Yo

Yo


Capítulo 16

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La primera vez que sucedió fue en Sudáfrica en 2009, en un centro de acogida para niños portadores del VIH y sus efectos posteriores. Era en el centro de Soweto, un lugar en el que los niños huérfanos y otros chicos que se habían visto forzados a dar un paso adelante y convertirse en cabeza de su familia podían acudir y obtener todo tipo de cosas que necesitaran, ya fuera un plato de comida caliente, consejo o simplemente un poco de ayuda con sus tareas del hogar. Estábamos visitando aquel lugar porque estaba financiado por la Fundación Elton John contra el Sida, y habían organizado una presentación para nosotros, con las mujeres que dirigían el lugar y los niños que se beneficiaban de él, para explicarnos cómo funcionaba. Un niño muy pequeño que llevaba ese tipo de camisa de dibujos brillantes que había hecho famosa Nelson Mandela me obsequió con una cucharita, un símbolo de la industria sudafricana del azúcar. Pero ni se apartaba ni volvía a sentarse con los otros chicos. No sé por qué —no tenía ni idea de quién era—, pero parecía como si estuviera deslumbrado por mí. Se llamaba Noosa, y no se despegó de mi lado durante el resto de la visita. Le cogí de la mano y estuve poniéndole caras e hice que se riera. Era adorable. Me pregunté cómo sería su vida en el mundo real: Dios mío, en Sudáfrica se oían toda clase de historias terroríficas sobre cómo el sida había destrozado vidas que, ya de entrada, no eran ningún camino de rosas. ¿A dónde iría cuando acabáramos? ¿De vuelta a qué?

Pero mirándolo, me di cuenta de que sentía algo que no era lástima ni cariño. Había un resplandor de algo más en todo aquello, algo mucho más poderoso que un simple «aaaah», algo que no sabía muy bien cómo explicar. Me acerqué hasta David.

«Este chico es maravilloso —le dije—. Es huérfano. Quizá necesite ayuda. ¿Qué opinas?»

David me miró completamente desconcertado. Con anterioridad, él ya había abordado el tema de formar una familia, pues la idea de una pareja gay que adoptara hijos ya no era una cosa anómala, como lo había sido tiempo atrás. Pero cada vez que mencionaba la idea, yo le presentaba una lista de objeciones tan larga que terminaba agachando la cabeza por agotamiento.

Me encantaban los niños. Tengo numerosos ahijados y ahijadas —algunos de ellos son famosos, como Sean Lennon y Brooklyn y Romeo Beckham, y otros no son conocidos en absoluto, como el hijo de mi padrino en Alcohólicos Anónimos—, y los quiero muchísimo a todos. Pero tener nuestros propios hijos era un asunto completamente distinto. Yo ya estaba muy mayor. Con una manera de ser muy arraigada. Demasiado ausente, pues siempre me encontraba fuera, de gira. Demasiado aficionado a la porcelana, a la fotografía y al arte moderno, nada de lo cual respondería bien ante la posibilidad de que se tirara al suelo, o se dibujara por encima con lápices de colores, o se manchara con Nutella, o cualquiera de esas otras cosas que ya se sabe que les gusta hacer a los niños. Demasiado ocupado para encontrar ese tiempo en mi vida que, evidentemente, necesitas para ser padre. No es que fuera un gruñón, solo decía la verdad. Pero en realidad, lo que estaba en el origen de cualquier objeción era mi propia infancia. Criar a los hijos es un desafío increíble y sabía por mi experiencia lo horrible que sería el desafío si me salía mal. Por supuesto, uno quiere pensar que nunca cometerá los mismos errores que su madre y que su padre, pero ¿y si ocurría? No podría vivir con la idea de que la infancia de mis hijos fuera tan desdichada como había sido la mía.

Tantas objeciones y ahora estaba ahí, sugiriendo que estudiáramos la opción de adoptar a un huérfano de Soweto. Se comprende el desconcierto de David; yo también estaba desconcertado. ¿Qué demonios estaba pasando? No tenía ni idea, pero había comenzado a pasar algo distinto, completamente fuera de mi control. Era como, si a mis sesenta años, por fin se me hubiera despertado el instinto paternal, de la misma manera en que mi libido llegó de manera inesperada, años más tarde que al resto del mundo, cuando tenía veintiuno.

Fuera lo que fuera, no importaba. Hicimos algunas preguntas y enseguida averiguamos que el chico estaba en una posición relativamente buena. Vivía con su abuela, una hermana y otro pariente, estaban bien cuidados, eran una familia unida; tan unida que cuando Noosa se me pegó, su hermana rompió a llorar, al creer que íbamos a apartarlo de su lado. Aquello lo dejó todo claro. En ningún caso lo ayudaríamos si lo apartábamos de su cultura y de su identidad para llevárnoslo al Reino Unido: era mejor si invertíamos en su futuro en su propio país. Volví a verlo unas cuantas veces más, cuando regresamos a Sudáfrica para tocar o para hacer trabajos con la Fundación contra el Sida, y seguía siendo muy adorable, y parecía muy feliz.

Fue un suceso raro, pero ya lo había apartado de mi pensamiento, consciente de que habíamos hecho lo correcto. Regresé a mi postura habitual en lo que tuviera que ver con los hijos. No recuerdo que ninguno de los dos volviera a sacar el tema. Y entonces, ese mismo año, nos fuimos a Ucrania.

El orfanato estaba en Donetsk, una gran ciudad industrial en el centro del país. Era específicamente para niños con edades comprendidas entre uno y once años, un lugar donde se les podía hacer un seguimiento para ver si desarrollaban el VIH, pues no todos los niños nacidos de una madre portadora terminan dando positivo. Si eso ocurría, se les daba tratamiento antirretroviral, cuidados y apoyo. Nos enseñaron el lugar, y aportamos comida, pañales y libros de texto —nada de regalos suntuosos, sino cosas que necesitaban de verdad— a los trabajadores sociales y a los niños. Toqué «Circle of Life» para ellos, en un piano que había donado. Justo después, se me acercó un niño pequeñito, lo cogí en brazos y lo abracé. Me dijeron que se llamaba Lev. Tenía catorce meses, pero parecía aún menor, porque era pequeñísimo. Su historia era horrenda. Su padre estaba en la cárcel por haber estrangulado a una adolescente. Su madre era portadora del VIH, una alcohólica crónica que padecía tuberculosis y no podía cuidar de sus hijos. No sabían aún si él también era portador del VIH, aunque tenía un hermanastro mayor que él llamado Artem que había dado positivo. Lev tenía el pelo rubio y los ojos castaños, y una sonrisa que contrastaba completamente con el ambiente que lo rodeaba y con las cartas que le había repartido la vida. Me derretía cada vez que me sonreía.

Lo tuve entre mis brazos durante el resto de nuestra visita. Y lo que fuera que pasó en Soweto, volvió a suceder, solo que con mayor intensidad: hubo un vínculo inmediato, una especie de conexión altamente poderosa. Yo estaba en un estado emocional alterado, además. Unos días antes, Guy Babylon, que había sido teclista de mi banda durante once años, había muerto de repente. Solo tenía cincuenta y dos años, parecía en buen estado de salud y fuerte, pero sufrió un infarto mientras nadaba. Era un recordatorio de que la vida era corta, de que nunca sabes cuánto tiempo vas a seguir aquí. Eso quizá me dio algo de claridad mental para determinar mis prioridades en la vida. ¿Por qué iba a seguir negando lo que sentía, muy en el fondo de mí, sobre algo tan fundamental como la paternidad?

El resto de la comitiva siguió adelante y yo me quedé rezagado en la habitación, jugando con Lev. No tenía ganas de irme. Llegado un momento, David regresó para ver dónde estaba. Y tan pronto como entró en la habitación, empecé a hablar de manera efusiva.

«Este hombrecito es extraordinario, se llama Lev, es un huérfano. Me ha encontrado él, no lo he encontrado yo. Creo que es una llamada. Creo que el universo nos está enviando un mensaje, y deberíamos adoptarlo.»

David me miró de una manera aún más asombrada que en Soweto. Evidentemente, no se esperaba que ante su pregunta, «¿Qué estás haciendo?», yo le respondiera con un rollazo sobre llamadas de una entidad superior y mensajes del universo. Pero se percató de que iba muy en serio. Me dijo que me calmara y que intentara mantener todo esto en privado por el momento, pues tenía que averiguar más cosas sobre la situación de Lev, sobre su familia y si podría dejar el orfanato antes de que supieran si daba positivo o no en VIH.

Llevé a Lev en brazos durante el resto del día. Todavía lo estaba sosteniendo cuando nos llevaron fuera para dar una rueda de prensa bajo una marquesina improvisada. Lo dejé en el regazo de David mientras respondía a las preguntas de los periodistas. La última era sobre el hecho de que yo había dicho que nunca querría tener hijos: ¿había cambiado de opinión desde que visitaba a niños huérfanos que necesitaban un hogar? Era la oportunidad perfecta para demostrar que había entendido muy bien las instrucciones de David sobre mantener mis pensamientos sobre el futuro de Lev en privado. En vez de eso, espeté que había cambiado de opinión, que el bebé que estaba en el regazo de David en la primera fila nos había robado el corazón, y que nos encantaría adoptarlo a él y a su hermano, si fuera posible.

 

 

Un par de capítulos atrás he explicado por qué me sentía complacido de haber alcanzado la fama en una época anterior a cuando los sellos discográficos y los representantes obligaban a los artistas a saber comportarse ante los periodistas y vigilar lo que decían: que estoy orgulloso de dar respuestas directas y de decir lo que pienso. Quizá debería revisar ahora esa aseveración, pues hay un par de momentos en mi carrera en los que creo que hubiera sido una buena idea haber recibido un poco de preparación para tratar con los medios de comunicación, y en los que hubiera deseado, por una vez en mi vida, haber respondido a la pregunta diciendo algo increíblemente aburrido, inocuo y evasivo, en vez de decir la verdad. Esta fue, sin duda, una de esas ocasiones. Supe que no debería haber dicho nada desde el mismo momento en que las palabras salieron de mi boca, y no solo porque vi cómo David agachaba la cabeza, cerraba los ojos y murmuraba algo que se parecía bastante a «Ay, mierda».

«Esa declaración —se quejó, mientras nos llevaban al aeropuerto— va a estar en todas partes en cuestión de minutos.»

Tenía razón. Cuando aterrizamos en Gran Bretaña, su BlackBerry estaba saturada de mensajes de texto y de voz de nuestros amigos, felicitándonos por las maravillosas noticias, lo que significaba que aquello había llegado a los medios de comunicación. Ciertos sectores de la prensa británica no hubieran reaccionado peor si hubiera dicho que albergaba un odio patológico hacia los niños y que estaba planeando incendiar personalmente el orfanato de Donetsk aquella misma noche. El Daily Mail y The Sun enviaron periodistas de inmediato hasta Ucrania. Uno consiguió declaraciones de un ministro que dijo que la adopción era imposible, porque éramos una pareja gay y, además, yo era demasiado mayor. Otro visitó a la madre de Lev, le compró vodka y se la llevó al orfanato para sacarle una foto allí, lo que automáticamente hacía que cualquier proceso de adopción se postergara durante un año: para que un niño pudiera ser tutelado por el Estado, debía estar doce meses en el orfanato sin recibir ninguna visita de un miembro de su familia. El periodista tampoco lo sabía, o no le importaba; no era algo en lo que hubiera pensado. Había algo horrible, e inevitable, en la manera como la noticia se centró en David y en mí, y no en los niños. Me resultaba difícil no pensar en que, si me hubiera callado en la rueda de prensa, nada de eso estaría pasando. O quizá no hubiera supuesto ninguna diferencia. Pero nunca lo sabremos.

Seguimos intentándolo, informándonos sobre el protocolo de una adopción, pero se nos hizo evidente que no funcionaría. Habíamos apelado al Tribunal Europeo de Justicia, pero no parecía tener mucho sentido, pues Ucrania no era parte de la UE. Contactamos con un psicólogo, le preguntamos sobre el proceso emocional que se daba en los niños que habían vivido en un orfanato cuando ingresaban en una familia, y una cosa que dijo nos llamó enseguida la atención. Nos dijo que creía que cualquier niño que hubiera estado en un orfanato durante más de dieciocho meses cargaría con un daño psicológico irreversible. No habría tenido la experiencia del cariño verdadero, nadie lo habría cogido en brazos ni lo habría querido lo suficiente, y eso tendría un efecto en el niño o la niña del cual nunca se podría recuperar. Así que abandonamos cualquier intento de encontrar una manera de adoptar a Lev y Artem y, mediante el trabajo con una organización benéfica de Ucrania, nos concentramos en conseguir que salieran de allí antes de que pasaran dieciocho meses. Su madre había muerto, y su padre volvió a la cárcel, pero tenían una abuela relativamente joven y se organizó todo para que pudieran ir a vivir con ella.

A través de la beneficencia, les proporcionamos apoyo económico de manera discreta. Nos aconsejaron que lo hiciéramos de forma anónima —tan anónima que ni siquiera la abuela de Lev y Artem sabría que estábamos ayudándola—, por el modo como la prensa se había lanzado sobre ellos: si descubrían que yo era su benefactor, había posibilidades de que nunca dejaran a los niños en paz. La ayuda que les proporcionamos no era nada desmesurada según la escala Elton John, lo cual solo habría ayudado a aislarlos todavía más. Pero nos aseguramos de que tuvieran lo suficiente de todo lo que la beneficencia nos dijo que necesitaban: muebles decentes, comida, libros de texto y apoyo legal. Cuando los rusos invadieron esa parte de Ucrania, trabajamos con la misma organización benéfica que había financiado el orfanato para que los evacuaran hasta Kiev. Siempre hemos estado al corriente de todo.

El año pasado, cuando volví a Ucrania con la Fundación contra el Sida, vi a Lev y Artem. Entraron en la habitación con sus sudaderas a juego y nos abrazamos, lloramos, hablamos y hablamos. Había pasado mucho tiempo. Lev había crecido. Era un niño de diez años divertido, travieso y encantador. Pero en cierta manera, nada había cambiado en él: seguía sintiendo exactamente la misma conexión con él que el primer día que lo conocí. Todavía deseaba haber podido adoptarlo. Pero sabía que su abuela había hecho un gran trabajo.

 

 

Intentamos convertirnos en padres adoptivos, pero no lo conseguimos. Era descorazonador, pero esta vez el sentimiento paternal no se apagó. Era como si alguien hubiera activado un interruptor: ahora deseaba tener hijos tanto como lo deseaba David. Pero no era un proceso fácil. Adoptar seguía siendo algo tremendamente complicado para una pareja gay, y la otra opción, la maternidad subrogada, también era muy estresante. La subrogación previo pago es algo técnicamente ilegal en el Reino Unido, aunque puedes tener un hijo en un país en el que sea legal y luego llevarlo a vivir a Gran Bretaña. Hablamos con nuestro médico en California y nos dio a conocer una empresa llamada California Fertility Partners. El proceso es increíblemente complicado: hay agencias de donación de óvulos y agencias de subrogación, y el proceso legal que todo ello comporta es intrincado, en especial si vives en otro país. Cuanto más nos metíamos en el tema, más complicado nos parecía. Tras un tiempo, mi cabeza estaba saturada de terapias hormonales y blastocitos, transferencias de embriones, tutelas parentales y donantes de óvulos.

Nos aconsejaron que encontráramos una madre subrogada que no estuviera casada, pues se habían dado casos en el pasado de maridos de las madres subrogadas que habían reclamado la tutela legal del niño incluso sin tener ningún vínculo biológico. Los dos decidimos que aportaríamos una muestra de esperma, de modo que así no sabríamos cuál de los dos era el padre biológico. Nos aconsejaron que todo debía llevarse en un estricto secreto. Deberíamos mantenernos en el anonimato ante la madre subrogada, para lo cual adoptaríamos los nombres de Edward y James, una pareja gay inglesa de quienes se decía vagamente que «trabajan en el negocio del espectáculo». A su vez, cualquier otra persona que participara en el proceso estaba sujeta a un estricto acuerdo de confidencialidad. Tras haber recibido una gran lección sobre los beneficios que comporta tener la boca cerrada, me parecía que aquello tenía mucho sentido. Cuando los medios de comunicación descubrieron la identidad de la madre que subrogó su embarazo a Matthew Broderick y Sarah Jessica Parker, la pobre mujer se vio obligada a esconderse: lo último que queríamos era que una mujer encinta tuviera que soportar el acoso de la prensa.

La maternidad subrogada implica un verdadero acto de fe. Una vez has seleccionado a la donante de óvulos y dejas tu muestra de esperma en la clínica de fertilidad, tu destino queda completamente en manos de otras personas. Nosotros tuvimos muchísima suerte. Dimos con un doctor asombroso llamado Guy Ringler, un hombre gay especializado en fertilidad para padres LGTBQ. Y dimos con la madre subrogada más extraordinaria posible. Vivía al norte de San Francisco y había sido madre subrogada con anterioridad. No tenía ningún tipo de interés en la fama o en el dinero: lo que más le preocupaba era ayudar a las parejas jóvenes a tener hijos. Terminó averiguando quiénes eran Edward y James en realidad a los tres meses de su embarazo y ni siquiera pestañeó. David fue en coche a conocerla, a las afueras de donde vivía por si alguien lo reconocía. Cuando volvió y me contó con entusiasmo lo increíble que era, fue cuando de repente todo nos empezó a parecer muy real. No sentí ningún miedo o duda acerca de nuestra decisión, nada de pánico, nada de «¿Qué hemos hecho?», simplemente emoción y esperanza.

El resto del embarazo pasó en un suspiro. El bebé tenía que nacer el 21 de diciembre de 2010. Estuvimos siempre cerca de la madre, su novio y su familia. Cuanto más los conocía, más odiaba la expresión «vientre de alquiler». Me sonaba fría y mercenaria, y no había nada ni frío ni mercenario en el comportamiento de estas personas: eran amables, afectuosas y estaban de verdad encantadas de ayudarnos a culminar un sueño. Decidimos contratar una niñera, la misma que había cuidado del hijo de nuestra amiga Elizabeth Hurley. La conocíamos porque Liz había estado en Woodside después de dar a luz para mantenerse lejos de la atención de los medios de comunicación. Empezamos a montar una habitación infantil en nuestro apartamento de Los Ángeles, pero todo tenía que hacerse en estricto secreto: cuanto comprábamos se enviaba a nuestra oficina de Los Ángeles, se sacaba de su embalaje y se volvía a envolver para que pareciera, cuando llegaba a casa, un montón de regalos de Navidad para David o para mí.

A medida que se acercaba la fecha del parto, la madre subrogada y su familia se trasladaron a un hotel de Los Ángeles. Ingrid Sischy y su pareja, Sandy, que nos habían pedido ser las madrinas, acudieron en avión para asistir al nacimiento. Habíamos planeado anunciar por sorpresa a nuestros amigos de Los Ángeles que ya éramos una familia durante la comida de Navidad, pero tuvimos que aplazar la comida porque el bebé llegaba con retraso. En cierto momento, la madre subrogada se cansó de tantas noches sin dormir, del dolor de espalda y de los tobillos hinchados, así que decidió pasar a la acción. Hay un restaurante en Los Ángeles, en Coldwater Canyon, que sirve una sopa de berros que tiene fama de inducir al parto. Fama completamente merecida: nos llamaron por la tarde del día de Nochebuena para decirnos que fuéramos corriendo al hospital Cedars-Sinai.

Aún preocupado por el secreto que había que guardar, llegué de incógnito, vestido de manera informal y con una gorra. Resultó que también podría haber llegado al hospital con las Doc Martens de plataforma de más de un metro que había llevado en Tommy y mis viejas gafas que se iluminaban formando la palabra ELTON, y nadie se habría dado cuenta porque allí no había nadie. El lugar estaba completamente desierto. El paritorio se parecía al hotel de El resplandor. Supimos luego que nadie quiere tener sus hijos en Navidad: o les inducen el parto o les practican una cesárea con tal de evitar estar en el hospital durante las vacaciones. Nadie, claro está, excepto nosotros. Habíamos intentado coordinar el parto a propósito para que pudiera producirse en algún momento en el que no estuviera trabajando o de gira. Así que no había ni un alma, excepto nosotros y otra mujer en la habitación de al lado, una australiana que había tenido gemelos. Y nuestro hijo, que llegó a las dos y media de la madrugada del día de Navidad.

Corté el cordón umbilical; por lo general, soy muy aprensivo, pero la emoción ante lo que estaba sucediendo pudo con todo. Nos quitamos las camisas para tener contacto piel con piel con el bebé. Le pusimos de nombre Zachary Jackson Levon. Todo el mundo da por hecho que el último nombre viene de la canción que Bernie y yo escribimos para Madman Across the Water, pero se equivocan: se llama de ese modo por Lev. Tenía que ser así. Lev era como un ángel, un mensajero que me enseñó cosas sobre mí mismo que yo no conocía. Lev era la razón por la que yo estaba allí, en un paritorio, con nuestro hijo en los brazos, consciente de que nuestra vida había cambiado para siempre.

 

 

De igual manera que Ingrid y Sandy, le pedimos a Lady Gaga que fuera la madrina de Zachary. Yo había empezado a colaborar con un montón de artistas más jóvenes, desde Scissor Sisters a Kanye West. Me resulta siempre sumamente halagador que me pidan trabajar con gente que ni siquiera había nacido cuando mi carrera despegó, y entre todos los artistas jóvenes con los que colaboré, con quien tenía un vínculo más especial era con Gaga. Caí rendido ante ella desde el primer momento en que la vi: la música que hacía, la ropa escandalosa, su visión del teatro y del espectáculo. Éramos personas muy diferentes —ella era una mujer joven de Nueva York, apenas había entrado en la veintena—, pero tan pronto como nos conocimos, resultó obvio que estábamos hechos de la misma pasta: la llamé la Hija Bastarda de Elton John. La quería tanto que una vez más me metí en problemas con la prensa. Yo siempre me llevé bien con Madonna, aunque solía burlarme de ella porque hacía playback en los conciertos. De todos modos, el verdadero problema llegó cuando se metió con Gaga en un programa de entrevistas de la tele de Estados Unidoa. Yo reconocía que el single «Born This Way» de Gaga sonaba sin duda muy parecido a «Express Yourself», pero no comprendía cómo Madonna podía ser tan descortés y desagradable al respecto, en vez de tomar como un cumplido que una nueva generación de artistas hubiera recibido su influencia, especialmente cuando Madonna se declara defensora de las mujeres. Creo que es un error: una artista consolidada no debería poner palos en las ruedas de una artista joven que está empezando su carrera. Estaba furioso y dije unas cuantas cosas horribles sobre Madonna a un entrevistador de la televisión australiana, un tipo al que conocía desde los años setenta llamado Molly Meldrum. Si se ven las imágenes queda claro que aquello no formaba parte de la entrevista, que era una conversación entre diferentes tomas con un viejo amigo —se oye a la gente moviendo las cámaras para preparar la próxima toma mientras hablamos—, pero lo emitieron igualmente, lo que hizo que nuestra vieja amistad tan peculiar llegara a su fin sin contemplaciones. Aun así, no debería haberlo dicho. Me disculpé más tarde cuando me encontré a Madonna en un restaurante en Francia y no pareció darle importancia. Gaga demostró ser una gran madrina: se presentaba en el camerino e insistía en bañar a Zachary vestida con todos sus emblemas de Gaga, lo cual era digno de ver.

De hecho, todo lo relacionado con nuestra paternidad es increíble. No puedo dar ningún consejo acerca de ser padre que no se haya dado unas cien veces antes. Todos esos lugares comunes sobre hacer que sientes la cabeza, el cambio de tu manera de ver el mundo, la experimentación de un amor como ningún otro que hayas sentido en tu vida, lo asombroso e inspirador que es ver a una persona formándose ante tus ojos, todo eso es verdad. Pero quizá yo sentí esas cosas de una manera más intensa porque nunca me había planteado ser padre hasta un momento muy avanzado en mi vida.

Si alguien hubiera intentado explicarle al Elton John de los años setenta o los ochenta que iba a sentirse más completo a un nivel mucho más profundo e intenso al cambiar un pañal que al escribir una canción o tocar en directo, seguramente tendría que haber salido corriendo de la habitación al momento, mientras las piezas de vajilla volaban rozándole las orejas. Y aun así era verdad: la responsabilidad es enorme, pero no hay nada en ser padre que no me guste. Incluso las regañinas que le soltaba al bebé eran encantadoras. «¿Te crees que eres difícil de manejar, mi salchichita? ¿Te he contado alguna vez lo que pasó aquella vez que me bebí ocho martinis con vodka, me desnudé por completo delante de un equipo de grabación y le rompí la nariz a mi representante?»

Supimos que queríamos tener otro hijo casi al momento. En gran medida, era porque nos gustaba ser padres, pero había mucho más. Por muy normal que intentáramos que fuera la vida de nuestro hijo, la verdad es que nunca sería del todo normal, básicamente por lo que uno de sus padres hacía para ganarse el sustento, y todo lo que iba asociado a ello. Porque antes de que comenzara a ir a la escuela, Zachary siempre se venía conmigo de gira y antes de cumplir los cuatro años ya había dado la vuelta al mundo dos veces. Había sido bañado por Lady Gaga y se había puesto en pie ayudándose de la rodilla de Eminem. Estuvo entre bambalinas en los conciertos en Las Vegas y los paparazzi le tomaron unas fotos que, para mi satisfacción, pareció sobrellevar más con aplomo que con agrado: ahí estaba, como un malote de mi viejo barrio. Estas no son experiencias normales para un niño pequeño. Evidentemente, ser hijo de Elton John comporta cierto nivel de privilegio, pero sería un engaño no pensar también que hay cierto nivel de carga. Nunca me gustó ser hijo único, así que me parecía adecuado que le diéramos un hermano con el que pudiera compartir cosas, que entendiera su experiencia de la vida. Lo hicimos con la misma madre subrogada, con las mismas agencias, la misma donante de óvulo y todo volvió a salir a la perfección: Elijah nació el 11 de enero de 2013.

La única persona que parecía no alegrarse por nosotros era mi madre. Mi relación con ella siempre había sido difícil, pero fue definitivamente a peor tras nuestro enlace civil en 2005. Como siempre, suavizamos las cosas tanto como pudimos, pero algo en ella había cambiado, o se había amplificado. El goteo de críticas acabó transformándose en un chaparrón. Siempre aprovechaba cualquier excusa para decirme lo mucho que detestaba todo lo que yo estaba haciendo. Si grababa un nuevo disco, era una porquería: ¿por qué no intentaba ser más como Robbie Williams? ¿Ya no sabía escribir canciones como las de antes? Si me compraba un nuevo cuadro, el cuadro era feísimo y ella misma podría haber pintado algo mucho mejor. Si daba un concierto benéfico, era la cosa más aburrida que había visto en su vida, y si la velada no había sido un completo desastre era porque otra actuación me había ganado la mano. Si la Fundación contra el Sida celebraba una rutilante cena repleta de estrellas para recaudar fondos, parecía evidente que lo único que me interesaba era la fama y besarle el culo a los famosos.

Para variar, tenía a veces alguno de sus ataques de ira habituales. Nunca sabía cuándo iban a desatarse o qué los iba a provocar. Pasar tiempo con ella era como invitar a una bomba que aún no había explotado a comer o a irse de vacaciones contigo: siempre me llevaba al límite, preguntándome qué sería lo que la haría estallar. Una vez fue el hecho de que había comprado una caseta para los perros que teníamos en la casa de Niza. Otra vez fue Billy Elliot, al parecer lo único que había hecho en los últimos diez años que le parecía medianamente bueno. El musical había despegado de una manera que nadie de los que estábamos metidos en ello hubiera imaginado nunca, no solo en el Reino Unido, sino en países donde la gente a duras penas había oído hablar de la Huelga de los Mineros y el impacto del thatcherismo en la industria manufacturera británica: en lo más profundo, la historia resultó ser universal. Mi madre fue a verlo a Londres un montón de veces, hasta que un día sus entradas para una función matinal se extraviaron en la taquilla y tardaron cinco minutos en encontrarlas, de modo que pensó que aquello había sido un intento deliberado y meticulosamente planeado por mi parte para humillarla. Por suerte, después de Billy Elliot seguí con El vampiro Lestat, un musical que Bernie y yo escribimos juntos, que fue un fracaso total (todo fue mal, desde el momento elegido para el estreno hasta la escenografía y los diálogos), y se restableció el servicio habitual: le dio a mi madre la oportunidad, que por supuesto no desperdició, de repetirme que ella ya sabía desde el principio que aquello sería un terrible fiasco.

Yo seguía intentando tomármelo todo a risa, o ignorarlo, pero no era tan fácil. Si quería pelea, mi madre siempre sabía qué resortes activar, porque era ella la que había colocado aquellos resortes desde el principio. Seguía teniendo la habilidad de hacerme sentir como si fuera aquel niño aterrorizado de diez años de Pinner, como si todo fuera mi culpa: yo convivía con el miedo, metafóricamente hablando, de que me diera una torta. El resultado fue justo el que se puede imaginar: empecé a evitarla por todos los medios. Para mi sesenta cumpleaños, celebré una gran fiesta en Nueva York en St John the Divine, la misma catedral en la que más tarde vi cantar a Aretha Franklin por última vez. Mi madre había sido una de las invitadas de honor cuando cumplí los cincuenta, la famosa fiesta elegante en la que ella y Derf asistieron ataviados como la Reina y el duque de Edimburgo, y yo llevaba un vestido Luis XVI e iba subido en un palanquín portado por dos hombres, caracterizados como Cupido, con una peluca tan grande que para que llegara hasta allí tuvieron que transportarla en furgoneta. Tuve tiempo de sobra para reconsiderar si aquello había sido una buena idea cuando la furgoneta se vio atrapada en un atasco durante una hora y media. Esta vez, decidí que no la invitaría. Sabía que, si acudía, sería la aguafiestas de la noche. No se lo pasaría bien, ni yo tampoco. Me excusé diciéndole que era demasiado lejos de donde estaba —ella había tenido algunos achaques—, pero la verdad era que no la quería allí.

Cuando nació Zachary, ya no nos hablábamos. Mi madre había pasado de criticarme sin parar a cruzar una línea e intentar hacerme daño. Disfrutaba contándome que aún era amiga de John Reid después de que nuestra relación empresarial se viniera abajo: «No sé qué es lo que te molesta —me soltó, cuando le hice ver que aquello me parecía un poco desleal—. Solo es dinero». Aquella era una manera de describir lo que había pasado, sin duda. Pero la gran pelea se produjo cuando mi asistente personal, Bob Halley, me dejó. Habíamos permanecido juntos desde los años setenta, pero la relación se había ido torciendo. Bob disfrutaba de una vida bastante lujosa por su cercanía a mí, y no le gustó nada que mi agencia de representación intentara refrenarla al proponer que mis giras fueran más rentables: es extraño cómo a veces la fama afecta más a la gente que tienes a tu alrededor que a ti mismo. Lo que hizo que todo saltara por los aires fue una discusión acerca de con qué empresa de alquiler de coches tenía que trabajar. Mis representantes habían sugerido hacerlo con otra empresa más competitiva. Bob se la quitó de encima y contrató a una más cara. La oficina de representación lo desautorizó y volvieron a trabajar con la empresa que habían elegido. Bob estaba furioso. Tuvimos una fuerte discusión al respecto en el hotel St Regis de Nueva York. Dijo que se le había saboteado, que se había desafiado su autoridad. Le dije que simplemente estábamos intentando ahorrarnos dinero. Me dijo que entonces me iba a dejar, lo que hizo que perdiera la calma y le dijera que me parecía bien. Más tarde, cuando me calmé, fui a hablar con él de nuevo. Esta vez me dijo que detestaba a todo el mundo en la oficina de Rocket: al parecer, todo mi equipo de representación estaba en su lista negra. Yo no sabía qué decir: o mi equipo al completo, o mi asistente personal; no era precisamente la decisión más difícil del mundo. Bob me anunció que dejaba el trabajo y se fue dando un portazo. Mientras salía, aseguró que mi carrera estaría acabada en seis meses sin él. Bob tenía muchas cualidades, pero la clarividencia no era precisamente una de ellas. El único cambio en mi carrera después de que se marchara fue que las facturas de gastos de las giras se redujeron de forma considerable.

Mi madre se quedó lívida cuando se enteró de que Bob se había ido, pues siempre se habían llevado bien. No quería oír mi versión de los hechos y me dijo que Bob había sido para ella como un hijo, mucho más que yo.

«Te preocupas más por esa puta cosa con la que te has casado que de tu propia madre», me espetó.

 

 

Después de aquella llamada, no volvimos a hablar durante siete años. Llega un momento en que te das cuenta por fin de que estás golpeándote la cabeza contra un muro: no importa cuántas veces lo hagas, nunca lo vas a atravesar, lo único que ocurrirá es que tendrás un dolor de cabeza permanente. Aun así, me aseguré de que tuviera todo el dinero que necesitara. Cuando me dijo que quería mudarse a Worthing, le compré una nueva casa. Lo pagué todo, me aseguré de que recibía los mejores cuidados cuando tuvieron que operarla de la cadera. Subastó todos y cada uno de los regalos que le había hecho (desde las joyas hasta los discos de platino en los que había pedido especialmente que grabaran su nombre), pero no porque necesitara dinero. Les dijo a los periodistas que estaba quedándose con lo esencial, que no era sino su manera de decirme que me fuera a la mierda, como cuando contrató a una banda de tributo a Elton John cuando cumplió noventa años. Terminé comprando parte de las joyas yo mismo, cosas que tenían valor sentimental para mí, aunque ya no lo tuvieran para mi madre.

Fue triste, pero ya no la quería más en mi vida. No la invité a la ceremonia cuando cambió la ley sobre las uniones gais y David y yo nos casamos oficialmente, en diciembre de 2014. Fue una celebración mucho más discreta y privada que la de nuestro enlace civil. Fuimos a la oficina del registro en Maidenhead nosotros solos, luego el registrador vino a Woodside y oficiamos la ceremonia allí. Los niños llevaron los anillos: atamos las mismas alianzas de oro que habíamos usado en el enlace civil —las que habíamos comprado en París un año antes— con un lazo en la cola de un par de conejos de juguete, y Zachary y Elijah los llevaron en brazos.

Puedo decir que mi madre no vio crecer a sus nietos —mi tía Win y mis primos venían de vez en cuando, como hacen las familias normales cuando hay bebés o niños pequeños por los que te preocupas, con los que quieres jugar y a quienes hacer regalos— pero, en honor a la verdad, creo que a ella no le importaba. Cuando nació Zachary, un periodista de la prensa sensacionalista llamó a la puerta de su casa y le preguntó cómo se sentía por no haber visto a su primer nieto, buscando una exclusiva a propósito de la abuela abandonada a sangre fría. Pero no la consiguió. Le dijo que no le preocupaba, y que no le gustaban los niños, ni le habían gustado nunca. Me reí cuando leí aquello: nadie te daría puntos por ganarte las simpatías de la gente, mamá, pero te llevas un diez en sinceridad.

Volví a contactar con ella cuando me enteré de que estaba gravemente enferma. Le envié un email con algunas fotos adjuntas de sus nietos. Apenas se fijó en ellos: «No te vas a aburrir», fue lo único que dijo al respecto de los niños en su respuesta. La invité a almorzar. No había cambiado gran cosa. Llegó a Woodside y lo primero que dijo fue: «Me había olvidado de lo pequeño que era este sitio». Pero yo tenía la determinación de que no volvería a responderle, que no mordería el anzuelo. Los niños estaban en casa, jugando en el piso de arriba, y le pregunté si quería verlos. Mi madre dijo que no. Le dije que no quería que hablara con John Reid, o con Bob Halley, que solo quería decirle que, a pesar de todo lo que había sucedido, la quería.

«Yo también te quiero —me dijo—. Pero no me gustas nada.»

Vaya, vaya: al menos habíamos vuelto otra vez a la cordialidad. De vez en cuando hablábamos por teléfono. Nunca le volví a preguntar qué pensaba de cualquier cosa que yo hubiera hecho, y si mencionaba a los niños ella siempre cambiaba de tema. Conseguí que mi madre y mi tía Win volvieran a hablar de nuevo —se habían distanciado cuando Derf murió, en 2010, y mi madre impidió que Paul, el hijo de Win, asistiera al funeral, diciéndole que «a Fred nunca le cayó bien»—, así que aquello ya era mucho. Sin embargo, no tuve suerte a la hora de tender puentes entre ella y mi tío Reg. No recuerdo ni siquiera por qué se habían peleado, pero cuando ella murió, en diciembre de 2017, no habían vuelto a hablar.

Me quedé muy trastornado cuando murió mi madre. Había ido a Worthing a visitarla la semana anterior; sabía que estaba enferma terminal, pero no me había parecido alguien a las puertas de la muerte aquella misma tarde. Fue un encuentro extraño: cuando llamé a la puerta de su casa, quien respondió fue Bob Halley. Nos saludamos y nos dimos la mano, que fue como el punto culminante de la tarde en lo que respectaba a mi madre.

Mi madre nunca fue una de esas madres cariñosas, educadoras, del tipo «ven y dame un abrazo», y tenía una vena mezquina que iba más allá de su propensión al mal humor o su condición de víctima del Mal Genio de la familia Dwight, y que se convertía en algo distinto, algo en lo que no me gusta mucho pensar porque me da miedo. Parecía como si disfrutara buscando pelea, y no solo conmigo: no había un solo miembro de la familia con el que no hubiera tenido un grave desencuentro con el paso de los años. Y aun así había momentos en que te apoyaba, y hubo momentos, al comienzo de mi carrera, en que fue muy divertida. Así es como la gente que la conoció a principios de los años setenta la recordaba cuando murió: «Ah, con tu madre uno se partía de risa», me decían.

Celebramos un funeral privado solo para la familia en la capilla de Woodside: quería recordar lo bueno, y únicamente con familiares a mi alrededor. Hablé sobre ella en el funeral y lloré. Echaba de menos a esa persona a la que estaba describiendo de manera terrible, pero a esa persona hacía décadas ya que la echaba de menos: esa persona empezó a desvanecerse a medida que, de manera veloz e inesperada, fue apareciendo mi madre. Al final, se llevaron su ataúd en un coche fúnebre. Nos quedamos allí de pie, todo lo que quedaba de los Dwight y los Harris, viendo cómo se iba de Woodside camino abajo, en silencio. Un silencio que rompió mi tío Reg, dirigiéndose a su hermana por última vez: «Ya no podrás responderle a nadie más, ¿verdad, Sheila?», dijo entre dientes.

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