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Seguir con la farsa de que aquéllas iban a ser las últimas vacaciones de mamá, unas vacaciones que para ella significarían mucho, ya no tenía sentido. A la mañana siguiente volvió a escabullirse por la verja y se las ingenió para perderse en la calle de arriba. Lorraine estaba preocupada, pero también experimentaba otra sensación, la consumía algo que nunca había vivido, que yo supiera: una relación amorosa con un hombre. Parecía sentirse un poco culpable por su felicidad recién estrenada, porque con mamá estaba simpatiquísima y a mí me sonreía más de lo normal. Marilyn se mostraba muy comprensiva, como era de prever, y me dejaba estar a mi aire, lo que también era de prever. Una noche acosté a mamá temprano después de atiborrarla de sedantes (la mitad habría bastado para dejarme fuera de combate) y fui andando hasta la casa de Marilyn. Un hombre abrió la puerta, y detrás de él vi la cara de Marilyn.

—Siento interrumpir —dije.

—Monk. —Por cómo lo dijo, mi interrupción quedaba confirmada—. Entra. Quiero presentarte a Clevon.

Clevon agarró por el pulgar la mano que le tendí y me dio un apretón que ya me habían dado antes pero que, de todos modos, siempre me pillaba por sorpresa.

—¿Qué pasa, hermano? —dijo.

Me puse a pensar a la desesperada. ¿Cuál era la respuesta adecuada a «qué pasa»? ¿Debía contestar «no pasa nada», dando a entender que no tenía razón alguna para estar ahí? No podía contestar «pasan varias cosas», porque entonces me vería obligado a decir qué cosas pasaban. Así que me decidí por «no gran cosa», lo que, en cierto modo, me pareció adecuado, aunque quizás, implícitamente, un poco insultante para Marilyn.

—Vivo más arriba —dije.

—Muy bien —contestó Clevon, y con un andar elegante y relajado se acercó al sofá, donde se puso a mirar los discos compactos que formaban una pila.

—No sabía que estabas acompañada —le dije a Marilyn.

—No pasa nada. ¿Quieres beber algo?

—En realidad, creo que Lorraine va a salir. Tendría que volver a casa con mamá.

Fue decir ese «volver a casa con mamá», con Clevon delante, y querer morir. Me pareció regresar a la adolescencia. Cuando me hubiera ido, ¿se echaría a reír y le preguntaría a Marilyn qué clase de nombre era Monk?

Marilyn salió al porche conmigo. Se disculpó y luego me dijo en voz baja:

—Salía con Clevon.

—¿Ya no sales con él?

—Estamos dejándolo, más o menos.

—Eso puede ser duro —le dije—. Nos vemos mañana, ¿vale?

—Vale.

No se inclinó hacia delante para proponer un beso y yo, respetuoso, seguí su ejemplo. Bajé las escaleras del porche y me alejé. Cuando me llamó, me volví.

—Mañana —dijo.

Asentí con la cabeza.

Columbia, Maryland, fue un famoso modelo de planificación urbana hasta que su población sobrepasó lo planificado. Entonces la ciudad se convirtió en una más, y el plan urbano jugó en su contra. El hospital, que recibía el compasivo nombre de «casa de convalecencia», quedaba a las afueras de Columbia. El personal no iba con el típico uniforme azul, blanco o verde de hospital, sino que llevaba uniformes y vestidos estampados.

Y todos se veían irritantemente jóvenes y en forma. No dejaban de sonreír mientras se inclinaban sobre pacientes babeantes y conversaban con caras que les devolvían miradas vacías. Al pensar en que mi madre sería uno de esos pacientes, en que cuando viniéramos para internarla estaría lúcida, me sentí profundamente triste.

—En el centro siempre hay un médico, por lo menos —me dijo la rubia guapa del traje chaqueta color caqui—. Tenemos siete zonas de ocio, y en todas pasamos películas antiguas y modernas. La comida es extraordinaria, lo animo a que la pruebe. Le costará trabajo creer que es comida de hospital.

—¿Tienen una biblioteca decente?

—En las zonas de ocio hay estanterías con libros.

—¿Libros buenos?

—De misterio. De todo tipo.

La señora Tollison, así se llamaba esa mujer, había advertido mi preocupación, pero no sabía a qué atribuirla.

—La mayoría de nuestros huéspedes están tan mal de la vista que tienen dificultades para leer, y eso en el mejor de los casos.

Conduje de vuelta a casa sabedor de que había visto el que sería el próximo hogar de mi madre y también el último, pero también sabía que todavía no podía internarla. Necesitaba que sufriera otro ataque, eso me daría el empujón que necesitaba.

Hay tantos tipos de martillos como de sierras. Un pulgar donde no toca no notará la diferencia.

—Bill, esta mañana fui a ver un lugar para mamá.

Por la ventana veía la cabeza de Lorraine y la de mamá, que estaban de espaldas, sentadas en el porche.

—Creo que es lo mejor —dijo Bill.

Me enfurecí de inmediato. A pesar de que era un tipo correcto, a pesar de que era médico, a pesar de que era el hijo de esa mujer, no tenía derecho a dar su opinión.

—Me alegro de que estés de acuerdo —le dije.

Tras una pausa breve pero elocuente, anunció:

—Enviaré lo que pueda.

En su honor, debo decir que no me interrogó acerca de si ése era el hospital más indicado ni me soltó un sermón sobre lo que el centro debería ofrecer.

—Ya puedo ver a los niños un fin de semana al mes.

En sus palabras resonaba lo injusto de su situación; todos mis esfuerzos por enfadarme con Bill por su ausencia se convirtieron en lástima.

—¿Están bien? —le pregunté.

—Creo que sí. La única condición es que Rob no esté en casa durante las visitas.

—Qué horror.

—Bueno, esto es Arizona.

—Puede que éste no sea el momento de sacar el tema. En realidad, el momento para sacar el tema no existe, pero lo sacaré de todos modos.

Mamá y Lorraine parecían firmemente ancladas en el porche.

—Tenemos otra hermana.

Ese silencio de Bill era predecible; si nos ateníamos a las reglas, todavía no le tocaba hablar a él.

—Papá tuvo una aventura cuando estaba en el ejército y tenemos una hermana, según parece.

—¿Te lo contó mamá?

—No exactamente. Me dejó que lo descubriera en los papeles de papá.

—Esto es algo a lo que ahora mismo no puedo enfrentarme.

—¿A qué tienes que enfrentarte? Se llama Gretchen, el apellido no lo sé. Su madre era enfermera británica en Corea y su apellido tampoco lo sé.

—Típico de papá, soltárnoslo así.

Me eché a reír.

—¿De qué estás hablando? Trató de ocultarlo hasta el final. —Al decirlo, caí en la cuenta de que tal vez no fuera cierto—. Le pidió a mamá que quemara los papeles.

—Ésta sí que es buena —dijo Bill—. Le pidió a mamá que quemara los papeles. Si a mamá le da miedo que el agua hierva demasiado rato, no vaya a quemarse.

Bill tenía razón. Tan agudo como siempre, interpretaba a papá, como siempre, mejor de lo que yo jamás podría. El enemigo siempre te entenderá mejor que el amigo.

—De todos modos, no podemos hacer nada. No hay nada en las cartas, no hay nada más en la caja.

—En la caja habrá algo, hazme caso. Vuelve a mirar. Pero yo no quiero saber nada del asunto.

Una voz de hombre le dijo algo a Bill y él contestó llamándole «cariño». Al oírlo pasé cierta vergüenza, no puedo negarlo, y la reacción me hizo sentir mal.

—Bueno, tendría que ir a ver qué hace mamá —le dije usando a mamá de excusa para colgar, aunque al instante también me di cuenta de que quizá de aquello pudiese deducirse que era yo quien iba a cuidar a nuestra madre.

Advertí que Bill estaba enfadado.

—Lo hablamos más adelante. Puede que este otoño haga un viaje para ver el hospital y todo lo demás.

En eso sí estuve de acuerdo.

—Vale.

Me quedé en casa todo el día y Marilyn no llamó. Me mentí, traté de negar el hecho de que estaba esperando que llamara o pasara por casa. Mamá estaba echándose una siesta, una más en la sucesión de cabezaditas diarias que había terminado necesitando para disfrutar de cierta apariencia de estabilidad. Parecía tener sus momentos más lúcidos en cuanto se levantaba; a partir de entonces la superficie de su universo se llenaba de grietas por las que podía caer. No había manera de guiarla hacia terreno firme: pisaba sin mirar antes.

Así que mamá estaba dormida. Salí por la puerta trasera y me quedé un rato en el embarcadero, pensando en encender un puro. Volví a entrar en casa y lo que me encontré fue a Lorraine y Maynard, que, a falta de una descripción mejor, estaban dándose el lote. Carraspeé para que advirtieran mi llegada.

Maynard estaba sentado a la mesa.

—¿Cómo está su madre? —preguntó.

—No demasiado bien, Maynard.

—¿Sigue durmiendo? —preguntó Lorraine.

Asentí en silencio y puse agua a hervir para el té.

—¿Qué os traéis entre manos, jovenzuelos? —pregunté. Soltaron unas risitas de jovenzuelos.

—Podríamos contárselo, ya que estamos —dijo Maynard.

—¡Maynard! —protestó Lorraine.

—Se enterará de todos modos.

Miré a Lorraine y luego volví a mirar a Maynard.

—¿Enterarme de qué?

—Nos casamos —dijo Maynard.

La noticia tenía sentido, pero no por eso dejó de conmocionarme.

—Me estáis tomando el pelo.

—No, señor —respondió Maynard.

Miré a Lorraine y de repente me invadió el pánico.

—¿Y dónde viviréis?

—Aquí, en mi casa —respondió Maynard.

—Menos mal —dije.

—¿Perdón? —dijo Lorraine.

—No está mal, quería decir. Me alegro mucho por ti, Lorraine. De verdad. Enhorabuena, Maynard, te llevas una compañera fantástica.

—Eso ya lo sé yo muy bien —respondió el anciano.

Alargó la mano y cogió la de Lorraine.

—¿Será una celebración a lo grande? —pregunté—. ¿O queréis una cosa modesta, íntima y especial?

«Que no pienso pagar y a la que quizá ni asista.»

—Modesta —contestó Lorraine.

Maynard me miró con sus ojos viejos y lechosos y me dijo:

—Querría que usted fuera mi padrino.

—¿De verdad?

«¿Estás loco? Pero si no te conozco.»

—Su familia ha sido muy buena con mi Rainey, y usted significa mucho para ella. Quiero que usted participe.

—¿No te parece que tendrías que pedírselo a algún amigo?

—Mis amigos están todos muertos —respondió.

¿Qué decir? Y dije:

—Será un honor.

—Y quiero que su madre sea mi dama de honor —añadió Lorraine.

—Muy bien.

—Nos daremos el sí quiero el sábado —dijo Maynard.

—Solo faltan dos días.

—Somos viejos. No tenemos tiempo que perder.

Maynard se echó a reír y luego Lorraine rió con él.

Su risa era auténtica, dulce y hermosa, y me alegré de oír a Lorraine riendo así. Escuchándola, caí en la cuenta de que en la risa de mis padres nunca aprecié esa cualidad, aunque ellos se quisieron mucho, sin duda.

—El sábado —dije.

Eran las vacaciones de Navidad de mi primer curso en la universidad. Papá estaba muy emocionado ante la idea de tenerme en casa hablándole de mis clases y de mis profesores. Desde que empecé a leer literatura de la buena, él obligaba al resto de la familia a soportar las conversaciones que manteníamos cuando nos sentábamos a comer. Cuando yo tenía once años, me azuzaba con preguntas fáciles para luego pillarme y reírse de mí un poco. Cuando tenía catorce años, me acosaba, daba la vuelta a mis argumentos y me confundía, y luego se reía de mí un poco. A mis dieciocho, parecía sinceramente convencido de que yo podía aportar algo a su comprensión de novelas y relatos. Le dije que en una clase nos habían hecho leer a Joyce. Bill protestó. Lo lógico sería pensar que el segundo curso en la Facultad de Medicina constituiría un punto de encuentro más lógico entre un médico y su hijo. Lisa estaba a punto de graduarse en Vassar, y a pesar de que al año siguiente iba a entrar en la Facultad de Medicina, estaba en su fase siniestra.

—Estamos leyendo el Retrato y Finnegans —dije.

—Veo que, últimamente, en la universidad se abstienen de emplear títulos completos.

Yo me reí y papá también se rió, pero al resto de la familia, de eso estoy seguro, el comentario debió de parecerles agresivo y condescendiente.

—¿Qué te ha parecido Finnegans Wake? —preguntó papá. Se volvió hacia Bill—. ¿Lo has leído?

Bill movió la cabeza: no.

Papá dio un rápido bocado a las patatas y volvió a dirigir su atención hacia mí.

—¿Entonces?

—Me parece que está sobrevalorado. —Papá dejó de masticar—. O no correctamente valorado, por lo menos.

—La juventud opina —dijo papá—. Los juegos de palabras bastan para hacer del libro una obra excepcional.

—Sí —respondí—. Y es multilingüe y todo eso, pero de todos modos…

—Creo que después de leer este libro el concepto de la narrativa ya no puede ser el mismo.

—Bueno, es que en realidad el libro no lo lees. Te quedas mirándolo un buen rato, pero leerlo, no lo lees.

—Exactamente.

Se echó a reír y bebió un poco de vino. Le dio un codazo a Lisa como si así quisiera incluirla en la conversación.

—Vale. Esto es lo que he escrito para la universidad. —Miré a mamá y a mis hermanos y me sentí fatal, como si me hubiera dejado convencer de que debía degollarlos. Miré a los ojos impacientes de mi padre—. «A pesar de la explotación evidente del espacio alfabético y léxico del Finnegans, y a pesar de los efectos tipográficos o estructurales en los que decidamos centrarnos, el rasgo más destacado del libro es el modo en que se ajusta a las convenciones narrativas; el modo en que se ramifica a partir de recursos como la metáfora y el símbolo. La diferencia estriba en que cada frase, cada palabra, dirige nuestra atención hacia dichos recursos. La obra, por tanto, reafirma lo que parece denunciar. Es lo que es, y su validez experimental depende de la aceptación general de las convenciones narrativas.»

Papá me miró durante un rato. Luego miró a sus otros dos hijos y dejó el tenedor en el plato.

—Espero que esta noche le deis un beso a vuestro hermano antes de acostaros.

Luego se levantó de la mesa.

Mi hermano y mi hermana me daban lástima, pero todavía sentía más lástima de mí mismo. No me gustaba que me marginaran, y era consciente, dolorosamente consciente, de cuán inapropiada e incorrectamente me había juzgado mi padre.

A los dieciocho años me daba cuenta de que apenas era un chico de dieciocho años, ni tan tan listo ni tan especial; en realidad, si era especial debía de ser por eso. Mis ideas me parecían repugnantes y pobremente formadas; mi persona, torpe. Me veía, a falta de una palabra mejor, como un cerebrito. De hecho, mi hermano, que estaba en el segundo curso de medicina, regresó a su infancia y, de camino al pasillo, susurró «cerebrito».

—No es culpa mía —dije.

Cuando lo dije, Lisa, que ya estaba en lo alto de las escaleras, me dirigió una mirada casi comprensiva, se encogió de hombros y se metió en su habitación. La puerta se cerró con un ruido ligeramente más fuerte que el que haría una puerta que se cerrara con normalidad: a su manera, ella también me había dado un bofetón.

Pero cómo debió de dolerles a Lisa y a Bill. Sus logros ya eran entonces (y lo seguirían siendo después) mucho más importantes que los míos. Yo todavía no había hecho nada. El favoritismo de mi padre me parecía irracional; tenía la sensación de estar marcado por una enfermedad que, en realidad, era la de papá.

Números 23, 24.

Wilde: Temo por la voz.

Joyce: ¿Qué quieres decir?

Wilde: Adónde va la literatura. Pronto se perderá la voz, y ¿qué nos quedará?

Joyce: Páginas.

Wilde: ¿Y la trama?

Joyce: ¿Qué es la trama, al fin y al cabo? No es más que una forma de anunciar la última página.

Wilde: ¿Has salido a caminar alguna vez durante una tormenta eléctrica cargado con un tubo metálico largo?

Joyce: No.

Wilde: Deberías probarlo.

Joyce: ¿Estás enfadado?

Wilde: No, solo estoy anunciando la última página.

Marilyn nunca me había parecido tan guapa. Nos habíamos quedado sentados en la cocina de su casa, y todo parecía indicar que Clevon no estaba. Marilyn sirvió el café.

—Ayer fui a ver un centro para mamá.

—¿Cómo era?

—Bonito. Limpio. Cuidado. Alegre. ¿Qué se dice de un sitio al que la gente va a expirar?

—Siento no haberte llamado ayer.

—Supuse que estarías ocupada.

—Clevon y yo lo hemos dejado oficialmente.

La noticia me alegró, pero no estaba seguro de cómo debía tomármela.

Al cabo de un breve silencio, Marilyn dijo:

—Aunque debo decirte que ayer nos acostamos.

¿Por qué debía decírmelo? Yo no tenía ninguna necesidad de saberlo, sin saberlo me las habría apañado muy bien. Si no lo hubiera sabido, no me habría importado, pero ahora me importaba, no podía evitarlo. Me importaba lo que él significaba para ella; me importaba lo que yo significaba para ella; me importaba si quien se puso arriba fue él o ella, y si ella había tenido un orgasmo (¿o más de uno?); me importaba el tamaño de su pene y el del mío; me importaba el motivo por el que me lo había contado. Estudié la mesa de madera envejecida, listones de pino blanco pandeados con un canto de lo que me pareció madera de arce, extraña combinación. Pasé los dedos por el canto redondeado que tenía delante.

—Bueno, estas cosas pasan, supongo —dije.

—Me di cuenta de que él no significa nada para mí.

Asentí en silencio.

—Eso es bueno.

«Aunque hayas tardado en descubrirlo», pensé.

Se levantó de la silla, se acercó a mí y se inclinó para darme un beso en la boca. Tiró de mí para que me pusiera en pie y me llevó de la mano a su dormitorio, donde me besó otra vez. Nos revolcamos durante un rato, girando y restregándonos varias partes del cuerpo con un nivel de excitación que resultaba refrescante y, —a la vez y por desgracia—, algo trasnochado: yo sabía que esa excitación era, en buena medida, efecto de la novedad. Mientras le besaba el cuello, de sabor ligeramente salado, eché una mirada a su mesilla de noche y vi un ejemplar de Aquí los del gueto, de Juanita Mae Jenkins. Dejé de moverme.

—¿Qué pasa, cariño? —me preguntó.

Me gustaba el sonido de su voz, sobre todo cuando me llamó «cariño», pero la visión de aquel libro me había dejado fuera de combate.

—¿Has leído ese libro? —pregunté.

Se volvió a mirar.

—¿Éste? Sí, acabo de terminarlo. Es bastante bueno.

—¿Qué tiene de bueno? —le dije mientras me separaba de ella para quedarme tumbado a su lado.

Era evidente que el hecho de mantener aquella conversación la confundía.

—¿Pasa algo? No puedes salir con una cosa así de repente. No tendría que haberte contado lo de Clevon.

—¿Qué te ha gustado del libro?

—No sé. La historia era buena, supongo. Superficial pero divertida.

—¿No había nada que te resultara ofensivo?

Se quedó mirándome durante un par de segundos y luego, con actitud desafiante, respondió:

—No.

—¿Has conocido a alguien que hable como hablan en ese libro?

Advertí en mi voz una nota agresiva, y aunque no la quería ahí, sabía que una vez oída no habría manera de borrarla.

—¿Qué te pasa?

—Responde a la pregunta.

—No. ¿Y qué? El rollo este del dialecto lo descifro y ya está. No me gusta cómo me hablas.

—Lo siento —contesté, sinceramente arrepentido de haber sonado como si estuviera atacándola—. Lo que pasa es que este libro me parece una auténtica idiotez, una mierda sensacionalista y plagada de estereotipos, y no entiendo cómo una persona inteligente puede tomárselo en serio.

Excelente cambio de estrategia…

Marilyn se llevó al pecho una almohada, la que tenía más a mano, y apoyó la barbilla en ella.

—Me parece que deberías marcharte.

—Lo siento —dije.

—Vete.

Mientras salía de la habitación y me acercaba a la puerta de entrada oí que lloraba. Pero no había nada que decir.

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