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Estaba sentado en el despacho, reflexionando sobre el concepto de espectador y sobre su relación con la salud del arte, y entonces miré hacia la caja gris. La caja cuyo contenido mi padre había considerado tan privado que le pidió a mi madre que lo quemara. Aunque también era la caja cuyo contenido debió de ser tan importante para él que en todos los años que había tenido para quemarlo no había sido capaz de hacerlo. Los papeles personales de mi padre. Por alguna razón, nunca llegué a imaginarme que pudiera contener otra cosa que escrituras, contratos y documentos legales, pero yo sabía que los papeles de la caja no eran de ese tipo.

—¿Papá?

Yo tenía diez años. Era una fría noche de vísperas de Navidad. Había entrado en el despacho de mi padre.

—¿Sí, Monk? —Sentado en su silla giratoria, la silla en la que me había pedido que no girara «como una peonza», se dio la vuelta para mirarme—. Es tarde.

—Perdón.

—No digas perdón, di discúlpame.

—Discúlpame.

—¿Que te disculpe por qué?

—Por haber llegado tan tarde.

—Pero la hora tú no puedes cambiarla.

Entonces me di cuenta de que estaba bromeando y me eché a reír.

—¿De qué se trata, Monk?

—Tengo una pregunta. Si alguien te cuenta algo y te dice que es un secreto, ¿tú puedes contarlo?

—Sí que puedes, aunque supongo que lo que tú quieres saber es si debes. —Volvió la cabeza y miró fugazmente por la ventana—. No, no deberías traicionar una confidencia.

—Pero y si…

Me interrumpió.

—Nunca traiciones una confidencia. —Cuando traté de hablar otra vez me dijo—: Ya veo que estás preocupado, pero también veo que no tardarás en contarme el secreto que guardas. Si no quieres guardar secretos, no los aceptes.

—Vale.

Salí del despacho.

—¿Monk? —Cuando me volví, me preguntó sin mirarme—: ¿Esto tiene algo que ver con Bill?

—No, papá —respondí.

Yo decía la verdad, pero también me daba cuenta de que la única respuesta a esa pregunta era «no». Al cabo de muchos años me preguntaría si no habría influido sin proponérmelo en la percepción que tenía mi padre de mi hermano mayor.

La caja no era grande ni muy profunda, y tampoco estaba muy llena, pero dentro había esto:

2 de febrero

Dr. Benjamin Ellison

1329 T Street NW

Washington, D.C., EE. UU.

Querido Benjamin:

No sabría cómo expresar mi sorpresa y, por supuesto, mi emoción al descubrir esta mañana en el buzón tu carta, por breve que fuera. Cuando me dijiste que me escribirías tuve mis dudas. No dudaba de la sinceridad de tus sentimientos, sino de que, inmerso en tus vidas, la profesional y la familiar, pudieras encontrar tiempo.

Acabo de volver de Southampton. Mi madre está muy enferma. Según parece, ha sufrido un ataque de apoplejía. Los médicos dicen que el ataque ha sido leve y que, si llegan a apreciarse secuelas físicas, serán muy menores. Lo que yo advierto es que parece muy alterada, aun en detalles sutiles. Quizá no se trate más que de la edad. Está menos despierta, naturalmente, aunque eso es algo que, por fuerza, nos sucederá a todos.

¿Cuánto hace, querido? ¿Seis meses desde que nos dijimos adiós? Espero que a tu regreso encontraras a tu familia bien y en plena forma. Vuelvo a repetir, para tranquilizarte, que no le guardo rencor a tu mujer. Si te tiene a ti es que debe de ser una mujer maravillosa. ¿Y tu niño y tu niña? ¿Están grandes y bravucones?

Tengo buenas noticias. En septiembre viajaré a Estados Unidos. Pasaré una semana de vacaciones con mi hermana y su marido en Nueva York. ¿No sería maravilloso que pudiéramos, no sé cómo, arreglárnoslas para vernos? Soy una soñadora, ya lo sé.

Bueno, querido, ahora debo despedirme. Es tarde, y, con franqueza, pensar en ti me resulta un ejercicio agridulce. Recuerda que te amo.

Tuya siempre,

FIONA

25 de febrero

Querido Benjamin:

Lluvia. Lluvia. Lluvia. Como esto es todo lo que nuestros cielos pueden ofrecer, la visión de tu carta fue un pedacito de sol. La abrí, por supuesto, y descubrí que estás esperando tu tercer hijo. Me alegro por ti, claro, pero el golpe ha sido considerable.

Mi madre vuelve a estar en el hospital. No he podido desplazarme para ir a verla por culpa de mi nuevo trabajo. Al final, vuelvo a hacer de enfermera. Debí de idealizar el tiempo que pasamos en Corea, porque ahora el trabajo parece un trabajo de verdad. He estado reflexionando acerca de mi propuesta de que nos veamos en Nueva York. De todos modos, estoy segura de que, con tus obligaciones familiares, estarás demasiado ocupado. No soy capaz de pensar en el asunto, me resulta demasiado doloroso.

Quiero que sepas que te quiero mucho y que te echo de menos, pero me temo que no seré capaz de continuar nuestra correspondencia.

Te querré siempre,

FIONA

20 de abril

Queridísimo Ben:

Ya han pasado un par de semanas sin que haya recibido carta tuya. Espero que todo vaya bien. Con cada carta que echo al buzón me asalta el temor de que padezcas la gripe o un resfriado y otro miembro de tu familia recoja el correo en tu consulta. La idea de ponerte en una situación comprometida o de causarte problemas me aterra.

Siento decir que mi madre está peor. Ha sufrido una serie de apoplejías leves y ahora ya no parece la misma. Estoy convencida de que no me reconoce. Ahora, al escribirte, tengo la impresión de poder distanciarme del dolor, y te lo agradezco. Mi hermano, que es el que se ha ocupado de casi todo lo relacionado con mamá, está exhausto. Está sudando tinta, y yo tengo la sensación de no haber hecho gran cosa por ayudarle. Cuánto me gustaría que conocieras a Bobby, a quien afectuosamente llamamos Booby. Tiene un corazón admirable. Me ha animado a viajar a Estados Unidos en otoño. Me parece que cree que para entonces mamá ya estará muerta. Cuando pienso en su muerte lloro mucho, y luego vuelvo a llorar porque me siento culpable por pensar que, para ella, tal vez la muerte sería lo mejor.

Ya llevo demasiado tiempo hablando de mí misma. Espero que tu familia y tú estéis bien. Anoche, no sé si en pensamientos o en un sueño, vi cómo nos veíamos a escondidas en Seúl. Era entonces y solo entonces, mientras nos escabullíamos o mientras alguien nos miraba mal, cuando pensaba en lo que nos distinguía.

De todos modos, te amo.

Tuya, siempre,

FIONA

Un libro minúsculo encuadernado en piel, Silas Marner, de George Eliot. Un libro que no esperaba encontrar. Sin embargo, prensada entre sus páginas, había una florecita blanca y rosa. Las páginas entre las que la florecita estaba prensada no parecían encerrar ningún significado ni guardar relación con nada.

Tres cartas más cuyo contenido no difería del de las anteriores; la única variación: la madre había muerto.

Un billete de tren de ida y vuelta de Washington a la estación Pennsylvania fechado el 15 de septiembre de 1955.

Una factura del hotel Algonquin que detallaba una estancia de dos noches y tres visitas del servicio de habitaciones.

Una carterita de cerillas del club Vanguard.

18 de septiembre

Queridísimo Benjamin:

Nunca creí que pudiera volver a verte. ¿Quién habría adivinado cuán maravillosamente emocionante iba a resultar tal imposibilidad? ¿Parezco demasiado exaltada? Bueno, quizá lo esté. Verte fue tan maravilloso, querido. Si pudiera estar de nuevo entre tus brazos, la vida me parecería demasiado.

Siento mucho la reacción de mi cuñado. No tenía idea —cómo iba a tenerla— de lo intolerante que es, pero se diría que en tu país los intolerantes no escasean. Me había engañado pensando que las miradas y los comentarios, disimulados o no, eran el dominio de los terribles soldados de tiempos de guerra, el territorio de los ignorantes, pero estaba equivocada. Me cuesta imaginar lo horrible que puede resultar para ti el día a día.

Por las mañanas todavía puedo ver con claridad tu sonrisa.

Y tus manos oscuras sobre mis pechos casi traslúcidos. No reírte de ellos fue muy amable por tu parte. El contraste es llamativo y magnífico. Me gustó tanto estar contigo, mi bellísimo amante. De noche, piensa en mí, por favor.

Con mi amor imperecedero,

FIONA

1 de octubre

Queridísimo Benjamin:

Cuando llegué a casa encontré tu postal. Desgraciadamente, también me enteré por mi hermano de que mi madre había muerto. ¿Por qué será que saber lo que nos espera nunca mitiga la angustia? Pero, en el fondo, siento que mi pena es artificial, que estoy convencida de que su muerte es lo más conveniente, sobre todo para ella. Pensar tales cosas es normal, me imagino, pero expresarlas abiertamente resulta difícil. Supongo que ésta es una prueba más de la intimidad que comparto contigo.

El tiempo apremia. Te extraño y te amo.

Eternamente tuya,

FIONA

12 de noviembre

Querido Ben:

Nunca sabrás cuánto significas para mí. Siento no haberte escrito durante una temporada. Y aunque resulte extraño, te agradezco que tú tampoco me hayas escrito a mí. Lo que tengo que decirte es maravilloso y, a la vez, muy preocupante. Ben, querido, estoy embarazada. No quiero nada de ti, y quiero que sepas que no tengo intención de complicarte la vida. Voy a cambiar de casa y no me reenviarán el correo. Que éste sea nuestro último mensaje, por favor. Te amo demasiado para herir a la familia que tanto quieres. Y tampoco quiero herirte a ti, aunque sé que esto te hiere. No me escribas, por tanto, pues tu carta podría llegarle a otra persona.

Te querré siempre,

FIONA

Una postal enviada desde Chicago y fechada el 2 de julio de 1956.

Es una niña. Se llama Gretchen.

[sin firma]

Querida Gretchen:

Tu madre es una mujer buena y dulce a la que quiero, pero al salir de mi vida llevándote a ti con ella cometió un error. Debes saber que si lo hizo fue porque creía que se trataba de una actuación moralmente correcta. Tiene una fuerza que yo apenas llego a vislumbrar.

Quiero que recibas esta carta, pero no sé dónde estás. La hermana de tu madre, que vive en Nueva York, no me coge el teléfono, así que con su ayuda no puedo contar. El matasellos de la postal que me informaba de tu nacimiento era de Chicago, si bien eso no me dice nada.

Estés donde estés, te quiero y me gustaría poder ser un padre para ti. Tienes dos hermanos y una hermana. Aunque no saben nada de ti, me atrevería a decir que los querrías. Son buena gente. Tu madre es tan buena que a ti no te queda más remedio que serlo también. Me gustaría oír tu voz, ver tu cara, una fotografía, un boceto. Espero que tengas los ojos de tu madre. Cuánto me gustan esos ojos.

Supongo que podría avergonzarme de la relación entre tu madre y yo, pero no me avergüenzo. No haber podido estar con ella me duele, me duele que todo fuera tan secreto y que, por tanto, esa posibilidad quedara descartada. Estaba casado y tenía dos hijos cuando la conocí. A decir verdad, tendría que haberme quedado con ella, pero no lo hice. Y como no lo hice, tengo a un hermano tuyo que casi tiene tu edad, mi hijo Thelonious. Me arriesgaría a decir que, de los tres, es al que más quiero.

Me gustaría tener un lugar al que enviar esta carta. Para que supieras cuánto te quiere tu padre, cuánto te echa de menos y cuánto siente no saber si eres diestra o zurda, de qué color tienes el pelo o si podrás perdonarlo.

La carta no estaba firmada. Eso era todo lo que había en la caja. Había leído una voz de mi padre que nunca le había oído en vida, una voz tierna, una voz sincera. No podía imaginar al hombre que había escapado a Nueva York para tener una aventura. Yo sabía que mi madre había leído las cartas, pero no sabía cuándo; lo que sabía era que había querido que yo las leyera. Es curioso, pero con el descubrimiento de esa aventura, el interés y la compasión que mi padre me despertaba crecieron. Aunque pensaba en mi madre y en lo que debió de sentir, y aunque su dolor me preocupaba, no lograba enfadarme con mi padre.

Tenía otra hermana.

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