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Recordé la pelea tonta que había puesto fin a mi breve (y sin duda inevitablemente efímera) relación con Marilyn. Si al descubrir esa novela horrible en su mesilla de noche monté una escena, no fue porque Marilyn careciera de gusto o porque el gusto que tenía fuera cuestionable: reaccioné porque el libro me hacía pensar en aquello en lo que yo, aun de manera encubierta, me había convertido. Y aquello en lo que yo me había convertido era una copia descaradamente irónica, cínica, afectada y, sin embargo, fidelísima de Juanita Mae Jenkins, autora del superventas-con-película-a-la-vista Aquí los del gueto.

Se diría que, tanto por mi situación como por mi constitución, yo no era el candidato idóneo para tener amistades, por superficiales, nuevas o viejas que fueran, y la posibilidad de mantener relaciones sentimentales ya me parecía casi absurda. Es probable que mi arrebato con Marilyn hubiera sido algo más que la reacción escandalizada de un esnob literario: fue una retirada a tiempo.

La reacción de mi agente a mi exigencia de cambiar el título de la novela y llamarla Porculo no fue tanto de enfado como de sorpresa. Me preguntó si estaba loco y yo le recordé que cuando le propuse que enviara Mi poblemática a algunas editoriales él ya pensó que yo estaba loco.

—Tienes razón —dijo—. Pero ¿no crees que estás yendo demasiado lejos?

—No tanto. En realidad, esto me lo tomo como una obra de arte. Tiene que cumplir la función que yo le asigne.

—Chorradas.

—Puede ser.

—No creo que vayan a dejarte. ¿Y por qué no Que te den o Mierda? ¿Por qué Porculo?

Podía oírlo menear la cabeza.

—Es el título que yo quiero.

—¿Y si sus abogados dicen que no?

—No dirán que no.

Al cabo de una pausa:

—¿Qué le dijiste a Morgenstein?

—En realidad, nada.

—Pues el tío está enamorado de ti. Lo dejaste asustadísimo, pero dijo que eras «lo más auténtico que he visto en mi puta vida».

—Tiene razón.

Rothko: Estoy harto de estos malditos rectángulos.

Resnais: ¿No ves que estás trazando los límites físicos del cuadro? Tu aparente empobrecimiento se convierte en una especie de incursión en el arte de la eliminación. El primer plano y el fondo son tus detalles y se neutralizan el uno al otro. Se niegan mutuamente y, cosa extraña, no nos dejan más que con los detalles, que en realidad no están ahí.

Rothko: Muy bien, pero ¿resumiendo?

Resnais: Que los idiotas los compran.

Rothko: Y ya está, ¿no?

Resnais: Me temo que sí. Mis películas no las ve nadie, y, créeme, eso no las hace mejores.

Rothko: Ni peores, Alain.

Yul: Dicen que puedes cambiar el título si lo escribes con ka.

Yo: Porkulo. ¿Por qué iba a escribirlo con ka?

Yul: Dicen que así la cubierta no quedará tan ofensiva.

Yo: Y una mierda que no. Porculo con ce, o ya pueden ir dándoles porculo.

(más tarde)

Yul: Han dicho que vale.

Yo: ¿Ves como no iban a dar porculo?

Durante las tres primeras semanas, fui a ver a mamá cada día. El viaje en coche a Columbia no era tan largo, y en mi aburrimiento me servía de sana distracción. Me levantaba por la mañana, enredaba un rato en el garaje, que había transformado en taller, salía a dar un paseo largo, me sentaba en el despacho durante varias horas para tratar de construir una nueva novela que redimiera mi condenada alma literaria, y luego cogía el coche para ir a ver a mamá. Ya de vuelta en casa, leía y después me torturaba por mi trabajo. Me sentía solo y estaba más enfadado de lo que había estado en mucho tiempo, más enfadado que cuando era un joven enfadado, pero ahora era rico y estaba enfadado. Me di cuenta de lo fácil que es estar enfadado cuando eres rico. Al enfado lo acompañaba el sentimiento de culpabilidad, por supuesto, y la sensación de ser un estúpido por sentirme culpable, sensación que, según me habían dicho, era una de las dos enfermedades intelectuales más comunes (la otra era la diarrea).

Últimamente, mamá ya no se enteraba de casi nada, pero el personal del centro no la perdía de vista, y yo confiaba en que estaría segura. Por aquellas ironías de la vida, cuanto peor tenía la cabeza, mejor tenía el cuerpo: llegó incluso a ganar unos kilos, y hacía años que no la veía tan vigorosa. El médico me dijo que esas ironías serían pasajeras. No se expresó así, por supuesto. Lo que dijo fue: «El cuerpo no aguantará así mucho tiempo». Lo dijo como si quisiera reconfortarme, como si la contradicción entre el estado físico y el mental resultara más ofensiva que una decadencia total y absoluta.

Cuando estaba lúcida, escuchábamos música y fantaseábamos sobre ir a Washington, a algún concierto en el Kennedy Center. Luego, tranquilamente, mamá se apagaba hasta caer dormida. Era todo muy triste y en más de una ocasión, sentado en el coche tras el volante, me eché a llorar.

Recibí la llamada por la mañana. Era justo lo que necesitaba: algo que hacer. Carl Brunt era el director de la Cámara Nacional del Libro, la CNL, que convocaba el más importante premio anual de narrativa, un premio de nombre sencillo y pretencioso: el Premio de las Letras.

—Se baraja tu nombre para la mesa del jurado —me dijo Brunt.

—Me siento halagado.

—Personalmente, me gustaría muchísimo que aceptaras. Seréis cinco, con unas trescientas novelas y libros de relatos.

Yo escuchaba.

—No pagamos demasiado. Unos dos mil y el viaje a Nueva York para la entrega, pero tu biblioteca engordará mucho.

—Me parece bien.

—¿Te interesa?

Yo detestaba los premios, pero ya que nunca paraba de quejarme del rumbo que estaban tomando las letras de la nación, ahora que se me presentaba la oportunidad de alterarlo, ¿cómo iba a decir que no? Así que dije:

—Sí.

—Qué fácil.

—¿Y el resto del jurado?

—Todavía no lo tengo cerrado, pero Wilson Harnet ha aceptado la presidencia de la mesa. ¿Lo conoces?

—Sí. Lo hará bien.

—Bueno, fantástico —dijo Brunt—. Estoy impaciente por trabajar contigo. Y, por supuesto, que esto no salga de aquí hasta que anunciemos el jurado.

—Naturalmente.

—Fantástico.

El jurado

Wilson Harnet (presidente). Autor de seis novelas. Su libro más reciente era una obra de no ficción creativa titulada El tiempo se acaba. Trataba sobre su mujer, a quien le habían diagnosticado un cáncer. Ella no murió y todos los secretos del matrimonio que Harnet había revelado la empujaron a pedir el divorcio. En círculos literarios se esperaba con impaciencia el siguiente libro de Harnet, titulado Mi culpa. Era profesor de la Universidad de Alabama.

Ailene Hoover. Autora de dos novelas y un libro de cuentos titulado Un juego trivial. Galardonada con el Premio PEN | Faulkner. Su novela Minucias había alcanzado el cuarto puesto de la lista de libros más vendidos del New York Times. Vivía en el norte del estado de Nueva York (en todo el norte, sin especificar).

Thomas Tomad. Autor de cinco libros de relatos entre los que se contaban La noche que llegaron, Una noche en la cárcel, La noche tiene ojos. Su obra había sido elogiada por la Asociación Americana de Personas Encarceladas que Escriben. También era director editorial de La Hora del Patio, un sello de St. Martins Press especializado en obras de condenados a cadena perpetua. De San Francisco, California.

Jon Paul Sigmarsen. Escritor residente en Minnesota. Autor de tres novelas y tres libros sobre la naturaleza. Había recibido varios premios por Una vida entre los lucios. Presentador de Con toda esta nieve, ¿por qué no leemos?, un programa literario emitido desde Saint Paul por una cadena de la red de televisiones públicas.

Thelonious Ellison. Autor de cinco libros, relatos y novelas experimentales muy poco leídos. Considerado denso e inaccesible. Se lo conoce por su novela Segundo fracaso. Hombre solitario, parece haberse deshecho de todos sus amigos. Visita a su madre a diario aunque ella no lo reconoce. No puede hablar con su hermano porque su hermano está chiflado. No puede hablar con su hermana porque su hermana está muerta. Demasiado confundido para poder llegar a deprimirse. Le gusta pescar y trabajar la madera. Busca una mujer soltera con sus mismos intereses. Vive en la capital de la nación.

Los cinco miembros del jurado nos presentamos por teleconferencia. Los otros cuatro resultaron bastante agradables y sensatos, como suele resultar la gente en un primer encuentro, sobre todo si es telefónico.

Harnet, el presidente, daba la impresión de estar fumando en pipa; no hablaba como si tuviera algo en la boca, pero parecía estar saboreándose el aliento.

—Tenemos ante nosotros una tarea ardua y extenuante, colegas —dijo—. Me han dicho que están por llegar unos cuatrocientos libros.

—Santo cielo —exclamó Ailene Hoover. Tenía voz de señora mayor—. Yo estoy terminando de escribir uno.

—No tenemos que leer todos los libros sin saltarnos una coma, por supuesto —dijo Thomas Tomad—. Cada uno tiene su vida. Yo no puedo pasarme todo el invierno encerrado en casa.

—Creo que tras las dos primeras frases podréis descartar muchos libros —contestó Harnet—. Aunque si un título termina en la lista de otro miembro del jurado, tendréis que repescarlo, claro está.

—Yo no pienso leerme ninguna de esas mierdas experimentales —advirtió Hoover.

—Estoy convencido de que averiguaremos los gustos de los demás y mostraremos el debido respeto —dijo Harnet.

Jon Paul Sigmarsen se rió y dijo:

—Yo había pensado en llevarme los libros cuando salga de pesca.

—¿Para usarlos de cebo? —preguntó Tomad.

Tomad y Sigmarsen se echaron a reír.

—¿Qué es lo que tiene tanta gracia? —preguntó Hoover.

—Yo tengo una pregunta —dijo Sigmarsen—. ¿Cómo se evalúan las novelas frente a los libros de cuentos? Me explico: cuando una novela tiene un mal capítulo es una novela fallida, pero cuando todos los cuentos de un libro, todos menos uno, son fantásticos, el libro sigue siendo fantástico. ¿Me entendéis? ¿Veis por dónde quiero ir?

—Buena pregunta —dijo Tomad.

—¿Cuál es la pregunta? —preguntó Hoover.

—Sobre las novelas y los cuentos —respondió Harnet.

—Ah, sí. Supongo que tenemos que leerlos todos —dijo Hoover—. Ellison, tú no has dicho nada —continuó—. ¿Ellison?

—Estoy aquí.

—¿A ti qué te parece?

—Todavía no me parece nada. No he visto ninguno de los libros. ¿Con cuánta frecuencia tendremos que reunimos, por teléfono o como sea?

—Eso nos lo dejan a nosotros —respondió Harnet—, pero tengo un plan: propongo que hablemos dentro de tres semanas para un primer cambio de impresiones.

—Deberíamos reunimos dentro de dos semanas para ver si ya ha salido algo importante —propuso Hoover—. Me he enterado de que Riley Tucker está a punto de sacar un libro.

—Y Pinky Touchon también.

—El otro día alguien le hizo una foto —dijo Tomad.

—¿A quién? —preguntó Hoover.

—A Touchon —dijo Tomad—. Salió en el Chronicle. Resulta que Pinky vive aquí, en San Francisco, y nadie lo sabía.

—Me han dicho que es un libro muy gordo —comentó Hoover.

—A mí también —dijo Sigmarsen.

—¿Dentro de dos semanas, entonces? —pregunté yo.

Lo que algunos querrían hacerte creer es que Duchamp demostró que cualquier cosa puede convertirse en arte, que en el objet d’art no hay nada especial, nada que lo convierta en lo que es, que lo único que importa es que estemos dispuestos a aceptarlo como arte. Decir «esto es una obra de arte» es una oración performativa extraña, como cuando el rey ordena al caballero o el juez declara a una pareja marido y mujer. Pero si resulta que el certificado de matrimonio no estaba correctamente cumplimentado, la declaración se revoca y diremos: «Supongo que, después de todo, ya no sois marido y mujer». Aunque lo expulsemos del museo, sin embargo, lo que ha sido aceptado como arte seguirá siendo arte, un arte desechado, un arte rechazado, un arte malo, un arte incomprendido, un arte oprimido, un arte provocador, un arte perdido, un arte muerto, un arte adelantado a su tiempo, un arte sin arte, pero arte, a fin de cuentas.

Esto me recuerda al loro que está dentro de una casa y que, al oír que llaman a la puerta, pregunta: «¿Quién es?». El hombre que llama responde: «El fontanero». Como la puerta sigue cerrada, vuelve a llamar. «¿Quién es?», pregunta el loro. «El fontanero.» Pum, pum. «¿Quién es?» «¡El fontanero!» Y así hasta que el hombre, enloquecido, derriba la puerta, cae sobre la moqueta, bajo la percha del loro, sufre un ataque al corazón y expira. Cuando los habitantes de la casa vuelven, encuentran al hombre tumbado en el suelo. «¿Quién es?», pregunta la mujer. Y el loro dice: «El fontanero».

La cuestión, desde luego, es la siguiente: ¿responde el loro a la pregunta de la mujer? La responde y no la responde, claro está. Es un loro.

Rauschenberg: Aquí tienes un papel, Willem. Ahora píntame un cuadro. Me da igual lo que pintes o si es bueno o malo.

De Kooning: ¿Por qué?

Rauschenberg: Tengo intención de borrarlo.

De Kooning: ¿Por qué?

Rauschenberg: Eso da igual. A cambio del cuadro te repararé el tejado.

De Kooning: Vale. Creo que utilizaré lápiz, tinta y lápiz graso.

Rauschenberg: Como quieras.

(Cuatro semanas más tarde)

Rauschenberg: Bueno, tuve que gastar cuarenta gomas, pero lo hice.

De Kooning: ¿Hiciste qué?

Rauschenberg: Borrarlo. El cuadro que me pintaste.

De Kooning: ¿Has borrado mi cuadro?

Rauschenberg: Sí.

De Kooning: ¿Dónde está?

Rauschenberg: Tu cuadro ya no existe. Lo que queda es mi borradura y el papel, que era mío, para empezar.

(Le enseña el dibujo a De Kooning)

De Kooning: Lo has firmado.

Rauschenberg: ¿Y por qué no? Es mi obra.

De Kooning: ¿Tu obra? Mira lo que le has hecho a mi cuadro.

Rauschenberg: Buen trabajo, ¿eh? Borrarlo fue muy pesado. La muñeca todavía me duele. Lo he titulado Dibujo borrado.

De Kooning: Muy hábil.

Rauschenberg: Ya lo he vendido por diez de los grandes.

De Kooning: ¿Has vendido mi cuadro?

Rauschenberg: No, yo he borrado tu cuadro. Lo que he vendido es mi borradura.

Los libros empezaron a llegar, cajas llenas. Al principio no fui capaz de abrir ninguno, los veía como objetos, me dejaron prendado. Las cubiertas eran tan atractivas… El texto de contracubierta conseguía que todos tuvieran una pinta estupenda. Los entrecomillados de grandes figuras de la literatura me decían por qué tenía que gustarme el libro. El mérito de los libros gordos era que eran gordos; el de los libros delgados, que eran delgados. Los escritores viejos eran magníficos por ser viejos, y si los jóvenes tenían talento era por su juventud: absolutamente todos los libros eran extraordinarios, rompedores, apasionados, escalofriantes, originales, honestos y humanos. Algo así habría resultado estimulante:

La nueva novela de Tal y Tal parte de lo trivial y ahí se queda. La prosa es transparente y pedestre. La trama, de eficacia comprobada. Con todo, el libro no resulta alarmantemente tramposo. Los personajes son tan acartonados como los que pueblan la vida real. La novela es un viaje tortuoso por la banalidad. Es ordinaria, que no sosa; es absurda, que no carente de significado; es insípida, que no rancia.

Tal y Tal es un escritor de mediana edad con familia y sin rasgos destacables. Vive en una casa y es casi tan inteligente como su última novela.

Así que abrí el primer libro y me encantó. En realidad, disfruté leyéndolo. El libro era una mierda, pero disfruté de su lectura, y leí otro, y otro. En una noche y buena parte del día siguiente leí tres. Los tres estaban bien construidos y resultaban estériles y predecibles. Concluí que quizás estaba hastiado. Las novelas eran algo que conocía muy bien, como un cirujano la sangre. Tendría que ponerme en contacto con mi yo inocente, mi yo más íntimo, la parte de mí capaz de asombrarse con lo aburrido y lo banal.

Cuando salía de casa para ir a ver a mamá, el teléfono sonó.

Me dijo:

—¿Quieres follar?

—¿Linda?

—¿Cómo lo has adivinado?

Linda Mallory. Me paré a pensar en su nombre. Mientras ella hablaba diciendo cosas que no iba a poder recordar porque no la escuchaba, me di cuenta de que a mi vida le hacía falta una escena gratuita de sexo. Como el internamiento de mamá había quedado justificado por su estado, mi mente andaba necesitada de una nueva culpa. Y aunque yo estaba decidido a perseguir esa culpa, también quería aliviarla recordándome que en el fondo Linda me estaba utilizando. Entre las palabras que soltaba a raudales entendí que estaba en Washington.

—¿Dónde te alojas? —pregunté.

—¿Qué?

—¿Dónde estás?

—En el Mayflower otra vez.

—Estaré ahí a las siete. ¿Cómo te va?

—Bien —respondió, escéptica—. ¿Monk? Hablo con Monk Ellison, ¿verdad?

—Sí. A las siete.

—A las siete me parece perfecto.

La incontinencia de mamá era ahora más acusada, y aunque parecía lo bastante fuerte para moverse, había decidido no hacerlo. Cuando llegué, la enfermera y un ordenanza le cambiaban las sábanas mientras ella seguía tumbada en la cama. Estaba destapada de cintura para abajo; el celador retiraba las sábanas sucias y la enfermera le limpiaba la porquería de la piel. Di media vuelta para volver al pasillo sin dejar de ver la cabeza de mamá girando hacia mí y sus ojos vacíos fijos en mi dirección. Mamá estaba tan lejos de la mujer que una vez me dijo que escuchando a Mahler veía colores y que luego se puso a llorar.

—En la Cuarta Sinfonía veo el otoño —me había dicho—. Verdes cenicientos que dan paso a rojos y ocres mientras el cielo se oscurece y cae el frío de la noche.

Eso lo había dicho la misma mujer cuyo culo cagado lo limpiaba otra mujer que no sabía quién era Mahler.

Linda Mallory era el polvo posmoderno. Estaba tan absolutamente pendiente de sí misma que llegaba al extremo de la distracción. Contaba los orgasmos sin sentir ninguno. Se preocupaba por qué aspecto tenía mientras hacía el amor, por cómo cambiaba su expresión cuando empezaba a correrse, por si estaba demasiado tensa o demasiado suelta, demasiado húmeda o demasiado seca, por si hacía demasiado ruido o se quedaba corta, y sentía la necesidad de expresar sus inquietudes durante el acto mismo.

—¿Me queda bien el pelo desparramado sobre la almohada? —me preguntó.

—Te queda bien, Linda.

—¿Estoy moviéndome bien? ¿Demasiado deprisa? ¿Demasiado despacio?

—Muévete como tú quieras.

Y eso, sospecho, es lo que hizo mientras me gritaba a la cara. Me asusté un poco y debió de notarse, porque me dijo:

—¿He gritado demasiado? ¿Estaba fea? Oh, Dios mío, no puedo creer que haya hecho una cosa así. Oh, Dios mío.

—No pasa nada, Linda. ¿Estás bien? —le pregunté.

—¿Por qué? ¿Tengo aspecto de no estar bien? ¿Te has corrido?

Cuando me aparté, ella se inclinó sobre mí.

—No.

—No puedo creer que me haya puesto a gritar así.

Se volvió hacia la mesilla de noche, cogió un cigarrillo y lo encendió.

—No te preocupes. Has gritado cuando te has corrido. Eso es bueno, ¿no?

—Creo que me he corrido. Sí. Eso sería bueno, ¿verdad?

Me puso la mano que le quedaba libre sobre el pene. Seguía teniéndolo duro, pero yo no estaba excitado en absoluto.

—El señor Siempre A Punto —dijo.

Ir a ver a Linda había sido una mala idea y seguía siéndolo. No podía vestirme y marcharme sin más, aunque eso era lo que yo quería, por muy culpable que me sintiera. No le guardaba ningún rencor a Linda; en realidad, la respetaba lo bastante para no tenerle lástima. Es curioso, pero su preocupación tenía algo de enternecedor y cómico. En cuanto me paré a analizar la idea, sin embargo, entendí que lo único que estaba haciendo era racionalizar para ser yo, y no ella, quien quedara bien.

—¿Vemos una película? —pregunté.

—¿No quieres hacer el amor otra vez?

—Me has dejado agotado, me temo. Eres bastante atlética.

—¿De verdad?

—Sí.

Encendí el televisor con el mando a distancia. Linda recostó la cabeza en mi pecho y me entristeció descubrir lo poco que me gustaba el olor a coco de su champú. La primera imagen de la pantalla fue la de un lince desgarrando un conejo.

—Cambia —dijo ella, y yo cambié—. Cambia. —Cambié—. Cambia.

Cambié y le ofrecí el mando. Lo rechazó diciendo:

—No, quédatelo tú. Cambia.

Al final, hizo que me detuviera en una película de cine negro a cuyos actores no reconocí. Se revolvió con un ademán juguetón para ponerse más cómoda, y al cabo de unos instantes empezó a roncar.

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