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TERCERA PARTE » LA PALIZA

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LA PALIZA

Saúl aparca la moto en las inmediaciones del mercado de Els Encants, donde ha quedado con Esteve, Pilar y Carles para tomar algo. Son las dos del mediodía de un soleado viernes. Se acerca andando al mercado y pasa al lado de la parada de metro: un bullir de gente entra y sale de la bocana. Pocos metros más adelante, cruzado el paso cebra, encuentra un nutrido grupo de policías apostados junto a la entrada del mercado.

La presencia policial cada vez es más habitual en la ciudad, estaciones importantes como Sants y Plaza Cataluña, están vigiladas por agentes armados cuyo objeto es neutralizar grupos terroristas o dar una falsa apariencia de control de la situación. Desde los atentados de París, se los ve en cualquier lugar en que se produzcan aglomeraciones. Nunca le han gustado los policías, si bien, en este caso, desempeñan su función: Barcelona vive bajo amenaza.

El nuevo mercado se alza esplendoroso ante él. Está a rebosar de gente. La espectacular cubierta, que se alza a más de veinticinco metros de altura, representa árboles de copas triangulares cuyos espejos reflejan la actividad a sus pies. Es la primera vez que visita el lugar y se ve sorprendido por la transformación. Si bien las mercancías que se venden son a grandes rasgos las mismas, los puestos han mejorado mucho en aspecto y sobre todo en limpieza. Todo está en su sitio.

Percibe un fuerte incremento del número de turistas, que antes era más bien escaso; la mayor parte del gentío son barceloneses en busca de gangas o paseando para matar el tiempo. Por un momento piensa que se encuentra en un mercadillo de pueblo pero en unas instalaciones modernas. El cambio era necesario pero drástico, el antiguo mercado era como retroceder sesenta años en el tiempo. Observa, a su derecha, el antiguo espacio del mercado, que permanece vacío y será destinado a una necesaria zona verde en la enésima reurbanización de la plaza de Les Glòries.

El lugar consta de varios pisos. Desde la baranda comprueba que los puestos de los moros, que compran mercancía al por mayor en las subastas de lotes realizadas a primera hora, permanecen y se sitúan en la planta baja. Sus propietarios colocan la mercancía directamente en el suelo, como antaño; la única diferencia es que lo hacen con más esmero. Sonríe.

Es en esa zona donde ha quedado con los amigos, que no es capaz de localizar entre el tumulto. Se decide a bajar. Avanza entre empujones por las escaleras y se adentra entre los puestos de los moros, más precarios, que son los que más le interesan. Se detiene en uno de ellos observando los restos de lo que debió de ser el desalojo de una vivienda. Los recuerdos de la vida de una familia ante sus ojos, desde libros, cuadros y objetos de decoración, hasta algún mueble e incluso un álbum de fotografías antiguas que hojea, curioso. Se trata de un lote completo.

Puede ver las escenas de la vida familiar, incluidos nacimientos, comuniones, vacaciones, etc. Se pregunta por qué los hijos no se han interesado por salvar algo tan personal como ese álbum. A saber. Entre las carpetas encuentra los dibujos de un infante. ¿Qué interés podría tener aquello para un extraño? Lo devuelve a su lugar y centra su atención en una virgen Moreneta tallada en piedra. Se adentra en el puesto con cuidado de no derribar ninguno de los objetos. La figura de la virgen podría gustarle a su abuela.

—¿Qué vale esto? —pregunta al dependiente, un marroquí barbudo con un ojo que mira a cuenca.

—Treinta euros.

—Te doy tres, si quieres.

—Treinta euros —insiste el moro sin siquiera mirarle.

Saúl se prepara para hacer su maniobra habitual, que no es otra que darse la vuelta, empezar a andar y esperar que el moro, ante la amenaza de perder a un cliente potencial, le grite un último precio que no pudiese rechazar. En esta ocasión no es así, no escucha el típico tres euros, ni siquiera cinco o siete. Se gira y ve que el tendero permanece en su lugar atendiendo a otros clientes y no se percata de su gesto. Adiós, Moreneta.

Se acerca a otro de los puestos mientras tacha la figura de la lista de posibles adquisiciones. Algo encontrará, el puesto está atiborrado de mercancía, la mayor parte inútil, procedente de uno o varios hogares. Supone que es género legal, aunque intuye que habrá de todo, incluso de procedencia incierta. Se detiene en una zona donde se expone cerámica y localiza varios platos antiguos que le llaman la atención; alguna vez ha comprado alguna pieza a buen precio que ahora lucen colgadas de la pared de la cocina. Coge uno con motivos de frutas y le pregunta el precio al marroquí.

—Dieciocho euros.

—Eso es mucho. Te doy cuatro.

—No, amigo. Dieciocho.

—¡Venga va, te doy cinco!

—Dieciocho.

—Va a ser que no —desiste, devolviendo el plato a su lugar.

Se retira del puesto contrariado; tampoco en esta ocasión. Le gustaba más el otro mercado, donde comprabas los bienes por lo que estabas dispuesto a pagar. Ahora ni siquiera los árabes regatean... Mira a su alrededor buscando a sus amigos pero no los ve. Se detiene en un puesto de calcetines donde compra doce pares, de color negro, por cinco euros. Bueno, al menos no he hecho el viaje en balde.

Marca en el móvil el número de Esteve.

—Oye, ando por aquí. ¿Dónde estáis que no os veo?

Esteve le responde.

—Ok, subo entonces.

Se dirige a las escaleras, que enfila y sube a la segunda planta atravesando una rampa pronunciada con puestos a ambos lados, formando dos carriles definidos. Los tenderetes se van haciendo cada vez más lujosos conforme se acerca al final de la rampa, exponen artículos de todo tipo: desde figuras de cobre con motivos marineros, hasta colchones, artículos de decoración, libros, CDs, películas y marcos de cuadros; el espectro es extenso.

En uno de los puestos descubre zapatos de gran calidad a precio único: veinticinco euros. Coge unos mocasines de cuero negro y se los prueba allí mismo haciendo equilibrio sobre una sola pierna. Le gustan y le paga a un rechoncho gitano en efectivo. Avanza despacio hasta divisar la zona de restauración: tres o cuatro locales y frente a ellos mesas altas de madera con sus correspondientes taburetes. Allí encuentra al grupo.

—¡Menuda mafia! —comenta a los reunidos, Esteve, Pilar, Carles el Largas y Gaizka del que no tenía noticia estuviese con ellos —. ¡Vaya cambio ha pegado el mercado!

—La verdad es que sí, ha quedado bien —comenta el Carles. La Pili le guiña un ojo y Gaizka le da un abrazo que casi lo parte en dos. Esteve lo recibe con una fría sonrisa.

—¡Cuánto tiempo! Se te ve en forma —discurre el vasco.

Saúl se lo queda mirando, desde la última vez que se vieron ha engordado cuatro o cinco kilos aunque ha ganado presencia y se ha dejado una barba que le hace parece mayor de lo que es.

—Lo mío me cuesta. Corro cinco días a la semana.

—Se te nota.

—¿Qué tomas? —pregunta Carles, añadiendo una palmada en la espalda que le hace tambalearse.

—Me tomaré un Nestea. De buena gana pedía una birra, pero ya no soy capaz de beber cerveza con alcohol.

—Picamos algo, ¿no? Tienen un montón de pinchos —apunta una hambrienta Pilar.

—Claro. Id cogiendo de la barra —ofrece Esteve—. A mí me gusta todo. Carles asiente. Es un chico moreno, de unos veintiséis años, de complexión fuerte y mirada viva. Va cubierto de tatuajes, una figura del joker asoma en la muñeca; el abundante pelo está recogido con una goma en la parte superior de la cabeza, lo cual le imprime un aire de luchador de sumo japonés. Habla rápido y a espasmos, como si fuese una ametralladora; su verdadero nombre es Carles Contreras, aunque todos lo conocen por Carles el Largas por sus alargadas manos. Es el hombre a quien acudir cuando necesitas algo que no puedes comprar legalmente.

Esteve se queda en la mesa junto con Carles y Gaizka mientras Saúl y la Pili van a la barra a seleccionar los pinchos ensartados en palillos y a por más bebidas.

—¿Qué era eso que me querías pedir? —pregunta Carles aprovechando que la Pili no está delante.

—Necesito una pipa —anuncia Esteve. Tanto Carles como Gaizka ponen cara de sorpresa.

—¿Algún marrón?

—No, que va, es por si acaso. Tengo un business al que no quiero ir a pelo. Solo es eso.

—Se puede conseguir. Dame unos días. ¿Qué necesitas, exactamente?

—Algo que haga buenos agujeros.

—Esteve, si estás en un lío te podemos echar una mano. ¿No será por el idiota del Eduard? Es mejor dejarlo así, que no llegue la sangre al río —propone Gaizka.

—Qué va, el Eduard me la trae floja. Es por otro tema, que resolveré a mi manera. No os preocupéis: no pienso usarla. Ni se os ocurra comentarlo con el Saúl, que se mete en todo, ¿ok?

Los dos asienten.

—¿Te vale con una recortada o tiene que ser una pipa? —pregunta Carles.

—Podría valerme la recortada.

—Entonces, no tengo que moverme. Tengo dos en casa que están limpias y van muy bien. Si prefieres la pipa, en un par de días la tendré. ¿Para cuándo la necesitas?

—El fin de semana.

Gaizka y Carles se miran y este último añade:

—Oye, si necesitas ayuda aquí nos tienes, que para eso están los colegas.

—Es un tema personal. No os preocupéis, pero se agradece.

—Tú, si cualquier cosa, nos pegas un toque —dice Carles, siempre dispuesto a meterse en jaleos.

Gaizka señala con la cabeza a Pilar y Saúl que regresan con las bebidas y los pinchos. Cambian de conversación.

—¿Qué has comprado? —le pregunta ella a Saúl al ver la bolsa bajo su taburete.

—Unos zapatos y calcetines.

Esteve le pega con el puño en el bíceps.

—Pareces una vieja.

—Me hacía falta, ¿qué pasa? No veo que vayas descalzo. ¿Vosotros habéis comprado algo?

—Pues no. Quise una lamparita verde que le gustaba a Pili pero se tiraron de la moto. Me pedían setenta euros y eso que no se sabía si funcionaba o no. Era evidente que no era nueva.

—Demasiado lujo para vender baratijas —añade el vasco.

—Y tanto —responde Carles, que se zampa un chipirón.

—Es que ahora no admiten el regateo, los cabrones. A mí me pedían una pasta por una figurita de nada. No bajó ni un euro, el nota. Se han crecido con el cambio de sitio.

—Pues poco van a vender —sentencia Esteve.

—Ya se les pasará —comenta la Pili mientras se come un pimiento del piquillo relleno de bacalao.

A unos metros de allí, oculto entre la gente, se encuentra Roberto Panceta, que ha estado siguiendo a Saúl desde que salió de la oficina. Saca con disimulo varias fotos y se las hace llegar a través de whatsapp a su jefe.

El grupo de amigos sigue reunido durante un buen rato, hasta que se despiden. Saúl se queda dando un paseo por el mercado un rato más sin advertir que alguien lo sigue de cerca. Finalmente lo abandona y se acerca a la moto. Alguien le pasa el brazo por el hombro.

—Buenas tardes, Saúl. Será mejor que me acompañes —le advierte, a la vez que lo mantiene a su lado con la presión del brazo.

Gira la cabeza y se lleva un susto de muerte al reconocer al orangután que le daba el coñazo en el Hotel. Da un salto atrás, intuye al instante que se trata del mismo hombre al que entregó las chicas. A pesar de ello, pregunta:

—¿Quién eres tú?

—Amigo de un amigo tuyo. Vente que vamos a hablar los dos —le enseña con disimulo un revólver oculto bajo la chaqueta.

Saúl no es capaz de emitir ningún sonido. Es él. Se dirigen a un garaje cercano, donde entran en un Audi A3 y Saúl se pone al volante a indicación de Panceta. Le hace salir de la ciudad por la Gran Vía.

—Coge la C-32— le ordena.

Saúl avanza por la autopista nervioso. No tiene ni idea de a dónde lo lleva, ni mucho menos por qué motivo. Él ha cumplido con las órdenes, le da muy mala espina. Su acompañante no es muy hablador.

—¿Adónde vamos?

—Lo verás.

Al llegar a la altura de Premiá de Mar le hace salir de la autopista y se dirigen al parque natural del Montnegre, en lo alto de la montaña. Se introducen en caminos cada vez más recónditos, hasta que llegan a un lugar solitario y aparca.

—Baja del coche —le indica.

Saúl tiene la tentación de huir pero el hombre no le da opción; baja él primero y lo saca del Audi de un tirón con una mano grande como una pala.

—Bien, ¡ahora, dime! ¿Qué es lo que sabes?

—¿Sobre qué? No sé de qué me hablas.

Recibe en la cabeza un golpe con la culata de la pistola que lo hace caer de bruces al suelo. Nota como la sangre le va recorriendo la frente.

—¡Desembucha o te arrepentirás!

—¡Es que no sé de qué me hablas, tío!

Le pega una patada en el riñón, Saúl se retuerce. Por un momento piensa que le ha reventado el bazo.

El hombre saca una grabadora con su mano, blanca y carnosa, y la activa. Al instante reconoce la primera voz y luego la segunda, se trata de una conversación telefónica entre la voz que lo atosiga y Esteve que le exige que libere a la chica. Se queda de piedra ante la intromisión de su amigo en el asunto.

—¿Quién es? —pregunta el matón.

—No sé —miente.

Claro que lo sabe, aunque también sabe qué bando es el suyo.

Empieza a recibir patadas, una tras otra, hasta que casi pierde el conocimiento.

—¡O hablas o te reviento! ¿Quién te has creído que eres? Desembucha —le grita encolerizado, con el rostro enrojecido de rabia.

Se detiene un momento y le pregunta de nuevo.

Un dolorido Saúl no dice palabra, le da vueltas a las posibilidades y acaba con la paciencia de Panceta, que lo levanta de un violento manotazo y lo pone contra un pino.

—No sé —repite.

Panceta se cabrea y le pega un rodillazo en los huevos. Saúl vomita mientras es atado al árbol, donde queda inmovilizado.

—Te lo repetiré una vez más, la última —advierte el gorila según le apunta a la cabeza con la pistola—. Si no hablas estás muerto. ¿Quién es ese tipo?

Saúl lo mira angustiado. Lo va a matar, no es capaz de delatar a su amigo.

¿Qué pinta Esteve en todo eso?

El matón amartilla la pistola que pone sobre su frente dispuesto a volarle la cabeza.

—¡No lo sé! No tengo nada que ver. Conozco la segunda voz, es quién me ordenó lo de la chica; la primera, no. Lo juro —contesta con voz trémula a causa del terror.

Panceta enciende un pitillo al que da una larga calada. Saúl contrae el rostro asustado, adivinando las intenciones de la bestia, que lo agarra de la solapa de la camisa y le apaga de manera violenta el pitillo en el cuello dejándole una profunda marca. Saúl gime de dolor.

—¡Habla! o te apagaré otro en el ojo —amenaza iracundo bañándolo en salivazos.

A pesar de que Saúl lo ve muy capaz de hacerlo, no suelta prenda y se limita a sollozar. El otro baja la pistola resignado y se aleja para realizar una llamada.

—Jefe, lo tengo aquí conmigo. Le he dado unas buenas hostias y lo he acojonado a base de bien. Se acaba de mear por los pantalones pero insiste en que no lo sabe. No sé qué pensar. ¿Le pego un tiro?

—No, déjalo ahí. Si lo supiese hubiese hablado. No quiero muertos, bastante se ha complicado la cosa. Aún puede serme útil.

Panceta se acerca a Saúl. El chico es más duro de lo que parecía a simple vista. Si por él fuese lo mataría allí mismo. Va a asegurarse de si sabe algo o no. Le pone el cuchillo al cuello. A Saúl se le estremecen la barbilla y la boca primero y después el resto del cuerpo con un temblor anómalo y violento.

—¿Así que no lo sabes? ¿Qué hago ahora contigo? Dime —masculla en un tono amenazador que trasluce maldad mientras le pone el cuchillo en la oreja.

—No, por favor. Déjame ir, no diré nada, lo juro.

—¿Te irás de la lengua?

—No, seré una tumba. No lo hagas, por favor.

Saúl no espera misericordia de él, piensa que es el fin. El miedo se manifiesta en los temblores y la forma en que cierra los puños.

Panceta le retuerce la oreja con una mano y con la otra le pasa el cuchillo delante de los ojos, para que lo vea bien.

Le pega de improviso un rodillazo en el estómago que le hace perder el aliento. Saúl vuelve a vomitar y su capacidad de aguante no da para más. La cabeza le cae hacia delante al perder el sentido. Panceta corta las cuerdas con un tajo seco de su cuchillo en un movimiento rápido y Saúl cae al suelo donde queda hecho un ovillo. El otro lo mira desafiante y saca de nuevo la pistola. Saúl, que abre un ojo, piensa que ha llegado su hora. Aun así, de su boca no sale una palabra. Panceta, amenazador, simula un disparo a la vez que suelta una carcajada y se dirige al coche que arranca. Saúl tantea el suelo como si tratase de buscar algo. Después deja de moverse.

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