Yo

Yo


Capítulo 17

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He sido un músico profesional durante toda mi vida adulta, pero nunca me he cansado de tocar en directo. Incluso cuando creía que sí —cuando tocaba en el circuito de cabarets con Long John Baldry, o a mediados de los años setenta, cuando estaba completamente agotado—, era evidente que no era así. Se podía percibir en la manera pomposa en que anuncié mi retirada y cómo regresé a los escenarios unas semanas más tarde. A lo largo de mi vida, nunca ha cambiado esa emoción que tengo antes de empezar cada noche, la mezcla de adrenalina y ansiedad, y gracias a Dios que no ha cambiado, porque esa emoción es la hostia. Es adictiva. Puede que te hartes de viajar, de la promoción, de todas las cosas que rodean el hecho de tocar en directo, pero esa emoción siempre va a conseguir que vuelvas a por más. Eso, y saber que incluso en el peor de los conciertos —con mal sonido, público indolente y recintos cutres— siempre pasará algo alucinante sobre el escenario: una chispa, un destello de inspiración, una canción que has tocado mil veces y que, de manera inesperada, provoca que reaparezca en tu memoria un recuerdo olvidado hace mucho tiempo.

Así que la música siempre te sorprende, pero después de cincuenta años empiezas a sentir como si todo eso que pasa en los conciertos ya no pudiera suceder más. Es fácil pensar que ya has hecho sobre un escenario prácticamente todo lo que se puede hacer, excepto desplomarte y morir. He tocado en estado sobrio, he tocado borracho y he tocado —me avergüenzo por ello— más puesto que un ciclista. He dado conciertos que me han hecho sentir todo lo exaltado que puede sentirse un ser humano, y me he manejado penosamente en conciertos que se estaban convirtiendo en pozos de desesperación. He tocado muchos pianos, me he subido encima de los pianos, me he caído de los pianos y he empujado un piano hasta donde estaba el público, de tal suerte que golpeé a una persona y me pasé el resto de la noche pidiendo disculpas de manera azorada. He tocado con mis ídolos de infancia y con algunos de los artistas más grandes de la historia de la música, he tocado con gente tan desesperanzada que ya no tenía ningún lugar en el mundo de la música en directo y he tocado con un grupo de strippers masculinos disfrazados como inocentes boy scouts. He dado conciertos vestido de mujer, disfrazado de gato, de Minnie Mouse, del Pato Donald, de general de Ruritania, de mosquetero, de dama de pantomima y, muy de vez en cuando, he tocado vestido como un ser humano normal. He tocado en conciertos que tuvieron que interrumpirse por una amenaza de bomba, conciertos interrumpidos por protestas estudiantiles y contra la guerra de Vietnam y conciertos que tuvieron que interrumpirse porque abandoné el escenario por una rabieta para luego volver un momento después con el rabo entre las piernas, avergonzado por mi mal genio. Me han tirado perritos calientes en París, perdí la conciencia y me desplomé por culpa de una cachimba de hachís mientras vestía un disfraz de pollo gigante en Carolina del Norte —mi banda pensó que me habían disparado— y he salido al escenario disfrazado de gorila con la intención de darle una sorpresa a Iggy Pop. No es que fuera una de mis mejores ideas. Sucedió en 1973 y había ido a ver a The Stooges la noche anterior. Fue, sin más, lo más grande que haya visto nunca: en el extremo opuesto de mi música, pero era algo increíble, la energía desplegada, el ruido puro que hacían, Iggy subiéndose por todas partes como si fuera Spiderman. Así que a la noche siguiente fui a verlos otra vez; darían una semana entera de conciertos en un club de Atlanta llamado Richards. Pensé que sería divertido si alquilaba un disfraz de gorila y salía inesperadamente al escenario durante su actuación: es decir, sumándome al desorden y la anarquía general. En vez de eso, aprendí una importante lección para la vida, que es esta: si estás planeando irrumpir en el escenario con un disfraz de gorila para sorprender a alguien, asegúrate bien antes de que esa persona a la que quieres sorprender no haya tomado ácido antes del concierto, de modo que pueda diferenciar entre un hombre disfrazado de gorila y un gorila de verdad. Esto lo descubrí cuando mi aparición fue saludada no con carcajadas, sino con la visión de Iggy Pop gritando y alejándose, aterrorizado ante mi presencia. Lo siguiente fue percibir que ya no estaba en el escenario, sino volando por los aires a gran velocidad. Habiendo detectado la necesidad de tomar cartas en el asunto, otro miembro de The Stooges había dejado de tocar, me había cogido y arrojado al público.

Queda claro, por tanto, por qué a veces pienso que ya he cubierto todo el espectro posible de incidentes que pueden sucederte cuando tocas en directo, y que ya no existe nada más que hacer en un concierto que no haya hecho antes. Pero, por supuesto, cuando empiezas a pensar así, la vida tiene la costumbre de hacerte saber que estás equivocado. Lo que nos lleva a una noche de 2017 en Las Vegas, cuando me encontraba saltando desde el piano a medida que se desvanecía el último acorde de «Rocket Man» y empecé a atravesar el escenario del Colosseum, incitando al público a aplaudir, dando puñetazos en el aire y señalando a unos fans que estaban especialmente excitados. Nada fuera de lo corriente, excepto por el hecho de que, a medida que atravesaba el escenario, incitando al público a aplaudir y dando golpes en el aire, también estaba, sin que lo supiera el público, orinándome copiosamente en un pañal para adultos que llevaba bajo mi traje. Mearme encima delante del público mientras llevo un pañal gigante: esto era, sin duda, territorio desconocido hasta ese momento. Se han dado muchos casos de positivos en el diagnóstico de cáncer de próstata, pero al menos esto me ha permitido tener una experiencia en el escenario completamente nueva y sin precedentes.

 

 

Mi vida nunca ha sido tranquila, pero estos últimos años han sido incluso más tumultuosos de lo habitual. Algunos aspectos de todo ello han sido positivos. Me he acostumbrado a la paternidad con mucha más facilidad de lo que hubiera esperado. Me encantaba hacer todo tipo de cosas normales con los niños: llevarlos al cine los sábados, ir a Legoland y conocer a Papá Noel en el Windsor Great Park. Me gustaba llevarlos a ver al Watford. Son unos locos del fútbol. Me puedo pasar horas hablando con ellos, respondiendo sus preguntas sobre su historia: «¿Quién era George Best, papá?», «¿Por qué fue Pelé tan buen jugador?». Asistieron a Vicarage Road a la inauguración de una caseta que lleva mi nombre, algo de lo que estoy increíblemente orgulloso: también hay una caseta que tiene el nombre de Graham Taylor. Desde entonces, han sido mascotas en algunos encuentros y van a todos los partidos.

Y me encantaba que haber tenido hijos me hubiera arraigado en el pueblo más cercano a Woodside. He vivido allí desde mediados de los años setenta, sin haber conocido bien de verdad a nadie de los lugareños. Pero cuando los chicos empezaron a ir a la guardería y al colegio, hicieron amigos, y los padres de sus amigos se convirtieron en nuestros amigos. No les importaba quién fuera yo. Una madre agobiada que espera a las puertas de la escuela es menos proclive a preguntarte cómo escribiste «Bennie And The Jets» o cómo era en realidad la princesa Diana que a hablar sobre los uniformes, la manera de envolver el almuerzo o la dificultad de montar un disfraz para la obra de teatro de Navidad con solo cuarenta y ocho horas de antelación (lo cual me parecía bien). Ingresamos en un nuevo círculo social en el que David y yo nunca hubiéramos entrado cuando éramos simplemente una pareja gay famosa de la alta sociedad.

Inauguré un nuevo espectáculo en Las Vegas, The Million Dollar Piano, en 2011. Fue mucho menos polémico que su predecesor, pero igual de espectacular y exitoso. Incorporé a Tony King como director creativo —ha estado trabajando para The Rolling Stones durante años, viajando alrededor del mundo con sus giras— e hizo un trabajo increíble. Desde entonces forma parte de mi equipo: su título laboral oficial es el de Eminencia Gris, que a Tony le sienta a la perfección. Al año siguiente hice Good Morning to the Night, un álbum distinto a todo lo que había hecho antes, y que llegó a número uno. O mejor dicho, no hice Good Morning to the Night: le entregué los másteres de mis álbumes de los años setenta a Pnau, un dúo electrónico australiano que me encantaba, y les dije que hicieran con ellos lo que quisieran. Remezclaron diferentes elementos de las viejas canciones para obtener piezas completamente nuevas, haciendo de paso que sonara como Pink Floyd o Daft Punk. El resultado me pareció fantástico, pero no comprendía qué proceso habían seguido; había un disco con mi nombre en la portada que era número uno y yo no tenía ni la más remota idea de cómo había llegado hasta allí. Tocamos juntos en un festival en Ibiza, y fue una cosa fantástica. Siempre me pongo nervioso antes de un concierto —creo que el día en que uno deja de ponerse nervioso es el día en que deja de ser auténtico—, pero esta vez lo que estaba era auténticamente aterrorizado. El público era muy joven, en teoría podrían haber sido mis nietos, y durante la primera parte del concierto estaba yo solo, tocando el piano. Y les encantó. Hay algo sumamente gratificante en ver cómo un público que es del todo diferente al que suele ir a verte disfruta de lo que haces.

Pnau no fueron los únicos artistas con los que colaboré. Trabajé con gente de todo tipo: Queens of the Stone Age, A Tribe Called Quest, Jack White, Red Hot Chili Peppers. Me encanta entrar en el estudio con artistas con los que nunca se esperaría que tocara. Me recuerda a cuando era un músico de sesión a finales de los años sesenta: el reto que supone tener que adaptar tu estilo y hacerlo como si fuera tuyo es algo que me estimula mucho.

Estaba en el estudio con Clean Bandit cuando me llamaron por teléfono: al parecer, Vladimir Putin quería hablar conmigo. Se ha hablado mucho en los medios de un par de conciertos que hice en Rusia, donde hablé sobre los derechos LGTBQ desde el escenario. Le había dedicado un concierto en Moscú a la memoria de Vladislav Tornovoi, un joven que había sido torturado y asesinado en Volgogrado por ser gay, y en San Petersburgo hablé de lo ridículo que me parecía que se hubiera derribado un monumento dedicado a Steve Jobs en la ciudad porque su sucesor al frente de la dirección de Apple, Tim Cook, había salido del armario. Resultó que era una broma telefónica, hecha por dos tipos que ya le habían hecho lo mismo a todo tipo de figuras públicas, incluido Mijaíl Gorbachov. Lo grabaron todo y lo emitieron por la televisión rusa pero, a la mierda, no me sentí avergonzado porque no les dije ninguna estupidez; dije que le estaba muy agradecido y que me encantaría poder vernos en persona para hablar sobre los derechos civiles y el abastecimiento de medicinas para tratar el sida. Además, el verdadero Vladimir Putin me llamó a casa unas semanas después para pedir disculpas y decirme que le gustaría organizar un encuentro. La reunión aún no se ha producido; he vuelto a Rusia desde entonces, pero mi invitación al Kremlin parece que se perdió entre el correo. Aun así, no pierdo la esperanza.

Nunca se consigue nada si te niegas a hablar con la gente. Es como cuando toqué en la boda de Rush Limbaugh, el presentador de un programa de entrevistas de derechas, en 2010. Me sorprendió que me lo pidiera —lo primero que dije en el escenario fue: «Supongo que os estáis preguntando qué coño hago yo aquí»— y tuve que soportar el escarnio de los medios de comunicación: «Limbaugh ha dicho un montón de estupideces sobre el sida, ¿cómo puede ser que toques para él?». Pero prefiero intentar tender un puente con alguien que está en la orilla opuesta a la mía que levantar un muro. Y, en cualquier caso, doné lo que me pagaron por el concierto —y, os lo aseguro, si tengo que cantar en una boda, no me vendo barato— a la Fundación Elton John contra el Sida. Así que me lo monté para que la boda del presentador de un programa de entrevistas de derechas se convirtiera en una gala benéfica para recaudar fondos contra el sida.

Pasaron un montón de cosas terribles en aquellos años. Bob Birch, que había sido el bajista de mi banda durante más de veinte años, se suicidó. Había estado mal desde que tuvo un accidente de tráfico a mediados de los noventa —un camión le atropelló en la calle antes de un concierto en Montreal, y nunca se recuperó del todo de las lesiones—, pero creo que nunca fui consciente del dolor que padecía o del peaje psicológico que estaba pagando. Me pareció alguien increíblemente resistente. Al principio le dijeron que no volvería a andar, pero se reincorporó a las giras al cabo de seis meses. Su manera de tocar nunca se resintió y él nunca se quejó, incluso cuando tuvo que tocar sentado. Pero entonces, durante las vacaciones de verano de nuestra gira de 2012, su dolor empeoró, hasta el punto de que se le hizo insoportable. Recibí la llamada telefónica de Davey a las seis de la mañana en Niza, diciéndome que Bob se había pegado un tiro en su casa de Los Ángeles. Ojalá se hubiera puesto en contacto conmigo, ojalá me hubiera dicho algo. No sé qué hubiera podido hacer por él, pero desde su muerte no me libro de la idea de que había sufrido en silencio.

A continuación, murió Ingrid Sischy. Había tenido cáncer de mama antes, a finales de los años noventa: un día acudió a mí llorando, en Niza, preguntándome si le podía conseguir una cita con un oncólogo de primer nivel llamado Larry Norton, el mismo doctor que había tratado a Linda McCartney. El cáncer remitió, pero desde aquel momento Ingrid vivía aterrorizada por si algún día volvía a aparecer. Estaba tan paranoica al respecto, buscando señales de la reaparición del cáncer en los lugares más extraños, que terminó siendo una broma recurrente entre nosotros.

—Mira, Elton, me tiemblan las manos, ¿crees que tengo cáncer de manos?

—Oh, claro, Ingrid, ahora tienes cáncer de manos. Seguramente también tienes cáncer de dientes y de pelo.

En aquel momento nos parecía divertido, porque no podía imaginarme que fuera a morir de verdad. Nunca he conocido a nadie con tanta vitalidad, siempre estaba haciendo cosas, tenía un millón de proyectos en marcha a la vez. Y estaba muy presente en mi vida: la llamaba todos los días de entre semana, de lunes a viernes, para hablar, cotillear y pedirle opiniones, que tenía en sorprendentes y grandes cantidades. Cuando alguien tiene tanta fuerza vital interior, cuando alguien ocupa tanto espacio, te parece imposible que esa vida pueda desaparecer.

Hasta que desaparece. El cáncer reapareció en 2015 y ella murió de repente: tan de repente que tuve que viajar a toda prisa de Gran Bretaña hasta Estados Unidos para verla antes de que falleciera. Llegué por los pelos. Me dio tiempo a decir adiós, lo cual no había sucedido apenas con mis otros amigos que habían muerto. En cierta manera, me alegré de que fuera algo tan súbito: Ingrid estaba tan asustada por el cáncer, tan asustada de morir, que al menos no tuvo que pasar semanas o meses encarando la muerte. Pero aquello no era ningún consuelo. Había perdido a Gianni, ahora había perdido a otra de mis mejores amigas, casi una hermana. Nunca dejo de pensar en ella: hay fotos suyas en mis casas, por todas partes, así que siempre está ahí. Echo de menos sus consejos, echo de menos esa inteligencia, echo de menos su pasión, echo de menos las risas. La echo de menos a ella.

Y luego estuvo lo de David. No puedo decir que no me hubiera dado cuenta de que estaba bebiendo mucho más, quizá demasiado. Empezó viniendo a la cama casi todas las noches con una copa de vino, a la que daba sorbos mientras yo estaba leyendo o hablando. O se quedaba despierto hasta más tarde que yo, y a la mañana siguiente veía la botella vacía en el fregadero de la cocina. En ocasiones eran dos botellas. Un par de veces, mientras estábamos en la casa de Niza de vacaciones, ni siquiera se metió en la cama. Me lo encontré por la mañana, derrumbado ante el ordenador, o en el sofá de la sala de estar. Pero, lo digo con el corazón en la mano, nunca creí que tuviera problemas serios. No importaba lo que hubiera pasado la noche anterior, él siempre estaba en pie a las siete de la mañana para ir a trabajar. Había veces en que salíamos y él se emborrachaba —después de una fiesta de cumpleaños conjunta que dimos con Sam Taylor-Wood, recuerdo haberlo tomado del brazo y para guiarle con firmeza hasta el coche, de modo que no tuviéramos que pasar por delante de los paparazzi—, pero nunca quedó en ridículo. Y dado que, tras unos cuantos martinis con vodka, yo era capaz de cualquier cosa, desde abuso verbal a violencia física, pasando por la exhibición pública de mi cuerpo desnudo, es fácil entender cómo no me di cuenta de que David tenía un problema muy serio.

No me di cuenta de que estaba buscando apoyo en la bebida. Siempre había pensado que David había entrado en el Mundo de Elton John con admirable calma y seguridad, pero resultó que muchas cosas a las que yo ya estaba acostumbrado, y que percibía como aspectos normales de mi vida, a él le provocaban ansiedad. No le gustaba que le fotografiaran todo el rato, o que la prensa se interesara por él, o hablar en público en los eventos de la Fundación contra el Sida. Siempre le ponía nervioso volar, pero en mi vida rara es la semana en la que no ponga un pie en un avión. Para él, todo era mucho más fácil de sobrellevar si se había tomado una copa. Además, estaba el hecho de que pasábamos mucho tiempo separados; yo estaba siempre dando conciertos, y él se quedaba en casa. No quiero que parezca que él ha sido una especie de viuda del rock and roll —su vida era muy rica en otros aspectos—, pero tras un tiempo empezó a sentirse solo y aburrido, y una manera de sentirse menos solo y aburrido es descorchando una botella de buen vino o tomando unos cuantos vodkas. Y por encima de todo eso, estaban los niños. Como cualquier padre primerizo podrá deciros, no importa lo mucho que les quieras, siempre habrá momentos en que te sentirás superado por la responsabilidad. David seguramente no ha sido el primer padre de la historia que se haya abalanzado sobre la nevera después de meterse en la cama, apremiado por la urgente necesidad de tomar una copa o algo frío, alcohólico y relajante. Evidentemente, teníamos gente que nos ayudaba, pero da igual que tengas las mejores niñeras del universo: cada nuevo padre que se preocupa por sus hijos pasa por momentos en los que se siente sobrepasado por la idea de que si trae nuevos seres humanos a este mundo tiene que asegurarse de que su vida sea lo mejor posible.

Calmar tus ansiedades con el alcohol por lo general funciona, o al menos mientras estás bebiendo: es a la mañana siguiente cuando te sientes aún con más ansiedad. Y eso es lo que le pasaba a David. Llegó a un punto crítico en Los Ángeles, en 2104, dos días antes de que yo comenzara una nueva gira por Estados Unidos. Aquella noche me iba a Atlanta: Tony King estaba llegando en avión, y yo quería reunirme con él antes de que empezara la gira. David estaba con el ánimo bajo y quería que me quedara una noche más con él. Le dije que no. Tuvimos una fuerte discusión. A la mañana siguiente, David me llamó y mantuvimos otra fuerte discusión, que hizo que la discusión del día anterior pareciera como un leve desencuentro por lo que queríamos para comer: ese tipo de pelea en la que cuelgas el teléfono lloroso y tambaleante, después de haber dicho cosas que te hacen pensar que si os volvéis a comunicar una próxima vez, será a través de abogados. De hecho, la siguiente vez que supe de David, fue porque había ingresado por voluntad propia en una clínica de desintoxicación de Malibú. Me dijo que, tras colgar el teléfono, se acostó en la cama. Oyó a Elijah y a Zachary jugando al otro lado de la sala, pero estaba tan deprimido y ansioso que no pudo levantarse para ir a verlos. Aquello fue todo: contactó con la doctora, le dijo que ya no podía más, que necesitaba ayuda.

Me alegré de que estuviera recibiendo tratamiento. Me sentía mal por no haberme dado cuenta de que las cosas se me habían ido de las manos: una vez que me di cuenta, todo lo que quería era que David mejorara. Pero también estaba extrañamente nervioso. No hay en el mundo nadie que defienda más la necesidad de mantenerse sobrio, pero también sabía que eso comportaba un enorme «riesgo»: puede hacer que la gente cambie por completo. ¿Y si el hombre al que yo amaba volvía siendo una persona diferente? ¿Y si nuestra relación cambiaba —de la misma manera que mi relación con Hugh había cambiado cuando me desenganché del alcohol— y se volvía inmanejable? Era suficiente para mantenerme en vela, pero cuando David volvió no parecía muy diferente, aunque tenía más energía y más capacidad de concentración, y se empleó en acabar su recuperación de una manera que terminó afectándome. Empecé a ir de nuevo a reuniones de Alcohólicos Anónimos. No había estado en ninguna desde principios de los años noventa y fui solo para acompañar a David y mostrarle mi apoyo, pero cuando llegué me encontré con que disfrutaba de aquello. Siempre escuchas algo que te inspira, siempre sales de ellas con un estado de ánimo bueno. Empezamos a organizar reuniones en casa, cada domingo, en las que invitábamos a amigos que también estaban recuperándose, como Tony King. Supongo que es un poco como ir a la iglesia; simplemente das las gracias por mantenerte sobrio. Siempre salgo reforzado de la experiencia.

David parecía ir fortaleciéndose también. Poco después de dejar de beber, despedí a Frank Presland, que había pasado de ser mi abogado a mi representante. Había tenido una serie de diferentes representantes después de John Reid, pero la cosa no había ido bien del todo con ninguno. Estuve pensando en diferentes opciones, y acabé valorando si David podría ser capaz de hacerlo. Antes de conocernos, él había sido un ejecutivo publicitario de altísimo nivel. Supervisaba grandes campañas, trabajaba con presupuestos (y las habilidades que se necesitan para hacer eso no son tan diferentes de las que necesitas en la representación de un artista de rock). Por supuesto, tuve mis reservas acerca de mantener una relación laboral con quien era mi pareja, pero me gustaba la idea de que trabajáramos juntos: teníamos hijos, así que sería como un negocio familiar. A David le ponía nervioso aceptar el trabajo, pero terminamos por ponernos de acuerdo.

Se lanzó de lleno a la tarea: nunca hay que subestimar el entusiasmo de una persona que ha dejado de beber. Rediseñó la compañía y planteó una serie de ahorros. Empezó a cambiar cosas para acomodarnos a la manera como estaba cambiando el negocio de la música: añadir los ingresos por streaming a las cuentas y diseñar las redes sociales. Yo no sabía en absoluto cómo funcionaba eso. Nunca he tenido un teléfono móvil. Como es fácil imaginar, dada mi mentalidad de coleccionista, no estoy especialmente interesado en la música en streaming: me gusta tener los discos, muchos discos, a ser posible en vinilo. Y, teniendo en cuenta tanto mi temperamento como mi impresionante historial en lo referente a expresar lo que podríamos llamar opiniones sólidas y francas, me di cuenta de que si me acercaba demasiado a algo como Twitter aquello iba a terminar en un completo delirio, en el mejor de los casos.

Pero David se encargó de todo. Formó un gran equipo. Parecía en verdad interesado en áreas de la industria musical que a mí me aburrían mortalmente. Empezó a trabajar para que se hiciera una película biográfica sobre mi vida. La idea había surgido algunos años antes, cuando David LaChapelle hizo aquellas películas para mis espectáculos The Red Piano en Las Vegas: si se iba a hacer una película sobre mí, quería que se pareciera a aquellas. Eran crudas, sí, pero también fantásticas, surrealistas y exageradas, y como mi carrera había sido fantástica, surrealista y exagerada, le iban como anillo al dedo. Le pedimos a Lee Hall, que había escrito Billy Elliot, que se encargara del guion, que me encantaba, pero nos llevó años y años conseguir que llegara a buen puerto. Hubo idas y venidas de actores protagonistas y directores. Se suponía que David LaChapelle iba a dirigirla al principio, pero él quería concentrarse en su carrera como artista. Tom Hardy sería quien interpretara mi papel, pero no sabía cantar, y yo quería que, quienquiera que encarnara mi personaje, pudiera interpretar las canciones, en vez de hacer playback. Hubo muchas disputas con los estudios a cuenta de los presupuestos y el contenido de la película.

La gente no dejaba de pedirnos que suavizáramos los temas de la droga y la homosexualidad, para que pudiera tener una calificación para mayores de trece años, pero ya sabéis, soy gay y un drogadicto reconvertido: no tiene ningún sentido hacer una película que me presente como un santo y que deje a un lado el sexo y la cocaína. Hubo un tiempo en que creí que la película no se haría, pero David continuó insistiendo, y finalmente la hicimos.

Y aportó algunas nuevas ideas radicales. Descubrí lo radicales que eran una mañana en Los Ángeles, cuando me mostró una hoja de papel. Había apuntado una serie de fechas relacionadas con la vida escolar de Zachary y Elijah: cuándo comenzaba cada trimestre, la duración de las vacaciones, los años que tardarían en comenzar la primaria y luego la secundaria, cuándo tendrían que hacer los exámenes.

—¿Cuánto de todo esto no te quieres perder? —me preguntó—. Puedes organizarte las giras ajustándote a este programa.

Miré la hoja de papel. En efecto, era como un mapa de nuestras vidas. Cuando llegué a las últimas fechas, veía que por entonces ya no serían niños, sino adolescentes, unos hombrecitos. Y yo tendría ya ochenta años.

—No me quiero perder nada —dije al fin—. Quiero estar ahí siempre.

David enarcó las cejas.

—En ese caso —dijo—, tienes que empezar a pensar en cambiar de vida. Tienes que pensar en retirarte de las giras.

Era una decisión de gran calado. Siempre he pensado en mí como un obrero de la música, como cuando estaba en Bluesology e íbamos arriba y abajo por la autopista en la furgoneta que Arnold Tendler nos había comprado para que viajáramos. Esto no es falsa modestia. Es evidente que no soy la misma persona que en los años sesenta —os puedo asegurar que hace mucho tiempo que no llego a un concierto metido en la parte trasera de una furgoneta—, pero hay una filosofía subyacente, si se me permite la expresión, que nunca ha cambiado. Antes, si ibas a un concierto, llegabas y tocabas: era así como, al fin y al cabo, te ganabas la vida, era como te definías como músico. Me enorgullecía del hecho de que mi calendario de giras no fuera tan diferente de cómo lo era a principios de los años setenta. Toco en recintos más grandes, claro está, me alojo y viajo de manera más lujosa, y empleo menos tiempo encerrándome en el lavabo del camerino para evitar que me acosen las groupies. Incluso la más ardorosa de todas hace tiempo que se dio por advertida de la improbabilidad de que Elton John terminara rendido ante sus encantos. Pero he tocado siempre más o menos el mismo número de conciertos: unos ciento veinte o ciento treinta al año. No importa cuántos conciertos diera, al año siguiente quería hacer más. Apunté en una lista una serie de países en los que quería tocar (países que no había visitado; países como Egipto, donde hasta el momento había tenido prohibido tocar porque era gay). No me importaría decir que sería feliz si muriera sobre un escenario.

Pero la lista de fechas escolares de David me había dejado tocado. Mis hijos iban a crecer solo una vez. Yo no quería estar en el Madison Square Garden, o en el Staples Center de Los Ángeles, o en el Taco Bell Arena de Boise mientras eso sucedía, por mucho que ame a los fans que vienen a verme en cada sitio. No quería estar en ninguna otra parte que no fuera con Zachary y Elijah. Al final di con algo con lo que matar el gusanillo de pisar un escenario. Empezamos a desarrollar planes para una gira de despedida. Tenía que ser más grande y más espectacular que cualquier otra cosa que hubiera hecho antes, una gran celebración, una manera de dar las gracias a la gente que había comprado mis discos y entradas para mis conciertos durante todos aquellos años.

Los planes para la gira de despedida estaban muy avanzados cuando descubrí que tenía cáncer. Me lo detectaron durante un chequeo rutinario. Mi médico había percibido que los niveles de antígeno prostático específico en la sangre habían subido ligeramente, y me pidió cita con un oncólogo para que me hiciera una biopsia. La biopsia salió positiva. Era raro: no me sorprendió oír la palabra «cáncer» como me había pasado en los años ochenta, cuando pensaron que tenía uno en la garganta. Creo que era porque el cáncer era de próstata. No es que sea ninguna broma, pero es muy común, lo habían detectado en un estadio inicial y, además, estoy bendecido con esa clase de constitución que hace que me recupere bien de las enfermedades. Tuve un par de sustos relacionados con la salud tiempo atrás, y ninguno de ellos me obligó a parar las cosas. En los años noventa, me tuvieron que llevar de urgencias cuando me dirigía a la boda de David y Victoria Beckham. Me mareé por la mañana cuando jugaba al tenis, y me desmayé en el coche cuando iba al aeropuerto. Me perdí la boda, me fui al hospital, me controlaron las pulsaciones y me dijeron que tenía una infección de oído. Al día siguiente, estaba jugando al tenis de nuevo cuando David salió de la casa hecho un basilisco gritándome que parara inmediatamente. Todo el mundo sabe cómo me siento cuando me interrumpen durante un partido de tenis (quizá los lectores recuerden aquel incidente en Tantrums and Tiaras en el que anunciaba que abandonaba de inmediato Francia para nunca más volver porque un fan me saludó con la mano y me gritó «¡Yuju!» mientras estaba sirviendo la bola). Justo estaba a punto de decirle a David que se fuera a la mierda en términos un tanto ambiguos cuando me dijo que habían llamado del hospital y que habían cometido un error: lo que tenía era una arritmia, y tenía que ir volando a Londres cuanto antes para que me pusieran un marcapasos. Estuve en el hospital solo una noche y, en vez de sentirme debilitado, pensé que el marcapasos era una cosa fantástica. Parecía que me diera más energía que antes.

Hace poco, conseguí actuar en nueve conciertos, tomar vuelos de veinticuatro horas y tocar con Coldplay en una gala benéfica para la Fundación contra el Sida mientras tenía un ataque de apendicitis: los médicos me dijeron que se me había infectado el colon y me sentía cansado, pero seguí adelante. Podría haber muerto; por lo general, cuando se revienta el apéndice, provoca una peritonitis, que te mata en cuestión de pocos días. Me extirparon el apéndice, pasé un par de días en el hospital sedado con morfina, teniendo alucinaciones —no voy a mentir, esa parte la disfruté mucho—, y unas pocas semanas en Niza recuperándome, y entonces volví a la carretera. Así soy. Si no hubiera tenido esta constitución, todas las drogas que consumí me habrían matado hace varias décadas.

El oncólogo me dijo que tenía dos opciones. Una era operarme y extirpar la próstata. La otra era empezar con sesiones de radiación y quimioterapia, lo que significaba que tendría que estar yendo y viniendo al hospital un montón de veces. Decidí que prefería la cirugía. Hay muchos hombres que prefieren no operarse, porque es una cirugía importante, no puedes mantener relaciones sexuales durante un año por lo menos y no puedes controlar tu vejiga del todo, pero al final fueron mis hijos los que tomaron la decisión. No me gustaba la idea de que el cáncer me sobrevolara —nos sobrevolara— durante los años siguientes. Quería librarme de él, y ya está.

Me operé en Los Ángeles, fue algo rápido y discreto. Nos aseguramos de que las noticias de mi enfermedad no llegaran a la prensa: lo último que quería era un montón de titulares histéricos en los periódicos y fotógrafos apostados a las puertas de mi casa. La operación fue un completo éxito. Descubrieron que el cáncer se había extendido por dos de los lóbulos de mi próstata: la radioterapia específica no habría llegado hasta allí. Había tomado la decisión correcta. Al cabo de diez días, volvía a estar en el escenario del Caesar’s Palace.

No fue hasta que llegué a Las Vegas cuando sentí que algo no estaba bien. Me levanté por la mañana un poco indispuesto. A medida que avanzaba el día, el dolor fue a peor. Cuando estaba en el camerino antes del concierto, el dolor era indescriptible. Estaba llorando. La banda me aconsejó que canceláramos, pero dije que no. Antes de que alguien empiece a maravillarse por mi valentía y mi profesionalidad incomparable, debo decir que, si decidí tocar, no fue por una especie de estoicismo del tipo «el espectáculo debe continuar» o un estricto sentido del deber. Por extraño que suene, estar en el escenario me parecía preferible a estar sentado en casa sin nada que hacer, y encima soportando el mismo dolor. Así que seguí adelante. Y más o menos funcionó. Al menos el concierto me permitió pensar en otra cosa que no fuera el dolor que sentía, por no hablar del antes mencionado momento en el que me di cuenta de los efectos radicales que estaba provocando tan radical prostatectomía en mi vejiga.

Aquello fue bastante divertido (si el público lo hubiera sabido…), pero aun así, si mearte encima delante de 4.000 personas es el momento cumbre del día, está claro que las cosas no van bien. Resultaba que estaba padeciendo una complicación rara e inesperada derivada de la operación: tenía un derrame de fluidos en los nodos linfáticos. En el hospital me los secaron y el dolor remitió. Pero los fluidos volvieron a filtrarse y el dolor reapareció. Fantástico: otra noche emocionante de agonía e incontinencia en el escenario del Caesar’s Palace. El ciclo continuó durante dos meses y medio, antes de que me lo curaran de manera accidental: una colonoscopia rutinaria reencauzó el fluido de manera permanente, días antes de mi setenta cumpleaños.

La fiesta se celebró en los Red Studios de Hollywood. David se trajo a Zachary y a Elijah desde Londres para darme una sorpresa. Actuaron Ryan Adams, Rosanne Cash y Lady Gaga. El príncipe Enrique me envió un vídeo, deseándome lo mejor ataviado con unas gafas al estilo Elton John. Stevie Wonder tocó para mí, habiendo olvidado, o habiéndome perdonado, que cuarenta y cuatro años antes me había negado a salir de mi dormitorio la última vez que intentó cantarme «Cumpleaños feliz», a bordo del Starship. Y Bernie estaba allí, con su mujer y sus dos jóvenes hijas cogidas del brazo (era una especie de celebración doble, porque habían pasado cincuenta años desde que nos conocimos, en 1967). Posamos juntos para unas fotografías. Yo vestía un traje granate con solapas de satén, una camisa con gorguera y zapatillas de gamuza; Bernie iba vestido de manera informal, con pantalones tejanos, llevaba el pelo corto y los brazos cubiertos de tatuajes. Éramos un contraste entre opuestos tanto como lo habíamos sido cuando Bernie apareció por primera vez en Londres desde Owmby-by-Spital. Bernie había acabado regresando al campo, y vivía en un rancho en Santa Bárbara: había vuelto a sus raíces, y se convirtió en uno de esos personajes del viejo Oeste sobre los que tanto le gustaba escribir, como si hubiera salido de Tumbleweed Connection. Incluso llegó a ganar concursos de atrapar reses con un lazo. Yo coleccionaba porcelana y la Tate Modern iba a montar una exposición a partir de la enorme selección de fotografías del siglo XX que había ido reuniendo: una de las piezas estrella que se iban a exponer era una fotografía original de Man Ray que Bernie y yo habíamos comprado como póster cuando intentamos decorar nuestra habitación compartida en Frome Court. Éramos mundos completamente distintos. No sé cómo las cosas podían seguir funcionando entre nosotros, pero una vez más, tampoco entendí nunca cómo pudieron funcionar al principio. Simplemente, pasó. Y sigue pasando.

Fue una velada mágica. Normalmente, me dan igual ese tipo de eventos que pasan porque todo el mundo me diga lo maravilloso que soy —nunca he llevado bien lo de recibir cumplidos—, pero estaba de un humor fantástico. Ya no tenía cáncer, ni tenía dolores. La operación había sido un éxito. Las complicaciones se habían corregido. Estaba a punto de volver a las giras, hacia Sudamérica, donde iba a dar varios conciertos con James Taylor. Todo volvía a la normalidad.

Hasta que estuve a punto de morir.

 

 

Iba en el vuelo de regreso desde Santiago y empecé a sentirme muy mal. Debíamos cambiar de avión en Lisboa, y cuando subimos a bordo, tenía mucha fiebre. Luego empecé a sentir mucho frío. No podía parar de temblar. Me envolví en varias mantas y entré un poco en calor, pero sin duda algo no iba bien. Llegué a casa, a Woodside, y llamé al médico. La fiebre había remitido un poco, y me aconsejó que descansara. A la mañana siguiente me desperté sintiéndome peor que nunca en mi vida. Me llevaron al hospital King Edward VII en Londres. Me hicieron un escáner y se dieron cuenta de que algo estaba muy mal. Me dijeron que mi estado de salud era tan grave que el hospital ni siquiera disponía del equipo para tratarme. Tenían que trasladarme a la London Clinic.

Llegamos al mediodía. Lo último que recuerdo es que respiraba aceleradamente mientras intentaban encontrarme una vena para ponerme una inyección. Tengo unos brazos muy musculosos, así que a veces es difícil, sumado al hecho de que detesto las agujas. Al final llamaron a una enfermera rusa, que parecía como si acabara de ponerse el uniforme después de haber pasado una semana de entrenamiento con el equipo olímpico de lanzamiento de peso, y a las dos y media ya estaba en la mesa de operaciones: había nuevas filtraciones de líquido linfático, esta vez en mi diafragma, y tenían que extraerme todo el líquido. Durante los dos días siguientes, estuve en cuidados intensivos. Cuando pasó el peligro, me dijeron que había contraído una infección importante en Sudamérica, y que me estaban tratando con grandes dosis de antibióticos por vía intravenosa. Todo parecía estar bien, y entonces volví a tener fiebre. Tomaron una muestra de la infección y la cultivaron en una placa de Petri. Era mucho más grave de lo que habían pensado al principio; fue necesario cambiarme los antibióticos e incrementar la dosis. Me hicieron varias resonancias magnéticas y Dios sabe cuántas otras pruebas. Estaba allí, tumbado, sintiéndome fatal, siendo transportado en camilla de aquí para allá, mientras me metían tubos y me los volvían a sacar, sin saber exactamente qué me pasaba. Los médicos le dijeron a David que estuve a veinticuatro horas de morir. Si la gira sudamericana hubiera durado un día más, se habría terminado todo: habría sido un fiambre.

Tuve una suerte increíble —me rodeó un equipo fantástico y recibí la mejor atención médica posible—, aunque debo decir que en aquel momento no me pareció que hubiera tenido mucha suerte. No podía dormir. Todo lo que recuerdo es estar tumbado en la cama, despierto toda la noche, preguntándome si me iba a morir. No conocía los detalles, no sabía lo cerca que estaba de la muerte (David tomó la sabia decisión de guardarse toda la información), pero me sentía tan enfermo que ya era suficiente para hacerme pensar en mi mortalidad. No era así como y cuando quería irme. Yo quería morir en mi casa, rodeado de mi familia, a ser posible habiendo vivido hasta una edad muy avanzada. Quería volver a ver a los chicos. Necesitaba más tiempo.

Once días después, me dieron el alta. No podía caminar —padecía dolores terribles en las piernas— y la enorme cantidad y la potencia de los antibióticos que tuve que tomar me dejaron hundido por completo, pero al menos estaba en casa. Pasé varias semanas más recuperándome, aprendiendo a andar de nuevo. Nunca salía de casa, a menos que fuera para ver al médico. Era ese tipo de descanso forzado que en cualquier otro momento me hubiera hecho subirme por las paredes —no recordaba cuándo había pasado tanto tiempo en casa por última vez—, pero, por muy enfermo que me sintiera, me di cuenta de que me gustaba. Era primavera y los jardines de Woodside estaban preciosos. Había lugares peores en el mundo en los que sentirte encerrado. Me acostumbré a una especie de rutina doméstica: quitaba las malas hierbas del terreno y disfrutaba del jardín durante el día, mientras esperaba a que los chicos volvieran a casa después del colegio y me contaran cómo había ido el día.

En el hospital, solo al caer la noche, rezaba: «Por favor, no dejes que me muera, por favor, déjame ver a mis hijos otra vez, por favor, dame un poco más de tiempo». De una manera extraña, sentí que el tiempo que pasé recuperándome era la respuesta a mis oraciones: si quieres más tiempo, tienes que aprender a vivir así, tienes que tomártelo con calma. Era como si me hubieran mostrado una vida distinta, una vida que, pese a todo, me había dado cuenta de que me gustaba más que estar de gira. Cualquier sombra de duda que pudiera tener sobre dejar de hacer giras simplemente se desvaneció. Sabía que había tomado la decisión correcta. La música era lo más maravilloso, pero no me sonaba tan bien como cuando Zachary me contaba cómo había ido con los boy scouts o durante el entrenamiento de fútbol. Ya no podía seguir fingiendo que tenía veintidós años. Seguir fingiendo que tenía veintidós era lo que haría que me muriera, algo que no habían logrado ni las drogas ni el alcohol ni el cáncer. Y todavía no estaba preparado para morir.

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