Voyeur

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TERCERA PARTE » SÁBADO

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SÁBADO

Saúl llega al mediodía a casa y va directamente a la cocina, a ver qué hay de comer. Su abuela está en el baño, arreglándose.

—¡Abuela!

—Estoy en el cuarto de baño. ¿Qué tal, hijo? ¿Comes hoy en casa?

—Sí, he venido pensando que tenías algo preparado pero veo que no.

—Te haré una tortilla francesa. Es que he quedado con Prudencio para almorzar aquí cerca. ¿Te la preparo o prefieres venir con nosotros?

—¿A qué hora has quedado?

—Pues a las dos, y son menos cuarto.

Otra vez el Prudencio, le sonaba tan raro que su abuela pudiese echarse un amigo a esas alturas…

—Es un poco justo, sí —dice Saúl.

—¿Por qué no vienes con nosotros? Vamos aquí al lado, que tienen un menú estupendo.

A Saúl no le apetece almorzar con ellos pero prefiere hablar con Merche fuera de casa; la acompañará. La noche anterior había localizado los aparatos que le instalaron en su habitación. No encontró más pero también podrían estar en el salón o en cualquier otra parte.

—Te acompaño hasta allí y cojo un bocadillo.

—Para eso puedo ir sola. Tienes longaniza y pan, si quieres un bocadillo.

—Lo sé, pero tengo que bajar un momento.

Minutos después ambos salen del piso y van andando hasta el restaurante La Gramola, a dos manzanas de su vivienda. Su abuela camina lento y con un peculiar balanceo que llama la atención, pero no es cosa de su edad: siempre lo hizo así. Entran en el local —bastante concurrido—, las mesas cubiertas con manteles blancos. Los clientes son una mezcla de vecinos de la zona y trabajadores, a muchos los conoce de vista.

Prudencio está en una mesa junto al ventanal, leyendo La Vanguardia mientras toma una copa de tinto con un poco de queso. El hombre va embutido en una chaqueta gris oscura debajo de la cual lleva un jersey añil, camisa blanca y pantalón marrón con zapatos desgastados. El pelo, completamente blanco pero abundante, lo lleva peinado hacia atrás, las gafas de leer cuelgan de un cordón.

—Buenas tardes, Saúl. ¿Qué te ha pasado que cojeas? —saluda Prudencio, que hace un esfuerzo por levantarse.

Es un hombre cabal y perspicaz, camino de los ochenta años pero que no se deja vencer por la edad y lleva una vida activa.

—Buenas tardes, Prudencio. La moto, que se me cayó encima al aparcarla.

—Es demasiada moto, hijo —añade ella.

Prudencio niega con la cabeza como si no lo creyese.

—Sí, andaré con más cuidado.

—Aprovechando que estás aquí, te informo que he invitado a Merche a pasar unos días en mi casa de S'Agaró. Espero que nos des tu aprobación.

A Saúl no le gusta nada la idea pero le soluciona el problema. Pensaba mandarla a visitar a su hermana unos días a Girona pero no iba a ser sencillo convencerla. Opta por la opción más fácil al ver la cara de su abuela, que parece ilusionada con el plan.

—Sois mayorcitos los dos, yo no digo nada.

Ambos sonríen por el visto bueno. Saúl suspira resignado, aunque al menos tendrá a su abuela a buen recaudo por unos días.

—Esta tarde, después del cine, saldremos hacia allí —informa Merche.

Saúl ríe. Si había algo que le gusta a su abuela es ir al cine, incluso a diario, no le importa la película: cualquiera es de su agrado siempre que no sea demasiado violenta; Saúl la acompaña con frecuencia. Cuando salió del internado, estuvo yendo al cine con ella durante semanas, se vio la cartelera completa, y eso que era en verano y apenas había nada que valiese la pena. Saúl se dormía, aletargado por los medicamentos, y no es capaz de recordar siquiera qué películas vio en esa época.

Desde su recuperación van juntos al cine al menos una vez por semana; su abuela está pendiente constantemente de los premios Oscar, única noche del año que trasnocha para ver entusiasmada la gala.

—De acuerdo, abuela. Pero lleva el móvil contigo por si pasa cualquier cosa, ¿vale?

—Claro que lo llevo; también te daré el número de Prudencio.

—Eso es buena idea. Déjame una nota en la cocina, yo tengo que marchar.

—¿Seguro que no quieres comer con nosotros?

—Otro día, en una hora he de estar en casa de una amiga.

 

* * * * * * *

 

Jessica acude a ampliar su denuncia en la comisaría de Vía Layetana. Entra en las instalaciones alrededor del mediodía. Se encuentra muy recuperada de su secuestro. El recurrir a la policía le hace revivir todo lo sufrido, pero es un mal necesario; quiere que atrapen a ese malnacido, debe pagar por lo que le ha hecho, que no ha sido poco. El día anterior le confirmaron que había sido violada, algo que sospechaba por las pérdidas de sangre, pero es incapaz de recordar nada.

—Buenos días, Jessica. Soy el inspector Balaguer y este es el agente Caralt. Estamos a cargo de tu caso.

Los agentes se sienten aliviados al verla en tan buen estado. Ella les estrecha la mano.

—Buenos días —saluda el policía más joven—. Hemos leído el informe que hiciste —deja una copia sobre la mesa—. Nos gustaría completarlo. Es escueto, necesitamos más datos para atrapar a ese individuo.

—Lo sé, guardo una copia. Estaba muy nerviosa, solo pensaba en volver a casa.

—Es más que comprensible. Trata de relatarlo todo desde el principio y no escatimes detalles.

—Comprendo. Quiero que den con él; lo que me hizo no tiene nombre. Gracias a Dios estoy bien, parece un milagro salir con vida de una situación semejante.

—Adelante, te escuchamos.

El agente coloca una grabadora encima de la mesa.

—Me secuestraron al salir de la cena que celebramos un grupo de amigos en Tivissa, el viernes 3 de febrero, sobre las once de la noche. Al salir del restaurante había una niebla espesa, espesísima, apenas se veía a cinco metros de distancia. Me dirigí al coche, pero oí pasos varias veces, aunque no vi a nadie, debido a la bruma. Alguien me seguía; incluso llegué a esconderme junto a un arco y lo vi pasar de refilón; luego pensé que eran imaginaciones mías, pues el hombre siguió su camino y marché hacia el coche. Y allí me atrapó.

—¿Crees que alguien te esperaba o que fue casual?

—De casual, nada; estaba organizado. El propio secuestrador me dijo que me había elegido entre centenares de candidatas. Iban a por mí.

—No le fue complicado, Jessica —afirma Balaguer—, hemos comprobado tu Facebook, cualquiera puede seguirte los pasos; llevas más de un año publicando todo lo que haces, con fotos y detalles. Tienes más de tres mil contactos masculinos y además no hace ni siquiera falta ser tu amigo para ver todo lo que haces. ¿Alguien había establecido contacto contigo en esa página?

—Me llegan muchos mensajes, sí, pero solo contesto a los que conozco.

—Hemos accedido a tu perfil y estamos investigando —comenta Caralt—. Nos tendrías que dar la contraseña, si no es molestia, para revisar los mensajes privados.

Ella la anota en un papel.

—Sí, lo sé, he pensado en ello. Creo que aciertan ustedes, pero nunca imaginé que pudiera pasarme algo así.

—¿Qué recuerdas del hombre que te raptó en Tivissa? —indaga el inspector.

—Era joven, eso es seguro, pero no pude verlo bien. Como sale en el informe, llevaba un antifaz con flecos y una peluca de rizos.

Caralt deposita en la mesa fotografías de antifaces y Jessica señala el tipo que más concuerda con el que llevaba el desconocido.

—¿Algún hecho extraño alrededor de esas fechas? ¿Notaste que te siguieran, o algo similar; algún contacto poco normal?

—No, no noté nada raro.

—Continúa —le pide el inspector.

—Luego el hombre sacó el cuchillo. Fue todo muy rápido; cuando quise darme cuenta estaba ya dentro del maletero, muy asustada. Su coche estaba al lado del mío pero apenas pude verlo, me tapó los ojos con las manos.

Jessica hace una pausa para ordenar sus recuerdos.

—Arrancó el coche y partió bastante rápido, al menos esa es la sensación que tuve; luego empezó a ir más despacio, noté que se metía por un camino mal asfaltado. Poco después oí llegar otro vehículo. Ahí se me ocurrió lo de la pulsera y me la arranqué con los dientes; cuando apareció el otro tipo, vestido totalmente de negro y con pasamontañas, me asusté mucho; era un auténtico armario y apestaba a sudor. Me recogió de mala manera y me metió a la fuerza en una furgoneta Mercedes negra. Pude soltar de la boca la pulsera. Traté de memorizar la matrícula pero no soy capaz de recordarla. Luego, con el pinchazo de la jeringuilla, me adormecí.

—No te preocupes por lo de la matrícula, Jessica, habrán usado una falsa —añade Balaguer.

—Cuando me desperté estaba en la maldita habitación. Diez días allí... Me da pánico solo pensar en aquel lugar.

Guarda silencio y los policías temen que, ante los recuerdos, rompa a llorar. Pero ella continúa, mientras Balaguer se recuesta en su silla:

—El primer día no lo vi. Solo noté su presencia, como si alguien me observara: un voyeur, me he estado informando. Quería verme, que hiciese cosas para él, como bailar, un striptease o ducharme. Me presionaba diciéndome que si no obedecía añadiría dos días más al encierro, pero que saldría en diez días si hacía todo lo que me pedía.

—¿Puedes contarnos los detalles?

—Sería largo.

—Somos todo oídos.

Ella cierra los ojos y sacude el pelo, como si se tratase de un abanico, antes de contar con precisión todo lo sucedido en el secuestro. Nada de lo que añadió estaba en el informe preliminar. Los policías se muestran sorprendidos por el relato.

—Hay una cosa más, que puede ser importante —termina Jessica y les entrega el papel albal, doblado, con el pelo.

—Lo encontré en la comida. Podría ser del secuestrador, aquel sandwich no era comprado, estoy casi segura.

Los dos policías se miran satisfechos por la pista. Balaguer recoge el pelo con unas pinzas y lo mete en una bolsa destinada a pruebas. —Excelente, Jessica. Obtendremos el ADN, quizás haya suerte y tengamos una coincidencia: es mucho más de lo que tenemos hasta ahora. Siento comunicarte que no hemos podido obtener ningún perfil de ADN del informe médico. Te lavaron a conciencia antes de soltarte, usando incluso un estropajo; hemos encontrado trazas en la piel. No dejaron ningún rastro que podamos seguir, pero ahora tenemos algo.

Caralt toma la palabra:

—Ha habido otra chica. La secuestraron hace dos días y la han soltado en menos de veinticuatro horas. Ha descrito exactamente el mismo lugar en que estuviste tú y entendemos que la capturó el mismo joven. Lo que ignoramos es por qué la han soltado tan pronto. No llegó a tener ningún contacto con el secuestrador. Se despertó en la habitación y también hubo una botella de cava y un desayuno preparado. Horas más tarde, alguien abrió la trampilla y le disparó un dardo. Al volver en sí, estaba en un pinar, cerca de Vilanova, y era de noche.

—El secuestrador cambió de parecer —reflexiona Balaguer—. Es extraño, después de correr el riesgo de secuestrarla.

—¿Estás segura de que ninguno de los dos hombres era el secuestrador? —tercia Balaguer.

—Yo diría que no, por la manera de expresarse y todo lo demás. No parecía ningún palurdo. La música que ponía... El primero era un tarado, estoy segura, y el segundo una mala bestia. Son tres, de eso estoy cierta.

Los policías se miran extrañados.

—Te comunicaremos cualquier novedad según vaya avanzando la investigación, a ver si tenemos suerte y el ADN del pelo está en nuestra base de datos.

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