Voyeur

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SEGUNDA PARTE » LA RAVE

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LA RAVE

Esteve no tarda en localizar en un polígono industrial de las afueras de Cornellá el destartalado edificio de oficinas donde se celebra la fiesta. Le basta con seguir el frenético bum bum de la música que se escucha en toda la zona. El bloque ha sido ocupado por unos días y reconvertido en el emplazamiento de una fiesta salvaje. Son alrededor de las once y media de la noche.

En las inmediaciones se cruza con grupos de jóvenes que caminan en la misma dirección; los autobuses van llenos a reventar de aficionados a la locura de la música electrónica. Se dirigen a la rave formando pandillas numerosas, pues no es habitual acudir solo, ni tampoco recomendable. Los nervios están a flor de piel, fruto de la mezcla de drogas, alcohol y ganas de desinhibirse. La mayoría van bien entonados.

Esteve avanza entre el bullicio y se acerca a la entrada, donde cuatro gorilas seleccionan quién entra, quién paga y quién no. Hay lío en el acceso, los porteros quieren hacer pagar a un grupo que se queja ostensiblemente de por qué ellos tienen que pagar y otros no. Echa un vistazo. Primer contratiempo: uno de los porteros es el Eduard, un malnacido que se la tiene jurada desde que tuvieron un encontronazo tiempo atrás.

—¡Mierda!, bien empezamos —exclama Esteve, que vuelve sobre sus pasos.

Por allí no puede pasar. Rodea el edificio, en dirección a la parte trasera, más tranquila a no ser por el bum bum que hace retumbar el edificio y se expande más allá de sus seis plantas.

El riesgo estriba en que llegue la policía a desalojarlos y se monte un buen follón. No pasa siempre, aunque es algo a tener en cuenta. Ese no es su problema. Improvisará llegado el momento. Echa un vistazo a las ventanas del piso inferior, protegidas por placas de metal, buscando un lugar por el que acceder. A la altura del primer piso encuentra una ventana protegida por una rejilla metálica; luz al otro lado.

No se lo piensa dos veces. Se agarra a una tubería y comienza a escalar la pared. Tres metros de subida. Mira a su espalda; un grupo de chicos en un lateral, haciendo botellón antes de entrar; la mayoría de la gente está en la entrada. No se va a detener tan fácil, tiene claro su objetivo: quitarse la coca de encima. Alcanza el alfeizar de la ventana y de una patada hunde la rejilla, que cae al interior y deja al descubierto una cortina granate medio descolgada. La aparta de un manotazo.

Asoma la cabeza. Se encuentra un ancho pasillo, a uno de los lados un grupo de chicas punkies embutidas en prendas de cuero negro adornadas con cadenas y candados, fuman porros de hachís apostadas en unos palés. El pasillo está iluminado por velas instaladas en la repisa que lo jalona. Un perro marrón, mestizo, que está tumbado junto a ellas se levanta y se dirige gruñendo a su encuentro. Mete la primera pierna y se cuela dentro. El perro le ladra embravecido:

—Tranquilo, amigo.

Le tiende la mano cerca del hocico y el chucho se tranquiliza, da media vuelta y recupera su sitio. Una de las punkies le mira sorprendida por su aparición a través de la ventana; el resto ni se inmuta. Esteve se vuelve, percibe ruidos a su espalda. Dos chicos avanzan hacia él, pasan a su lado y prosiguen camino.

—¿Quién pincha? —pregunta Esteve a la punky que lo observa.

Lleva una cresta verde y negra, piercings en las orejas, unos veinte años, rostro demacrado.

—El Brasas, le está dando para comenzar —informa.

—¿Tenéis farlopa?

No va a dejar pasar la oportunidad de quitarse algo de encima.

—Qué va, vamos de speed, colega. No tenemos para pasar.

—Yo tengo una fari que te cagas.

—Preferimos speed. Es más barato.

Esteve saca su dosificador de metal, preparado para la ocasión, y aspira fuerte. Segundo tiro de la noche, empieza a ponerse a tono. Se lo ofrece a la chica que parece interesada y lo prueba.

—¡Qué bueno tío!, ¿haces cuartos?

—Cuartos no —ya sería el colmo—. Medios, a treinta eurazos. Cunde, ya verás. Os saldrán ocho filas al menos si la picáis bien.

—¿Pillamos uno para probar? —pregunta al resto de las compañeras que ahora sí están más receptivas.

Una eleva los hombros en señal afirmativa. Otra dice:

—Si es buena, cogemos medio para probar.

Las otras asienten.

—Hecho —responde él.

Mete la mano en el bolsillo interno de su cazadora de cuero y busca, palpando con los dedos una que lleve una buena roca. Se la entrega.

La chica le paga el dinero del bote común, abre la bolsita, esparce parte del material y empieza a picar las rayas en una placa de metal que previamente limpia con el codo. Seis rayas en sincronizada formación listas para entrar en acción.

—Si cunde, tiene una pinta cojonuda, ¡cómo brilla! —se entusiasma una que lleva un arete en la nariz.

Saca un billete de veinte euros y se mete la primera fila. El resto desaparecen, en un ritual silencioso.

—¡Mola! ¿Pillamos otro medio? —añade otra que sonríe satisfecha.

—Mejor dos. Ya colocaremos algo de speed más tarde para recuperar la guita —propone una con el pelo de la cabeza rapado y en cuya parte trasera cuelga una especie de decrépita coleta blanca.

Entrega la mercancía y recoge el dinero.

—Si queréis más, andaré por aquí.

Esteve se dirige al fondo del pasillo. Va a inspeccionar la zona. La música, que proviene del piso de abajo, se hace cada vez más atronadora. Llega a unas escaleras. Varias personas sentadas sobre cajas de madera en el rellano. Baja.

Observa, a su derecha, el pasillo que conduce a la entrada. Ve por un segundo a su “amigo” —Eduard— liado en dar por saco a los clientes recién llegados. Está en su salsa. Le gustaría tener unas palabras con él, pero no es la noche apropiada.

Se escabulle y avanza en dirección al lugar de donde procede la música. El piso se encuentra más concurrido, la fiesta se pondrá caliente en dos o tres horas. Se detiene para tratar de localizar a algún conocido, en una especie de recibidor. Da con un grupo que conoce de vista; no le inspiran confianza.

Debe andarse con cuidado.

Tiene la boca reseca, necesita beber algo pero no ha localizado ninguna barra de bebidas. Se fija en un grupo provisto de cervezas de a litro antes de incorporarse a la estancia.

—¿Dónde hay priva?

—Segunda puerta del pasillo, en el chill out.

—¿Queréis farlopa?

—No —responde con desprecio.

Se interna en el pasillo que parte del recibidor. Un cretino se detiene bruscamente delante de él y se ata la bota obstruyéndole el paso. A punto de chocar, sus compañeros le ríen la gracia. Van buscando gresca. Él lo aparta a un lado de un manotazo, pasa y ni los mira. Va directo al chill out.

Entra en la inmensa sala, que debió ser de conferencias, tiene una ligera pendiente en dirección al fondo, donde se ven los restos de un escenario ahora inservible. Aún conserva algunas filas de asientos, que en su mayoría han sido retirados. El suelo aparece cubierto por una andrajosa moqueta verde. La gente no le hace ascos y se sienta en ella. Las paredes decoradas con calaveras y calabazas sacadas de alguna fiesta de Halloween, pese a estar en febrero. Las llamas de varias antorchas proyectan extrañas sombras en la estancia.

La música es tecno pero más relajada y suena a un volumen que permite hablar sin forzar la voz. El ambiente es bueno en general. Numerosos grupos distribuidos formando corros sobre la alfombra, empieza a faltar espacio: se pondrá a reventar.

La mayoría de los asistentes a la rave se encuentran en esa planta, pero se abrirán otras según la necesidad del aforo. Una larga barra a su derecha. En el fondo, sobre el escenario, una pantalla gigante en donde se retransmiten imágenes de Bugs Bunny bailando break dance junto a un Pato Lucas que no se encuentra en las mejores condiciones, se le ve colocado y a punto de sufrir un telele. Esteve sonríe.

Nota un olor extraño en el ambiente, como a humedad rancia y orines. Se acerca a la barra, donde encuentra a la Sole —una amiga— morreándose con un tipo delgado con cara de arenque.

—¿Qué pasa, Sole? —interrumpe.

—¡Eyyy, Esteve!, ¡menudo combate! Lo machacaste, eres un crack, que le den al Puño de Carabanchel. Hoy duerme en el hospital —exclama admirada.

La Sole es una chica menuda, de mirada nerviosa y alegre, sus facciones son agradables: piel morena y cabello rizado, quizá excesivamente largo; lleva un tatuaje en el cuello, su nombre en chino. Viste un jersey gris gordo, con cremallera, dotado de capucha, y un pantalón vaquero ajustado, zapatillas Adidas verdes.

—Le di bien. Se lo pensará dos veces para volver a pelear conmigo. Fanfarrón de mierda —hace gesto de ponerse en guardia con los puños—. ¿Has ido a verlo? —pregunta intrigado—. No te vi.

—No, qué va. Lo he visto en vídeo, en Youtube. Me lo ha pasado el Carles.

—¡No me digas!, ¿ya está colgado? —se sorprende—. Qué rapidez. Pásamelo, anda.

—Sí, claro, te enviaré el enlace. Dame tu número.

—Oye, tengo farla; escama de la buena para mover —informa—. Échame una mano, que tengo que pagar unas deudas y me la quiero quitar de encima. A ver si conoces a alguien que quiera pillar.

—Ándate al loro. ¿Ves aquellos tipos al final de la barra? Son el Ferrán y su gente. ¿Los conoces? —él niega con la cabeza—. Trabajan para los que organizan la rave. En teoría tienen la exclusiva para vender y no se cortan un pelo. El otro día le sacaron una pipa a uno que vendía pirulas y le dieron el palo, aparte de la paliza; son peña chunga.

—Ya imagino... por eso quiero venderla rápido y cuando se enteren, estar ya lejos. Mi amigo el Eduard es uno de los porteros para colmo.

—Sí, lo he visto, sé que no os tragáis. Ese no creo que te moleste demasiado, estará liado en la entrada casi toda la noche. Mejor que no te vea. ¿Cómo es que te dejó entrar? —pregunta extrañada.

—Entré por una ventana. Es su territorio, mejor no cruzarme con él.

—Fijo —reflexiona por un instante—. En un rato vendrán unos colegas. Es el cumple de uno por lo que estarán con ganas y también con pasta. Les molará lo de la escama. Me han enviado un whatsapp preguntando que qué había para pillar. Se lo comentaré; quizás quieran algo... si no han arreglado todavía, vamos.

Su compañero le hace señas de que coja uno para ellos.

—Gracias, Sole.

—Soy Enric —Se presenta el amigo dándole la mano a Esteve.

—Encantado, Enric. Trátala bien, muy legal la Sole.

—He visto el vídeo. Eres un troglodita, lo has machacado. Tres golpes seguidos, a cada cual mejor. ¡Que se joda el madriles ese! Le has metido que ya quisiera Tyson.

—Necesito ver ese vídeo.

Le ayuda a dar de alta su número en el whatsapp a Sole mientras le pasa dos bolsitas a Enric y recoge con disimulo el dinero. Los matones justo enfrente de él, al otro lado de la barra, ocupados vendiendo su mercancía sobre el mostrador como si se tratase de un supermercado. Él no tiene esas facilidades.

El móvil vibra, lo coge presto. Un whatsapp con un enlace de Youtube. Lo abre y lo visiona junto con Sole y Enric. El vídeo es de cuatro minutos de duración; más de lo que duró el Puño en pie. Comienza con un primer plano suyo en el taburete, con la mirada perdida en algún lugar lejos del cuadrilátero; luego otro del contrincante yendo de un lado a otro del ring. Un subtítulo que dice “Te voy a destrozar”. La calidad de la grabación es buena y cuenta incluso con repetición a cámara lenta de los piñazos que le arreó. Se ve cómo salta un diente, resaltado por un círculo rojo, en el primer golpe. Esteve, se descojona:

—¡Es buenísimo!, ¡qué caña de planos! Está muy currado.

—Es que estaba grabando la televisión de Badalona. Lo han bordado, la verdad.

—¡Ya te digo!

—Oye, llevas más de tres mil visitas. ¡Qué pasada! Te harás famoso.

—El que se va a hacer famoso es el madriles. Menuda manera de encajar hostias. Una tras otra —afirma eufórico Enric.

El camarero le tira una cerveza de a litro y le cobra seis euros. Esteve saca el dinero del bolsillo trasero y se lo entrega.

Sole comprueba su teléfono, tiene un whatsapp.

—Estos están llegando. Dicen que cinco gramos, si es tan buena. Quieren quedar fuera, están en la furgo. ¿Vamos para allá?

—Perfecto. ¿Te importa llevárselos? Lo de salir y entrar es un marrón, el Eduard, ya sabes.

—Sin fallo. Hazme un descuentillo, ¿no?

—Claro, quédate con veinte euros.

Ella le guiña un ojo. Esteve mete mano a su bolsillo farlopero y le entrega diez bolsitas protegiéndose tras la barra de posibles miradas. Se van y queda solo en la sala, observando el percal.

Aprovecha para mandarle un mensaje a Saúl.

Esteve: Empieza bien la cosa, me quedan siete. ¿Vienes para aquí?

Lagartija: Salgo, entonces. Espérame fuera, ¿no?

Esteve: Imposible, está Eduard tembleques en la entrada. Entra tú. Si te hacen pagar, me lo descuentas. ¿Ok?

Lagartija: Ok, oído cocina.

Esteve: Echa un vistazo a este vídeo.

Le deja un link con el enlace del combate.

Sale al pasillo cerveza en mano, buscando conocidos. La planta empieza a atestarse de gente. Entra en una sala grande, al fondo, donde pinchan un tipo de música llamado psychedelic-trance a un volumen ensordecedor. Se encuentra repleta, la gente baila frenética, como posesos en un infierno propio.

El ritmo es tan penetrante que impide incluso pensar. El público se mueve enloquecido, arrobado, en un ritual conjunto de adoración a un sudoroso Dj de bañador verde y pecho al descubierto en permanente éxtasis; va recubierto de pinturas que recuerdan a un indio americano. Un semidiós en su parcela de gloria, con enfervorizados fans, mesa de pinchar, sudor, botellines de agua, sintetizadores, alucinógenos… en una subcultura de evasión.

Efímeros momentos de gloria que desgastan de una manera avasalladora.

No le parece el mejor lugar para sus blancos propósitos. Sube a la segunda planta, que empieza a animarse. Una especie de música estridente proviene del fondo. Se dirige hacia allí y entra en una sala donde un japonés con mandíbula desencajada pincha una música, si es que se puede calificar como tal, extraña e infernal. Nunca había oído nada semejante. Carece de ritmo, ni siquiera un atisbo de melodía. Puro ruido, algo así como maquinaria industrial a pleno funcionamiento.

El japonés la está flipando él solo. Los asistentes no parecen cogerle el truco a su arte y lo miran perplejos, algunos se ríen. El oriental es el que va más colocado de todos, con diferencia. Alguno trata de animarse y bailar al son de su ruido. Ve a una de las punkies en primera fila, de las pocas que parece comprender al japonés. Se cruzan las miradas y le levanta el dedo pulgar, satisfecha. Esteve le guiña el ojo y abandona la sala antes de que le entre dolor de cabeza.

Desciende de nuevo y ve que varias personas suben del sótano. No lo ha comprobado. Va hacía allí. Llega a una espaciosa sala, lo que debió ser un almacén. Han montado una rudimentaria barra con bidones y tableros de madera, carente del más mínimo glamour. Varios sofás grandes en las esquinas, con clientes sufriendo un bajón. Un dedo de agua cubre la mayor parte del suelo, un olor pestilente le golpea nada más entrar. A la gente no parece importarle demasiado y cada vez acuden en mayor número a comprar bebidas.

Un pakistaní con mochila, que vende sus propias cervezas es interceptado por dos de los matones de la organización y se lo llevan a empujones, a la vez que le arrebatan la mochila que lanzan a uno de los camareros. El paki se revuelve y trata de recuperar su mercancía. Su esfuerzo resulta baldío.

Recibe una sarta de golpes que le hacen replantearse la idea. Se va del lugar con la nariz ensangrentada bajo los improperios de uno de los crecidos matones. Entretanto el camarero coloca las cervezas a disposición de la clientela. ¿Cómo coño se habrá colado ese aquí? Le echa huevos. Esteve realiza una mueca de incredulidad.

Cree reconocer a uno de los camareros de la barra, amigo del Eduard. Mejor irse antes de que lo reconozcan a él. Se la está jugando y le queda mucho por hacer. Le llega un whatsapp de la Sole. Le informa que unos colegas quieren tres gramos y que tiene el dinero de los otros. Se está enrollando.

Le hará falta más mercancía para poder servir el encargo, ¿dónde está Saúl? Busca el baño. Entra, se hace una raya y coloca dos bolsitas a un inglés que hace cola para mear. Un tipo de Murcia le compra las tres restantes. Se queda sin nada. Ahora necesita seis para la Sole. A ver si aparece el Saúl. Estará en camino. Ve que el inglés se reúne con cinco colegas más y suben a la planta de arriba. Los sigue.

Empieza a llevar un buen subidón, su mandíbula inquieta. Tendrá que dejar las rayas por un rato. Los ojos vidriosos y cada vez más tenso. La boca pastosa. Necesita más bebida. Los ingleses suben a la tercera planta, que comienza a tener actividad. Ve una sala a su izquierda que de pronto no tiene mucho movimiento, pinchan rock. Observa cómo los ingleses se encierran en un servicio y desaparecen por un buen rato en su interior. Él permanece apoyado en la puerta de la recién descubierta sala, esperando a que salgan.

Quizá quieran más. Eran muchos, seis o siete. No los pierde de vista; con la cara de vicio que tenían, un gramo no les alcanzará ni para empezar. Lo huele.

La música en esta ocasión, no es tecno. Pinchan un tema de Nirvana, Lithium. Se acerca a la barra, en donde se pide un Brugal con limón. Se lo bebe en tres tragos. Se está meando de nuevo por culpa de la cerveza anterior.

Se dirige al baño. En el interior, el grupo del inglés se ha hecho fuerte y da buena cuenta de la farla. El chico se lo queda mirando. Le hace un gesto a uno de los amigos y se acerca a él. Le piden tres gramos más. Les ha gustado.

Les indica, en un inglés rudimentario, que en diez minutos tendrá más material, y que estará por esta planta.

Not now, in a moment. Be here around, in this floor.

Les facilita el móvil por si acaso. Le podría ir bien mantener el contacto. El inglés le hace una llamada perdida. Se dan la mano.

Vuelve a la sala de rock. Suena un tema que le encandila, Walk, de Pantera. Le llegan dos mensajes casi al unísono:

Lagartija: ¿Dónde estás?

Sole: ¿Dónde estás?

Esteve: En la barra, tercera planta. La sala de rock. Sube.

Hace un copiar pegar.

Una copa después aparece Sole y el Saúl. Ella le da el dinero, 460 eurazos que guarda en el bolsillo, y Saúl le entrega la nueva remesa, de la que saca seis y se los pasa a Sole, que se va en busca de sus buenos pagadores e impacientes amigos. Suena Search and Destroy de Iggy Pop. Esteve no se puede aguantar y se marca un bailoteo con un Saúl desatado.

La sala se anima y empieza a llenarse. Ahora suenan los riffs de guitarra de Killing in the name, de Race againts the Machine. Se dirige con Saúl al baño, le hace una seña a su cliente inglés, que viene con el dinero en mano y le entrega la mercancía.

—Te conoce todo dios. Ten cuidado, hay mucha mierda aquí dentro — farfulla Saúl.

—No hace falta que lo jures.

Entran en uno de los retretes y le entrega la recaudación, que Saúl guarda en una cartera en la entrepierna.

—Está todo menos veinte euros que le rebajé a La Sole —aclara Esteve.

—Sí que te enrollas con ella.

—Me ha movido nueve gramos ella solita...

—Sí es así, me callo. Me quedo contigo, si quieres, a echar un ojo.

—No, vete a casa a por más y guarda la pasta. Me los quitaré enseguida, esto está muy caliente.

—No hace falta. He traído otras treinta bolsitas. Las llevo aquí —se echa mano al paquete.

—Si las saco todas juntaré lo que te debo.

—¿Te crees que no se contar, o qué? Por eso traje treinta. El resto ya las irás sacando. Mejor pirarse cuanto antes. Yo me doy una vuelta por ahí, a ver si conozco a alguien y te coloco alguna. Me encargo.

—Gracias, Saúl. Eres un colega.

—Siempre me he enrollado contigo. No sé por qué estás así conmigo. Te ayudo en lo que puedo; en lo que no, pues no.

—Espero que un día me cuentes de dónde has sacado la guita.

—Deberías de probar a currar un poco —farfulla Saúl, molesto.

Se despide y baja a la planta primera. Esteve sigue a lo suyo, buscando clientes y va a la sala del rock, que se ha convertido en su favorita. No tarda en deshacerse de cuatro bolsas más, que coloca a unos que conocía de la Razzmatazz. Encarga un gin tonic y se apoya en la pared, que parece sufrir una convulsión al ritmo de Thunderstuck de AC/DC.

El móvil vibra.

Lagartija: No bajes por aquí, que está tu amigo tomándose algo en la barra con otros dos maromos. Te he movido tres y pueden caer más. He visto al Toño con la peña de El Prat. ¡Se está armando una gorda abajo! ¡Menudo fiestón! Me estoy tomando un vodka-cola. El primero en dos semanas.

Esteve: No te desmandes, tú, que eres un bala perdida y no te conviene.

Lagartija: No, tranqui. Solo uno. La fari está cojonuda.

Esteve: ¡Joder!, ¿te has metido? No puedes, te va a sentar mal, ¡ostia!

Lagartija: Me puso una puntita el Toño. Solo una.

Esteve: Te voy a dar una leche. Lárgate a casa.

Lagartija: Una polla. Me quedo hasta que tenga mi guita, colega. La Ducatti me espera.

Esteve: No soy tu madre, pero como te vea privando o bebiendo, te pateo el culo.

Lagartijja: Que te follen. Fue solo una puntita...

Esteve: Conozco las puntitas del Toño, de puntitas na de na.

Esteve golpea la pared con el puño. Solo falta que se le vaya la olla a Saúl y lo eche todo a perder. Lo suyo no es ninguna broma, lo de beber una copa tiene un pase pero lo de la raya puede traer consecuencias nefastas.

Se empieza a poner de los nervios.

Sabe que la va a montar gorda ahí abajo y no puede acudir. Por lo que recuerda, Saúl ya no se medica. Eso no es garantía de nada. Se siente paranoico por su amigo y le manda otro mensaje.

Esteve: Súbete al tercer piso, que te vea.

Nadie contesta. Sale de la sala, que empieza a apestar a sudor, y baja un piso. Por un momento piensa que está en medio de una invasión de zombis. La peña tiene un coloque que da miedo. Se ve que es la noche del lsd, alguien mueve a tuti plen.

Se dirige de nuevo al chill out agobiado por la multitud. Ese espacio está casi lleno pero mucho más tranquilo que el resto. Se sienta al lado de un grupo grande. No se corta y entra a saco preguntándoles si tienen algo. Le ofrecen pastillas, que rechaza, e informa que un colega suyo tiene buena farla, si quieren. Dos se interesan y les pasa el dosificador para que la prueben. Se queda un buen rato charlando con ellos, como si formase parte del grupo. Son de Tarragona y uno de ellos, con camiseta de tirantes, practica kick boxing. Les enseña el vídeo del combate de hoy. La peña lo flipa con el K.O. en el primer asalto. Lo felicitan.

Le pasan whisky de una petaca y se fuma un porro de marihuana de esos que dejan a uno fuera de combate. Uno de los reunidos le encarga dos gramos. Les dice, por si acaso, que llamará a su amigo. No quiere pasárselos allí. Demasiado peligroso. No se fía. Reconoce a uno de los matones que está en la barra, que controla la zona mientras bebe un agua como si no tuviese otra cosa mejor que hacer. Dos de sus compinches van vendiendo por los grupos. Dice a los de Tarragona que en cinco minutos en el baño y se va para allí.

En el servicio se deshace de otros dos gramos nada más llegar. Al rato les vende no dos, sino tres a los de Tarragona. La mercancía va saliendo a buen ritmo. Sigue sin noticias de Saúl. Eso le preocupa. Le quedan cuatro bolsitas y el resto lo tiene él.

Le manda otro mensaje, que tampoco contesta, y comprueba que ni siquiera ha leído el anterior. Lo llama, nada. Manda un mensaje a Sole, preguntándole dónde está. No recibe respuesta. Estará ya hasta arriba. Se vuelve al chill out y se sienta otra vez con los de Tarragona. Ve entrar al Eduard en la sala. Se esconde entre el grupo, para que no lo vea. El otro se apoya en la barra junto a uno de sus colegas, al que le entrega una bolsa con más material para la venta. Aprovecha que se quedan hablando para irse de allí y bajar a la sala grande a por Saúl.

Es complicado moverse entre tanta gente. Son las dos y la fiesta se desmadra cada vez más. Un pincha nuevo en el escenario dándolo todo. Ahora hay unas gogós bailando en dos jaulas que cuelgan del techo, al lado del Dj.

No lo ve en ninguna parte. Revisa el baño y varias de las habitaciones y baja al piso inferior. Se encuentra al Toño y compañía. Se abrazan. Les pregunta por Saúl. Toño le informa que lo vio hace un rato con una tipa con piercings. Le coge el resto de las bolsitas para unos colegas y le pregunta si tiene más.

Le dice que sí pero que las tiene el Saúl, que a él ya no le queda nada. Se mete en el bar, echa un vistazo. El ambiente es repulsivo, en vez de un dedo de agua hay dos o tres. Incluso así, varios tipos están tirados en el suelo, sin sentido o de bajón, empapados en esa sospechosa agua turbia. Sale de allí, el olor es insoportable. Va al baño, dónde se encuentra a Saúl visiblemente borracho y colocado.

—¡Saúl! —le grita—, ¿qué coño haces?

—¡Menudo fiestón! —Se fija que lleva un vaso de tubo lleno de whisky hasta arriba.

—¡Tío, no bebas! Menudo colocón llevas.

—Solo tres copas. Tres copas.

—Ni una deberías beber, mamonazo. Mucho menos de garrafón. ¡Vas hasta arriba de farla!

—Un par de rayas nada más.

—Una mierda. Pásame el resto, que ya no tengo nada. ¿Cuánto queda?

—Te he movido unas cuantas. No recuerdo. Tengo la pasta aquí, eso sí.

—Dámelas. Vamos arriba. Esta planta apesta.

—No, espera, que vendrá un nota. Quiere cinco gramos. Es legal, tío.

—Aquí solo hay como quince bolsas.

—Es que he movido muchas. El Toño, unos notas de Santa Coloma, una tipa, cuatro heavys, esos seguro quieren más.

—Pues no quedará casi nada.

—He dejado diez más por si acaso en la moto.

—¿En la moto? No jodas.

—Tengo un escondite de puta madreee — afirma con un deje causado por el alcohol.

—¡Estás como una regadera!

—Espera, que aquel es el colega. Ahora se los paso.

—No, se los daré yo —decide Esteve.

Se mete en un retrete y realiza el trapicheo. Comprueba que solo quedan cuatro bolsas. Se hubiera ido si no estuviesen las otras diez en la moto. Habla con Saúl que sale un momento a buscarlas. Cuando su amigo vuelve ya ha vendido las que le quedaban. Sube al piso de arriba y se encuentra de frente con Eduard en las escaleras, que se gira al verlo pasar con cara de hiena famélica. Le pega un grito y lo señala:

—¡La has cagado!

Problemas.

Esteve corre escaleras arriba. Debe desaparecer de su vista cuanto antes y largarse. Saúl se interpone entre los matones, dándole unos valiosos segundos, y acaba rodando por el suelo, de un empujón. El Eduard y sus secuaces salen a la carrera tras Esteve, que corre como un gamo y en tiempo record alcanza el cuarto piso. Los ve subiendo por las escaleras dos pisos más abajo donde el resplandeciente filo de un cuchillo emite un brillo amenazador.

Tiene que desaparecer.

Sigue subiendo hasta la sexta planta buscando un sitio donde escabullirse. Oye como se meten en el piso inferior, pensando que está allí. Con eso ganará unos segundos. Avanza por un largo pasillo, tuerce y se encuentra a un tipo de unos treinta años, con rastas, frente a una puerta doble que tiene una cadena cortando el paso. El tipo lleva un bate de béisbol en la mano y se pone de pie al verlo. Se quedan mirándose el uno al otro.

—No se puede pasar. Esta es mi casa — informa el centinela.

—No jodas, menudo fin de semana te espera.

—Lo sé. Son unos hijos de perra.

—Me persiguen los porteros, ¿cómo salgo de aquí? Van armados. ¡Ayúdame!

El rastafari se lo queda mirando y le abre la puerta.

—Espera aquí detrás, escondido. No toques nada.

—Gracias.

Esteve pasa al otro lado de la puerta y permanece parado de pie y en silencio. El corazón bombea a toda velocidad. Al rato oye voces que se acercan por el pasillo.

—Tú, pringao. ¿Has visto un calvorota que corría como una niña? — reconoce la voz de Eduard.

—No, aquí no ha subido nadie desde hace un buen rato. Os dije que bloqueaseis la escalera y habéis pasado de todo. Mira cómo tengo que estar.

—¡Que te jodan!

Se van, y el guardián abre la puerta.

—Se han ido. Pero te andan buscando, yo de ti me abriría rápido.

—Es que me la tiene jurada el mamón ese. Viejas historias. ¿Cómo puedo salir sin que me vean?

El otro se queda pensando.

—Hay otra escalera, hecha trizas, eso sí, tapiada en la mayor parte. Por algún lado supongo podrás salir. La única entrada abierta está en el tejado.

Le llega un mensaje.

Lagartija: ¿Dónde estás tío? Yo me he dado el piro.

Esteve: Estoy bien, me he escaqueado, pero a ver cómo salgo de aquí. Estarán controlando la escalera, ese me la tiene jurada.

Lagartija: ¿Aviso al Toño y su peña? Igual nos echan una mano.

Esteve: No, no quiero montar aquí una bronca. Además, estarán pasadísimos. Lo mejor es que me escabulla como pueda. Espérame afuera.

Esteve se acerca silencioso a la escalera. No ve a nadie y sube hasta el último tramo de peldaños que lleva al tejado. La puerta se encuentra entornada. Sale a la terraza y se ve sorprendido por el aire frío y limpio de la noche, que contrasta con el enrarecido ambiente de abajo. La luna se encuentra semioculta tras unos nubarrones, destaca el perfil de la ciudad de Cornellá y al fondo Barcelona y un vigilante Tibidabo. En una esquina advierte la entrada a las otras escaleras y se acerca. Asoma la cabeza. No se ve un carajo. Ilumina con el móvil. Son unas escaleras de emergencia, en mal estado pero practicables. No entra nada de luz, parece una ratonera.

Una sombra aparece al otro lado del tejado; Eduard. Ve a Esteve al instante y le sonríe satisfecho.

—Hombre, mira a quién tenemos aquí. ¿Vas a algún lado, gallina? ¿Ahora qué? ¿Te parece bonito venir a mi fiesta sin ser invitado? ¡Menuda manera de cagarla!

El Eduard da un grito para avisar a sus compinches y saca una navaja automática. Se ríe con su cara de payaso. Esteve se acerca a él, tiene que actuar rápido; a él le puede hacer frente, pero no a cuatro o cinco compinches con navajas. Lo tendrá jodido. No va armado, él mismo es el arma.

El otro, al ver a Esteve acercándose a paso rápido y decidido, retrocede dos pasos timoratos, falto del coraje y del valor suficiente. Le amenaza con la navaja y Esteve no se lo piensa y se lanza a por él, dándole una certera patada que la hace volar de su mano y caer a sus espaldas.

Eduard se envalentona y va a por él, pero el calvorota le hunde el puño en la cara y le pega una patada en la entrepierna que lo lanza contra la pared. Un codazo reservado para la ocasión deja a Eduard totalmente aturdido. Va a necesitar más que unos minutos para recuperarse. Ese ya no le molesta más. Oye gente que sube por las escaleras y corre al otro lado del terrado.

Se mete en la boca oscura y comienza a bajar rápido las escaleras. Un golpe fétido como a carne putrefacta le inunda las fosas nasales, enseguida sabe el porqué. El cadáver de un gato muerto con el que a punto está de tropezar. Gritos a su espalda:

—¡Te vamos a matar, calvorotas!

Corre más rápido. A punto está de tropezar y caerse, va bajando y encuentra todas las ventanas tapiadas. No hay salida. Aquello expele un olor a muerte que es un mal presagio. ¡Ostias me he metido en una trampa!

Baja al último piso. Las puertas y ventanas también están condenadas. No puede acceder a las plantas. Arriba se oyen voces y algunos empiezan a descender: ve luces que se aproximan. Tiene que retroceder y buscar algún lugar por donde salir. Sube un piso y advierte una ventana tapada por placas de metal. Las empuja pero no se mueven. Con esfuerzo consigue desplazar una hacia arriba y al fin entra algo de claridad del exterior. Arranca otra de las placas, que arroja con gran estruendo, las luces cada vez más cerca. Se sube al alféizar. Se agarra a una tubería, baja un poco y se deja caer los últimos metros según ve aparecer a dos de los matones, cuchillo en mano, por la ventana.

Corre, tiene que fugarse. Se pierde por las calles del polígono. Oye una moto en su dirección, ve venir a Saúl en la vespa; se sube y desaparecen ambos entre las fábricas semiabandonadas. Esteve sonríe, sus ojos brillan. Lo ha hecho, y encima le ha atizado de lo lindo al Eduard en su propio terreno.

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