Voyeur

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PRIMERA PARTE » EL ENCIERRO

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EL ENCIERRO

Sábado 6 de febrero.

Me despierto sobresaltada, presa de un violento espasmo nervioso. Dolor de cabeza. Abro los ojos, una luz tenue ilumina la estancia. No sé dónde estoy. Me asusto. Me encuentro en una habitación, parecida a la de un hotel; es espaciosa, al menos veinte metros cuadrados. Estoy en la cama.

Sé que algo malo ha ocurrido. Apenas recuerdo. Ni mucho menos sé cómo he llegado hasta este lugar. Me viene la imagen del chico con el cúter, grabada a fuego en mi mente.

Es real, no es un sueño. La cena con los amigos. El miedo que sentí encerrada en el maletero. El encapuchado que me recogió y me introdujo en la furgoneta. Recuerdo un pinar, por un instante sentí el inconfundible olor a mar, a salitre; el viento y el frío. La pulsera que dejé caer mientras me tenía en brazos, el animal que me cogió como si fuese una muñeca de trapo.

Recuerdo sus ojos, la matrícula de la furgoneta que traté de memorizar. No consigo recordarla ahora, es imposible, los nervios me atenazan, el aturdimiento posterior...

Me viene a la memoria la imagen de una aguja acercándose y la voz que me comunicaba:

—Tranquila, no te pasará nada malo.

A mí no me pareció así. La sensación que me indujo a un profundo sueño y más tarde el aletargamiento. Me encuentro exhausta y afectada por el narcótico, o lo que fuese, que contenía aquella jeringuilla.

Echo un vistazo a mi alrededor, asustada por la realidad y consecuencias de los hechos ocurridos. No fue un mal sueño. Es real. La habitación está bien decorada, puedo ver una pantalla de televisión extragrande, justo enfrente de la cama. Las paredes son de madera, pintadas de negro y cubiertas en buena parte por grandes espejos que parten del zócalo hasta el techo; excepto la que tengo a mis espaldas que es blanca. En un lateral hay una moderna ducha con servicio de hidromasaje y un retrete sin ningún tipo de cubierta.

La temperatura es agradable, los calefactores adosados a las paredes cumplen su función. Me encuentro mareada, presa de una sensación extraña. Compruebo el brazo derecho y bajo una tirita descubro la marca del pinchazo. La aguja. La habitación gira al tratar de incorporarme. Un mareo. Me reclino de nuevo ¿Qué me sucede? Me fallan las fuerzas, dudo que sea capaz de ponerme en pie.

Miedo.

Trato de repasar mentalmente las escenas de la noche anterior. Me cuesta concentrarme. Me levanto. Me sobreviene un vahído y me dejo caer sobre la cama. La perspectiva no puede ser menos halagüeña.

Pegada a unas de las paredes observo una mesa para dos comensales cubierta por un impoluto mantel blanco y sobre ella una cubitera en cuyo interior descansa una botella de Moet con una nota al pie. Me siento en la cama, y espero que la sensación de mareo se desvanezca.

Me reincorporo y me acerco curiosa, con miedo pero contrariada. La recojo, mis manos tiemblan al abrirla:

«Bienvenida, Jessica»

No puedo evitar que una lágrima me recorra el rostro. ¿Qué significa eso? Golpeo enfurecida la pared con ambos puños. ¿Qué es lo que quieren de mí? ¿Quién me ha hecho esto?

Echo un vistazo más detenido a mi alrededor, no hay ninguna puerta o ventana en la estancia. Eso me alarma. Por algún lado he tenido que acceder a este lugar. Una sensación indescriptible, mezcla de angustia y claustrofobia, se apodera de mí. Cierro los ojos y trato de respirar con normalidad.

Noto que se me acelera el pulso. Preguntas que vienen y van. Ninguna con respuesta. ¿Cómo demonios he llegado hasta aquí? Confusión. Los nervios se apoderan de mí, trato de tranquilizarme y recuperar el control. Inspiro lentamente, levanto la cabeza…

Es entonces cuando veo la abertura metálica de entrada al cubículo. Cerrada e inalcanzable. Da la impresión de estar sellada. No veo mecanismo alguno para abrirla, al menos no desde el interior.

¡Estoy bajo tierra!

Acerco una de las sillas a la trampilla, me subo, empujo con todas mis fuerzas pero la trampilla no cede, ni tan siquiera parece moverse. Solo se podrá abrir desde fuera.

El estar encerrada bajo tierra me acongoja sobremanera. Me veo invadida por una sensación atroz. Mi claustrofobia. Comienzo a respirar fatigosamente, como si me faltase el aire. Pero no es aire lo que necesito. Debo salir de aquí.

La habitación se encuentra provista de un dispositivo que la ventila. Funciona correctamente; es la sensación de claustrofobia que me invade y es superior a mí. No es la primera vez que me sucede: ascensores, túneles, sótanos… la provocan. Tengo que salir, pero, ¿cómo?

Necesito serenarme, cierro los ojos y cojo aire, inspiro hondo. Trato de sustraerme a esto, pero es inútil. Me detengo ante el reflejo de mi imagen en uno de los espejos. Llevo un camisón; alguien debió ponérmelo. No lo recuerdo. Me toco, asustada, por debajo del camisón, encuentro mi ropa interior. Suspiro aliviada. Mi rostro devastado por el dolor. No derramaré más lágrimas. Tengo que ser fuerte.

Me viene la imagen de mi agente esperando por mí. ¡La sesión de fotos! ¿Qué hora será? Me miro más detenidamente en el espejo. Tengo mala cara, pero no percibo ningún golpe. Me observo con detalle. ¿Me habrán violado?

No lo creo, al menos no tengo esa sensación. Me doy cuenta de que hay una máquina de café con un buen surtido de cápsulas en un bote y una pequeña nevera debajo, pegada a la pared, junto a una de las mesillas. Abro la nevera, dos bricks de leche, zumos y una bolsa con cruasanes pequeños. Abro el armario empotrado en la pared de la izquierda: está lleno de ropa de calidad; bañadores de todo tipo, ropa interior cara, lencería, vestidos de noche e incluso un vestido de novia cuelga de una de las perchas. Parecen de mi talla...

Cierro la puerta inquieta y observo una puerta metálica incrustada en la pared, provista de un teclado alfanumérico para —supongo— su apertura. Trato de abrirla pero no puedo. Pulso las teclas, que emiten un singular sonido, pero no funciona sin la combinación.

Me quedo pensativa y humillada. Alguien me retiene y estoy a su merced. El tipo que me raptó tenía un aspecto tan extraño; algo, en su semblante, me decía que no estaba del todo bien de la cabeza. Recuerdo con horror el antifaz; ¿a qué chalado se le podría ocurrir algo semejante? Estoy segura de que llevaba además una peluca barata. Trato de recordar algo del trayecto en la furgoneta pero intuyo que perdí la conciencia: el efecto de lo que sea que me inyectaran. Lo último que tengo presente es el pinchazo y cómo me adormecí poco a poco, el runrún de la furgoneta al desplazarse…

Me preparo un café, necesito beber algo, tengo la boca seca. Las manos me tiemblan, dominada por la situación. La taza se cae al suelo y se rompe. Inspiro profundamente de nuevo, trato de serenarme. Recojo los pedazos y los tiro a una papelera. Me hago un corte en un dedo, chupo para evitar que la sangre fluya. No es nada importante. Cojo otra de las tazas y procedo con más cuidado a preparar el café, le agrego leche y me siento a la mesa llevando conmigo el bote con los cruasanes. Miro a mi alrededor en silencio. Escudriño las paredes minuciosamente. No veo nada que me llame la atención. Aunque tengo una sensación extraña. Como si alguien me estuviera observando.

Acabo de desayunar y, sentada, hablo en voz alta. Tengo una intuición:

—¿Por qué me hacéis esto?¿Qué queréis de mí?

Nadie contesta, quizás sea lo mejor. Tengo pánico de ver a mis captores, de que me den malas noticias. Presiento que es algo que no podré evitar, en algún momento se darán a conocer. ¿Qué está sucediendo?

Me tumbo en la cama y me pongo en posición fetal. Hasta que no puedo más. Me levanto, el espejo me devuelve el reflejo de mi cara desencajada, siento lástima de mí misma. Mi destino, debo ser fuerte.

Pruebo la ducha. Tiene agua caliente. Me desnudo y entro bajo su flujo. Paso un buen rato tratando de relajarme. Y es en ese momento cuando percibo con seguridad que alguien me está observando. Es algo más que una intuición; al otro lado de la pared alguien me contempla. Estoy cien por cien segura de ello. Grito y salgo de la ducha recogiendo la toalla y tapándome sobresaltada. Corro hasta la pared, que golpeo con furia… antes de meterme en la cama y esconderme bajo las mantas.

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