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Algunas aguas son tan claras que las truchas nadarán hasta la mosca y, cuando miren hacia arriba, a través del agua y el aire, tu silueta les resultará perfectamente visible. Inspeccionarán la ejecución del nudo y la cantidad de pegamento que has aplicado, observarán si has dispuesto un buen pelillo rígido o si el material que has utilizado es natural o sintético, rozarán el cebo con el morro y luego se alejarán nadando. De vez en cuando, una tomará la mosca aunque en la cola, ahí donde se ata al anzuelo, quede un trozo de hilo visible, o aunque el sedal esté retorcido. Una trucha oculta tras una roca en aguas rápidas y cenagosas tanto puede tomar una ninfa hundida en el rabión como no tomarla. Por mucho que las truchas puedan desquiciarnos, ni son capaces de pensar ni nos tienen en cuenta. Una trucha se parece mucho a la verdad: hace lo que quiere, lo que debe.

Estaba agotado, me ardían los ojos de haberlos tenido abiertos la noche entera mirando fijamente a mamá o el libro que sostenía en el regazo. De estar sentado en la silla de madera de bordes redondeados se me había dormido la parte posterior de los muslos. Ya no me fiaba de ninguna de las muestras de estabilidad que la anciana había dado esa misma tarde en la boda de Lorraine. Me aterraba pensar que podría levantarme y encontrar su cama vacía y luego, tras una breve búsqueda, descubrir su cuerpo sin vida flotando en el riachuelo o yaciendo al pie de la escalera. Internarla me parecía un asunto muchísimo más urgente que antes. Me moría por saber que ella estaba a salvo y por poner fin a mi desesperación.

Cuando mamá se despertó, me miró durante unos instantes y luego dijo:

—Buenos días, Monksie.

—Buenos días, mamá. ¿Has descansado bien?

—Sí, supongo que sí. He tenido unos sueños que no me han gustado. —Se incorporó y alisó la superficie de la sábana y de la fina colcha a su lado—. No recuerdo ninguno.

—Yo tampoco me acuerdo nunca de mis sueños.

—No has pasado toda la noche en esa silla, ¿verdad?

—No, mamá. —Mientras mentía, me pregunté cómo iba a bañarme y vestirme. Ahora no tenía a Lorraine para que la vigilara—. Si te quedas aquí, mamá, te traeré un té.

—Muy bien, cariño.

Cuando salí de la habitación se puso a tararear. Era Chopin, creo, una polonesa, pero no fui capaz de identificar la pieza, lo único que distinguía era la calidad de la melodía. Fui corriendo a mi habitación, me lavé ahí mismo, en el lavabo, y a toda prisa me puse una camisa y unos calcetines limpios. Regresé a su puerta y escuché: seguía tarareando. La oí pasar las páginas de una revista. Corrí a la cocina, puse el agua al fuego y me senté a la mesa para recobrar el aliento. Los ojos se me debieron de cerrar y el sueño debió de vencerme, porque me desperté con un sobresalto: mamá estaba retirando la tetera del fogón.

—Estás cansado —me dijo.

La observé mientras vertía el agua en la tetera, en la que dejó caer la bola que yo ya había llenado de té. Puso las tazas y los platitos en la mesa y dejó la tetera entre los dos.

—Qué bien, ¿no? —dijo.

—Sí, mamá.

—Mis ratos preferidos son los que paso esperando a que el té acabe de reposar. —Dirigió la mirada a lo lejos, al porche, con su mosquitera—. ¿Dónde está Lorraine?

—Lorraine se casó anoche.

—Ah, sí.

Primero se contuvo y luego se mostró muy triste.

—¿La echarás de menos? —le pregunté.

Me miró como si no hubiera oído la pregunta.

—Estabas pensando en Lorraine, ¿verdad?

—Por supuesto. Espero que sea muy feliz.

Mamá sirvió el té.

—Querría que esta mañana hicieras una maleta —dije.

—¿Por qué?

Sostenía la taza entre las manos para calentárselas.

—Tengo que llevarte a un sitio. Es una especie de hospital.

—Yo me encuentro bien.

—Ya lo sé, mamá, pero quiero asegurarme. Quiero estar seguro de que estás bien.

—Estoy perfectamente. Tu padre puede darme una pastilla o algo.

Sorbió el té y luego se quedó mirando la taza.

—Papá está muerto, mamá.

—Sí, ya lo sé. Esta mañana había un cardenal en mi ventana. Una hembra. Era preciosa. El color de las hembras de cardenal es de una sobriedad tan agradable.

—Estoy de acuerdo contigo.

Mamá me miró a los ojos.

—Esta noche debe de habérseme derramado algo en la cama.

—Yo me encargo.

—¿Cojo una maleta pequeña?

Asentí en silencio.

—Una pequeña irá bien.

Notaba que las hojas querían cambiar de color. Pero los días todavía eran cálidos. Convencí a mamá de que me acompañara a dar un paseo hasta la playa. La mañana estaba despejada, no se veían más que unas pocas nubes persiguiéndose sobre la bahía. Mamá había conseguido vestirse sola, pero el jersey lo llevaba al revés. Aunque ese despiste podría haberlo tenido yo, me pareció que era el empujoncito que tanto necesitaba para no perder la perspectiva. Esa mañana, mientras ordenaba su cuarto, había encontrado unas prendas de ropa interior manchadas que mamá había tratado de esconder.

Llevaba pantalones caqui y deportivas, y se notaba que intentaba andar con brío.

—Cuando tú eras pequeño la bahía no estaba tan sucia —dijo—. Solías tirarte desde la parte trasera del bote y nadar como un pez. Te sumergías y desaparecías bajo el bote, y a mí se me paraba el corazón.

—Lo siento. No quería asustarte.

—Ya lo sé, pero eras tan pequeño… En realidad, me gustaba miraros a Bill, a Lisa y a ti mientras os divertíais. —Habíamos llegado al muelle y mamá se detuvo a observar una fila de tablas estropeadas por la intemperie—. No puedo creer que Lisa nos haya dejado.

La rodeé con el brazo.

—Yo tampoco. Lisa era especial. Te quería mucho, mamá.

—Ya lo sé. Y yo también la quería.

—Lisa lo sabía.

Me frotó el brazo.

—¿Por qué no te has casado, Monksie?

—Porque no he encontrado a la persona adecuada, supongo.

—Imagino que eso es lo fundamental, encontrar a la persona adecuada. Con todo, la vida es corta. —Se detuvo—. Me gustaría estar más unida a los hijos de Bill. La distancia lo ha puesto muy difícil.

—Ya lo sé.

—¿Tú hablas con Bill?

—De vez en cuando.

—Creo que no hemos hablado desde hace meses. Pobre Bill. Bill y tu padre nunca se llevaron bien. Es muy triste.

—Sí, sí que lo es.

—No creo que Ben fuera justo con Bill.

—Creo que tienes razón.

—Pero tú… Tu padre estaba loco por ti. Cuando tú no estabas delante, hablaba de ti. ¿Lo sabías? Pues lo hacía. Eras su hijo más especial.

—Supongo que ya lo sabía. A Lisa se lo parecía, sin duda, y a Bill también. En realidad, yo agradecía más tu imparcialidad que sus atenciones.

—Vaya. —Me sonrió—. Papá no se equivocaba cuando decía que eras especial.

—Gracias, mamá.

Con la conversación, mi determinación iba flaqueando. Se mostraba tan lúcida, tan sensata, tan como siempre había sido.

Pollock: Tú primero.

Moore: No, tú.

Pollock: No, insisto.

Moore: Tú.

Pollock: Tú.

Moore: Como quieras.

Al lado de mamá, con la brisa de la bahía que me hinchaba la camisa y me refrescaba, traté de pensar en la soledad que le esperaba al despertarse en una cama que no conocía con unas caras que no conocía y una comida que no conocía; en lo que pensé, en cambio, fue en mi soledad. Llevaba tanto tiempo sin contestar las cartas de mis amigos que supuse que me habrían dado por imposible. Me sentí muy poca cosa: ante la perspectiva de la vida que le aguardaba a mamá, yo, egocéntrico, solo pensaba en mí.

—¿Volvemos a casa? —me preguntó.

—Mamá, tengo que contarte lo que está pasando.

—¿Sí, cariño?

La abracé y, con la mirada fija en el agua, empecé a hablar.

—Últimamente, tu estado ha empeorado. Justo lo que dijo el doctor que pasaría. —Cogí aire—. ¿Recuerdas haber estado de pie en el bote, en medio de la laguna?

Mamá se echó a reír.

—¿Qué?

Me daba cuenta de que ella no sabía de qué estaba hablando.

—Te pusiste a remar en la laguna y yo tuve que ir a buscarte nadando. —Dejé que su silencio fuera cuajando—. Cerraste todas las puertas de casa y dejaste a Lorraine fuera, me recibiste en el despacho con la pistola de papá, y en la boda de Lorraine te encerraste en el baño. Me da miedo que te pierdas y te hagas daño. Hoy te llevaré a un sitio nuevo para que vivas allí.

Tiró de los extremos del jersey.

—¿Ya es hora de que nos marchemos?

—Supongo que sí.

—Confío en que harás lo más conveniente, Monk.

Mi primera sierra de mesa tenía un protector de plástico. Cada vez que pasaba un trozo de madera por la máquina, lo bajaba muy confiado para que me protegiera, contento cuando cortaba sin problemas y soltando tacos cuando esa pantalla tan incómoda me obligaba a desenchufar la sierra o a volver a repasar la madera a medio cortar. A decir verdad, sin embargo, el gemido agudo de la hoja me asustaba. Con los ojos y los oídos, calibraba el poder destructivo del disco, lo olía, incluso, cuando una pieza de madera quedaba tocando la hoja y se quemaba. Más tarde aprendí a retirar el protector para trabajar las tablas grandes, luego lo montaba de nuevo, atornillándolo a la máquina. Empecé a recolocar el protector cada vez menos a menudo, y luego ni me acordaba de dónde había dejado el chisme. Empujaba las tablas sin pararme a pensar que podía perder un dedo o que la hoja podía salir disparada y rebanarme el cráneo. El olor a quemado, el gemido de la máquina y esa primera muesca que hacía la hoja en la esquina inferior de la tabla empezaron a gustarme.

Y nos fuimos de viaje a la nueva casa de mamá, a Columbia. Los trámites de admisión los hizo con la cabeza tan clara que estuve a punto de llevármela de vuelta a la playa, pero la administradora no vaciló en ningún momento, se limitó a hacer preguntas y a rellenar los impresos. Fuimos andando hasta la suite de mamá, que más que una habitación parecía un apartamento, aunque sin cocina. Mamá tocó aquellos muebles de hospital y frunció ligeramente el ceño.

—¿Quieres que te traiga algunos muebles de casa? —pregunté.

—Muy amable. Elige tú.

Salimos afuera, al jardín, y allí me sobrecogió la verdadera tristeza del lugar. Cuando pasé al lado de su silla de ruedas, una anciana me miró, y con los ojos me preguntaba si no me importaría decirle algo, decirle que la conocía, decirle lo que fuera. Todos eran viejos y todos esperaban. Algunos parecían bastante animados. La mayoría eran mujeres. Afuera el sol calentaba más, y el césped verde que se extendía hasta la verja de hierro forjado contradecía los presagios otoñales que antes flotaban en el aire. Me volví hacia mamá y la vi deambular hacia la verja.

—¿Mamá? —La perseguí—. ¿Mamá?

La cogí para que se volviera.

Ningún indicio en su rostro de que me hubiera reconocido. En su universo, yo era un espacio en blanco. Me dejó que la guiara hacia sus dependencias. La enfermera joven que nos había acompañado y luego había estado siguiéndonos a una distancia prudencial parecía entender perfectamente lo que pasaba. Me ayudó a acostar a mi madre, salió de la habitación conmigo y me dijo que se quedaría haciendo compañía a mamá un rato. Al marcharme, advertí que todos los muebles tenían los cantos redondeados y, en la medida de lo posible, eran de superficie blanda. No traería ningún mueble de casa.

Bill y yo estábamos en el Eastern Market, íbamos deambulando entre los pasillos de comestibles y pescado. Bill era un adolescente y yo trataba de fingir que también lo era. Papá nos había encargado que compráramos un pejerrey de final de temporada bien hermoso. El colegio estaba a punto de empezar, disfrutábamos de los últimos días de las vacaciones de verano. Mientras yo le echaba un vistazo al pescado, Bill hablaba con un amigo que trabajaba en un puesto de cangrejos. Por el pasillo se acercaron dos chicos del colegio de Bill. Llevaban la cazadora del equipo del colegio y caminaban con aire fanfarrón, haciendo ruiditos de animales para anunciar su presencia.

—Eh, Ellison —dijo el más bajo.

—Hola, Roger —respondió Bill.

—¿Preparado para el colegio? —preguntó Roger.

El más alto se miró el reloj y luego miró hacia la salida.

—Vamos, Rog.

Roger sonrió.

—Espera un minuto. —Miró al chico flacucho que estaba detrás del mostrador—. ¿Y tú, Lucy?

—No me llames Lucy —dijo el chico.

—Y vosotros dos, ¿de qué hablabais? ¿Hay alguna fiesta de la que yo no deba enterarme? —Roger se echó a reír y le dio un codazo a su amigo, que soltó una risa débil y desganada—. ¿Es tu hermano? —le preguntó a Bill.

—Sí.

—¿Tú también lo eres?

Lo miré a la cara y luego miré la letra G cosida en su cazadora azul y blanca, y advertí que llevaba prendida una medalla, dos figuras dispuestas una detrás de la otra, muy pegadas: era un premio de lucha libre.

—¿Qué hacen esos tíos?

Había cogido a Roger por sorpresa.

—Los de tu cazadora. ¿Por eso te ganaste un premio? ¿Qué deporte es ése?

Bill y el chico de detrás del mostrador se pusieron a reír.

—Lucha libre.

—Por revolcarte por el suelo con otro chico, querrás decir. —La piel marrón de Roger se volvió púrpura. Dio un paso hacia mí. Su amigo lo agarró.

—Salgamos de aquí, Roger —le dijo.

Bill y yo nos quedamos mirando cómo se marchaban. Bill me dedicó una sonrisa incómoda y luego se encerró en sí mismo. Pero yo estaba eufórico, tenía ganas de hablar y de saltar.

—¿Le has visto la cara? —pregunté.

—Sí, se la he visto.

—¿Estás enfadado conmigo?

—No, no estoy enfadado contigo, Monk.

—Entonces, ¿qué pasa?

—Nada. No lo entenderías.

—Yo entiendo muchísimas cosas.

—¿Cosas como qué?

—Como que… —Me callé y miré los pescados—. Que éste está bien. A papá le gustará.

Conduje de vuelta a Washington, de vuelta a lo que había sido la casa de mi madre, a lo que había sido la casa de mis padres. Dentro hacía calor y olía a cerrado. Puse en marcha el aire acondicionado del comedor y me senté a la mesa. Me senté donde siempre me había sentado para comer y miré las otras sillas. Mamá y papá se sentaban en las cabeceras y yo, a un lado, solo, de cara a mi hermano y a mi hermana, junto a una silla vacía que, si no la ocupaba el invitado ocasional, siempre quedaba ahí, libre, sin que nadie la retirara hacia la pared con el resto de sillas auxiliares. Me puse a escuchar los sonidos de la casa, a recordar las voces de mis padres y las pisadas, pero no podía oírlas. Oía el zumbido y la vibración periódica del aire acondicionado, el ruido del motor de la nevera en la cocina, pegada al comedor, y el teléfono que empezó a sonar.

Era Bill.

—Llego dentro de un rato.

—¿Dónde estás?

—En el aeropuerto, el National. Estoy a punto de meterme en el metro.

—¿Quieres que vaya a buscarte?

—No, no hace falta.

—Paso a recogerte por la estación de Metro Center.

—Voy a coger la línea azul para cambiar a la roja, nos encontramos en la de Dupont Circle a las… —podía oírlo consultar el reloj— cuatro.

—Nos vemos ahí.

Mi hermano tenía el pelo rubio. Reconocí su cara cuando se sentó en un banco cerca de unos tipos que tocaban las congas, pero solo se me ocurrió pensar: «Ese tipo es clavado a mi hermano». Mi hermano era rubio. Era mi hermano y tenía el pelo amarillo. Su piel conservaba su color marrón claro. Me llamó.

—¿Bill?

—Soy yo.

Me abrazó, lo que en sí mismo ya constituía todo un acontecimiento. Agradecí el gesto, pero el abrazo fue tan rígido que apenas si lo noté.

—Eh, tienes el pelo rubio.

—¿Te gusta?

—Supongo que sí. Es diferente. —Me sentí como una antigualla, como solía decir mi madre—. He encontrado un sitio para aparcar en Connecticut Avenue. —Me agaché a cogerle la bolsa de cuero—. Me alegro de verte —le dije cuando nos pusimos en marcha.

—Tienes buen aspecto —contestó.

—No estoy demasiado en forma. Tú, en cambio…

—Yo voy al gimnasio cada noche.

Emití un sonido con el que quise dar a entender que lo felicitaba y que esperaba que no hubiera parecido demasiado paternalista.

—Debería probarlo.

—¿Qué tal mamá?

—A veces se entera, a veces no…

Mientras lo decía, me pregunté qué sería lo malo, si conectar o desconectar. ¿Cuándo se sentía perdida? ¿Cuando estaba en contacto con el mundo o cuando lo perdía de vista? Y me pregunté si los síntomas que había observado serían los de su enfermedad o los de su determinación por sobrellevar el deterioro, si no se refugiaría en ellos buscando un lugar seguro.

—¿Sabe quién eres?

—Hoy lo sabía. ¿Cómo están los niños?

—Bien, creo. —Me miró para ver mi reacción, y cuando se la ofrecí, continuó—: Saldremos adelante. Tener que oír «tu padre es marica» es muy duro.

—¿Quieres ir primero a casa o a ver a mamá?

—A casa. Necesito una ducha. He madrugado para coger el avión.

Fuimos a casa en coche. Bill jugueteaba con el dial de la radio.

—¿Cómo va el trabajo?

—Bien.

—¿Y cómo está…?

Traté de recordar el nombre de su amigo.

—Desaparecido.

A menudo me miro al espejo y me detengo a pensar sobre las diferencias entre las afirmaciones siguientes:

(1) Tiene un aire culpable.

(2) Da la impresión de ser culpable.

(3) Parece culpable.

(4) Es culpable.

—¿Estás bien? —preguntó Bill. Acababa de salir de la ducha y había bajado para reunirse conmigo en el despacho. Yo estaba encendiendo un puro—. No te conviene.

—Sí, ya lo sé. —Observé el resplandor anaranjado de la punta y agité la cerilla—. ¿Estás listo para salir?

—Es un poco tarde, ¿no te parece?

Ya eran casi las seis.

—Es un poco tarde —dije—, pero es el primer día que pasa ahí. Me gustaría ir a ver a la vieja dama.

Bill asintió en silencio.

Mamá no había comido, nos dijeron. No reconoció a Bill; cuando él le cogió la mano y trató de mirarla a los ojos, ella se apartó. A mí tampoco me reconoció. Quizá lo habría hecho de habernos quedado otros sesenta minutos, otros quince, otros cinco. Pero no nos quedamos.

—Por lo que respecta al dinero… —dijo Bill.

—Lo tengo todo cubierto —contesté.

Había adquirido la costumbre de dejar que las conversaciones de este tipo decayeran y se apagaran solas, de no hacer comentarios, ni apropiados ni inapropiados, de limitarme a callar y dejar que las palabras se convirtieran en vapor. Mi intención era ésa, al menos.

En las artes visuales solo importan las apariencias. Eso es lo que me han dicho, al menos: que la obra del pintor es una invención en el espacio infinito que empieza en los márgenes de su cuadro. La superficie, el papel o el lienzo, no es la obra de arte, sino el lugar que la obra de arte habita, un lugar que contiene el cuadro, la pintura, la idea. Pero una silla… Una silla es su espacio, es su propio lienzo, ocupa el espacio como es debido. El lienzo ocupa espacios y el cuadro ocupa el lienzo, mientras que la silla, como obra, llena el espacio mismo. Eso es lo que se me ocurrió a propósito de Mi poblemática. La (presunta) novela era más silla que cuadro, pues no la había concebido como una obra de arte, sino como un artefacto funcional; más que algo que hubiera que contemplar, su apariencia era algo para tener en cuenta. Un aviso, tal vez; una tumba, sin duda. Y ése era el motivo por el que pude mirarme al espejo y aceptar el contrato del que esa tarde mi agente me había hablado por teléfono.

—Se llama Wiley Morgenstein y quiere pagarte tres millones de dólares por los derechos para el cine dijo Yul. ¿Monk? ¿Monk?

—Estoy aquí.

—¿Qué te parece eso?

—Me parece de maravilla. ¿Estás loco? Es de miedo. Me da ganas de vomitar.

—Insiste en conocerte.

—Dile que ya lo llamaré.

—Quiere conocerte. Este tipo quiere pagarte tres millones de dólares, lo mínimo que podrías hacer es comer con él. Todavía no le he dicho que no existe un Stagg Leigh.

—No lo hagas. Stagg Leigh comerá con él.

Yul se echó a reír.

—¿Te has vuelto loco? ¿Qué harás? ¿Disfrazarte de chulo?

—No. Me pondré gafas de sol y estaré muy callado. ¿Cómo lo ves?

—Tus tres millones son trescientos mil para mí. No la cagues.

—Vale. Tengo que colgar.

—Espera un minuto. Los de Random House me dijeron que como el libro está despertando muchísimo interés, tratarán de sacarlo antes de Navidad.

Cuando entré en la cocina después de mi charla telefónica, Bill me preguntó si pasaba algo. Le aseguré que todo iba bien y me dijo que iba a salir con un viejo amigo. Me dijo que su amigo pasaría a recogerlo en breve. Me dijo que no lo esperara despierto.

No había advertido que la caja que contenía las cartas de Fiona a mi padre olía a lavanda y a pétalos de rosa. Esta vez, sin pararme a leer bien las cartas, me fijé en la caligrafía, en la mano que las había escrito, y descubrí una pureza que tal vez reflejara la profundidad de su sentimiento. Imaginé que esa enfermera habría tenido unas manos pequeñas pero fuertes con las uñas cortas y cuidadas, manos de tejedora, quién sabe. Abrí todas las cartas y luego hojeé esa novela cuya elección tan extraña me parecía. Dentro del Silas Marner encontré un pedazo de papel en el que estaba escrita la dirección de la hermana de Fiona en el Lower East Side. La hermana se llamaba Tilly McFadden.

Editora: Qué sorpresa.

Stagg: Solo llamaba para preguntar si tengo que hacer algún cambio en el manuscrito, como quieren sacarlo antes…

Editora: No, es perfecto tal y como está.

Stagg: ¿Veré las galeradas pronto?

Editora: Tú no te preocupes por eso.

Stagg: Hay un cambio que sí querría hacer.

Editora: Por supuesto.

Stagg: Voy a cambiar el título. El nuevo título es Porculo.

Editora: ¿Perdón?

Stagg: Porculo. Una sola palabra.

Editora: El título de Mi poblemática me encanta.

Stagg: Será el título del próximo libro. Éste se llama Porculo.

Editora: No creo que podamos hacer ese cambio.

Stagg: ¿Por qué no?

Editora: A mucha gente la expresión le parece obscena.

Stagg: La novela está plagada de porculos. Me da igual que le parezca obscena a mucha gente.

Editora: Podría perjudicar las ventas.

Stagg: No lo creo. Si quiere, les devuelvo el dinero y me llevo la novela a otra parte.

P O R C U L O

N o v e l a

Stagg R. Leigh

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