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Cuatro » LA ALEGRÍA DEL SILENCIO

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RETOMAR EL CONTROL DE MI VIDA

SER ARTISTA SIGNIFICA BUSCAR EL RECONOCIMIENTO DE los demás. Ya sea en la música, las letras, la pintura o el baile, el arte por definición busca interactuar y conectar con su público. Para mí esto es un aspecto fundamental de lo que hago. Los momentos en los que más feliz me siento es cuando me encuentro en el escenario, rodeado de mis músicos y frente a un público inmenso, animado y exaltado por mi música. Me encanta sentir que a la gente le gusta mi música, que significa algo en sus vidas y que de alguna manera conectamos. Cuando a alguien le gusta lo que hago, eso me alimenta el alma.

Hay artistas que dicen que hacen su música o hacen su arte sólo para sí mismos, sostienen que la aprobación del público es irrelevante. Aunque es un punto de vista que respeto, yo no comparto esa filosofía. Soy cantante porque me gusta mi música, me gusta bailar, pero si no le gustara a nadie más, me sentiría frustrado. Llámalo ego, fobia al fracaso, necesidad de ser aceptado o lo que sea, pero yo siento que la música tiene que tener un impacto real en el mundo, tiene que conectar.

Por eso es que cuando despegó «María», luego «La copa de la vida» y, finalmente, «Livin' la vida loca», yo estaba en el cielo. Todo ese trabajo, los viajes, las horas pasadas en el estudio, dando entrevistas, sesiones de fotos… todo ese trabajo estaba cosechando sus frutos y puedo decir que desde adentro lo viví como un momento extraordinario y único, una verdadera bendición. Sin embargo, ese momento —el momento que había ansiado con todas mis fuerzas— trajo consigo otra serie de retos que yo quizás no estaba listo para afrontar. Hasta cierto nivel, yo ya estaba acostumbrado a hacer lo que se esperaba de mí: al comienzo de mi carrera cuando siempre seguí las instrucciones de los representantes de la banda, y más adelante lo hice también con los directores de teatro o televisión con los que trabajé, con los productores de mis discos, los ejecutivos de la disquera… Pasé tanto tiempo siguiendo los consejos de los demás —en su mayoría bienintencionados, por suerte—, que sin darme cuenta, empecé a perder mi propia identidad. Quería tanto que las cosas salieran bien y que alcanzáramos el éxito que siempre había añorado, que muy pocas veces me detuve a pensar si realmente podía —ni hablar de si quería— hacer todo lo que se esperaba de mí. Los años de mi ascenso a la fama fueron una época fabulosa, de eso no hay la menor duda, pero también fueron años en los que siento que perdí mi norte.

EN LA LUZ PÚBLICA

LOS CONSEJOS DE quienes ya han pasado por lo que tú estás pasando son muy valiosos, y otra gran recomendación que me hizo Madonna fue: «Ricky, si la música, el arte o tu carrera comienza a controlarte, desconéctate. Tú tienes que ser el que controla tu carrera, no dejes que ella te controle a ti». Claro, Madonna es una mujer muy sabia, y entendí perfectamente su consejo, pero se me hizo difícil ponerlo en práctica.

En el año que le precedió a los premios Grammy, yo no sentía que la música me controlara, ni mi carrera tampoco. El mundo entero estaba escuchando mis canciones y yo sentía que estaba en la cima, en total control de lo que se estaba preparando. Sin embargo, había cosas que me daban un poco de ansiedad. Aunque yo estaba enfocado en hacer todo lo posible para mantener ese impulso extraordinario que me había llevado hasta ese punto, no dejaba de haber ciertos momentos en los que sentía que eran demasiadas horas de trabajo, por el simple hecho de no saber decir ¡no! Mi representante venía con un itinerario y yo le decía que sí a todo, sin nunca detenerme a pensar en las consecuencias. Evidentemente, yo estaba disfrutando mucho de mi éxito, pero no dejo de pensar que quizás también estaba tratando de escapar de la carga emocional tan grande que llevaba encima. Al igual que cuando estaba en Menudo, donde me enfocaba en el trabajo todo el tiempo porque de cierta forma quería escapar de la realidad de lo que estaba pasando con mis padres, durante la locura de «Livin' la vida loca» creo que también estaba evitando enfrentar los sentimientos contradictorios y de culpa que me acechaban en cuanto a mi sexualidad. Estar ocupado todo el tiempo implicaba no tener que pensar en cosas incómodas, y me metí de lleno en ese papel. En cierta forma, aquellos años de disciplina al comienzo de mi carrera, más mi necesidad de huir de ciertos problemas, me congelaron las emociones; dejé de escuchar las alarmas internas que señalan la fatiga.

Aparte de todo, por esa época estaba volviendo a salir con mi Coco Channel/Brigitte Bardot, aquella mujer maravillosa que había conocido en México. Estar con ella siempre me daba mucha paz. Nuestra relación era de mucho amor, mucha atracción y cuando estaba con ella me sentía seguro. Acompañado. Enfocado. Durante todo el tiempo que pasé con ella, yo nunca miré a nadie más, nunca quise a nadie más y esa estabilidad me anclaba. Me daba la estabilidad que le había faltado a mi vida durante mucho tiempo. Además, me ayudaba a mantener alejados todos los sentimientos que me hacían sentir tan culpable. Me sentía bien con ella, la amaba y me sentía amado, entonces no tenía por qué pensar en nada más.

Pero esa ilusión de pensar que tenía tanto mi carrera como mi vida emocional bajo control no duró mucho. Mi relación con aquella mujer maravillosa duró un tiempo más y luego de muchos ires y venires terminamos separándonos para siempre. Es difícil explicar lo que hace que una relación termine. Aunque evidentemente hoy me doy cuenta de que mis propios conflictos internos tuvieron mucho que ver, hay otros factores que hicieron que finalmente nos distanciáramos y más adelante decidiéramos —siempre con mucho amor y cariño— separarnos.

Y ahí fue que empecé a perder el control.

Mientras mi equipo y yo trabajábamos sin parar para mantener toda la maquinaria andando haciendo giras de promoción, giras de conciertos y videos, súbitamente mi vida personal se convirtió en un tema para los medios. Como era natural, el público quería saber exactamente quién era este Ricky Martin del que tanto se hablaba, entonces comenzaron a preguntar. En todas las entrevistas que me hacían, la gente quería saber de dónde venía, cómo fue mi infancia, cómo eran mis padres, si tenía pareja…

Hay una diferencia fundamental entre los artistas de cine y los cantantes que mucha gente no se da cuenta. Cuando un actor está haciendo la promoción de una película, por lo general las preguntas giran en torno al papel que interpretó, la temática de la película, la experiencia de la filmación; hay un sinfín de temas que se pueden explorar sin necesidad de recurrir a la vida personal del artista como tema de conversación. Sin embargo, cuando se trata de un cantante o un músico, hay mucho menos rango de discusión y la entrevista suele enfocarse, casi siempre, en la vida personal del artista, que es al fin y al cabo la fuente de inspiración de sus canciones. Las preguntas suelen ser más personales porque es muy común, por lo menos en mi caso, que la música hable del amor, el desengaño y las relaciones.

Como yo decía que sí a todo, había entrevistas conmigo en todas las revistas, los programas de televisión, los periódicos. Mis videos musicales los pasaban por MTV cada diez minutos. En las entrevistas yo contaba muy poco de mi vida privada, y como lo que contaba no daba mucho de qué hablar —era un chico sano, trabajador, sin vicios— supongo que hubo algunos medios que se empecinaron en descubrir cuál era mi «lado oscuro».

Y así empezaron los rumores. No tengo idea de cómo habrán comenzado ni quién habrá dicho o dejado de decir qué, pero el hecho es que en las revistas de chismes de aquella época comenzaron a aparecer todo tipo de historias diciendo que yo había estado con tal o tal chico; irónicamente, aunque sí estaba teniendo relaciones con hombres, ninguna de las que mencionaba la prensa era cierta. Yo entiendo que los chismes venden revistas y muchas veces eso es lo que la gente quiere leer, pero la verdad es que la invasión a mi privacidad me cayó como una patada en el estómago. No comprendía por qué me había vuelto objeto de tantas especulaciones. Lo único que quería era continuar haciendo mi música y viviendo mi vida sin que nadie se metiera. Ingenuamente, pensaba que a pesar de ser una persona pública, tendría derecho a mi privacidad.

El resto del mundo no pensaba lo mismo.

EL PRECIO DE LA NEGACIÓN

EN REALIDAD EL problema no era tanto que se estuvieran propagando rumores sobre mi homosexualidad. El problema real era que yo mismo no sabía lo que estaba sintiendo al respecto. Aunque después de haberme separado de mi primer amor tuve otras relaciones con hombres, todavía no estaba listo para aceptar que soy gay. Todavía no había llegado mi momento y, aunque hoy en día todos sabemos que esos rumores estaban basados en hechos verdaderos, la realidad es que para mí, en ese momento, todavía no era un hecho. Era un tema con el cual luchaba constantemente y que me causaba mucho dolor y mucha angustia. Y cada vez que alguien escribía en un artículo que yo era homosexual o tenía lugar una entrevista en la que se me preguntaba —de manera no muy sutil— si tenía pareja, lo único que eso hacía era alejarme cada vez más de mi verdad. Los rumores y las preguntas lo único que hicieron fue incrementar mi inseguridad y mi autorrechazo; me recordaban todas las razones por las cuales me sentía incómodo en mi propia piel. A ratos me odiaba a mí mismo. Como todo el tema se presentaba bajo una óptica tan negativa, insinuando siempre que era algo escandaloso o malo, lo único que hizo fue reforzar mis deseos de negar lo que estaba sintiendo. Y como en ese momento estaba tan lejos de estar listo para salir del clóset, el único resultado fue que me causó mucho, mucho dolor.

Años más tarde se hizo una biografía de mi vida para la televisión y entrevistaron a muchas personas de la industria y a periodistas especializados. Dentro de esa biografía dijeron algo que pienso que es muy astuto: cuando al mundo de la música llega algo tan grande como el fenómeno Ricky Martin, hay veces que a la gente «le fascina odiarlo». Joe Levy, quien era entonces el director de la revista Blender, lo dijo de una forma muy clara: «Cuando una estrella del pop se viste demasiado bien, se peina demasiado bien y es demasiado perfecto, es igual de fácil odiarlo que quererlo». Es posible que algunas personas quisieran encontrar algún chisme sobre mí, o decir algo que a sus ojos es malo, porque no querían que me fuera bien. Sea cual sea la razón, el hecho es que para mí fue una época de mucha angustia.

Creo que uno de los factores que contribuyó a «alimentar» los rumores sobre mi sexualidad fue que la gente tal vez pensaba que mi imagen de latin lover era excesiva. Es decir, tal vez pensarían que yo hacía todo lo que hacía —mi manera de bailar, las letras de mis canciones, los movimientos sensuales de cuando estoy en el escenario— porque en realidad quería ocultar mi homosexualidad. Y ahí sí siento que es necesario aclarar las cosas: yo soy el artista que soy por todas las influencias, experiencias y sensibilidades estéticas que tengo, y eso no tiene absolutamente nada que ver con mi sexualidad. Aunque sé muy bien que toda mi música y mis presentaciones tienen un componente «sexualizado» en el sentido en que bailo con mujeres, muevo las caderas y gozo del ritmo, eso no quiere decir que sea una expresión de mi sexualidad, independiente de si siento atracción por las mujeres o por los hombres. Cuando estoy en el escenario, siempre estoy buscando la manera de conectar con el público y si descubro un movimiento de cadera o un paso de baile que gusta, que causa sensación, que prende a la gente, pues lo voy a seguir haciendo. Es una cuestión de imagen y de un trabajo de seducción del público que no tiene nada que ver con mi vida personal.

Cuando estoy en el escenario, estoy haciendo mi trabajo. Lo hago con dignidad. Lo hago con respeto. Lo hago porque me gusta y porque quiero que mi música y mis presentaciones les gusten a los demás. En los países fuera de Latinoamérica, la cultura latina siempre ha tenido una connotación muy sexualizada, pero para los que somos de esa parte del mundo, eso que se ve como tan sexy en otros países es lo normal para nosotros. Los movimientos de la salsa, el merengue y la cumbia se encuentran en los bailes de todos nuestros países.

Tal vez el momento que mejor ejemplifica todo esto de los rumores que estaban revoloteando y del daño que me hacían es aquella famosa entrevista con Barbara Walters. En los Estados Unidos, Barbara Walters es una periodista muy conocida por sus entrevistas a las personas más famosas y poderosas del mundo, y por su capacidad única de sacarles detalles personales que jamás han revelado. Su larga lista de entrevistados cuenta con presidentes, reyes, ricos, celebridades y criminales. La mía fue televisada durante la noche de los premios Oscar, el domingo 26 de marzo de 2000. En ese momento yo era posiblemente uno de los latinos más reconocidos del planeta, y con toda la promoción que llevaba haciendo durante los últimos cuatro o cinco años, estaba completamente sobreexpuesto. El álbum Ricky Martin y la canción «Livin' la vida loca» seguían vendiendo como pan caliente y yo en ese momento estaba en medio de una gira mundial de conciertos. El show de Walters solía ser una parte muy esperada de la programación en una de las noches de mayor audiencia en todo el año.

La entrevista se hizo en Puerto Rico. Después de pasear un poco por la playa, nos sentamos en un patio para hacer la entrevista. Allí me hizo preguntas sobre mi éxito, mi vida como cantante, mi familia y, como buena cazadora que es, cuando menos lo esperaba, me hizo la pregunta que más temía: me preguntó sobre mi sexualidad.

Yo le contesté como acostumbraba responder a esa pregunta: le dije que se trataba de mi intimidad y que por eso no era asunto de nadie más. Pero en lugar de aceptar la respuesta y seguir adelante con la entrevista, ella se empecinó en seguir indagando. En cierta forma entiendo que estaba haciendo su trabajo, pero me presionó mucho, quizás pensó que podría sacarme una «confesión» para el programa. No sé. Pero el caso es que no le di lo que quería.

Me mantuve firme en mis respuestas —lo más que pude— pero recuerdo que empecé a ver todo borroso y el corazón se me aceleró. Me sentía como un boxeador a quien le acababan de meter un golpe decisivo; tambaleando, defendiéndose, pero ya estaba noqueado, esperando caer. Pero no caí. No sé cómo hice, pero me mantuve firme. Ahora mientras lo escribo, me río, y no sé si esa risa viene de nervios o porque con el paso del tiempo me hace gracia lo ridículo de la situación, pero la verdad es que no puedo sino reírme.

Años después, Barbara reconoció que tal vez no debió hacerme esa pregunta y que se arrepiente de haberlo hecho. Aunque lo pasado ya pasó, la verdad es que yo le agradezco profundamente el gesto, pues para mí hoy en día significa mucho que ella entienda que en ese momento yo simplemente no estaba listo. Aunque existían todos los rumores, por más insoportables que fueran a ratos, en mi cabeza las cosas todavía no estaban claras y salir del clóset ni siquiera era una opción. La presión exterior no hizo sino aumentar mi angustia y en lugar de acercarme a mi momento, al día en que me sentiría cómodo para revelarle al mundo mi verdad, me alejó cada vez más. Cada episodio de este estilo me hizo enterrar mis sentimientos aún más en el intento de ahogar mi dolor.

Hoy en día pienso en lo fácil que hubiese sido decir que sí, y sentirme orgulloso de quien soy. Aunque en realidad yo nunca mentí, simplemente no contesté. Fui muy torpe, y ahora me doy cuenta de que era algo tan simple. Era como que me estaba ahogando en un vaso de agua, pero en ese momento yo no lo veía ni lo vivía de esa manera. No importa cuántas vueltas le dé, el verdadero fondo del asunto es que aún no era mi momento. ¿Por qué? Porque no. Simplemente no lo era.

También es verdad que no fue sólo por mí que me quedé callado. Aunque asumo toda la responsabilidad de mis decisiones, yo también sentía que tenía que pensar en cómo afectaría a mi familia, a mis amistades y a todas las personas que tengo a mi alrededor. Siempre he cuidado de la gente que está a mi lado, y lo hago porque quiero. Así ha sido mi vida, y eso me llena. Para muchos pensar así es algo enfermizo y estoy de acuerdo. Sé que tengo que trabajar en ello pero es así. Tengo claro que lo que yo hago inevitablemente tiene repercusiones en las vidas de otros, y en aquel momento yo sentía que si hablaba de mi sexualidad la gente me rechazaría y probablemente se acabaría mi carrera. Ahora, al pasar los años, me doy cuenta de lo absurdo del planteamiento, pero por una razón u otra, eso era lo que pensaba en ese entonces. Así que seguí teniendo relaciones con hombres, pero las mantuve siempre escondidas. Me daba coraje que la gente sintiera el derecho de entrar a mi habitación y ver con quién me acostaba. Independientemente de cuál sea mi orientación sexual, creo que como todo ser humano tengo derecho a mi privacidad.

Las presiones laborales y de los medios llegaron a ser tan agobiantes que llegó un momento en que el único lugar donde yo encontraba paz era en el escenario. Pero poco a poco hasta eso también comenzó a perder su brillo. Por primera vez, cuando estaba en el escenario, comencé a sentirme incómodo, insatisfecho, vacío. No entendía por qué estaba haciendo lo que estaba haciendo. Ahí fue cuando me dije: «¡Espera! ¡Aguántate un momento! Ésta es la única cosa que realmente te gusta, ¿y ahora estás empezando a sentirte mal aquí también? Es hora de parar». Era lo único que me quedaba, lo único que me gustaba de ser artista, y ahora eso también se me estaba echando a perder.

No sé si el público lo haya percibido, pero yo estoy casi seguro de que sí. Es decir, si alguien vio uno de mis conciertos en Nueva York o Miami, que eran al principio de la gira cuando estaba disfrutando de la ola de éxito, y después vio el mismo show en Australia cuando ya se estaba terminando la gira, habrá tenido que notar la diferencia. Ya allí, al final en Australia, yo estaba en el escenario, hacía mi trabajo, pero estaba pensando: «No veo la hora de que esto se acabe para poder volver a mi casa».

Lo único que quería era trabajar y dormir. No quería nada más. Entonces llegó el momento de seguir el consejo de Madonna y desconectarme. En ese momento estábamos en Australia y la siguiente parada era Argentina. En Buenos Aires nos esperaba un estadio lleno de gente, pero finalmente cancelé el concierto. No podía más. Éste fue sólo el segundo concierto que cancelé en mi vida, el primero fue por estar enfermo.

Toda la banda preguntaba:

—¿Pero qué pasó? ¿Cómo que nos vamos a casa?

—Sí —les respondía yo—, nos vamos a casa. Estoy muerto, no puedo más.

—Pero, Ricky, si es sólo una semana más de gira —me decían—, vamos, ánimo, no es sino una semana más.

En circunstancias normales yo tal vez habría hecho ese último esfuerzo, me habría obligado a mí mismo a sacar energías de donde no las tenía. Pero esta vez era diferente y yo sabía que no me iban a poder convencer. Simplemente no quería —no podía— seguir, y no había poder humano que me convenciera de lo contrario. Lo único que quería en ese momento era regresar a casa.

Me imagino que fue un ataque de ansiedad. Estaba cansado de todo, y ahora encima ni siquiera el escenario era suficiente para sanar mi malestar. Si no quería hacer las presentaciones, ¿qué sentido tenía todo esto? Había que parar y descansar, porque quién sabe qué cosa me habría sucedido si hubiera seguido siquiera una semana más a ese ritmo.

Ya llevaba diecisiete años trabajando, pero los últimos cuatro habían sido bestiales, casi sin descanso. Primero vino la gira de A medio vivir, luego Vuelve y casi enseguida fueron los premios Grammy y todo la locura de «Livin' la vida loca». Cuatro años de gira son muchos años. Tenía todo el sentido del mundo que me estuviera sintiendo así.

Además, no me gustaba quién era, no me gustaba lo que estaba sintiendo. Comencé a actuar de una manera en la que nunca había actuado. No es que le haya faltado el respeto a nadie, no grité ni hice nada por el estilo, pero sí comencé a perder la disciplina. Llegaba tarde. Jugaba con el tiempo de los demás. Recuerdo una vez que estaba haciendo una gira de promoción en Alemania, tenía un evento a las nueve de la mañana y me aparecí por la tarde. Tal vez para otros artistas eso no es nada, pero para mí sí. Cada cual tiene sus parámetros. Para mí, no llegar a los ensayos o no llegar a la promoción, eso es tocar fondo.

Entonces dejé de trabajar. Volví a mi casa y me aislé del mundo. Andaba desanimado, con poco sentido del humor y muy poca tolerancia. Me pasaba el día por ahí en mi casa tranquilo, relajado, en pijama —algo muy poco común en mí porque siempre he sido activo, animado, siempre me levanto temprano en la mañana, listo para arrancar el día. Pero en ese momento no quería saber nada de agendas, obligaciones o citas. Lo único que quería era quedarme quieto.

Ahora lo miro y creo que ese fue el momento en que empezó mi metamorfosis. Empecé a evaluar lo que quería y lo que no quería de mi vida, lo que necesitaba y lo que no. Fue como un renacimiento. Y dentro de ese renacer era como si también estuviera pasando por un proceso de desintoxicación espiritual necesaria para volver a lo básico, para volver a la calma. Estaba dejando de ser lo que fui durante esos últimos años para convertirme en mi nuevo yo. Para mí fue un proceso muy interesante, pero los que me conocían, los más allegados, no lo podían entender.

Un día me vino a ver una gran amiga y, aterrada de ver lo que estaba pasando, me gritó, como queriendo despertarme del sopor en el que estaba:

—¡Estás jodido!

—¡No! —le respondí, también a gritos—. ¡Soy así! Si no te gusta, ¡vete!

—No, no me voy —me dijo ella.

Y con eso, tiré un vaso que se estrelló contra la pared y se hizo pedazos.

Suena como algo tonto, un gesto sencillo de exasperación, pero el efecto que tuvo esa escena en mi vida fue inesperado. En vez de asustar o enojar a mi amiga para que se fuera, yo fui el que quedó atónito: la explosión me causó un shock emocional. En los pedazos de vidrio en el piso vi lo que estaba pasando con mi vida. Si no me decidía recomponerla en ese instante, terminaría también en mil pedazos. No me reconocí en aquel gesto tan violento y comprendí que el problema era más serio de lo que estaba dispuesto a admitir.

VIAJES

HOY DÍA PUEDO decir que ya me perdoné por haberme dejado caer tan bajo. Todavía hay veces que pienso en cómo dejé que se me descontrolara la vida, cómo me dejé seducir por la fama. Una cosa es ser famoso y otra es ser controlado por la fama. Ser famoso puede ser algo muy bueno, pero ser controlado por la fama no lo es en absoluto.

Jamás me lamentaré porque pasó lo que debía pasar. ¿Dolió? Seguro que sí. Pero aprendí mucho. Y eso es lo importante. Tal vez podría haber tomado otras decisiones y hecho otras cosas, pero ésa fue la lección. Tenía que enfrentar todos los retos que me aparecieron en ese momento para seguir adelante en el camino espiritual. Llegué adonde llegué para aprender una lección y no caer en la misma trampa en el futuro.

Pero para entenderlo tuve que llegar al punto más bajo, según mis parámetros. Es ahí que comenzó la búsqueda en mi interior para encontrar el camino que me llevó a mi gran despertar. Al reventarse ese vaso contra la pared, lo vi todo. De inmediato empecé a reparar todo el daño que me había hecho. Era hora de limpiar mi jardín. Dejé de ver a la gente que ejercía una mala influencia sobre mí, volví al gimnasio, hice mucha meditación. Hice una limpieza total y me embarqué en mi búsqueda espiritual. Necesitaba dejar todo eso —los carros, las casas, el avión privado que me había comprado— y andar a pie por donde nadie me conocía, o si me reconocían no les importaría.

Necesitaba reconectarme con ese niño de seis años que llevo dentro y, como prioridad, volver a hacerlo feliz.

Me pregunté: ¿quién soy? ¿Por qué estoy aquí? ¿Cuál es mi misión en la vida? Mis recuerdos más felices siempre han sido los de mi niñez. El tiempo que pasaba con papi. Ir a tomar café con mis abuelitos en las tardes. Estar con mi abuelita en su sala mientras trabajaba en alguno de sus proyectos. Escuchar música con mi madre. Pensando en esos momentos tan sencillos y tan felices, me di cuenta de que lo que necesitaba era volver al principio. Necesitaba ser un niño de nuevo.

De repente me volví un poco malcriado. Me despertaba a las cuatro de la tarde y me dormía al amanecer. Me comportaba como un rebelde. Si no quería hacer algo, no lo hacía. Si no quería salir, no salía. Vivía día a día. No creo que estuviera deprimido, era más bien que me estaba protegiendo. Estaba estableciendo mis límites y tratando de ver qué era lo que le faltaba a ese niño.

Empecé a practicar mucho las artes marciales y durante alrededor de seis meses me volví medio obsesivo: desayunaba, almorzaba y comía capoeira, el arte marcial originado en Brasil. El estilo combina elementos de música, juego, lucha y baile. Era como estar jugando con un grupo de niños. Iba a una academia de capoeira donde practicaba gente entre los dieciocho hasta los cuarenta años. Pero cuando estábamos entrenando, todos nos convertíamos en niños.

También me dediqué un tiempo a viajar. Con unos amigos atravesé los Estados Unidos en una autocaravana. Por supuesto que hubiese podido hacer el viaje en un autobús de lujo, hasta con un chofer y todo lo imaginable. Pero yo dije: «No quiero eso. Primero, quiero manejar. Y no quiero tener nada que me recuerde mi vida artística.» Si me buscaba un bus grande y suntuoso, me recordaría el trabajo y las giras de concierto en concierto.

De hecho, yo lo que más quería era sencillez. Cuando parábamos, no era para buscar un hotel de lujo, sino un camping, y ahí nos estacionábamos hasta que era hora de volver a emprender el camino. Nos turnábamos para conducir. Una vez estábamos pasando por una ciudad pequeña en Texas e iba conduciendo yo. Aparentemente me había pasado del límite de velocidad y me detuvo un policía.

—¿Iba a exceso de velocidad? —le pregunté—. ¿En esta cosa tan enorme?

—Pues sí —me respondió el policía—. Ibas a treinta y cinco millas por hora en una zona de treinta.

Le di mi licencia de conducir y, cuando la miró, no lo podía creer.

—¡Eh! —me dijo—. ¿Ricky Martin? ¿Aquí?

—Sí —le respondí aguantando la risa.

—¿Pero qué hace Ricky Martin en este pueblito?

Hablamos un rato, le conté de mis vacaciones y luego le pedí que me indicara cómo llegar a un motel. Más tarde me tuve que reír porque me imaginé que cuando él se lo contó a su familia y a sus amigos en la estación de policía, nadie se lo debe haber creído.

Y así fue el viaje. De pueblo en pueblo, sin lujos, ni fanfarrería. Me fui con un grupo de amistades y en el camino me encontraba con otras amistades en las ciudades por las que íbamos pasando.

Pasé por el Gran Cañón, Las Vegas, Vail, Aspen, el desierto de Mojave. Iba adonde quería y hacía lo que quería, sin muchos planes. Lo disfruté muchísimo.

Por primera vez en mucho tiempo me sentí libre, poderoso, capaz de hacer lo que quisiera hacer, sin importar lo que dijeran o pensaran los demás de mí. Llevaba tanto tiempo pensando solamente en el trabajo, lo que se exigía de mí, lo que debía hacer todos los días, que se me había olvidado lo que era despertarse un día sin un plan fijo en mente.

También fui a Asia un par de veces. Fui a la India en un viaje que me cambiaría la vida. Volví. Me pasé un tiempo en Nueva York y luego me fui a Brasil a buscar nuevos sonidos. Me fui a Egipto con unas amistades, tratando siempre de mantenerme incógnito. Me ponía una gorra y al llegar al hotel, uno de mis amigos se encargaba de registrarnos y yo me iba a mi cuarto. Todos los días salía y la gente en la calle me miraba como pensando: «¿Será él? No. No puede ser… Pero mira que se parece».

Un día en Egipto, contratamos una guía para que nos llevara a los sitios turísticos e históricos y nos explicara qué era lo que estábamos viendo. Ella me miraba de lado mientras íbamos caminando, pero durante toda la visita no se atrevió a decir nada. Al final de la tarde no aguantó más y me preguntó:

—Con permiso, señor, ¿usted no es Ricky Martin?

Hoy soy Kiki, mucho gusto.

Las cosas estaban cambiando. Ahora sentía la necesidad de dedicarle todo el tiempo posible a ese niño interior. Sentía que tenía que desaparecer por un tiempo e ir bien profundo en mi interior para poder conectarme con mis sensaciones más reales, mi naturaleza más profunda. Tuve algunos amores y desamores, y me permití vivir esas relaciones plenamente. Con más tranquilidad y menos miedo, con menos culpabilidad y más aceptación. Aprendí a quererme de nuevo y a ser el chico espontáneo y alegre que siempre fue Kiki.

En aquella época también empecé a grabar un disco, pero sin apuro. Estaba gozando lo que es hacer música y cantar, sin tener que pensar en la disquera o en el hecho que a fin de cuentas se trata de un negocio. Pude trabajar con absoluta libertad y creatividad, y volví a descubrir el placer de hacer música, realmente hacerla. Gocé cada instante pues eso de hacer un disco sin itinerarios, de tener el lujo de hacer música con calma, eso yo no lo conocía.

LA ALEGRÍA DEL SILENCIO

LO PRIMERO QUE hice cuando volví al trabajo fue grabar un disco en inglés, el que le seguiría a Sound Loaded. Pero se demoró una eternidad. Entonces, cuando iba a mitad de camino, dejé de grabar en inglés y empecé a grabar en español. De ahí salió el álbum Almas del silencio, con la canción «Asignatura pendiente». Yo creo que ese disco, y más que nada esa canción, son dedicadas a ese niño interior. La experiencia de hacer un disco sin presión, de hacer el disco que yo quería hacer y no el que quería la disquera, eso fue un regalo para el niño Kiki. «Asignatura pendiente», la canción que Arjona escribió para mí, justamente le rinde homenaje. Esa canción viene de todo lo vivido en esos meses.

Para Almas del silencio no hicimos gira, lo cual fue algo exótico para mí. En cambio, me fui a Europa, Asia, Australia y a todo Latinoamérica con mi disco en español haciendo más que nada promoción por aquí y por allá; lo hice todo a mi manera y sin presiones. El disco terminó vendiendo 1,7 millones de ejemplares sólo en los Estados Unidos y recibió discos de platino en España, Argentina y Estados Unidos. Claro, no se comparaba con el éxito de «Livin' la vida loca», pero yo me sentí satisfecho porque fue un disco que hice con tiempo y a mi manera, y para ser un disco en español esas cifras no estaban nada mal. Después regresé al estudio para seguir grabando el disco en inglés que había dejado a medias. Es que había aprendido mi lección: más nunca me iba a ir de gira mientras estuviera grabando un nuevo disco. Es una locura absoluta e innecesaria, y más nunca pienso hacerlo en el tiempo que me queda de vida.

El disco en inglés se llamó Life, y terminó saliendo en 2005. Aunque sin duda es un disco interesante, que tiene muchas influencias y sonidos, debo admitir que no es mi disco favorito. Yo quería hacer un disco introspectivo, contemplativo y de muchas facetas, tal como es la vida. Quería conectarme con mis emociones. Creo que lo logré, hasta cierto punto. Pero ese disco terminó siendo influenciado por muchos sonidos de diferentes culturas, y hubo críticas que decían que aunque por separado cada canción estaba muy bien lograda, en realidad no había ninguna lógica entre canción y canción.

Mi respuesta siempre fue: «Pero es que así es la vida», ya que en general, cada época o cada etapa de la vida es diferente. En ese sentido yo no soy el mismo de hace una hora, ni el mismo que era ayer o esta mañana. Y eso es justamente lo que hace que la vida sea interesante. Pero con todo y eso, sé reconocer que los críticos tenían razón; no había uniformidad en esa producción, y en gran parte se lo atribuyo al hecho que lanzamos el disco cinco años después de haber comenzado a grabarlo. Si empiezas a trabajar hoy te darás cuenta que dentro de cinco años te han pasado muchas cosas, con tus emociones y experiencias vividas; ni hablar de los tecnicismos musicales. Aparece una nueva tecnología musical, puede ser la computadora o un cambio en la manufactura de un instrumento, que cambia las posibilidades, y eso crea toda una serie de nuevos sonidos y nuevas influencias. Y todo eso afecta al producto final.

De todas maneras, salió un disco de gran calidad. Cuando me pongo a pensar por qué me demoré tanto en grabarlo, creo que fue porque me estaba escondiendo. De alguna manera, pienso que todavía estaba un poco herido por lo que había pasado con «Livin' la vida loca», el agotamiento que llegué a sentir, la intensidad de la experiencia. Era un poco como cuando uno tiene el corazón partido después de estar locamente enamorado. A mí todavía me encantaba el escenario y la manera en que me sentía cuando me paraba frente al público, pero en el fondo temía que me volviera a suceder lo que me había pasado antes. Quería estar ahí, pero no quería estar.

Me tomó un tiempo volver a estar listo para enfrentar el mundo. Pero ese tiempo que pasé fuera de la mira del público fue una de las épocas más importantes de mi vida. Aprendí la humildad: por mucho tiempo me vi a mí mismo como un superhombre que nada lo limita. Aprendí cuáles eran mis límites y, más importante aún, aprendí a ponerle límites a los demás. Ya no podía hacer TODO lo que se me pedía, ya no podía estar en todo momento en todos lados. Es más, ni siquiera quería. Reaprendí a amar mi vida y sobre todo me reconecté con el Kiki de mi infancia. Me di cuenta de que todo lo que había vivido en los últimos años había sido un sueño —un sueño sin duda maravilloso, lleno de todas las cosas que siempre había anhelado—, pero en el camino me había olvidado de ser quien soy.

Aprendí que para ser el maestro de mi propia vida tendría que tratarla con respeto y responsabilidad. Necesitaba ser el que decidiera qué es lo mejor para mí: necesitaba buscar lo que necesitaba, cuando lo necesitaba, y no dejar que nadie más dictara lo que debo o no debo hacer. Hasta el día de hoy, éste es un propósito que mantengo fuertemente anclado en mis principios: si yo no defiendo mi templo e impido que las demás personas me lo invadan, ¿entonces quién lo va a hacer?

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