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SEGUNDA PARTE » HOTEL COLÓN

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HOTEL COLÓN

Al día siguiente.

Roberto Panceta está en el taller, donde trabaja en su trofeo, la cabeza de Jesús Alcañiz, que previamente ha hervido y rociado de agua oxigenada para eliminar la carne, los restos orgánicos y el pelo, desechados en una cuba. Está puliéndola con una lija, para que luzca como pisapapeles en su despacho junto con otras capturas: jabalíes, cabezas de corzo y cuernos de ciervo completan la decoración. El cuerpo lo ha enterrado en un bosque cercano y cubierto con cemento para que los depredadores no lo desentierren. Nadie lo encontrará.

Levanta la cabeza, satisfecho del resultado, cuando alguien llama a la puerta. Le extraña una visita a esas horas. Deja la cabeza que tapa bajo un trapo y se dirige a la entrada. Espía por la mirilla y descubre a una pareja de policías. Se incomoda. ¿Qué harán en su casa? Abre.

—Buenos días agentes, ¿en qué puedo ayudarles?

—Buenos días, soy el agente Ripoll y mi compañero, Ernest Vilchez. Nos gustaría hacerle unas preguntas. ¿Podemos pasar?

—Iba a salir —contesta inquieto—. Díganme.

—¿Dónde estuvo el pasado domingo?

—En casa la mayor parte del día; por la mañana ayudé a limpiar una finca.

—¿Puede alguien confirmar las horas en que estuvo usted limpiando la finca?

—Sí, ¿por qué me lo pregunta? No comprendo.

—Es parte de una investigación: una desaparición.

—¿Y que tengo yo que ver con una desaparición?

—Solo descartamos posibilidades, rutina —contesta Ripoll mientras Vilchez observa el interior de la vivienda.

—Pueden llamar al dueño de la propiedad. Les paso el teléfono, si quieren. Apunten.

—Gracias.

Les da el número de teléfono y los dos policías se despiden. Cierra la puerta y llama apresurado a su patrón. El teléfono suena, no lo coge. Vuelve a llamar, pero no contesta nadie. Se pone nervioso. Observa por la ventana, uno de los policías habla por el móvil. Se echa las manos a la cabeza y justo en ese instante suena el teléfono.

—¡Jefe! Necesito que me eche una mano.

—Dime, Roberto, ¿qué sucede?

—Es posible que le llamen de la policía preguntando por mí. Dígales que el domingo trabajé ahí de nueve a doce limpiando rastrojos. Es importante.

—Roberto... ¿en qué andas metido?

—Hágame el favor...

—De acuerdo. Ya hablaremos.

Cuelga el teléfono y observa que los policías se van. Él se apresura a deshacerse de los restos de la cuba, no vaya a ser que vuelvan.

En el coche, Ripoll dialoga con el dueño de la finca, quien le confirma que Roberto ha estado trabajando en ella el domingo.

—Tiene una buena coartada, no podemos hacer nada, es simple intuición.

—Aun así, ese hombre me ha dado mala espina. ¿Te has fijado en su mirada? —observa inquieto Vilchez.

—¿Y qué quieres que hagamos? ¿Solicitar al juez una orden de registro por que tuvo una riña hace más de cuatro años con el desaparecido? Necesitamos algo más sólido que eso.

 

* * * * * * *

 

En Barcelona Esteve se dirige al piso de Saúl. No tiene noticias de él desde el lunes y no atiende las llamadas, algo va mal. No le queda más remedio que ir a buscarlo en persona. La abuela le responde en el interfono y sube al tercer piso, donde encuentra entornada la puerta.

Merche está en la cocina escuchando boleros en un vetusto aparato mientras pica ajos con maestría en una tabla de madera. A su lado, sobre el mostrador, una bandeja metálica con trozos de conejo cubiertos por un humeante escabeche al que añade un manojo de perejil. La abuela pone a dorar los ajos en la sartén. Al ver a Esteve baja el volumen a la música.

—Buenos días, hijo. ¿Cómo estás?

—Bien. Venía a ver a Saúl. Hace días que no sé nada de él. Y lleva todo el día con el teléfono apagado —responde con cierto aire de preocupación.

—Es curioso. Ayer vino un amigo a verle diciéndome lo mismo. Está en el Hotel Colón, en Caldetas.

—¿En serio? —comenta extrañado.

—Pues sí, ya me gustaría a mí pasarme un par de días en un lugar como ese. Pero mi pensión no me permite lujos.

—Le van bien las cosas. Yo, en su lugar, le cobraría alquiler —propone.

Ella ríe y añade:

—Eso no lo hace una abuela. Esta casa es tan suya como mía. Aunque la próxima vez le diré que me lleve.

—¿Sabe qué? Voy a ir a verle, no tengo nada que hacer en todo el día y necesito mover el coche de Pilar para que no se agote la batería, lo tiene siempre parado en el garaje.

—¿Te importa llevarme?

—Al contrario. Si le apetece venir hace un día estupendo. Sobre las nueve estaremos de vuelta.

—No es mala idea. Hace meses que no salgo de la ciudad. Un poco de sol y aire fresco me vendría la mar de bien —afirma entusiasmada.

—Pongámonos en marcha. Son casi las tres y media. Siento curiosidad de saber por qué no responde a mis llamadas. Llamaré al hotel para confirmar que está allí. Con este nunca se sabe, está muy hermético.

—Y que lo digas. Pregúntales, de paso, cuánto vale el spa.

Esteve busca en internet el teléfono del Colón y llama para preguntar si Saúl Espalter está registrado en el hotel. La recepcionista le contesta afirmativamente y le informa del número de habitación en que se aloja y, de paso, del precio del spa.

La abuela deja el conejo en un recipiente de cristal macerando en el escabeche y revuelve el armario de su habitación para encontrar el bañador, que incorpora a la toalla y el albornoz ya dentro de una bolsa de deportes.

Cincuenta minutos más tarde entran en la recepción del hotel. Se encuentran a Saúl en la terraza tomando un Nestea. Se queda de piedra cuando los ve aparecer juntos.

—Esteve, abuela... ¿qué hacéis aquí? —pregunta en cuanto se repone de la sorpresa.

—Hemos venido a verte. Pasé por tu casa y ella me dijo que estabas aquí —informa—. Podías haberte molestado en responder mis llamadas, ¿no?

Merche, que sostiene un panfleto de publicidad en la mano, toma la palabra.

—Bueno chicos, yo os dejo aquí para que habléis de vuestras cosas. Me voy a comprar el ticket del spa y nos vemos luego.

—Abuela, yo tengo uno. Venía con la habitación y no lo he usado.

—Pues hijo, no sé para qué vienes aquí si no es para usar el spa. Dámelo, anda.

—Este no se mete en el agua ni que le paguen —apunta Esteve.

Saúl revuelve en su cartera y le entrega el ticket. Ella se va satisfecha. Se quedan ambos solos en la terraza. Esteve pide un ron añejo con hielo y mira a Saúl como pidiéndole explicaciones. Este tarda en hablar.

—Perdona. Lo he estado pasando mal. He tenido una recaída. En serio, he estado jodido.

—Ya lo he visto el otro día. Hablabas solo en la habitación, me asusté. Deberías ir al médico y no tratarte por tu cuenta.

—He tomado la medicación. Hoy estoy mejor. He tenido unas visiones horribles; las voces, de nuevo. Es jodido y a la vez extraño.

—Sí que lo siento. ¿Por qué extraño?

—Es difícil de explicar; una mezcla de realidad y ficción. A veces tengo una impresión rara, como si alguien tratase de influir en mí.

—¿Qué quieres decir?

—No sé. Las voces me piden que haga cosas.

—¿Qué tipo de cosas?

—Tonterías. Nada de importancia.

—Se lo deberías de comentar a tu médico.

—Prefiero no hacerlo. Me internarán... No quiero volver a pasar por eso.

Esteve lo estudia. Ve reflejado en los ojos y el rostro de su amigo que algo grave sucede: no lo revelará así como así. Saúl es muy cerrado para lo suyo, le cuesta hablar de sí mismo.

—Tu abuela me comentó que ayer fue a visitarte alguien del sanatorio.

—¿En serio? No me lo ha mencionado —se altera de repente.

—Se olvidaría, ya sabes cómo es la gente mayor.

—¿Te dijo quién era?

—Un amigo, para buscar un libro que te había dejado.

Saúl reflexiona. Nadie le dejó ningún libro en el sanatorio y ninguno de los internos conoce su dirección, apenas tuvo trato con ellos. Se inquieta.

—Algún chalado. A saber, paso de esa gente. Me traen malos recuerdos.

—Comprendo.

—¿Cómo va lo de las bolsitas?

—Bien, aún me quedan pero van saliendo. Voy a llevarle al Carles, que vive en Calella. Le he traído unas cuantas para que me las mueva por aquí —responde Esteve—. Lo que me preocupa es qué haré después. La Pili sigue mosca. El dinero no durará eternamente.

—¿Sigue sin haber nada de soldador?

—Nada, tendré que pirarme a Inglaterra u Holanda, de Alemania paso. Si no lo he hecho ya es por no separarme de Pili, sería el fin —reflexiona y hace una pausa—. ¿Te vienes a verla el viernes? Estrenan la obra que está ensayando en el Teatre Neu, en Gracia.

—Claro. Ya me lo habías dicho, tengo ganas de verla. Seguro que está espectacular.

—La obra es divertida. He asistido a los ensayos. ¡Si casi me la sé de memoria! Pili dice que como se ponga malo Vicent —uno de los actores—, yo haré de sustituto. Ensayamos su parte en casa. Te gustará, estoy seguro. A ver qué tal ella; se maneja bien pero a veces se queda trabada. Creo que tiene un poco de pánico escénico.

Horas más tarde.

Los dos amigos entran de nuevo en la cafetería del hotel alrededor de las siete y media de la tarde, ya ha anochecido. Han ido en coche a visitar a Carles el Largas, en Calella, para dejarle un poco de mercancía. Entran en la cafetería, donde un pianista se ha hecho con el protagonismo. Ahora la sala está más concurrida. Se sientan junto a la barra.

—¿Has visto eso? —pregunta Esteve.

—¿El qué?

—Allí, mira. Juraría que aquel señor está ligando con tu abuela.

—No fastidies.

—Es en serio. Juzga tú mismo.

Saúl se ladea y los ve. Su abuela y un señor se sonríen mutuamente, sentados a una mesa en el fondo del local.

—¡No lo puedo creer, si le ha cogido la mano!

—Lo que te decía. La veo contenta —reflexiona Esteve con sorna, mientras bebe un trago de cerveza.

—¡Lo mato!

—No se hunde el mundo porque hablen un poco. Los esperamos aquí.

—¡Y una mierda! Voy a quitárselo de encima.

Saúl se dirige a la mesa sin pensarlo dos veces. Su abuela, al verlo, lo llama para que se acerque.

—Ven, Saúl, quiero presentarte al señor Picart —el hombre se levanta renqueante y le da la mano cortésmente—. Este es mi nieto, Saúl. Mira qué guapo y lozano está —Picart asiente—. Nos hemos conocido en el spa— le informa tapando la boca con la mano y guiñando un ojo.

—Encantado, Prudencio —saluda el abuelo.

—Venga, abuela, que Esteve se tiene que ir —añade en un tono seco, incómodo por la situación—. Os vais a Barcelona.

—¿Tú no vienes con nosotros, hijo?

—No, yo tengo pagada la noche aquí. Mañana temprano marcho a Barcelona e iré a trabajar.

—Me gustaría quedarme un rato. Prudencio me ha invitado a cenar. ¿Verdad que sí? —confirma con una sonrisa su compañero —. Díselo a Esteve, que estoy segura de que espera por mí.

—Abuela... que no tienes quince años. Esteve tiene que irse.

—Por eso mismo. Mira, si no puede, no puede. Ya me iré más tarde en bus o en taxi. Me quedo —afirma con rotundidad.

Saúl suspira, eso no se lo esperaba. Se da la vuelta, contrariado, y se va, sin más. Recupera su lugar en la barra.

—Tenías razón. Han ligado, sí —confirma pesaroso.

Esteve se atraganta al reírse mientras bebe la cerveza.

—Es buena noticia, hombre. No te pongas así. Yo me voy, tengo que pasar a recoger a Pilar en el trabajo. ¿Se viene tu abuela?

—Quiere quedarse a cenar con el vejete. Por cierto, pide que la esperes —se miran—. ¿Te sigue haciendo gracia ahora? —añade con aire sarcástico.

—¡No la puedo esperar!

—¿Cómo que no? ¡Si la has traído tú, mamonazo!

—Invítala a dormir, ¿no tienes la habitación?

—Sería el colmo. ¡Menudo marrón que me dejas! Y te quieres ir tan pancho!

—Como si fuese la primera vez que duermes con tu abuela —y añade—: igual el abuelito le cede un sitio...

Saúl echa humo.

—No te pongas así, parece buen hombre.

Merche y Prudencio se acercan.

—Nos vamos a cenar al restaurante —informa ella— ¿Te vas entonces, Esteve?

—Es que Pilar me espera en el trabajo. Siento no poder quedarme. Saúl se enrolla y te hace un sitio, me ha dicho.

—No hace falta —añade Prudencio—. La llevo en coche más tarde.

—Solucionado, entonces —suspira aliviado Saúl.

—Chicos, nos vamos al restaurante, que soy de cenar temprano. Si quieres venir, estás invitado.

Él mira a su abuela. Hace tiempo que no la ve tan ilusionada y decide tratar de ver a su nuevo amigo con mejores ojos. Los dos salen de la cafetería camino del comedor.

—No se te ocurra cortarles el rollo y personarte —advierte Esteve.

Saúl estruja la lata de Nestea.

—Que te sea leve —se despide Esteve.

—Mamonazo —murmura entre dientes.

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