Yo

Yo


Uno » EL FIN DE UNA ERA

Página 5 de 26

DE NIÑO A HOMBRE

ES FASCINANTE PARA MÍ SENTARME A VER EL CAMINO QUE he recorrido para llegar a donde estoy, no sólo en mi carrera, sino también en mi vida personal. Lo que en algún momento me pareció incomprensible o excesivamente difícil, hoy entiendo por qué lo tuve que vivir. Todas esas experiencias me estaban preparando para lo que tenía —y todavía tengo— por delante. Al principio fue un concepto que me costó trabajo comprender, pero una vez que lo asimilé, pude vivir una vida mucho más plena y satisfactoria porque estoy dispuesto a aceptar que tanto lo bueno como lo malo como lo regular forman parte de un todo. Y ésa es una sensación que me liberó y me hace sentir más fuerte para enfrentar todo lo que se me presente. Es extraordinario pensar que sin saberlo, desde muy pequeño yo ya estaba tejiendo lo que sería mi identidad; mi propia historia.

COMIENZOS

TODO EMPEZÓ CON una cuchara.

Cualquiera en mi familia confirmará que la música entró a mi vida a muy temprana edad. Mi familia por parte de madre es muy musical. Las tardes de los domingos nos reuníamos en casa de mis abuelos y tarde o temprano alguien sacaba una guitarra y a cantar se ha dicho. Mi abuelo por parte de madre, por ejemplo, era un poeta de los buenos. Sus rimas improvisadas eran de un calibre romántico y estilizado como nunca más volví a escuchar. Mi abuelo era un hombre firme, conservador y completamente entregado a su familia. Era muy machista, como casi todos los hombres de su generación, pero si hay algo que nos enseñó a todos los hombres que llevamos su apellido es la importancia de respetar a la mujer, lo hermoso de admirarla, cuidarla y protegerla. Siempre nos decía: «A la dama se le tiene que cuidar con la sutileza con la que se cuida el pétalo de una rosa». Obviamente era un romántico empedernido y eso sin duda alguna lo heredé yo.

A los seis años, yo ya agarraba una cuchara de palo de la cocina y la usaba como micrófono para cantar. Pasaba horas y horas con la cuchara en mano, interpretando mis canciones favoritas, canciones de Menudo o de grupos de rock americanos como REO Speedwagon, Journey y Led Zeppelin, que era lo que escuchaban todo el tiempo mis hermanos mayores. Recuerdo muchas veces en las que estaba la familia reunida en casa de mis abuelos y mientras todo el mundo se sentaba en el balcón para refrescarse y contar historias, yo ponía música, agarraba mi «micrófono» y me ponía a cantar.

Estoy seguro que en aquel momento nadie nunca pensó que terminaría convirtiéndome en un artista profesional. (Aunque sí tenía un tío que siempre me decía: «Cuando seas famoso me llamas y te cargo las maletas», y yo muy serio le respondía: «¡Perfecto, tío, así será!» Claro, él nunca cumplió su parte del acuerdo…) Con seguridad les divertía verme cantando y bailando por toda la casa, pero no se les habrá ocurrido que algún día terminaría haciendo eso mismo frente a cientos de miles de personas.

Por más sorprendente que parezca, desde niño yo ya sabía que mi lugar estaba en el escenario. No puedo decir que fuera una decisión consciente, que un día me desperté y me dije a mí mismo: «Quiero ser artista», sino que simplemente me fui dando cuenta de que era lo que más me gustaba hacer, y lo hacía cada vez que podía. Sé que muchas personas tardan años buscando lo que quieren hacer con sus vidas hasta encontrar lo que realmente los mueve, y sé que es un proceso difícil. Pero yo tuve suerte. Fue un proceso muy instintivo. Aunque al principio lo único que hacía era agarrar la cuchara para cantar frente a mis abuelos y mis tíos, lo disfrutaba enormemente y siempre quería hacer más. Pero en este caso creo que fue más que una simple fase porque lo que empezó como un juego, terminó convirtiéndose en una pasión. Poco a poco me fui dando cuenta de que la sensación de capturar la atención de otras personas y de tener todos esos ojos puestos en mí me generaba un placer inmenso. Me encantaba sentir que los estaba divirtiendo, que me estaban escuchando, y cuando al final llegaban los aplausos yo quedaba feliz. Hasta el día de hoy ese sentimiento de estar en el escenario sigue siendo una gran fuente de energía e inspiración para mí. Cada vez que me encuentro frente a un público, ya sea de veinte personas o de cien mil, vuelvo a sentir la energía electrizante que me invadía en esas reuniones familiares de mi infancia.

Hasta el día de hoy, no sé bien de dónde viene mi pasión por estar en un escenario, pero es como una necesidad que tengo de presentarme, de ser visto… Hubo una época en que una de mis primas montaba obras de teatro —que escribía ella misma— y ahí fue que tuve, también, mis primeras experiencias como actor. Vale la pena aclarar que estoy hablando de obras escritas por una niña de ocho o nueve años, pero de una inteligencia increíble para su edad. Evidentemente me gustó porque, más adelante en la escuela, cada vez que se montaba una obra de teatro, yo era el primero en apuntarme. Hasta llegué a meterme de monaguillo porque para mí asistir al cura era como estar en el escenario, ya que técnicamente él era «la estrella» de la misa. Es que cuando me encontraba en el escenario me sentía lleno, vivo, y naturalmente me dediqué a buscar esa sensación siempre que podía.

Ahora, de vez en cuando, me pongo a pensar en lo que hubiera sucedido si no hubiera elegido este camino. Es inevitable hacerse esas preguntas, a todos nos da curiosidad pensar en qué hubiera sido de nuestras vidas si no fuéramos lo que somos hoy. ¿Qué hubiera sido si no fuera artista? ¿Qué otra profesión hubiera escogido? ¿Psicólogo? ¿Dentista? ¿Abogado? Mi abuelita siempre quiso que yo fuera médico, pero desafortunadamente, nunca pude darle ese gusto. Desde que supe lo que quería hacer de mi vida, me dediqué a trabajar sin descanso para que mi sueño se convirtiera en realidad. Pero siempre me pregunto qué habría sido de mí si hubiera seguido el consejo de mi abuela, o si hubiera tomado cualquier otro rumbo. Por ejemplo, varios años más tarde, cuando tenía dieciocho años, hice una prueba para ver si podía matricularme en la escuela Tisch de la Universidad de Nueva York, que es una de las escuelas más reconocidas en el mundo de la actuación. Pero a tan sólo unos meses de que comenzaran las clases, en lugar de matricularme me fui a México a encontrarme con unos amigos y caí —de verdad no hay otra forma de explicarlo por haber sido una casualidad tan grande— en el teatro.

¿Qué hubiera sucedido si me hubiese quedado a estudiar en la Universidad de Nueva York? ¿Qué rumbo habría tomado mi vida si hubiese tenido éxito en el campo de la actuación, en lugar del de la música? El recorrido, sin duda, hubiese sido diferente. Pero me gusta pensar que independientemente de si hubiera entrado en el mundo de la actuación, la música o el baile, la vida siempre hubiera encontrado la manera de llevarme por un camino que me haría sentir lleno y feliz. En realidad no importa tanto qué es lo que haces, lo que importa es que lo hagas lo mejor que puedas.

La pasión es un aspecto vital de mi existencia. Me considero un soñador realista, y mi vida desborda de emociones intensas. Vivo y siento profundamente. Hay quienes pensarán que es un error vivir la vida de manera tan apasionada, pero la verdad es que desde que era pequeño, fue mi pasión la que me llevó de la mano en el trayecto extraordinario que ha sido mi vida, así que no siento que tenga por qué frenarla. De no ser porque desde muy temprano la recibí con los brazos abiertos, creo que jamás habría podido llegar a donde estoy. Para mí, parte de la belleza de la infancia radica en que está plagada de sentimientos extremos: cuando nos alegramos es una alegría absoluta y, de la misma manera, cuando estamos tristes el dolor es devastador. La vida a esa edad es muy intensa, pero también es muy pura y transparente. A medida que vamos creciendo, vamos aprendiendo a aplacar las emociones que son demasiado fuertes, y aunque en cierta medida yo también he aprendido a hacerlo, siempre me he esforzado por mantenerme conectado con mi niño interior, ese niño apasionado, enérgico y feliz que nunca se dejó asustar por ningún reto.

ABUELA

MIS PADRES SE separaron cuando yo tenía dos años. Obviamente yo no me acuerdo de lo que pasaba en mi vida en esa época, pero sí sé que fue una época en la que pasé mucho tiempo con mis abuelos. Tanto de parte de madre como de padre. La figura de mis abuelos fue muy importante en mi vida. No sé si es una cosa cultural o simplemente espiritual, pero la comunicación que tuve con ellos fue y sigue siendo muy importante para mí. Sus enseñanzas nunca las olvidé. Las pongo en práctica hasta el día de hoy y estoy seguro que se las enseñaré a mis hijos.

Mi abuela paterna era una mujer inteligente, independiente y decidida; una mujer sumamente avanzada para su época. Era metafísica antes que la metafísica se pusiera de moda. También era artista plástica; pintaba y hacía esculturas. La recuerdo siempre ocupada, haciendo una de las mil cosas que le interesaban. No sabía lo que era quedarse quieta pues siempre tenía algún proyecto en el que estaba trabajando. Mi bisabuela, su madre, era maestra, así que mi abuela prácticamente se crió en un aula, escuchando las clases que dictaba su madre. Se graduó de la escuela superior a los catorce años y hasta escribió dos libros y fue catedrática en la Universidad de Puerto Rico. Estamos hablando de una época en la que la mayoría de las mujeres solían ser sólo madres y amas de casa. Era una mujer sorprendente, tan avanzada y tan visionaria que un día decidió empacar sus maletas e irse a estudiar una maestría a Boston. ¡En esa época! Pero ella así lo hizo, y vivió en Boston hasta graduarse de la maestría.

Da la casualidad que hace unos años tuve la suerte de cenar y conversar con Sonia Sotomayor, la primera jueza latina de la Corte Suprema de los Estados Unidos, y cuando le conté un poco de lo que había hecho mi abuela se quedó asombrada. «¿Una mujer latina estudiando en Boston en los años cuarenta? Tu abuela sí que era una mujer fuerte», me dijo. Y yo me sentí muy orgulloso porque tenía razón, era increíble.

Mi abuela nació en Puerto Rico, y era de descendencia corsa. Los corsos tenemos fama de ser muy tercos, y mi abuela no fue ninguna excepción: era una mujer muy fuerte que nunca le temió a nada. Siempre fue para mí un ejemplo de lo que significa ser valiente. Por ejemplo, a los cincuenta y tantos años de casada, se dio cuenta de que ya no se sentía satisfecha en su matrimonio, entonces un día se levantó y le dijo a mi abuelo: «¿Tú sabes qué? Me quiero divorciar». En aquella época, la gente cuando se casaba era para toda la vida, «hasta que la muerte los separe». No era como ahora que la gente se divorcia por cualquier cosa. Pero a mi abuela no le importaba lo que pensaran o dijeran los demás y decidió hacer algo al respecto. Así que se separaron. Después de eso el abuelo siguió yendo a visitarla todos los días, pero el nuevo arreglo doméstico se mantuvo: ella viviría en su casa y él en la suya.

Mi abuela falleció hace más de diez años, ya viejita, después de haber vivido una larga y provechosa vida. Pero si hay algo por lo que doy gracias es que llegó a ver mi éxito antes de morir. Hasta una vez se montó en un avión para ir a verme actuar en Broadway cuando estaba haciendo Les Misérables en Nueva York. ¡Y eso que a ella los aviones no le gustaban nada! Alguna vez me contó que les había agarrado un miedo tremendo desde el día que tomó el avión para regresar a la isla después de terminar sus estudios en Boston. Parece que hubo una tormenta eléctrica durante el vuelo y el avión no paró de sacudirse. Desde ese día dijo: «¡Yo nunca más me vuelvo a montar en un avión!», y así fue. A partir de ese momento, solamente viajó en crucero, y sólo hizo una excepción cuando fue a verme actuar en Nueva York.

Me duele mucho no haberla podido ver más en sus últimos años. Estaba trabajando tanto, siempre andaba de aquí para allá, siempre corriendo, nunca teniendo suficiente tiempo para hacer las cosas que realmente importan. Sí la llegué a ver unas veces, de paso, pero nunca pude volver a pasar días o semanas enteras con ella como cuando era pequeño. Recuerdo una vez que la fui a ver con una escolta policial cuando ya ella estaba muy viejita. Al llegar a su casa con las patrullas y la policía, le grité:

—¡Abuela, he venido a verte!

—¡Ay, mijo! —me dijo ella—. ¡Qué bueno!

Pero de inmediato le tuve que aclarar:

—Vengo a verte, pero es sólo por un segundo, abuela. Ya me tengo que ir.

Como siempre, no me hizo sentir mal por andar de prisa. Simplemente me agradeció la visita y me dio un gran abrazo.

—Bueno —me dijo—, qué bueno que te vi. Come, que estás muy flaco.

Ésa era mi abuela.

En otra ocasión mientras estaba de viaje en Puerto Rico, aterricé en helicóptero en el parque de pelota de su vecindario sólo para verla. Era la única forma que podía hacerlo porque no tenía tiempo. Yendo de una punta a la otra de la isla para un asunto de trabajo le dije al piloto del helicóptero en el que iba:

—Necesito ir a ver a mi abuela. ¡Aterriza allí en ese parque!

Y así pude verla otro momentito.

No hay nada como las abuelas. Hasta el día de hoy me siguen sirviendo sus enseñanzas. Algunos de los recuerdos más dulces que tengo de mi abuela son de estar los dos sentados, yo haciendo los deberes de la escuela y ella pintando o trabajando en alguno de sus proyectos. A menudo me acuerdo de sus consejos y sus recomendaciones, y siento como si la llevara muy dentro de mí. Es una bendición poder sentirla tan cerca.

Lo único que sí me duele cuando pienso en ella es que nunca llegó a conocer a mis hijos. Hay tantas cosas de ella que quisiera que ellos conozcan, y que por más que les hable y hable de ella siento que no les voy a poder explicar. Por ejemplo, cuando era pequeño ella nos cantaba a mis primos y a mí una canción de cuna preciosa. Muchas veces cierro los ojos y trato de recordarla, pero me frustro mucho porque no lo logro. Recuerdo perfectamente el timbre de su voz y la cara que hacía cuando nos la cantaba, pero por más que lo intento, simplemente no logro recordar ni la letra, ni la melodía. ¡No puedo! Así que ruego por que algún día esa canción vuelva a mí en un sueño. Pido: «Dios mío, abuela, dondequiera que tú estés, si esto es verdad o no es verdad, si tú existes o no existes, o estás por ahí o no estás por ahí, recuérdame esa canción. Yo quiero cantársela a mis hijos».

Aún no ha llegado, pero no pierdo las esperanzas. Yo sé que si existe un más allá, ella me está mirando con una gran sonrisa en el rostro porque puede ver que este primer nieto suyo sigue andando por la vida con la misma determinación que ella; siendo un hombre fuerte e independiente, tal como ella me enseñó.

PRIMEROS TOQUES DE FAMA

MI FAMILIA SIEMPRE me apoyó cuando comencé mi carrera artística. Reconocieron que para mí era más que un juego. Al ver que me apasionaba tanto, me animaron a que la siguiera y eso a mí me daba muchas fuerzas: el simple hecho de saber que creían en mí me daba mucha seguridad y me alimentaba la autoestima. Por eso no fue ninguna sorpresa para ellos cuando con tan sólo nueve años de edad empecé a hacer comerciales de televisión en Puerto Rico.

Un día en el periódico salió una nota que decía: «Agencia buscando talento para comerciales de TV». Mi padre me la leyó y me preguntó: «¿Qué piensas?» Y yo le dije: «Dale, papi, ¡vamos!» Ese mismo sábado fuimos a donde estaban haciendo las pruebas. Las pruebas sólo eran para ver si el dueño de la agencia me aceptaba, y a partir de ahí comenzaría a hacer audiciones para comerciales de televisión. Me pararon frente a una cámara, me preguntaron mi nombre, edad, a qué colegio iba, y la verdad es que no me acuerdo qué más. Me imagino que me habrán puesto a actuar, a leer algo o me habrán montado una pequeña escena. En fin, lo normal en este tipo de audiciones. Pero lo que sí recuerdo muy bien es que me sentía muy seguro de mí mismo. No estaba nervioso, para nada. Al terminar la prueba regresé a mi casa y a los pocos días me llamaron para hacer la prueba para mi primer comercial.

Recuerdo que el primero que hice fue para una soda. Eran cuatro días de filmación, cuatro días bastante fuertes porque empezábamos a filmar a las seis de la mañana y terminábamos al final de la tarde. Desafortunadamente nunca lo vi porque era para el mercado latino de Estados Unidos y México. Pero lo que sí recuerdo es que al final me pagaron 1300 dólares. Y eso no fue todo, cada seis meses me llegaba otro cheque por 900 dólares. ¡Era un trabajo fantástico! Estaba haciendo algo que me divertía muchísimo, y encima de todo me pagaban y muy bien. No podía imaginar algo mejor. Fue como si todo un mundo se hubiera abierto ante mí.

Después vinieron muchos más comerciales, uno de pasta de dientes, otro para un restaurante de comida rápida… Un comercial llevaba a otro, y a otro, y a otro. Una vez entré en el circuito, las oportunidades fueron apareciendo y en un año y medio alcancé a hacer once comerciales, lo sé gracias a mi papá que los tiene todos apuntados. Fue hace tanto tiempo que si no fuera por eso, no creo que los recordaría todos. Tuve mucho éxito haciendo comerciales y después de un tiempo comencé a volverme conocido en el medio. Como ya tenía experiencia y me gustaba tanto estar frente a las cámaras, los productores de los comerciales siempre solían escogerme a mí. Y eso me fue dando más y más confianza y experiencia.

Esos comerciales me trajeron mis primeros toques de fama. Cuando yo iba por la calle, a veces escuchaba que decían: «Ése es el nene del comercial de…» o «¡Viste! Ése es el chico de tal soda». En esa época me divertía que la gente me reconociera. Como antes las televisiones no tenían control remoto, la gente tenía que aguantarse y ver los comerciales, no como ahora que podemos cambiar de canal desde el sofá. Por eso me fueron reconociendo más fácilmente en uno y otro comercial, y debo confesar que me gustó. Hoy en día hay veces en los que se me hace difícil encontrar un momento de paz y tranquilidad para sentarme en un parque o ir a jugar billar con mis amigos. La gente me reconoce, y eso a veces significa que tengo que sacrificar algunas de las cosas que para otras personas son normales: salir a comer a un restaurante, dar un paseo por la calle o ir a la playa. No porque no las quiera hacer, sino porque en ellas no encuentro la paz o la tranquilidad que busco. Y con todo y eso de todas maneras las hago, pero casi nunca paso desapercibido. El anonimato es algo que de vez en cuando echo de menos, pero la verdad es que la fama me ha traído tantas otras bendiciones que tampoco me quejo; en últimas, es parte integral de mi trabajo y por lo tanto es algo que disfruto. La mayoría de la gente es simpática y amable, y casi todos respetan mi derecho a la privacidad. Es lindo cuando alguien me dice que significo algo en su vida, ya sea que una de mis canciones le ayudó a encontrar el amor o que fue a un concierto mío que le gustó. Todo eso para mí es muy importante porque es la razón por la cual hago lo que hago: me gusta dar un poco de alegría a los demás y disfrutar mientras lo hago.

La fama es un fenómeno curioso. Cuando la tienes, hay tanto pero tanto que puedes hacer con ella. No sólo se trata de que la gente te reconozca en la calle o que los fotógrafos te tiren fotos cuando caminas por la alfombra roja. La fama es también una herramienta que si la sabes usar bien, te sirve para llegar a miles y miles de personas y transmitirles un mensaje, susurrarles al oído y conectar con ellos. Eso es algo que procuro nunca olvidar. Por supuesto, se hacen muchos sacrificios para alcanzar la fama tanto a nivel personal como a nivel profesional, pero al final lo más importante es saber utilizarla para lo que más importa.

MI PADRE ME dijo una vez: «Maldito sea el día en que entraste a Menudo. Ese día perdí a mi hijo».

Tenía toda la razón. De cierta forma él perdió a su hijo, y yo perdí a mi padre.

En aquella época era imposible saber lo que venía. Ni siquiera lo podíamos imaginar. Yo sólo veía las infinitas oportunidades, las miles de cosas increíbles que me esperaban en el nuevo camino que se estaba abriendo ante mí. Ningún niño —ni siquiera cuando ya es hombre— puede siquiera vislumbrar lo que está por venir cuando da un virón en su trayectoria. El niño ve lo dulce y rico del caramelo y lo único que quiere es darse un atracón; no piensa en el dolor de barriga que puede venir más adelante.

Era imposible comprender cuánto me iba a costar alcanzar lo que deseaba. En ese momento lo único que sabía era que lo anhelaba con todo mi ser; mi alma y mi corazón. Había trabajado con ganas y dedicación y tenía claro hasta dónde quería llegar. El escenario era un sueño y estaba dispuesto a hacer todo lo necesario para alcanzarlo. En ese sentido, Menudo fue un sueño obsesivo —no pensaba en nada más. De los diez a los doce años escasamente podía dormir de tanto pensar en lo mucho que lo quería.

Cuando por fin llegó, dejó de ser un sueño para convertirse en mi realidad de todos los días. Fue un momento en el que se decidió el rumbo que tomaría mi vida.

Lo que me dio fue grandioso —experiencias y emociones que me marcaron y mejoraron para siempre. Lo que me costó fue mi niñez. Pero recibí lecciones invaluables a través de lo que conocí y lo que perdí. Y así como no quisiera perder ninguno de los recuerdos lindos que tengo de esos años, tampoco quiero olvidarme de ninguna de las penas que pasé. El dolor me ayudó a apreciar más la alegría y también me fue forjando como hombre. Es como en todo: si no fuera por las cosas malas de la vida, nunca llegaríamos a apreciar las buenas.

Cuando era pequeño, mi madre siempre me decía: «Hijo mío, en esta vida se puede hacer todo. Pero tienes que saber hacerlo». Me lo decía porque me conoce bien; sabía que en ese momento yo quería todo y que en esos tiempos, todo era Menudo.

Volví loco a mi padre para que me llevara a las audiciones. Le decía: «¡Yo quiero! ¡Yo quiero! ¡Yo quiero!» Le rogaba de todas las manera imaginables, y le rogué tanto que no sé cómo no me tiró al fondo del mar. Hasta que al fin un día me dijo:

—Bueno, pues vamos.

Casi estallo de la felicidad.

Para ese entonces corría el año 1983. Hoy día tal vez sea difícil comprender lo que representaba Menudo en aquel momento, pero la verdad es que no había nada igual. Me atrevo a decir que hasta el día de hoy sigue siendo algo único en la historia de la música. Antes que existieran grupos como New Edition, los Backstreet Boys, New Kids on the Block, 'N Sync o Boyz II Men, había Menudo. Fue el primer grupo de chicos latinoamericanos —el primer boy band como le dicen en inglés— que alcanzó la fama internacional. El grupo tuvo tanto éxito que hasta se llegó a hablar de «Menudomanía» y «Menuditis», y con frecuencia se le comparó al fenómeno de los Beatles y la Beatlemanía.

El proyecto Menudo comenzó a finales de los años setenta cuando el productor Edgardo Díaz juntó a un grupo de cinco niños adolescentes, todos puertorriqueños. Ahora la particularidad de Menudo y, creo yo, lo que hizo que Menudo fuera realmente único —y que su fama durara por tanto tiempo— es que los chicos que conformaban el grupo siempre iban rotando. La idea era que sólo se quedaran en el grupo hasta los dieciséis años, y en ese momento se le cedía el paso a un nuevo integrante. Así los chicos siempre se mantenían jóvenes, preservando toda la alegría y la inocencia de la adolescencia. El primer Menudo fue conformado por dos grupos de hermanos: los Meléndez (Carlos, Ricky y Óscar) y los Sallaberry (Fernando y Nefty). Sacaron su primer disco en 1977 y a partir de ese momento el grupo se fue haciendo más y más famoso: en tan sólo unos años ya llenaban estadios a lo largo y ancho de Latinoamérica y sus fotos aparecían hasta en la prensa asiática. Se convirtieron en un fenómeno mundial y cuando la compañía disquera RCA se dio cuenta de lo que estaba sucediendo, los firmaron por un contrato multimillonario.

Con eso su reconocimiento creció aún más, hasta que llegó a tener miles de jóvenes fanáticos en todos los Estados Unidos y el resto del mundo. De hecho, una de las cadenas anglosajonas más importantes de los Estados Unidos utilizó su música para enseñarles a sus televidentes a hablar español.

Así que ya para cuando yo era pequeño (a finales de los setenta, principios de los ochenta), Menudo era lo máximo. Un fenómeno mundial. Una maravilla. ¿Cómo no iba a querer ser parte de eso? ¿Y más aun cuando era un fenómeno que había nacido en mi propia isla? Me sabía todas sus canciones de memoria, las cantaba desde que tenía memoria. Y me gustaba tanto cantar que, con la confianza propia de la juventud, me parecía que entrar al grupo no era un sueño imposible. Entonces me dediqué a trabajar cuerpo y alma para convertirlo en realidad.

Pero como muchas cosas en la vida, mi deseo de entrar a Menudo no vino sin cierta dosis de contradicciones. A pesar de que los chicos de Menudo eran mis ídolos y yo soñaba con entrar al grupo, para la gran mayoría de los chicos de mi edad Menudo era cosa de nenas. Cultural y socialmente estábamos tan condicionados —un poco por ignorancia, un poco por envidia— a pensar que a un hombre de verdad no le interesa bailar y cantar, que a cualquiera le hubiera parecido ridículo que un chico como yo quisiera hacerlo. De hecho, cuando mis amigos de la escuela me preguntaban por qué quería entrar a Menudo, yo siempre respondía que era por «las chicas, el dinero y los viajes». Tristemente, de haber dicho la verdad —que quería cantar y bailar en un escenario— no tengo la menor duda que se habrían burlado de mí, acusándome de ser una nena. Entonces en lugar de decir la verdad, simplemente seguí la corriente y dije lo que se esperaba de mí, adoptando la línea de menor resistencia. En su momento, yo no lo viví como algo traumático, pero ahora me doy cuenta de lo triste que es que no me sintiera cómodo de decir la verdad.

Después de insistir durante meses, por fin un día se me dio la oportunidad de presentar una audición. Mi padre me llevó a los estudios donde las estaban haciendo y recuerdo perfectamente que en el camino yo me sentía perfectamente tranquilo. Aunque hubiera sido normal estar por lo menos un poquito nervioso, yo estaba relajadísimo porque sabía que lo iba a hacer bien y que a los ejecutivos no les quedaría otra opción que decirme que sí.

Y así fue… casi. En la audición me fue muy bien. Les gustó cómo cantaba, cómo bailaba, sin embargo, había un problema: era muy bajito. Los demás chicos del grupo me llevaban media cabeza y los encargados querían que todos los chicos de la banda fueran más o menos de la misma estatura. Pero en lugar de desanimarme, ese rechazo inicial no hizo sino incrementar mi determinación. Volví a presentarme a una audición nueve meses más tarde, pero otra vez fallé porque seguía siendo muy bajito. Hasta me aconsejaron que me comprara una pelota de basquetbol y que me pusiera a jugar para ver si crecía… Qué cínicos, ¿no?

Pero claro, yo no me dejé desanimar. Seguí insistiendo hasta que por fin en la tercera audición lo logré. En realidad no había crecido casi nada desde las dos veces anteriores, pero por alguna razón esta vez mi estatura no pareció importarles. Yo creo que en parte fue porque me notaron las ganas tan tremendas que tenía de entrar. «¡Es que tú no vas a crecer nunca!», me dijeron.

El día de esa tercera audición, me llamaron y me dijeron que me querían hacer otra prueba en la casa de una de las asistentes del representante del grupo. Yo por supuesto fui hasta su casa y allí canté un par de canciones. Cuando terminé la representante me dijo: «Ahora vamos a las oficinas del grupo». Me pareció un poco extraño, pero como no tenía nada que perder, la seguí.

La sorpresa fue cuando llegamos a las oficinas del grupo, donde ya estaban mis padres. Al principio no entendía por qué estaban allí, hasta al fin alguien me lo dijo claramente: «¡Pasaste la prueba! ¡Eres un Menudo!» Yo me quedé boquiabierto. Estaba feliz, claro, pero a la vez no lo podía creer. Me felicitaron, lo celebramos, pero lo realmente increíble fue que eso me lo dijeron a las siete de la noche, y al día siguiente a las ocho de la mañana ya estaba en el avión camino a Orlando, Florida, donde se encontraba la base del grupo. En cuanto llegué fui directo a dar entrevistas, a conocer a los estilistas y a que me entallaran la ropa. En menos de veinticuatro horas, mi vida cambió por completo.

Dejé atrás mi familia, mi barrio, mis amigos, absolutamente todo lo que hasta ese momento me había sido familiar. Fue un cambio muy abrupto y hubiera podido ser traumático de no ser porque yo estaba volando de la alegría. Estaba tan feliz que me sobraba energía para todo lo que había que hacer. Tuve que aprender dieciocho coreografías en sólo diez días, y puedo decir que es algo de lo que estoy muy orgulloso porque había otros chicos que se demoraban cuatro días para aprender una sola. Fueron días muy intensos y a ratos muy duros, pero yo sentía que estaba tocando el cielo con las manos.

Tan sólo un mes después de unirme al grupo tuve mi debut en el Centro de Bellas Artes Luis A. Ferré en San Juan de Puerto Rico. Ricky Meléndez —el último integrante que quedaba de la alineación original— era el chico que se iba del grupo y por lo tanto fue él quien me presentó aquella noche, lo cual para mí fue muy especial. Se había planeado todo para que después de su presentación yo quedara cantando solo en medio del escenario mientras el resto del grupo se quedaba sentado en unas escalinatas detrás de mí. Fue un momento espectacular. No sentí nada de nervios, por el contrario; agarré el micrófono y me puse a cantar, caminando de un lado al otro del escenario, moviéndome al ritmo de la música. Quedé muy contento con mi presentación, sobre todo cuando terminé y el público me dio tremendo aplauso. Cuando lo escuché, me sentí tan bien que no hizo sino confirmar que esto era lo que yo quería hacer para siempre.

Pero esa noche también tuve una de mis primeras lecciones de cómo se hacían las cosas en Menudo. Cuando terminó mi canción y salí del escenario, estaba el representante del grupo esperándome tras bambalinas. Yo todavía estaba en las nubes, sintiendo la euforia del aplauso que acababa de recibir cuando el representante se me acercó a gritos:

¡¿Acaso no te dije que te quedaras parado en el centro del escenario?!

Era cierto. Me lo había dicho por cuestión de la iluminación, y a mí se me había olvidado por completo. Me había ido paseando de un lado a otro del escenario, cuando ellos lo que tenían previsto era que yo me quedara quieto en un lugar fijo para ponerme las luces. Los pobres del equipo de iluminación habían pasado el rato como locos tratando de seguirme con los focos.

El disgusto fue tal que a partir de ese momento más nunca me moví cuando no debía moverme. Aprendí esa lección al igual que todas las demás que vendrían después. Ésa era la disciplina de Menudo: o hacías las cosas tal como te decían o no eras parte del grupo. Así de simple.

LA BUENA VIDA

SOBRA DECIR QUE después de haber luchado tanto para incorporarme a la banda, yo no iba a hacer —o dejar de hacer— nada que me fuera a costar mi puesto. Para mí Menudo era mucho más que un nuevo mundo; era otra galaxia. Cuando viajábamos lo hacíamos en un avión privado, pero no era cualquier avión privado: ¡se trataba de un jumbo 737! En las ciudades a donde íbamos no nos reservaban una simple suite en un hotel, ni tampoco un piso; ¡teníamos todo el hotel para nosotros! A veces hasta teníamos un piso entero sólo para entretenernos, lleno de flippers y videojuegos. Vivíamos en nuestro propio Disney World, el sueño dorado de cualquier niño. ¡Era divertidísimo! Cada día era una aventura nueva y eso me encantaba. Trabajábamos durísimo, pero cuando llegaba la hora de descansar nos trataban como reyes.

La otra cosa que siempre me encantó de Menudo es que éramos como una familia. Los ratos libres que teníamos los pasábamos jugando y hablando —también a veces peleando— como cinco hermanos. Como yo era el más joven y el más pequeño de estatura, muchas veces los otros chicos hacían las veces de hermanos grandes. Cuando estábamos en esas multitudes en las que las fanáticas se nos abalanzaban, ellos siempre se encargaban de protegerme de toda la locura. Y eso me hacía sentir especial.

Viajamos por el mundo entero. Dimos conciertos en Japón, Filipinas, Europa, América Latina y, por primera vez en la historia del grupo, hicimos una gira por los Estados Unidos que incluyó veinticuatro noches en el Radio City Music Hall de Nueva York. Era realmente impresionante ver a miles de personas parando el tráfico de la sexta avenida en frente de Radio City Hall ¡y alrededor de toda la manzana! Viéndolo desde la ventana de los camerinos, parecía una mar de gente. Cientos de policías tuvieron que formar un cordón humano en la calle sesenta y tres, esquina con la avenida Lexington, que era donde quedaba nuestro hotel.

Nuestras fanáticas eran apasionadas, y no se detenían ante nada. Recuerdo otra vez cuando estábamos en Argentina que había una multitud de por lo menos cinco mil fanáticas agrupadas afuera del hotel. Tenían afiches, fotos, banderas y toda la parafernalia de Menudo. Las chicas gritaban y daban vítores cada vez que aparecíamos en la ventana. ¡Bastaba con sacar una mano para que se volvieran locas! Cantaban nuestras canciones y barras como las que se escuchan en los estadios, pero adaptándolas al grupo. Al rato aparecieron unos chicos y, supongo que molestos de ver que Menudo se llevaba toda la atención de las chicas, comenzaron a cantar sus propias barras, pero criticando y diciendo groserías acerca de Menudo. Hasta que uno de los chicos se atrevió a bajar a donde estaban todas las chicas e intentó arrebatarle a una su bandera de Puerto Rico… ¡y las chicas se defendieron como fieras! Lo abuchearon y lo golpearon tanto que creo que por poco el chico no cuenta el cuento.

Cosas así nos pasaban todo el tiempo. Era una verdadera locura.

¡Qué cambio! Antes de incorporarme al grupo, mi vida había sido totalmente distinta. De una existencia sencilla en Puerto Rico en la que vivía rodeado de mi familia y mis amigos de infancia, y donde me movía en tan sólo un par de cuadras de mi barrio, salté a un mundo de fama, lujo e idolatría. Pasé de ser el niño querido de mis padres y el nieto adorado de mi abuela, a convertirme en una estrella internacional que viajaba por el mundo dando conciertos en los escenarios más importantes del planeta. Como es natural, a ratos había momentos en los que me sentía un poco perdido y hubiera querido tener a mi mamá o a mi papá para que me reconfortaran. Durante todo el tiempo que pasé en Menudo ellos siempre estuvieron muy pendientes de mí y hablábamos a cada rato. Pero claro, eso no siempre es suficiente. Recuerdo, por ejemplo, una vez que estábamos de gira en Brasil, yo llamé a mi mamá una noche y le dije:

—Mami, no puedo más. Quiero regresar a casa.

Ella me reconfortó como pudo y me dijo:

—Hijo mío, si eso es lo que tú quieres, no te preocupes que mañana vamos a hablar con los abogados y arreglamos todo para que regreses a casa. —Y en seguida añadió—: Ahora mismo es muy tarde en la noche para hacerlo, pero si eso es lo que tú quieres, mañana llamo al abogado a primera hora.

Yo me acosté a dormir un poco más tranquilo después de haber hablado con ella, y ya para la mañana siguiente se me había olvidado por completo lo que me estaba molestando el día anterior. Llamé a mi mamá bien temprano esa mañana y le dije:

—¡Mami, ya estoy bien! No te preocupes, no llames a los abogados que todo está bien.

Yo me sentí tan protegido al escuchar las palabras de mi madre. Salirme de Menudo en ese momento hubiera complicado todo. Me habrían puesto demandas por incumplimiento de contratos, la noticia habría explotado en los medios, habría cuestionamientos de todo tipo de por qué un integrante querría salir del grupo cuando aparentemente todo iba de maravilla… Hoy en día me doy cuenta de que habría sido una bomba. Pero no importaba cuáles fueran las consecuencias, mi madre estaba dispuesta a lidiar con todo. Lo único que ella quería era que yo no viviera en esa angustia que ella escuchaba por el teléfono.

Así que seguí adelante. Como cualquier persona que se tiene que levantar a trabajar todos los días, por supuesto que tuve mis momentos de debilidad y desasosiego, pero la euforia de todo lo demás que estaba sucediendo me empujaba siempre a seguir adelante. Yo sabía que estaba viviendo algo extraordinario y por más cansado que estuviera a veces, no me quería perder nada.

LOS NIÑOS DEL MUNDO

ERA GRACIAS A todo el trabajo que hacía que tenía la oportunidad de vivir tantas cosas geniales y conocer a tanta gente extraordinaria, una conexión que vi con aún más claridad cuando, por ejemplo, nos convertimos en embajadores de UNICEF. Los representantes del grupo querían aprovechar nuestros viajes por todo el mundo para que en nuestro rol como embajadores invitáramos al show a niños desfavorecidos que vivían una realidad muy diferente a la nuestra. Muchas veces se trataba de niños huérfanos o de niños de la calle que habían tenido que enfrentarse a las durezas de la vida a una edad demasiado temprana.

En esa época nuestro concierto más pequeño era para alrededor de 70.000 personas. Por otro lado, tuvimos el récord mundial de 200.000 personas de asistencia para nuestro concierto en el estadio de Morumbi en la ciudad de São Paulo. Pero cuando se trataba de estar con los niños y darles un poco de alegría en sus vidas, todo el glamour de los aviones privados, el tener un hotel entero para nosotros, un chef particular, guardaespaldas individuales, tutores, asistentes, etcétera, todo eso dejaba de existir. Los organizadores nos decían: «Espérense un momento. Ahora vamos a compartir con unos niños que no son ni más ni menos que ustedes. Simplemente viven una realidad muy diferente a la suya». Y el haber podido compartir tanto con esos niños fue una de las experiencias más valiosas que me haya dado Menudo. Aprendí a ver la vida desde otro punto de vista, a comprender lo que realmente es valioso y lo que no, lo cual es una lección más que importante cuando se es un adolescente que vive en un mundo de lujos y abundancia.

Fue en ese momento que realmente comprendí cómo vivían muchos niños en otras partes del mundo. No era fácil, podía llegar a ser un golpe de realidad duro, pero la experiencia me encantó. Fue algo muy especial porque yo era el más pequeño de mi grupo —para esa época tenía doce años— y el que me seguía en edad tenía catorce. Pero entre los doce y los catorce años hay mucha diferencia, y como casi todos los niños que invitaban eran de mi edad o menores, yo rápidamente establecía una conexión especial con estos niños que tenían una sabiduría muy diferente a la mía. Aprendí muchísimo de ellos.

No me sentía mal porque yo tuviera tantas cosas materiales en comparación con lo poco que tenían ellos. Por un lado me sentía bien por lo que yo estaba compartiendo con ellos, pero también me di cuenta de que aunque yo tenía cosas que ellos no tenían, ellos tenían otras cosas que a mí me faltaban, como por ejemplo la libertad. Todo es relativo en esta vida y lo que para uno es normal, para otro es un tesoro. Aunque a ellos les faltaban cosas materiales, tenían la libertad de poder ir a donde quisieran cuando quisieran. Y aunque a mí me encantaba el escenario y la admiración de los fanáticos, la vida que yo llevaba era muy estricta. Para nosotros, un día típico empezaba a la ocho de la mañana: primero íbamos a estudiar y luego ir a firmar discos. Por la tarde nos hacían fotografías y luego entrevistas, ensayos y más sesiones de fotos antes de cenar. En cambio estos niños hacían casi todo lo que querían, la vida en la calle les daba una libertad absoluta. Claro, esa libertad venía con muchas más dificultades, pero en ese momento yo veía cómo tenía que pedir permiso hasta para salir a la esquina y ellos podían hacer lo que quisieran sin pedirle permiso a nadie. A nosotros nos vigilaban en todo momento y teníamos que obedecer ciertas reglas de seguridad. Y aunque yo tenía una vida tan increíble, única y divertida, sin lugar a duda encontré también belleza en su libertad.

No sé si en esos tiempos me di cuenta de la magnitud del impacto que esas experiencias iban a tener en mi vida a largo plazo. No creo que en ese momento haya pensado: «Esto va a afectar o beneficiar mi vida para siempre». Creo que no fue sino años después que me di cuenta de lo mucho que me marcó ese tiempo compartido con los niños, pues esas experiencias plantaron en mí la semilla del trabajo filantrópico que comencé a hacer más tarde y que sigo haciendo hasta el día de hoy.

LECCIONES APRENDIDAS

LOS AÑOS QUE pasé en Menudo fueron una época de muchos cambios y muchas lecciones aprendidas. Primero porque Menudo fue mi adolescencia, una etapa muy importante en la evolución de cualquier niño. Pero también fue importante por la disciplina que se me inculcó y el crecimiento profesional que tuve. Lo que yo aprendí ahí sentó, sin lugar a dudas, las bases para todo lo que vino después. Nunca habría llegado a donde estoy hoy en día si no fuera por todo lo que viví y aprendí en Menudo.

Ahora, al escribir estas páginas, me doy cuenta de que tuve una adolescencia muy intensa e inusual, pero puedo asegurar que en aquel momento todo fluía de manera muy natural. Como era lo único que conocía, a mí me parecía normal. En medio de todo este caos yo nunca dejé de ser un adolescente con necesidades, intrigas, miedos y cuestionamientos propios de cualquier chico de esa edad. De alguna manera tuve que hacerme hombre a la luz del escenario, lejos de mis padres y en la mira de cientos de miles de personas. Éramos muchachos con catorce, quince, dieciséis años, y teníamos, por ejemplo, a 250.000 muchachitas tirándosenos encima. ¿Estaba yo lo suficientemente preparado para ese rol? Aunque en ese momento quizás habría dicho que sí, más tarde me vine a dar cuenta de que me hallaba lejos de estarlo.

Cuando llegué a Menudo, yo no sabía nada de lo que era el sexo, lo cual hasta cierto punto era normal, sólo tenía doce años. Pero además de todo, en mi casa simplemente no se hablaba del sexo. Es increíble, ¿verdad? Hoy en día lo encuentro comiquísimo. Papi es un hombre muy guapo, un hombre que ha vivido y ha tenido sus romances y tiene una mujer maravillosa a su lado. Seguro que me hubiera podido enseñar mucho acerca del sexo. Pero con todo y eso —ya sea por pudor o por timidez— en la casa ése no era un tema que se tocaba.

Él seguramente pensaba que yo aún era demasiado chico para tener esa información y lo entiendo perfectamente, pero la verdad es que la sexualidad es un tema que me llegaba por todos lados, ya sea por la televisión, las conversaciones con amigos del colegio, primos y hermanos mayores. Hoy en día los niños están mucho más expuestos a este tipo de contenidos que las generaciones pasadas. Con esto del internet simplemente aprietas un par de teclas y entras a un mundo donde encuentras cosas que jamás te hubieras imaginado. Por eso a través de mi fundación hemos creado programas de concientización para padres, niños y maestros sobre los peligros del internet. Cuando tu hijo viene con una pregunta como la que yo le hice en ese momento a mi padre, es casi seguro que ya conoce la respuesta: lo que quiere ver es cómo le contestas tú. Está tanteando las aguas para ver qué tan cool eres. Por eso creo que es sumamente importante que se le hable a los hijos sin rodeos para que seas tú quien les de la información que buscan, y no cualquier otra persona salida de quién sabe dónde.

En mi familia la comunicación siempre ha sido bien, bien franca. Tengo una comunicación envidiable con mi madre y hoy en día la comunicación con mi padre es ejemplar. Pero de sexo simplemente no se hablaba. Mi padre es un ser humano increíble. Es psicólogo de profesión y tiene una forma de ver el mundo muy particular, muy abierta. Es un hombre muy querido por todos, trabajó muchos años ayudando a confinados en Puerto Rico y sabrá Dios cuántas historias habrá escuchado. Pero yo estoy convencido que es por esas experiencias y por el alma tan especial que tiene, que es tan querido por la gente que tiene a su alrededor. Siempre fue una persona muy dedicada a su familia y la relación que tengo hoy en día con él es testamento de lo mucho que me dio y me sigue dando hasta el día de hoy. Con papi siento que tengo una camaradería especial de hombre a hombre, esa que hay entre un padre y su hijo adulto. Yo tengo treinta y ocho años; mi padre ya tiene sesenta y uno, y a pesar de que no estuvimos juntos durante mi adolescencia, hemos recuperado el tiempo perdido y ahora somos muy cercanos.

Así que aunque por esa época yo era toda una estrella por estar en Menudo, cuando se hablaba de sexo entre mis amigos, yo era uno de los que más atrasado estaba en el tema. La mayoría ya había cumplido con su rol de rompecorazones y habían estado con niñas. Todos menos yo. En otras palabras, de mis amigos yo era el único virgen y la presión que me ponían era constante. Me preguntaban una y otra vez: «¿Cuándo va a pasar? ¿Cuándo te vas a animar?» Hasta que por fin llegó el día en que tuve relaciones con una chica. Me gustaba, pero creo que mi decisión tuvo más que ver con la presión que me ponían mis amigos o con el hecho de que ya me estaba sintiendo obligado. En esta sociedad un hombre no le puede decir que no al sexo si se le presenta la oportunidad y en aquel entonces aún más, ya que era un Menudo y entre nosotros se consideraba que el más exitoso era el que más pasiones despertara en las chicas. El hecho de que ya se suponía que tenía que cumplir con ese papel, me hizo sentir incómodo, y como que no pude disfrutar del todo ese momento que según mis expectativas ¡hubiera debido ser un poco más romántico, de fuegos artificiales!

Era una chica muy linda y me gustaba, pero la verdad es que no había nada de intimidad o de cariño entre nosotros, y creo que por eso no fue una experiencia tan especial. Recuerdo que me quedé como que: «¿Esto es todo? ¿Esto es de lo que habla todo el mundo? ¡Uf, esto es fatal!» Obviamente no era culpa de la niña, sino de las circunstancias. Toda la situación me pareció incómoda y muy poco placentera. Estoy seguro que muchas personas, ya sean homosexuales o heterosexuales, pueden identificarse con que la primera experiencia no es nada especial… ¡y cómo va a serlo si no tenemos idea de lo que estamos haciendo! Sobra decir que más adelante me encontré con chicas con las que sí sentí y gocé, y cuando descubrí la sensación tan intensa que puede llegar a traer el sexo entre un hombre y una mujer, entonces sí estuve con más chicas y disfruté mucho de su compañía.

EL FIN DE UNA ERA

Ir a la siguiente página

Report Page