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PRIMERA PARTE » EL COMIENZO

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EL COMIENZO

Tivissa, Tarragona, viernes 5 de febrero 2016.

En el restaurante Els Obradors el ambiente, en una noche atípica, es festivo. Un lleno semejante no es habitual, incluso tratándose de un viernes.

El acogedor local alberga diez atestadas mesas. El suelo es de una desgastada tarima oscura, las paredes de piedra vista, adornadas por una colección de cuestionable gusto de fotografías en blanco y negro en las que se muestran labores campestres en uno de los lados; en la pared de enfrente, colocados alrededor de la chimenea, donde prende un intenso fuego, cuadros con paisajes de la comarca pintados con relativo acierto por la dueña, en esos momentos atareada en la cocina para dar salida a los últimos platos.

La noche está siendo agotadora para la familia que lo regenta: más de treinta personas a cenar cuando lo habitual es atender a seis u ocho a lo sumo. Ella echa un rápido vistazo a la menguada despensa. Ha sido una suerte haber hecho la compra esta mañana, tendrá que repetirla al día siguiente.

Su marido, al frente de la barra, se afana en atender a la clientela y en preparar las bebidas mientras conversa con los habituales. Su hijo, al cual llamaron para que les echase una mano, va de un lado a otro resoplando, bandeja en mano, según entrega postres y chupitos a los comensales.

Sentados a la barra, varios lugareños charlan animados mientras degustan quesos, torreznos y vinos dulces de la comarca y por momentos se dejan hipnotizar por las llamas que bailan lamiendo los troncos en la chimenea. Una anciana se toma un tiramisú; los nietos, junto a ella, se distraen jugando a las cartas. Otras mesas ocupadas por familias con niños, que vienen a pasar el fin de semana en el pueblo, y un par de matrimonios de mediana edad, vecinos de la zona, atraídos por el tumulto, dan buena cuenta de una pierna de cordero.

La atención se centra en la mesa del fondo, a uno de los lados de la chimenea, donde un numeroso grupo de jóvenes, al menos quince, arman alboroto al acercarse el camarero cargado con botellas de licores: Frangelico, limoncello y un aguardiente local, que es recibido con una salva de vítores; todo ello acompañado por unos dulces de anís, obsequio de la cocinera, que se muestra encantada de tener tanta juventud y espera que repitan al día siguiente.

Se trata de un grupo de estudiantes de Barcelona, que por una módica suma se hospedan en una de las casas del pueblo. Una clara intención: disfrutar del fin de semana. No obstante, no todos podrán quedarse; al menos esa noche.

Los jóvenes atacan con brío las recién llegadas botellas, cuyo contenido desaparece antes de lo previsto ante la mirada circunspecta del tabernero, que comprueba las reservas y decide bajar al almacén a por suministros. Deja las botellas en la estantería y saca el bolígrafo que lleva prendido del bolsillo de la camisa. Pensativo, calcula la nota.

Entre el grupo se encuentra una chica rubia de mirada viva y soñadora, cuya presencia por sí sola es capaz de iluminar la estancia. Es animosa y parece incapaz de mantenerse en silencio. Uno de sus amigos le ofrece la botella de Frangelico, invitación que ella rehúye con un gesto de la mano; sí se deleita, en cambio, con los dulces. Se trata de Jessica Prat, una joven alegre y risueña que de buena gana se quedaría con ellos esa noche, previsiblemente larga y alcohólica.

Pero no es para ella.

Si ha venido es porque no tendrá otra oportunidad de despedirse de Elga, que parte a Amsterdam el próximo martes y a quien ha prometido visitar en cuanto pueda.

Este maldito país, piensa, no da oportunidades a la juventud. No le bastan los dedos de las manos para contar los amigos que se han ido, escapando de miserias. Ilusión y desazón se unen en cada despedida.

Saca una nueva foto, que cuelga en su Facebook tal como acostumbra. Lleva todo el día haciéndolo.

Grave error.

Mira el reloj contrariada, son más de las once. Se dispone a despedirse, a su pesar. La mañana del sábado es un día subrayado en rojo en su calendario. Su oportunidad, aquella con la que lleva tiempo soñando: una agencia de modelos le realiza un casting y debe realizar su primer book. La semana ha transcurrido preparando la prueba y pensando en las posibilidades que se le pueden abrir si la prueba sale tal como prevé.

Se levanta y se despide de sus compañeros, que le desean suerte. Se detiene frente a Elga, a quien da un efusivo abrazo y colma de besos. No puede evitar una sincera lágrima, que le resbala por la mejilla. Le entrega un obsequio: un álbum con fotos del grupo que ha ido recopilando.

Les promete que volverá nada más acabar el casting, calcula estar de vuelta alrededor de las cuatro o las cinco de la tarde. A sus veintiún años no puede dejar pasar una ocasión semejante, que le permitirá costearse los estudios de veterinaria e incluso pagarse algún que otro capricho: el inicio de lo que espera sea una prometedora carrera.

Aptitudes no le faltan; al contrario, podría decirse que rebosa de ellas. La belleza de sus facciones, la inocencia de su cara, esos ojos azules grisáceos, su manera de caminar y sobre todo ese natural desparpajo y simpatía que le son propios y la hacen destacar. Esa capacidad de empatizar con todo el mundo con tan solo una mirada, un gesto.

Lo de gustar lo lleva en la sangre.

Debe partir a Barcelona; no quiere que se le haga tarde, y debe descansar bien. Solo faltaría amanecer con ojeras, reflexiona. Se enfrenta a casi dos horas de trayecto. Tomó una única copa de vino, por si la paran en algún control. No tolera más, por nada del mundo pondría en riesgo la prueba.

Va a salir bien. Los encandilará. Lo sabe.

Abandona el restaurante y se encamina en dirección a su Volskwagen Polo, regalo de sus padres. Nada más salir al exterior se ve sorprendida por una espesa niebla que cubre el pueblo dándole un aspecto fantasmagórico, fenómeno frecuente en la zona; un frío intenso la recibe.

Se desconcierta. No ve más allá de unos pocos metros. Le parece increíble estar envuelta por esa bruma que no existe en Barcelona, donde reside.

¿A ver si ahora no voy a ser capaz de encontrar el coche?, se pregunta conforme se ajusta la bufanda. En principio es sencillo, tal como le ha indicado Roger hace escasos minutos:

Al salir, tomas a la izquierda y continúas recto hasta el final del pueblo, desde allí verás la iglesia a un lado. La pasas y todo recto hasta alcanzar el arco antiguo. Los coches están unos metros más adelante.

Sigue las indicaciones dadas. Apenas llega a intuir el límite del pueblo, cercado por una antigua muralla. Conducir bajo esa niebla no le hace ninguna gracia. Hace poco más de un año que tiene el carné y jamás lo ha hecho en semejantes condiciones. Se tratará de unos pocos kilómetros y luego se disipará, tal como pronosticó uno de sus amigos al iniciarse tímidamente la niebla justo antes de llegar al restaurante.

Iré despacio y con las luces antiniebla. Si sé ponerlas...

Avanza, con prisas, bajo la luz mortecina de las farolas, atravesando en silencio el núcleo histórico de Tivissa, rodeada de antiguos caserones y acompañada por el rítmico taconeo de sus zapatos. Dos calles más adelante, se detiene un momento. Cree haber oído pasos.

Algún vecino que pasa, piensa; ya no los oye, habrá ido en otra dirección.

Prosigue camino subiendo la escarpada cuesta y llega al límite del pueblo, desde donde, tal como le dijo Roger, debía divisar el contorno de la iglesia de Sant Jaume.

No la ve. La niebla la oculta completamente. Sigue caminando y unos metros más allá alcanza a ver el iluminado campanario que se alza al cielo cortando la calígine como un cuchillo.

El lugar le impresiona y no quiere dejar pasar la oportunidad de echar un vistazo. Un lugareño les informó de que hay una iglesia construida sobre otra más antigua, como si se tratase de una caja contenida en otra de mayor tamaño; de manera que posee dos fachadas, quedando la más vieja atrapada en el interior; las dos son visitables, al existir un espacio entre ambas. Desde el exterior no se percibe tal característica.

Se adentra en la plaza. Varias luces que proceden del suelo iluminan la fachada, que tiene un aspecto espectral entre la bruma. No hay nadie. Se acerca al mirador y desde lo alto del promontorio en el que se encuentra la iglesia y que en los días claros permite divisar todo el valle, ve cómo la niebla cae a sus pies formando una especie de cascada de nubes que se prolonga hasta donde alcanza la vista.

A lo lejos se adivinan las luces difuminadas de varias poblaciones. El resplandor de un rayo ilumina las montañas y segundos después el sonido del trueno retumba con fuerza. Siente un escalofrío. Una ráfaga de aire helado procedente del valle la deja transida. Nota como el frío penetra hasta los huesos. Debe ponerse en marcha, no sin antes tomar con el móvil una fotografía de la iglesia, que luce siniestra. Comprueba el resultado de la toma. Apenas se aprecia, sale movida. Saca una segunda con similar resultado.

El reloj le señala que son las once y cuarto. Abandona la plaza y emprende camino calle abajo. De nuevo, cree oír algo. Se gira y ve luz en una de las ventanas de las casas que deja a su izquierda; el resto permanece a oscuras. Supone que la mayoría estarán deshabitadas aunque se encuentran en buen estado de conservación. Se pregunta si en verano se les da uso.

Continúa. Otra vez pasos a su espalda. En esta ocasión, más cerca. Se vuelve y observa en silencio; no alcanza a ver a nadie. Agudiza sus sentidos, segura de haber oído pasos. Se para un instante:

—¡Hola!, ¿hay alguien ahí? —pregunta con voz alta y clara.

Nadie contesta. Le invade una sensación extraña, desconocida hasta entonces. Percibe una presencia, a su espalda, entre la bruma. No está sola. ¿Por qué no contesta? Acelera el paso, confusa. Comienza a sentir miedo.

El coche está dos o tres calles más abajo. De nuevo escucha pasos y comienza a correr. La niebla se hace cada vez más espesa. Se interna en ella corriendo, alguien la sigue y quien lo hace acelera el paso y por fin también corre. Ella es rápida.

¿Qué sucede?

Llega al antiguo arco, lo atraviesa, se echa a un lado y se esconde en un recodo del mismo, pegada a la pared. Tiene que deshacerse de quien sea que la persigue. Trata de contener su agitada respiración. Se cubre la cara con una mano.

Lo nota pasar, cerca de ella, percibe su respiración jadeante por la carrera, ahora va despacio, avanza cauteloso, buscándola.

Por un instante ve un zapato a través de la bruma; un zapato de hombre. Permanece oculta, el corazón se le acelera. Los pasos se alejan calle abajo. Deja de oírlos. No se atreve a salir. Deja pasar unos minutos durante los cuales no oye nada y se arma de valor.

Empieza a dudar que la siguieran, habrán sido imaginaciones suyas. Se trataría de un vecino. Se esfuerza en restarle importancia a lo sucedido.

Quiere irse de allí enseguida.

Sale en silencio de su escondite, afina los sentidos para percibir cualquier movimiento a su alrededor. No percibe nada más que el silencio, la humedad y el frío que se hace vivo.

Avanza calle abajo y divisa el primer coche. Suspira aliviada, el suyo está un poco más adelante, a pocos metros. Saca apresurada las llaves del bolso y abre la portezuela. Se dispone a entrar en ese espacio amigo cuando es agarrada desde atrás y le tapan la boca; ahogando un grito que no llega a proferir. La echan contra el capó del Polo. Le dan la vuelta y ve a un hombre joven con antifaz.

El individuo le sonríe. Lleva una especie de peluca morena rizada de mala calidad. No lo conoce. Le inspira repulsión y temor a la vez. Desde luego no es uno de sus amigos. Y no es una broma.

Se asusta. El extraño la mira y con un dedo le hace un gesto para que permanezca en silencio, antes de ponerle una navaja en el cuello y decirle pausadamente:

—No grites o tendré que hacerte daño.

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