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Dos

De casa de la Cleona voy a los billares, donde tengo que encontrarme con el Amarillo y el Tito. Al Amarillo lo llamamos Amarillo porque tiene la piel clara y el pelo medio pelirrojo, así. Las chicas siempre le montan numeritos por el pelo, pero el Amarillo es legal. Es mi colega, el Amarillo, y el Tito también. Al Tito lo llamamos Tito porque siempre quiere cantar pero no puede. Igual que el de los Jackson Five, el del afro gigante. Veo al Tito en la calle fumándose un pitillo.

—Eh —le digo.

—¿Qué pasa? —dice el Tito.

—¿Qué haces aquí? —pregunto.

—El Gordo ha dicho que tenemos que fumar fuera. Nada de humo dentro —dice.

—Los billares son suyos. Es un tío legal, el Gordo —digo.

El Tito tira el Kool al suelo y lo pisa. Luego entramos. La sala se ve tan oscura como siempre, y el Gordo está sentado en su taburete, detrás de la barra. Me saluda con la cabeza y yo le devuelvo el saludo.

—Aquí —grita el Amarillo desde la mesa más apartada. Está jugando con un negro alto, todo elegante, él, con sombrero. Hay otro negro de pie, mirando y limándose las uñas.

—¿Qué pasa? —le digo al Amarillo.

—Aquí, dándole una paliza a éste, es lo que pasa —dice el Amarillo.

—Todavía no hemos terminado, pollo —dice el negro, todo suave él, tranquilo.

—Pues a mí me parece que sí.

El Amarillo se parte de risa.

—¿Apostamos? —pregunta el Señor Suave.

El Amarillo duda. No lleva pasta, lo noto.

El Señor Suave está sacando billetes.

—¿Veinte? ¿Qué te parece?

—Paso de apostar, tío.

—Tú estabas seguro de que ibas a ganar, ¿no? ¿O es que eres un cagado?

El Señor Suave mira al hijoputa de la lima. Se echan a reír.

—El negro te ha llamado cagado —le susurra el Tito al Amarillo.

—No llevo pasta —le susurra el Amarillo al Tito.

—Pero ¿no ibas a darle una paliza fijo? —pregunta el Tito.

El Amarillo asiente en silencio. Bueno, más o menos.

—Llevo diez —dice el Tito, y luego me mira.

—Mierda —digo—. Joder, Amarillo, más te vale darle una paliza.

Le doy mis diez dólares y miro la mesa.

—Vale —le dice el Amarillo al Señor Suave.

—Muy bien.

El Amarillo tira y falla.

—Tranquilos, éste no llega a la seis ni de peligro —nos dice.

Miro a la mesa y veo la nuebe encajada entre la seis y la blanca, y me parece que tiene razón.

—Tú, sí, el que lleva un palo en el culo, no lo conseguirás —le digo al Señor Suave.

—Para ser tan jovencito dices muchas gilipolleces —me dice.

—El negro te ha llamado jovencito —dice el Tito.

—Está cabreado porque me he tirado a su madre —digo.

—Yo a tu madre ni la miro, con lo gorda y fea que es —dice.

—Que te den porculo —digo.

Entonces el negro todo elegante se echa a reír y, de un golpe, levanta la bola blanca. Y la blanca pasa por encima de la nueve y choca contra la seis, que termina en la tronera. Luego rodea la mesa hasta alcanzar el dinero. Miro al Tito y me acuerdo de mis diez dólares y me puteo.

—Tú eres un estafador —le digo.

—Y tú eres el estafado.

Se ríe, y el de la lima también se ríe.

—No vas a llevarte el dinero, mandinga —le digo.

—Que se lo quede —dice el Amarillo.

—No, hermano —digo.

—Escucha a tu amigo —dice el Señor Suave.

—Yo no escucho una mierda —digo yo.

—Entonces escucha esto —dice el Señor Suave, y se saca uno del 38 del bolsillo y me apunta a la puta cara—. ¿Quieres que te dé un poco?

Doy un paso atrás.

—Puedes coger el dinero, hermano —dice el Tito.

—Eso es algo que nunca he puesto en duda, jovencito —dice el Señor Suave, y él y su colega salen a la calle tan tranquilos.

El Gordo nos llama con su voz ronca.

—¿Todo bien por ahí?

—Sí, todo bien —responde el Tito a gritos.

Y suspira.

—Mierda, tío. —Le pega un puñetazo en el hombro al Amarillo—. Me has costado diez pavos.

Miro hacia la puerta y luego al Tito y al Amarillo.

—Tengo que pillar una pipa.

—¿Y qué vas a hacer tú con una pipa? —pregunta el Tito.

—Lo primero que haré será robar al coreano hijoputa del centro comercial.

—¿Y a ti qué te ha hecho? —dice el Tito.

—No me gusta cómo me mira cuando entro, el cabrón. Como si fuera a robarle.

—Es que vas a robarle —dice el Amarillo.

El Tito se echa a reír.

—¿Y? —digo yo—. Eso no le da derecho a mirarme así.

—Tú estás loco, negro —dice el Amarillo.

—Para sobrevivir hay que estar loco —digo.

—¿Tú te crees que estás en una puta película, hermano? —dice el Tito.

Se saca un Snickers del bolsillo y se pone a rasgar el papel.

—Dame un poco —dice el Amarillo.

—¿Veis? —digo—. Os portáis como críos de diez años, o de once. Hablando de chucherías y todo el rollo. Podríamos pillar dinero de verdad.

—Y que nos peguen un tiro —dice el Amarillo.

—Cagado —le digo.

—Sí, claro, y tu madre está tan gorda que tiene un código postal para ella sola —dice el Amarillo.

—Pues tu madre trabaja matando cucarachas, y no necesita ni espray ni nada, con el aliento le basta.

—Tu madre se parece a Edgar J. Hoover —dice el Amarillo.

—¿Y cómo es Edgar J. Hoover? —pregunto.

—Como tu madre —dice el Amarillo.

—Que te den porculo —digo yo.

—Que te den porculo —dice él.

—Que te den porculo —digo yo.

—Que te den porculo —dice él.

—Que te den porculo —digo yo.

—Que te den porculo —dice él.

—Que te den porculo —digo yo.

—Que te den porculo —dice él.

—Que te den porculo —digo yo.

—Que te den porculo —dice él.

—Que te den porculo —digo yo.

—Que te den porculo —dice él.

—Que te den porculo —digo yo.

—Que te den porculo —dice él.

—Tú no vales una mierda —digo yo.

—Pues tú lo que eres es un mierda —dice el Amarillo.

—El negro te ha llamado mierda.

El Tito se ríe.

—Cagado —le digo.

Estoy a punto de pegarle.

—¿De dónde vas a sacar una pipa? —pregunta el Tito—. Quieres una pipa para conseguir pasta. Necesitas pasta para la pipa. El negrito está en un círculo vicioso muy malo.

Me olvido del Amarillo y miro al Tito.

—Voy a pillar pasta para pillarme una pipa, ¿vale? —digo. Cojo un taco y golpeo la mesa. Puede que con esto ponga nervioso al Amarillo—. ¿Tienes algún problema, negro?

—Yo no tengo ningún problema —dice—. El que tiene un problema eres tú.

Me acerco a él.

—Pensaba que éramos colegas —le digo—. ¿Y ahora, qué, por qué estás todo cagado?

—Somos colegas —dice.

Me pongo chulo, lo miro con la cabeza ladeada y noto que suda y que mira al Tito pidiendo ayuda.

—¿A ése por qué lo miras? —digo.

—Venga, Go —dice—. Cálmate, ¿vale?

Sonrío y doy un paso atrás.

—Sí, nos calmamos todos —digo—. Nos calmamos y tú me acompañas a mi recado.

—¿Qué?

—Tú —le digo—. Tú te vienes conmigo a pegarle el palo al coreano hijoputa. La pipa la pillo yo. Me saco la pipa y todo el rollo, ¿sabes?, como ese negro todo suave de los billares. —Meneo la cabeza y luego miro al Amarillo—. Creía que habías dicho que ibas a darle una paliza al negro. —Luego sonrío y el Amarillo se relaja—. No pasa nada, Amarillo. Tranquilo.

Más tarde, yo y el Tito nos fumamos un canuto apoyados en el muro del callejón.

—¿De dónde has sacado esta mierda? —le pregunto.

—La ha pillado mi hermano —dice el Tito—. Mierda de la buena. —Me mira y me pasa el petardo—. Deja que te haga una pregunta. ¿Por qué te has pasado tanto con el Amarillo?

—Si no ha sido nada, joder.

—Le has pegado un buen meneo —dice el Tito.

—Entonces es que tenían que pegárselo —digo—. A veces tiene cosas de marica. ¿Crees que es marica?

—No, tío, no es marica.

Le pega una calada bien grande al canuto y me lo devuelve. Un par de tíos pasan por el callejón y yo los miro.

—¿Cuánto crees que me costará la pipa? —pregunto.

—Joder, no sé. ¿Tú qué quieres?

—Una del nueve —digo.

—No sé, unos cien pavos, puede. No sé —dice.

—¿Tu hermano me pasaría una pipa? —le pregunto.

El Tito se encoge de hombros.

—Pregúntaselo.

—Se lo preguntaré —dice.

—Quiero saber cuánto cuesta.

—Se lo preguntaré —dice otra vez.

De camino a casa paro y me quedo mirando un Mustang descapotable rojo guapísimo. Está en el parking de la tienda de Ralph. Es de puta madre, y luego veo a una hermana guapísima que sale de la tienda y le da al bipbip para desconectar la alarma y pienso: «Maldita sea, qué buena está la zorra». Enreda con las llaves para entrar y yo doy un rodeo para verle la cara con todo el maquillaje. Entonces me ve y el brazo se le dispara como si fuera una serpiente y de repente en la mano lleva un espray antiviolación y me apunta con él. Doy un salto atrás.

—Relájate, muñeca —le digo.

—No soy tu muñeca —me dice.

—No hace falta que te pongas chula solo porque un negro quiere echarte una mirada.

—Ya has visto suficiente. Ahora haz el favor de circular —dice.

Miro a la zorra.

—¿Haz el favor de circular? ¿De dónde sales tú, tía? ¿De la universidad o qué? No eres mejor que yo.

—Muy bien —dice, y abre la puerta del coche—. Aparta.

Me echo para atrás.

—Vale —digo.

Miro cómo se larga en ese coche tan guapo y pienso: Que te den porculo, zorra.

Estoy tan puteado que me pondría a gritar. El mundo grita. Pues yo también.

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