la terraza de nuestra casa de Niza tres años más tarde, un montón de mierda aséptica, aburrida y descafeinada. De hecho, prosiguió, ya echando humo, era el peor disco que habíamos grabado.

A mí tampoco me gustaba especialmente The Big Picture, pero me parecía que Bernie se estaba pasando bastante. Sin duda, yo no lo consideraba tan malo como Leather Jackets, lo que tampoco era decir mucho. Leather Jackets, como seguramente recordarán los lectores, no era tanto un álbum como un intento de hacer música mientras tomaba cocaína sin parar hasta que, al final, alcanzaba un estado clínico de demencia. Pero esta es una defensa tan débil que no hay ni que tenerla en cuenta. No, insistía Bernie, The Big Picture era incluso peor que aquello.

Yo no estaba de acuerdo, pero él estaba claramente molesto: lo bastante molesto para haber volado desde su casa de Estados Unidos hasta el sur de Francia a hablar del tema. Y sin duda lo que decía tenía su razón de ser. Yo había estado escuchando mucho el disco Heartbreaker de Ryan Adams. Era un cantautor clásico de country-rock, de verdad; me lo podía imaginar tocando en el Troubadour en los setenta. Pero había una dureza y una frescura en lo que hacía que conseguía que el sonido de The Big Picture pareciera extrañamente pasado de moda y conservador. Quizá me había estado despistando en lo relativo a mis discos en solitario. A partir del éxito de El rey león, me había empezado a interesar cada vez más en la música para películas y teatro. Había escrito la banda sonora para una comedia titulada The Muse, y una pieza instrumental para Women Talking Dirty, una comedia dramática británica producida por David. No estaba escribiendo canciones, sino partituras instrumentales convencionales, que implicaban que tenía que sentarme a ver la película e imaginarme treinta o sesenta segundos de música que encajaran en cada escena determinada. Pensaba que sería algo aburrido, pero me gustaba mucho. Cuando le pillas el punto, es algo increíblemente inspirador, porque ves tal cual el efecto que puede llegar a tener la música: con un trocito diminuto puedes conseguir alterar el ambiente emocional de una escena.

Además, Tim Rice y yo habíamos hecho las canciones para la película de animación de DreamWorks The Road to El Dorado (la que le había prometido a Jeffrey Katzenberg que haría), y luego escribimos otro musical, Aida. Aquel había sido un trabajo mucho más duro que El rey león. Hubo problemas con los decorados, cambiaron a los directores y los diseñadores, y yo me retiré también durante uno de los ensayos generales en Broadway en pleno primer acto, cuando me di cuenta de que habían cambiado los arreglos que había pedido para un par de canciones. Si no me iban a hacer caso cuando pedía las cosas amablemente, quizá sí me escucharían cuando me fuera por el pasillo y saliera del teatro. Pero el trabajo duro —y, sin duda, la salida brusca— tuvieron su recompensa. Estuvo representándose en Broadway durante cuatro años, ganamos un Grammy y un Tony a la Mejor Música Original. Y ya tenía otra idea para un musical bullendo en mi cabeza. Habíamos ido a ver Billy Elliot en el festival de cine de Cannes, donde me temo que di un poco el espectáculo. No tenía ni idea de qué iba la película. Di por hecho que íbamos a ver una modesta y simpática comedia británica con Julie Walters. No estaba preparado en absoluto para el efecto emocional que la película iba a tener en mí. La escena en la que su padre lo ve bailando en el gimnasio y se da cuenta de que su hijo tiene un don, aunque aún no lo comprenda; el final, cuando su padre va a verlo actuar y se siente orgulloso y conmovido… Todo se parecía demasiado a mi experiencia. Era como si alguien hubiera cogido la historia de mi padre y la mía y hubiera escrito un final feliz, en vez de lo que ocurrió en la vida real. La situación se me iba de las manos. Estaba tan afectado que David tuvo que ayudarme a salir del cine. Si no lo hubiera hecho, es muy posible que todavía estuviera allí sentado, llorando a mares.

Me recompuse lo suficiente para ir a la recepción posterior. Estábamos hablando con el director de la película, Stephen Daldry, y con el guionista, Lee Hall, cuando David dijo que, en su opinión, aquello sería un buen musical. Me pareció que era una buena idea. También se lo pareció a Lee, aunque quería saber quién iba a escribir las letras. Le dije que él: era su historia, él era de Easington, que era donde estaba ambientada la película. Se disculpó diciendo que nunca había escrito una letra, pero me dijo que lo intentaría. El material que me pasó me pareció increíble. Lee tenía talento. Nunca tuve que cambiarle una sola palabra de lo que escribió y, mejor aún, sus palabras eran completamente diferentes de cualquier otra con la que hubiera trabajado antes. Sus letras eran duras y políticas: «You think you’re smart, you Cockney shite, you want to be suspicious — while you were on the picket line, I went and fucked your missus» («Te crees muy listo, basura cockney, vas por ahí sembrando sospechas; pero cuando estabas con los piquetes yo me estaba follando a tu señora»). Había canciones que mostraban el deseo de que Margaret Thatcher se muriera. Había una canción que no entró en la obra original titulada «Only Poofs Do Ballet». Era un reto completamente nuevo para mí. Quizá pensar en grabar el disco número veintisiete de Elton John me pareciera algo bastante rutinario en comparación.

O quizá hubiera una forma de cambiar aquella rutina. En Niza, Bernie había empezado a hablar con nostalgia sobre cómo hacíamos los discos en los años setenta: cómo grabábamos todo en cinta analógica, sin demasiadas pistas añadidas, y con mi piano al frente, en el centro del sonido. Era curioso, porque yo había estado pensando en lo mismo. Quizá tuviera algo que ver con el hecho de ver la película Casi famosos, de Cameron Crowe, que era una especie de carta de amor al rock de principios de los años setenta, encarnada en una banda ficticia llamada Stillwater. En una de las escenas suena «Tiny Dancer»: la banda empieza a cantarla mientras suena en el autobús de gira. De hecho, la escena consiguió que «Tiny Dancer» se convirtiera en una de mis canciones de más éxito de la noche a la mañana. La gente se olvida de que cuando se publicó como single en 1971 fue un fracaso. No llegó a entrar en el top cuarenta en Estados Unidos, y el sello discográfico no la quiso publicar en Gran Bretaña. Cuando apareció en la banda sonora de Casi famosos, estoy seguro de que mucha gente no tenía ni idea de qué era, o de quién era. Creo que la película, de manera subconsciente, me metió ciertas ideas en la cabeza, sobre el tipo de artista que había sido en el pasado, sobre la música que hacía y cómo la percibía la gente, antes de convertirme en un artista muy famoso.

No es que quisiera volver atrás en el tiempo. No tenía ningún interés en hacer algo retro. Creo que la nostalgia puede ser una auténtica trampa para los artistas. Cuando recuerdas los viejos tiempos, los percibes, como es lógico, a través del color de un cristal en concreto. En mi caso particular, creo que eso sería perdonable, porque es posible que, de hecho, estuviera llevando unas gafas con los cristales tintados de rosa, con luces parpadeantes y unas plumas de avestruz. Pero si terminas convenciéndote de que en el pasado todo era mejor que ahora, quizá termines por dejar de componer música y retirarte.

Lo que hice fue poner en marcha la idea de recuperar aquel espíritu, aquella franqueza, lo mismo que había escuchado en la música de Ryan Adams: dejar las cosas en lo mínimo, centrándome solo en hacer música en vez de preocuparme por si iba a ser un éxito; dar un paso atrás para tomar impulso.

De modo que así fue como hicimos el siguiente disco, Songs from the West Coast. Se publicó en octubre de 2001 y recibió las mejores críticas en mucho tiempo. Bernie escribió unas letras poderosas, sencillas y directas: «I Want Love», «Look Ma», «No Hands», «American Triangle», que era una canción muy airada y angustiada sobre el asesinato homófobo de Matthew Shephard en Wyoming en 1998. Nos servimos de un estudio en Los Ángeles, en el que no habíamos grabado en muchos años, y de un nuevo productor, Pat Leonard, que era conocido por haber trabajado con Madonna, pero que estaba colgadísimo por el rock de los años setenta. Fue increíblemente divertido: era el tipo que coescribió «Like a Prayer» y «La Isla Bonita», pero con lo que estaba obsesionado era con Jethro Tull. Lo que le hubiera hecho más feliz, seguramente, hubiera sido que Madonna tocara la flauta apoyada en una sola pierna.

Terminó siendo un disco con un sonido muy californiano. Es muy distinto cuando escribes allí, en vez de hacer el disco en Londres, donde está lloviendo a mares a diario. Es como si el calor se te metiera hasta el tuétano y te relajara, y de alguna manera la luz del sol refulgiera en tu música. Me gustaba el resultado, y desde entonces he utilizado el mismo método en muchos de mis discos: pensar en lo que había hecho en el pasado, tomar una idea y desarrollarla de manera diferente. La continuación, Peachtree Road, fue lo mismo: escarbé entre las influencias country y soul de Tumbleweed Connection y de canciones como «Take Me To The Pilot». The Captain and the Kid era una secuela de Captain Fantastic and the Brown Dirt Cowboy, con Bernie escribiendo sobre lo que nos había pasado desde que fuimos a Estados Unidos en 1970: desde aquel estúpido autobús de dos plantas que nos recogió en el aeropuerto hasta la forma en que se rompió durante un tiempo nuestra colaboración. En The Diving Board tocaba únicamente con un bajista y un batería, como en la Elton John Band original, pero haciendo cosas que no había hecho antes, improvisando pasajes instrumentales entre las canciones. En Wonderful Crazy Night imagino que estaba pensando más bien en el lado pop de Don’t Shoot Me I’m Only the Piano Player y Goodbye Yellow Brick Road. Lo grabé en 2015, y el resultado fue implacablemente triste, cuando lo que yo quería era algo ligero y divertido, una vía de escape, muchos colores brillantes y guitarras de doce cuerdas.

 

 

Aquellos discos no fueron fiascos comerciales, pero tampoco fueron grandes éxitos. Siempre resulta frustrante cuando eso ocurre con un disco que tú crees que es muy bueno, pero tienes que encajar el golpe. No eran discos comerciales, no tenían ningún single de éxito; The Diving Board en particular era increíblemente oscuro y deprimente. Pero eran discos que yo quise hacer, álbumes que pensaba que seguiría tocando veinte años después y de los que aún me sentiría orgulloso. Por supuesto, me hubiera gustado mucho que hubieran llegado al número uno, pero aquello ya no era lo más importante. Había tenido mi momento vendiendo trillones de discos, y era fabuloso, pero desde el primer segundo supe que no duraría toda la vida. Si crees que va a ser así, puedes acabar teniendo un grave problema. Pienso de verdad que ese fue uno de los factores que llevaron a Michael Jackson a la desesperación: estaba convencido de que podía hacer un disco aún más grande que Thriller, y cada vez que no sucedía se quedaba destrozado.

Justo antes de empezar a trabajar en The Captain and the Kid, me pidieron que hiciera una residencia en el Caesar’s Palace de Las Vegas. Habían construido un nuevo teatro enorme, el Colosseum. Céline Dion estaba actuando allí, y querían que yo también diera un espectáculo. Mi primer pensamiento fue que no quería hacerlo. En mi cabeza, Las Vegas todavía estaba ligado al circuito de cabaret del que había huido en 1967. Consistía en el Rat Pack y en Donny and Marie Osmond. Era el Elvis que había conocido en 1976 —era evidente que siete años en el Strip de Las Vegas no le habían sentado demasiado bien— y artistas en esmoquin hablando con el público: «Ya saben, una de las cosas más maravillosas del mundo del espectáculo…». Pero entonces empecé a preguntarme si sería posible hacer algo completamente diferente en un espectáculo de Las Vegas. El fotógrafo y director David LaChapelle había dirigido un gran vídeo para uno de los singles de Songs from the West Coast, «This Train Don’t Stop There Anymore». En él aparecía Justin Timberlake haciendo playback con mi voz, vestido como yo en el camerino en los años setenta, acompañado por un personaje que representaba a John Reid dándole una paliza a un periodista y quitándole el sombrero a un policía de un manotazo. Me gustó mucho y lo llamé para que pudiera encargarse del diseño de todo el espectáculo. Le dije que hiciera lo que le apeteciera, que dejara volar su imaginación, que fuera todo lo desaforado que quisiera.

Quien sepa algo sobre el trabajo de David se dará cuenta de que esta no es una frase que se le diga a la ligera. Es un tipo brillante, pero en aquella fase de su carrera ni siquiera podía sacarle a alguien una foto durante unas vacaciones sin caracterizarlo antes de Jesucristo, de pie sobre un flamenco de peluche gigante y rodeado de letreros de neón y chicos musculosos vestidos con unos tirantes de piel de serpiente. Era un hombre que había fotografiado a Naomi Campbell como si fuera una luchadora con las tetas al aire y con tacones de aguja dándole una paliza a un tío, mientras una multitud de hombres enmascarados y con enanismo observaban atentamente. En una de sus imágenes de moda aparecía un modelo vestido de manera inmaculada al lado del cadáver de una mujer que había muerto aplastada por un equipo de aire acondicionado que había caído por una ventana, con la cabeza desparramada como una masa sanguinolenta por el pavimento. No se sabe cómo, convenció a Courtney Love para que posara como si fuera María Magdalena, con lo que parecía el cuerpo muerto de Kurt Cobain embalsamado en sus rodillas. Para mi espectáculo de Las Vegas, diseñó un decorado lleno de letreros de neón y plátanos, perritos calientes y pintalabios hinchables: no hacía falta tener una imaginación especialmente pervertida para darse cuenta de que todos y cada uno de ellos parecían penes en erección. Dirigió una serie de vídeos para cada canción, con una intención artística salvaje y deliberadamente gay. Había una reconstrucción de mi intento de suicidio en los años sesenta, cuando vivía en Furlong Road: era una dramatización en sentido bastante literal, pues hacía que mi intento de suicidio pareciera muy dramático, en vez de patético hasta el extremo. Había ositos de peluche azules que patinaban sobre hielo y daban de comer miel a unos ángeles homoeróticos. Gente esnifando cocaína directamente del culo desnudo de un chico. Una escena en la que aparecía desnuda la modelo transexual Amanda Lepore, en una silla eléctrica, y las chispas salían directamente de su vagina. El espectáculo se llamaba The Red Piano, un título bastante inocuo, dado lo que contenía en realidad.

En mi opinión, aquello era la constatación de que David LaChapelle era un genio. Supe que habíamos dado en el clavo cuando vi que alguna gente se marchaba de la sala con gesto de asco, y también cuando mi madre me dijo que no lo soportaba. Acudió la noche del estreno, manifestó su aversión a lo que estaba sucediendo en el escenario poniéndose unas gafas de sol de manera teatral a los cinco minutos, y luego vino al camerino con la cara desencajada, diciéndole a todo el mundo que aquello era tan terrible que iba a significar el fin inmediato de mi carrera. Sam Taylor-Wood también estaba allí; David y yo la conocíamos del mundillo del arte. Me gustaba mucho el trabajo fotográfico de Sam: me había comprado su versión de La última cena, de Leonardo da Vinci, y le pedí que dirigiera otro vídeo extraído de Songs from the West Coast, «I Want Love». La fotógrafa no daba crédito ante la reacción de mi madre («Estuve a punto de quitarme un zapato —dijo— y empezar a golpearle con él en la cabeza»), pero la verdad es que no sabía muy bien cómo era ella. La lluvia de críticas que había comenzado a mediados de los años setenta se había mantenido de manera constante desde entonces: a la mujer no le gustaba nada de lo que yo hacía. Yo ya estaba acostumbrado a desconectar, o a reírme, pero los demás se quedaban muy sorprendidos cuando eran testigos de ello.

Hubo personas a las que les disgustó The Red Piano porque no recibieron lo que estaban esperando, pero justo ahí estaba la gracia. Sin embargo, lo que esperaban era la demostración de que no habían prestado demasiada atención al resto de mi carrera. Todo estaba sostenido sobre la base de unos conciertos que eran escandalosos y exagerados. La residencia en Las Vegas funcionó porque encajaba con mi personaje y con la manera en que me había presentado en el pasado. No era simplemente un montón de imágenes impactantes en busca de algún tipo de efecto, sino que era otra forma de avanzar a partir de volver atrás, una versión actualizada de mis conciertos de los años setenta, cuando me presentaban ante el público famosas actrices porno y aparecía con Divine vestido de mujer. A pesar de algunas cartas furiosas dirigidas a la dirección del hotel y los terribles insultos de mi madre, los conciertos tuvieron mucho éxito, y creo que también marcaron un antes y un después. Es posible que gracias a ellos cambiara un poco la imagen de Las Vegas, que los conciertos ayudaran a que pareciera menos farandulera y mucho más atrevida: se convirtió en un lugar en el que podían actuar Lady Gaga, Britney Spears o Bruno Mars sin que nadie se inmutara.

 

 

En el Reino Unido, estaba cambiando la ley sobre las relaciones homosexuales. A finales de 2005 ya era legal que las parejas del mismo sexo pudieran certificar su estado civil: eran como matrimonios salvo en el nombre, al margen de un par de dificultades técnicas de poca importancia. David y yo habíamos estado hablando acerca de si deberíamos ser, a ese respecto, los primeros de la fila. Llevábamos juntos más de diez años, y aquella ley era muy importante para las parejas gais. Yo había visto a mucha gente perder a su compañero por culpa del sida, y luego descubrir que no tenían ningún tipo de cobertura legal como pareja. La familia de su último novio solía aparecer echando humo, los borraban de la ecuación completamente —ya fuera por avaricia, o porque nunca les había gustado el hecho de que su hijo o su hermano fuera gay— y entonces lo perdían todo. Aunque era un tema del que habíamos hablado de manera muy seria y prudente, aún fui capaz de sorprender una vez más a David. Le propuse matrimonio durante una cena en la que habíamos invitado a Scissor Sisters en Woodside. Lo hice como manda la tradición y me arrodillé. Aunque sabía que diría que sí, de todos modos fue un momento maravilloso. Hicimos que nos volvieran a consagrar los anillos que nos habíamos comprado en París, aquel fin de semana en que pensé que pasaría inadvertido vistiendo la colección completa de primavera-verano de Versace.

La nueva ley se aprobó a comienzos de diciembre, y antes de que entrara en vigor tenía que pasar un período estatutario de quince días. El primer día en el que podíamos convertirnos en pareja de hecho legal fue el 21 de diciembre. Había mucho por hacer. La ceremonia en sí iba a tener lugar en el Guildhall de Windsor, el mismo lugar en el que el príncipe Carlos se había casado con Camilla Parker Bowles. Tenía que ser un evento privado e íntimo: solamente David y yo, mi madre y Derf, los padres de David, nuestro perro Arthur, Ingrid y Sandy, y nuestros amigos Jay Jopling y Sam Taylor-Wood.

La idea de partida era celebrar un convite por la noche en los estudios Pinewood, pero nuestro planificador de bodas nos presentó un presupuesto que incluso a mí me pareció exagerado, un reto que no me podía dejar indiferente. Recuerdo mirar bien el presupuesto y pensar: «Podría volverme loco en el departamento Old Masters de Sotheby’s por ese dinero». No había ningún otro lugar en el que pudiéramos celebrar nuestra recepción —era justo antes de Navidad, todo lo demás ya estaba reservado—, así que decidimos que la fiesta sería en Woodside. Montamos tres carpas interconectadas en los terrenos: la primera era una sala de recepción, la segunda un salón para cenar y la tercera una gran pista de baile. Habría espectáculo en directo: iban a cantar James Blunt y Joss Stone. Había seiscientos invitados y David insistió en organizar las mesas él mismo. Fue muy meticuloso. Una de las cosas que más odia es ese tipo de fiestas en el que todo el mundo está revuelto y sin orden y al final te acabas sentando junto a un perfecto desconocido. Además, necesitábamos trabajar con cierto grado de cautela, pues la lista de invitados era de lo más ecléctico: había invitados de absolutamente todas las áreas de nuestra vida. Estaba muy orgulloso del hecho de que en nuestra fiesta tuviéramos como invitados a miembros de la familia real junto con una selección de estrellas de los estudios BelAmi, especializados en cine porno gay, pero nos parecía que igual lo mejor era que no se sentaran juntos. Así que David se encargó de todo con sumo cuidado a partir de lo que llamó «las tribus»: había una mesa para las estrellas del deporte, otra mesa para la gente de la moda, una mesa para los antiguos Beatles y gente cercana a ellos. Y entonces fue cuando dejé mi sello personal al mandar al traste lo que había sido un esfuerzo tan concienzudo.

Hay una teoría muy extendida entre los psicólogos según la cual una persona que tiene la mala suerte de presentar una personalidad adictiva, puede convertirse en adicta a casi todo. Me pasé buena parte de la década de 2000 intentando demostrar esa teoría con la ayuda de una trituradora de papel que me había comprado para el despacho de Woodside. No estoy seguro de cuándo comencé a obsesionarme con ella. En parte, se adquirió por exigencias de seguridad: al fin y al cabo, nuestros documentos bancarios habían terminado apareciendo en las portadas de los periódicos cuando un imbécil del despacho de John Reid los habían arrojado intactos a la basura. Pero sobre todo era porque hay algo increíblemente satisfactorio, y difícil de explicar, en el hecho de manejar una máquina trituradora de papel: el sonido que hace, la visión del papel que se desmenuza al entrar, los ribetes de papel que surgen del otro lado. Me encantaba. Podía estar en una habitación llena de obras de arte de valor incalculable y ninguna me parecería tan perfecta como la observación de un viejo itinerario de gira en pleno proceso de destrucción.

Pero si no sabría decir dónde empezó mi obsesión, sí puedo decir en qué terminó. Fue dos minutos después de ver en qué estado se encontraba la habitación donde David estaba trabajando en la distribución de los asientos —había hojas de papel por todas partes—, así que decidí que era una muy buena oportunidad tanto para ayudarlo a ordenar un poco como para alimentar mi pasión incontrolable por convertir los viejos documentos en confeti.

No recuerdo cuántas páginas llevaba destruidas del meticuloso plan que había desarrollado David para distribuir las mesas cuando él entró de nuevo en la habitación, gritando. Nunca en mi vida lo había oído gritar así: David nunca fue una persona dada a explosiones volcánicas de mal genio, pero parecía que a lo largo de nuestros doce años en común había estado tomando apuntes discretamente de un maestro como yo, y esperando a que llegara el momento adecuado para poner en acción cuanto había aprendido. En su arrebato, empezó a describir unas escenas sociales desastrosas e incontrolables en las que las estrellas de BelAmi terminaban departiendo sobre su trabajo en A ellos les gustan grandes 2 con su madre o con mi tía Win. Gritaba tanto que se le oía por toda la casa. Sin duda se le oía con claridad en nuestro dormitorio, en el piso de arriba. Esto lo sé con toda seguridad porque fue ahí donde decidí esconderme, cerrando la puerta cuidadosamente con llave a modo de precaución. No es que pensara que fuera a estrellarme la trituradora de papel contra la cabeza, pero de todos modos, el ruido procedente de la planta inferior me daba a entender que aquella posibilidad no era descabellada.

Aun así, todo lo demás en los días previos a la ceremonia discurrió de manera notablemente tranquila. Nuestro amigo Patrick Cox nos organizó una despedida de soltero conjunta en el club gay del Soho llamado Too 2 Much. Fue divertidísima, una verdadera representación de cabaret. Paul O’Grady fue el presentador de la velada y cantó un dueto con Janet Street-Porter. Sir Ian McKellen acudió caracterizado como la Viuda Twankey. Bryan Adams cantó una canción y Sam Taylor-Wood hizo una versión de «Love To Love You Baby». Hubo mensajes en vídeo de Elizabeth Taylor y Bill Clinton entre las actuaciones de los famosos travestidos de Nueva York Kiki & Herb y Eric McCormack, que había sido quien interpretó a Will en Will and Grace, y que también había sido un viejo compañero de clase de David en Ontario. Jake Shears, del grupo Scissor Sisters, se emocionó tantísimo que terminó quitándose la ropa y mostrando al público una serie de habilidades que había aprendido cuando trabajaba en varios clubes de desnudismo en Nueva York antes de que la banda empezara a tener éxito. ¡Vaya noche!

Nos levantamos el día de la ceremonia y hacía una bonita mañana de invierno, soleada y fresca. Había una especie de atmósfera mágica de Navidad por toda la casa, en medio del bullicio. Teníamos invitados que se habían quedado a dormir: la familia de David había llegado de Canadá, mi viejo compañero del colegio Keith Francis había viajado desde Australia con su mujer.

En el exterior había gente dando los últimos toques a las carpas y revisando que funcionaran las luces distribuidas en los árboles. La noche anterior habíamos visto por televisión la noticia de la primera unión civil que se había realizado en Irlanda del Norte —el plazo de espera allí era más corto— y cómo las parejas habían tenido que soportar protestas al salir de las ceremonias, con grupos de evangelistas cristianos que les gritaban cosas acerca de la «propaganda sodomita», gente que les arrojaba bombas de harina y huevos. Yo estaba muy preocupado: si aquello le ocurría a la gente normal, ¿qué clase de acogida iba a tener una famosa pareja gay? David me aseguró que todo iría bien: la policía estaba avisada de la amenaza y había delimitado un área para las protestas, de modo que no pudieran estropearnos el día.

Sin embargo, según las últimas noticias que nos llegaban de Windsor, las multitudes ocupaban las calles con atmósfera festiva. Nadie quería atacarnos: en vez de eso, la gente se había presentado con carteles, pasteles y regalos para nosotros. Había equipos de informativos de la CNN y la BBC aparcados en el exterior, con periodistas que hablaban ante la cámara.

Apagué la televisión y le dije a David que él tampoco viera nada más. Simplemente quería que disfrutáramos del momento, juntos, sin distracciones. Yo ya había estado casado antes, por supuesto, pero esto era diferente. Ahora podía ser yo mismo, se me permitía expresar mi amor por otro hombre de una manera que hubiera resultado inconcebible cuando me di cuenta de que era gay, o cuando salí del armario públicamente en Rolling Stone en 1976, y todo ello en parte porque, por entonces, no me parecía que fuera a ser más capaz de tener una relación duradera que de poder viajar a Marte.

Y ahí estábamos. Lo viví con mucha intensidad: no solo a nivel personal, sino también como un momento histórico, como si fuéramos parte de un cambio del mundo a mejor. No recordaba haber vivido nunca un momento más feliz.

Y entonces fue cuando llegó mi madre, en su característico papel de psicópata salvaje.

 

 

La primera señal de que algo iba mal me llegó cuando no quiso salir del coche. Derf y ella habían llegado a Woodside según lo previsto, pero luego se negó de manera categórica a entrar en la casa. A pesar de las muchas súplicas que le dirigí para que viniera con nosotros, se quedó allí fuera sentada, con la cara larga, mientras la familia de David se asomaba a la ventanilla de su coche para saludar. ¿Qué coño le pasaba? No tuve la oportunidad ni de preguntarle. Los protocolos de seguridad para la ceremonia establecían que todo el mundo debería ir conjuntamente en coche hasta el Guildhall en comitiva. Pero mamá anunció que ella no se sumaría a la comitiva, y que tampoco asistiría al almuerzo privado que íbamos a tener en Woodside después de la ceremonia de enlace civil, y de repente arrancó y se fue.

Ah, estupendo. El día más importante de mi vida y tiene que llegar mi madre con uno de sus arrebatos de mal genio, uno de aquellos que me aterrorizaban cuando era más joven. Yo había heredado parte de su habilidad para enfadarse. La diferencia estaba en que yo conseguía calmarme pronto: me daba cuenta de lo que estaba haciendo —«Mierda, no es que me esté comportando como un imbécil, es que me estoy comportando como mi madre»— y al momento me apresuraba a disculparme con todo el mundo. Mi madre nunca conseguía calmarse, nunca parecía estar arrepentida, nunca pareció reflexionar sobre si lo que hacía estaba mal, o se comportaba de manera incorrecta. Lo mejor que podías esperar era una discusión terrible —en la cual, como siempre, ella debía tener la última palabra—, seguida de una calma incómoda, una tregua precaria que duraba hasta que todo volvía a comenzar. A medida que pasaban los años, sus enfados habían alcanzado un nivel superior, casi épico, impresionante. Era la Cecil B. DeMille del mal humor, la Tolstói del berrinche. Solo estoy exagerando un poco. Estamos hablando de una mujer que no le dirigió la palabra a su hermana durante diez años a raíz de una discusión acerca de si la tía Win le echaba leche desnatada al té o no. Una mujer tan entregada a enfadarse que, cuando estaba en un momento álgido, tomaba la decisión de hacer las maletas y rehacer su vida en otro país. Eso había sucedido en los años ochenta: se enfadó a la vez conmigo y con uno de los hijos que tenía Derf de su primer matrimonio, y como resultado, terminó emigrando a Menorca. Prefería irse a otro país que volver y disculparse. No tiene ningún sentido intentar razonar con alguien así.

Vi cómo su coche desaparecía por el camino y deseé que se hubiera quedado en Menorca. O en la luna. En cualquier sitio excepto dirigiéndose a mi ceremonia de enlace civil, respecto a la cual tenía el terrible presentimiento de que haría todo lo posible por estropearla. En realidad, nunca quise que estuviera allí. Tenía un miedo persistente a que hiciera algo así, igual que cuando me casé con Renate. Ese era uno de los motivos por los que insistí en casarme tan rápido, y en Australia, para que mi madre no pudiera estar. Sin embargo, cambié de opinión unas semanas antes, intentando convencerme de que ni siquiera mi madre estaría tan loca para montar semejante numerito. Resulta que estaba equivocado.

A pesar de todo, no nos arruinó el día. No podía hacerlo. Era demasiado mágico, con la multitud en el exterior del Guildhall jaleándonos y, más tarde, la llegada de los coches a Woodside y prácticamente todo el mundo que conocía y quería sumándose a la fiesta, como si fuera la película de mi vida proyectándose ante mis ojos en la mejor de las circunstancias: Graham Taylor y Muff y Zena Winwood, Ringo Starr y George Martin, Tony King y Billie Jean King. Pero, en honor a la verdad, diré que mi madre se esforzó al máximo por conseguirlo. Cuando David y yo intercambiamos nuestros votos, empezó a hablar, a un volumen muy alto, superponiéndose a nuestras voces: se quejó de lo poco que le gustaba el recinto y dijo que nunca se imaginaría casarse en un lugar como ese. Cuando llegó el momento de que los testigos firmaran el acuerdo de enlace civil, ella también firmó, soltó un «Bueno, ya está hecho», arrojó el bolígrafo al suelo y se largó. Fue rarísimo: mi estado de ánimo no dejaba de pasar de la más completa euforia a un estado de miedo cerval por lo que pudiera hacer a continuación. Y lo peor de todo es que yo no podía hacer nada. Sabía por experiencia que intentar razonar con ella sería como intentar desactivar una bomba cortando el cable equivocado con el único resultado de que todo seguiría estando mal o, peor aún, que aquello pasara delante de los medios de comunicación de todo el mundo o de los seiscientos invitados. No me apetecía que la cobertura mediática del enlace civil de más alto nivel de Gran Bretaña consistiera en que Elton John y su madre habían estado dando el espectáculo ante toda la nación discutiendo a gritos en las escaleras del Guildhall de Windsor.

Durante la fiesta, por la noche, hizo gestos de desaprobación, gruñó y puso los ojos en blanco durante los discursos. Se quejó de la distribución de los asientos: al parecer, no estaba lo bastante cerca de mí y de David —«Un poco más y me deportáis a Siberia»—, aunque era difícil de imaginar cómo podría haber estado más cerca de mí sin sentarse en mi regazo. La estuve evitando a medida que discurría la velada, lo cual fue bastante fácil. Había muchos amigos con los que hablar, que nos querían desear lo mejor. Pero con el rabillo del ojo podía ver un flujo constante de gente que iba a hablar con ella y luego se acercaba a mí rápidamente, con cara muy larga. Era desagradable con todo el mundo, sin importar lo inofensivo que fuera el intento de entablar conversación con ella. Jay Jopling cometió el error fatal de decirle:

—Es un día maravilloso, ¿verdad?

Eso al parecer le sentó como una provocación inmisericorde.

—Me alegro de cojones de que te lo parezca —le soltó como respuesta.

Tony King fue a saludarla —conocía a mi madre y a Derf desde hacía mucho tiempo— y, para terminar de perturbarlo, le dijo que empezaba a parecer viejo. En cierto momento, Sharon Osbourne se acercó a mí mientras la miraba.

—Sé que es tu madre —murmuró—. Pero me gustaría matarla.

No me enteré de qué era lo que había provocado todo eso hasta más tarde. Le había contado a los periodistas que estaba molesta porque le habían dicho que, al no llevar sombrero, no podía salir en las fotografías, lo cual era un completo sinsentido. La madre de David quería llevar sombrero durante la ceremonia, él se ofreció a acompañar a su madre y a la mía para comprar uno, pero mi madre había dicho que no lo quería. Parecía bastante evidente que aquello no era ningún problema, dado que terminó apareciendo en todas las fotos familiares. Luego supimos que los padres de David estaban al corriente del problema, pero no quisieron decírnoslo antes de la ceremonia para no alterarnos. Tan pronto como llegaron al Reino Unido le habían llamado por teléfono, pues siempre se habían llevado bien con mi madre y con Derf. Incluso se habían ido juntos de vacaciones. Mi madre les dijo que tenían que colaborar para impedir que se produjera el enlace civil. No estaba de acuerdo en que nosotros «nos casáramos», así lo dijo. Opinaba que no estaba bien que las parejas gais pudieran recibir el mismo trato que las parejas de distinto sexo. Había hablado con mucha gente, y todo el mundo opinaba igual. Aquello sería perjudicial para mi carrera. La madre de David le dijo que estaba loca, que sus hijos estaban haciendo algo maravilloso y que ella nos apoyaba. Mi madre le colgó el teléfono.

Me repitió la misma frase un par de años más tarde, durante otra discusión violenta. No tenía ningún sentido. Mi madre siempre había sido de ideas fijas, pero nunca había sido homófoba. Me apoyó cuando le dije que era gay, y se había mostrado imperturbable cuando los periodistas la acosaron cuando salí del armario en Rolling Stone, diciéndoles que pensaba que yo había sido valiente y que le daba igual si era gay o hetero. ¿Por qué iba a pensar, de repente, que mi sexualidad era un problema, treinta años después? Quizá siempre lo había llevado dentro, y de alguna manera había conseguido anular ese sentimiento hasta ese momento. Como siempre, creo que el verdadero problema era que no soportaba que hubiera alguien más cerca de mí de lo que lo estaba ella. Se había mostrado fría con todos mis novios, y fría con Renate, pero esto ya estaba en otro nivel. Sabía que mis novios nunca me darían para una relación larga: yo era demasiado voluble, a causa de toda la coca que tomaba. Incluso cuando me casé con Renate, mi madre creía en lo más profundo de sí misma que no duraría, pues sabía que yo era gay. Pero ahora estaba sobrio y había sentado la cabeza con un hombre del que estaba profundamente enamorado. Había encontrado a mi pareja para toda la vida, y la unión civil lo certificaba. Ella no podía soportar la idea de que el cordón umbilical quedara finalmente cortado: esa idea le había reconcomido tanto por dentro que ya no veía más allá, nada más le importaba, incluido el hecho de que yo por fin fuera feliz.

Bueno, mala suerte para ella. Yo por fin era feliz, y no iba a cambiar aquello por nadie, y me daba igual cuántos cambios de humor fuera a implicar eso. Cuando por fin se diera cuenta, quizá cambiara de opinión.

 

 

Tenía muchas cosas que me hacían feliz. No solo en mi vida personal: entre los conciertos de Las Vegas, Billy Elliot y los nuevos discos, estaba disfrutando tanto componiendo música que mi entusiasmo se volvió contagioso. David empezó a interesarse por las cosas que me habían inspirado en los inicios de mi carrera, los artistas y los discos que él no pudo conocer de primera mano porque era demasiado joven. Comenzó a elaborar listas de reproducción en su iPod de temas que yo le recomendaba. Se las llevaba para escucharlas en nuestra habitación de hotel cuando íbamos de vacaciones a Sudáfrica, con nuestras amigas Ingrid y Sandy. Si queréis un ejemplo de cómo se puede forjar una amistad profunda y duradera a partir del menos prometedor de los comienzos, os diría que ese ejemplo somos Ingrid y yo. La conocí cuando ella estaba escribiendo un perfil sobre mí para la revista Interview, de la que era editora. O mejor dicho, yo había intentado evitarla por todos los medios cuando ella estaba escribiendo un perfil sobre mí: estaba de un humor de perros y cancelé la entrevista. Ella volvió a llamarme y me dijo que de todas formas vendría. Le dije que no se molestara. Insistió en que de todas formas vendría. Le dije que se fuera a tomar por culo. Ella colgó el teléfono y se materializó en la puerta de mi habitación del hotel en lo que pareció cuestión de minutos. Y unos cuantos minutos más tarde, me había enamorado de ella. Ingrid tenía carácter. Ingrid tenía una opinión formada. Y valía la pena escuchar las opiniones de Ingrid, porque era evidente que era inteligentísima. Había sido nombrada editora de la revista Artforum cuando tenía veintisiete años y parecía saber todo lo que había que saber —y conocer a todo el mundo que había que conocer— en los mundos del arte y la moda. No se dejaba chulear por nadie, tampoco, como había quedado claro, por mí. Era sumamente divertida. Hacia el final de la tarde, no solo me había entrevistado, sino que me había arrancado el compromiso de que escribiría una columna para su revista, y tuve la misma sensación que cuando conocí a Gianni Versace: si él parecía ser un hermano al que nunca antes había visto, ella era como mi hermana desaparecida. Nos llamábamos sin parar: me gustaba hablar con ella, en parte porque sabía un montón de cotilleos, pero sobre todo porque siempre te decía la verdad, incluso cuando no te apetecía escucharla.

Ingrid provenía de Sudáfrica, pero se fue del país cuando era una niña. Su madre corría el riesgo de ser arrestada por haber estado involucrada en el movimiento anti-apartheid, así que la familia se trasladó a Edimburgo y más tarde a Nueva York. Pero a Ingrid le encantaba Sudáfrica, que es donde Sandy y ella terminaron acompañándonos de vacaciones. Una tarde estábamos preparándonos para salir a cenar mientras de fondo sonaba una de las listas de reproducción de David con canciones de principios de los años setenta. Mientras él se duchaba, sonó «Back To The Island» de Leon Russell. Me pilló con la guardia completamente bajada. Me senté en la cama y empecé a llorar. Leon entrando en el camerino del Troubadour, las giras que hice con él como telonero, y Eric Clapton, y Poco: de repente, me pareció que todo había sido hacía mucho tiempo.

Escuchaba aquella canción una y otra vez cuando vivía en Tower Grove Drive. Todavía veía todo aquello en el recuerdo. La madera oscura del interior, la gamuza de las paredes del dormitorio principal, la manera como la luz del sol caía en la piscina por la mañana. Una multitud trastabillando al salir por la puerta del Whiskey, el Rainbow o Le Restaurant cuando nos echaban, el humo de la embriagadora hierba californiana y los vasos llenos de bourbon, y los ojos azules de un tipo que me atrajo hasta la sala de juegos, que me dijo que era hetero, pero cuya sonrisa parecía sugerir que era fácil de persuadir. Dusty Springfield regresando tras una noche haciendo la ronda por los bares de ambiente de la ciudad y durmiéndose en el coche durante el camino. La tarde en que Tony King y yo probamos la mescalina y terminamos gritando de miedo, después de que alguien en nuestra fiesta asaltara la cocina y decidiera, en su estado alterado, que iba a inventar un nuevo tipo de Bloody Mary con un trozo de hígado crudo ensartado en el borde del vaso. Solo con ver aquello, nos espabilamos.

Pero mis recuerdos de Los Ángeles en los años setenta estaban poblados por fantasmas. Todas las viejas leyendas de Hollywood a las que fui conociendo sobre la marcha habían muerto a edad avanzada. También lo había hecho Ray Charles. Yo fui la última persona en grabar una canción con él, para un álbum de duetos, treinta y cuatro años después de que me invitara a actuar con él en la televisión norteamericana por primera vez. Cantamos «Sorry Seems To Be The Hardest Word», sentados; él estaba demasiado débil para mantenerse de pie. Les pedí a los ingenieros una copia de la cinta, no tanto por la música, sino por tener una grabación de nuestras conversaciones entre las tomas. Imagino que necesitaba una prueba que demostrara que aquello había sucedido, que un chico que soñaba con ser Ray Charles terminara al final hablando con él como si fuera un amigo. Pero había otros fantasmas, los de la gente que no moría de vieja, los de la gente a la que el sida se llevó joven. Gente que se había matado con el alcohol o las drogas, gente que había muerto en accidentes, gente a la que habían asesinado, gente que había muerto a causa de aquellas cosas que te mataban en los años cincuenta y los sesenta si tenías mala suerte. Dee Murray, mi viejo bajista. Doug Weston, que había sido responsable del Troubadour. Bill Graham. Gus Dudgeon. John Lennon, George Harrison y Harry Nilsson. Keith Moon y Dusty Springfield. Infinitos muchachos de los que me había enamorado, o de los que creía haberme enamorado, en la pista de baile del After Dark.

Cuando volvió del baño y me vio llorando, a David le cambió la cara.

«Ay, Dios mío —suspiró—. ¿Qué pasa ahora?»

Por entonces, ya tenía la amarga experiencia de habérselas visto con mis cambios de humor, así que su primer pensamiento fue que no me gustaba algún detalle sin importancia de las vacaciones y me iba a poner a gritar, diciendo que teníamos que irnos cuanto antes. Le dije que no era nada de eso, que simplemente estaba pensando en el pasado. En el iPod, Leon seguía cantando: «Well all the fun has died, it’s raining in my heart, I know down in my soul I’m really going to miss you» («Bien, ya se ha acabado toda la diversión, llueve en mi corazón, y en el fondo de mi alma sé que te voy a echar mucho de menos»). Dios mío, qué bien cantaba. ¿Qué habría sido de él? No había oído a nadie mencionar su nombre en muchos años. Me acerqué al teléfono y llamé a mi amigo Johnny Barbis de Los Ángeles y le pregunté si podría averiguar dónde estaba Leon. Me pasó un número de teléfono de Nashville. Llamé, y me respondió una voz. Sonaba más grave de lo que yo recordaba, pero sin duda era él; tenía la misma manera de hablar arrastrada de Oklahoma. Le pregunté cómo estaba. Me dijo que estaba en la cama, viendo Days of Our Lives en la tele:

—Estoy bien. Voy tirando.

Esa era una manera de decirlo. Leon había tomado algunas decisiones empresariales equivocadas, tenía varias exesposas, y los tiempos habían cambiado. Ahora iba a tocar allí donde lo llamaran. Uno de los mejores músicos y compositores del mundo, y estaba actuando en bares y pubs deportivos, en fiestas de la cerveza y convenciones de moteros, en pueblos de los que nunca había oído hablar en Missouri o Connecticut. Le dije que estaba en medio de la nada en África, y que estaba escuchando su música y pensando en el pasado. Le di las gracias por todo lo que había hecho por mí y le dije lo importante que era su música en mi vida. Creo que se emocionó de verdad.

—Bueno, son unas palabras muy bonitas —dijo—. Te lo agradezco mucho.

Cuando terminamos de hablar, colgué el teléfono y me lo quedé mirando. Había algo que no marchaba bien. No sabía explicar por qué, pero sabía que no era aquello por lo que le había llamado. Volví a descolgar el teléfono y marqué su número otra vez. Se rio al descolgar.

—Dios mío, ¿cuarenta y cinco años sin saber de ti y ahora dos veces en diez minutos?

Le pregunté si quería hacer un disco, los dos, juntos. Hubo un largo silencio.

—¿Va en serio? —dijo—. ¿Crees que podría hacerlo? —Suspiró—. Estoy demasiado viejo.

Le dije que yo también estaba bastante mayor, y que si yo podía, él podría, si quería.

Se rio otra vez.

—A la mierda, claro que sí.

No fue un acto de caridad. Fue más bien por darme una satisfacción: si alguien me hubiera dicho en 1970 que un día haría un disco con Leon Russell, me habría reído de él. Y no siempre fue fácil. Me había dicho cuando hablamos por teléfono que tenía algunos problemas de salud, pero no supe lo enfermo que estaba Leon hasta que llegó al estudio en Los Ángeles. Se parecía al patriarca achacoso de una obra de Tennessee Williams: llevaba una larga barba blanca, gafas oscuras y un bastón. Tenía problemas para andar. Se sentaba en un sillón reclinable del estudio durante un par de horas al día y luego cantaba y tocaba. Eso era todo lo que podía hacer, pero lo que hacía durante aquellas dos horas era increíble. Hubo momentos en que me pregunté si su contribución a mi disco iba a publicarse de forma póstuma. Un día, empezó a salirle un líquido por la nariz: era un fluido que procedía de su cerebro. Tuvieron que operarlo de urgencia y lo ingresaron en el hospital por un infarto y una neumonía mientras estuvo conmigo.

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