Voyeur

Voyeur


SEGUNDA PARTE » ALGÚN LUGAR DE LA COSA

Página 25 de 36

 

ALGÚN LUGAR DE LA COSA

Me despierto aturdida, desorientada y muerta de frío. No veo nada, estoy dentro de un saco de dormir, subido hasta el cuello. Escucho el piar de un pájaro, ¿qué ha sucedido? No lo sé. Es como si sufriese una resaca de caballo. Bajo la cremallera del saco y aparto una manta que me cubre de un manotazo. Abro los ojos, árboles a mi alrededor. ¿Dónde estoy? Me revuelvo nerviosa. Me apoyo en los codos y me siento.

Pinos por todas partes, unos rayos de sol se vislumbran entre las copas, me reconfortan. No tengo ni la más remota idea de dónde me encuentro. ¡Estoy sola! No veo a nadie. Me vuelvo y miro a mi alrededor con más detenimiento. Me mareo al hacerlo, no consigo ver a mis captores. ¿Cómo he llegado hasta aquí? No sabría decirlo.

¿Ha cumplido con su palabra? ¿Me ha liberado? La nariz me gotea. He pasado la noche aquí casi con seguridad pero ni siquiera un atisbo de recuerdo. Trato de levantarme pero todo da vueltas, la cabeza me arde. Estoy confusa.

¡Pero estoy libre, libre! Lloro de alegría. Mi respiración jadeante, emocionada.

Estoy en una vaguada de Dios sabe dónde. Debo irme de aquí rápidamente. Me reincorporo a duras penas. Mis piernas se encuentran entumecidas, sin coordinación. Trato de moverlas y recuperar la movilidad. Un vahído: siento como si todo se moviese en torno mío. Un dolor agudo en la cabeza, como si fuese un pinchazo. Me levanto apoyándome en un árbol cercano que me ha dado cobijo esta noche.

Trato de recordar qué ha pasado. Recuerdo la soledad de los últimos días, las horas que pasaban lentas, infinitas, mi ataque de claustrofobia. Recuerdo el último desayuno, la televisión, ¿estuve bailando?, ¿por qué?, ¿alguien vino o fue un sueño? Era él, lo sé, estuvo conmigo pero no consigo recordar su cara. ¿La trampilla estaba abierta?, ¿o fue mi imaginación? No, no lo fue. Lo estaba. ¿Qué pasó después? Lo ignoro.

Me inspecciono los puntos de sutura en el brazo, que me tiran. Me asusto pensando que tenga alguna otra herida pero, aparte de varios rasguños, no veo nada de importancia.

¡El dolor de cabeza es tan intenso! Busco mis pertenencias. No llevo nada encima. Ni tan siquiera la cartera; los bolsillos, vacíos. Voy vestida con la misma ropa que el día de mi desaparición. Debo irme, oteo a mi alrededor, ¿qué dirección debería tomar? Percibo el olor de los pinos, el mar; sí, huele a mar, es inconfundible. Puedo sentirlo en algún lugar, cerca. No alcanzo a divisarlo, el bosque es tan denso.

Corro todo lo que me permite mi estado hacia una loma cercana. A los pocos metros me fallan las piernas y caigo de bruces. Debo mantener la calma. ¡Tranquila, tranquila! Camino en línea recta y subo la loma, por momentos a cuatro patas, para evitar caer de nuevo. Me cuesta mantener el equilibro; aun así, sigo adelante, debo distanciarme de ese lugar. Tengo miedo de que él esté cerca, no asimilo que me haya liberado.

No me voy a detener a comprobarlo, quizá haya sido un descuido. Soy incapaz de pensar con este dolor y aturdimiento. Sigo mi instinto y empiezo a correr lo más rápido que puedo. Miro hacia atrás constantemente con el temor de verlo. Me tiembla todo el cuerpo, jamás había sentido tanto frío. Llevo un resfriado monumental.

El desayuno de nuevo me viene a la mente. Un día entero ha sido borrado de mi cabeza. ¿Qué ha pasado?, ¿qué me ha hecho?, ¿cómo es posible que no recuerde nada? Tengo la lengua seca como un trapo, me la toco con un dedo, es como si fuese de esparto. Necesito beber algo.

Desde la loma diviso el mar a lo lejos. Debo llegar a él. Corro en línea recta en esa dirección sorteando pinos, vuelvo a caer. No tiene sentido seguir corriendo, nadie me persigue. Debo serenarme, ha cumplido su palabra, lo ha hecho. ¡Soy libre!

Me detengo para tomar aire. Lloró de alegría y rabia a la vez. La pesadilla ha terminado. Necesito agua, por Dios, y comer lo que sea, noto un agujero en el estómago. Encuentro una senda, la sigo, los pinos son cada vez más bajos. Me acerco al mar, cuyo intenso aroma me llena de fuerzas. Llego a un recodo desde donde diviso el Mediterráneo a mis pies a menos de cien metros. Estoy en algún lugar de la costa; a lo lejos veo una pequeña población con casas mediterráneas, de pronto reconozco el perfil del Cap de Creus. Estoy en Girona.

No hay un alma en los alrededores. No serán ni las ocho de la mañana. Camino alejándome del bosque hacia un sendero que va paralelo a la costa por una zona de acantilados. Me detengo a observar el mar, me siento en una zona con hierba tupida enfrente de un islote solitario desde donde veo, a lo lejos, varios pesqueros que regresan a puerto sobrevolados por decenas de gaviotas en busca de desperdicios. Los rayos de un sol casi tendido sobre el mar me calientan, me hacen sentir mejor. No he visto el sol en diez días. Me da los ánimos necesarios para continuar. Agarro fuerte con ambas manos un puñado de hierba mullida y grito de felicidad:

—¡Síii!

Tengo que encontrar a alguien, necesito ayuda y atención médica. Quiero avisar a mi familia sin más demora. Que sepan que estoy bien. Irme a casa, acabar con este mal sueño. En el bolsillo del pantalón encuentro el pelo que recogí dentro del albal. Quiero que atrapen a ese cabrón, ese malnacido que me ha destrozado la vida. Ya habrá tiempo de pensar en ello. Nunca creí que saldría viva de allí, mantenía las esperanzas por no derrumbarme tan solo. ¡Debe pagar por ello!

Es momento de irme a casa y recuperarme. Me espolea una agradable sensación de libertad y emprendo camino hacia el pueblo cercano, creo reconocerlo. Tiene que ser, sí, es Llançà. Voy lo más rápido que puedo pero sin correr, me fallan las fuerzas y tengo miedo de caer en ese camino lleno de piedras. Se me corta la respiración. Estoy tan acatarrada que me cuesta respirar. Me han dado algo que me ha sentado fatal, estoy segura de eso. No sé de qué se trata, alguna extraña droga. Lo único que importa es que soy libre, me recuperaré.

El pueblo cada vez más cerca, menos de tres kilómetros de distancia. Alcanzo a ver una pequeña cala con varias casas alrededor antes de llegar al pueblo. La playa está desierta, es muy temprano. Una zona boscosa que llega hasta el mar se interpone en mi camino, no me queda más remedio que atravesarla; la senda se introduce en ella. Abandono el camino recortando a través de los pinos en dirección a la cala, quiero llegar a ella cuanto antes.

Minutos después accedo a la playa e inspecciono las casas en búsqueda de ayuda. No hay ningún coche en la zona pero escucho el inconfundible sonido de vehículos que circulan por alguna carretera cercana. Sigo el camino asfaltado que parte de la cala y encuentro, doscientos metros más adelante, una carretera.

Veo pasar un coche al que hago señas; no se detiene. No me ha visto. Llego a la carretera y espero a que pase alguien. Una furgoneta de reparto viene en mi dirección, levanto los brazos pidiendo ayuda.

El conductor reduce velocidad y se acerca despacio, baja la ventanilla. Un hombre joven me observa extrañado por mi aspecto:

—¿Te encuentras bien? —me pregunta.

—Ayúdame, por favor —rompo a llorar.

El chico se apea del vehículo.

—¿Qué te pasa?

—¡Agua, por favor! Me han secuestrado, ¡me secuestraron! Soy Jessica Prat. Me han liberado; no sé, no recuerdo nada. Por favor, agua; déjame llamar por teléfono.

El joven me mira emocionado, consciente de la gravedad de la situación. Me derrumbo y lloro pero de alegría al ver que las cosas toman un cariz mucho más agradable. Me alcanza un botellín de agua que bebo de un solo trago.

—Claro, toma el teléfono. Llama a quien quieras, te ayudaré. Me llamo Joan. Tranquila, Jessica.

—¡Gracias, gracias!

Recojo el teléfono y trato de marcar el número de mis padres. Estoy tan nerviosa que no soy capaz de componer las cifras. Me equivoco una y otra vez. El chico me dice que lo marcará por mí, le doy el número, que marca, y me pasa el teléfono.

Una voz familiar al otro lado del aparato.

—Sí, dígame —reconozco el tono serio de mi padre. Creo se espera lo peor. Noto como traga saliva.

—¡Papá, soy Jessica!

—¡Jessica, Dios mío!, ¿Estás bien? ¿Dónde estás?

—Cerca de Llançà, en Gerona. No sé qué ha ocurrido, me he despertado en un bosque.

—¿Estás bien, hija? ¿Qué te ha pasado? ¿Dónde has estado?

—Sí, estoy bien. Me secuestraron, es largo de contar. No sé quién ha sido, jamás lo vi. No quiero hablar de eso ahora. Me encuentro rara, mareada, agotada; creo que me han drogado. Es como si tuviese una resaca de campeonato. He parado a un joven en la carretera, te llamo desde su móvil.

—Pregúntale dónde estás e iré a buscarte ahora mismo.

Jessica lo pregunta y el muchacho pide que le deje el teléfono.

—Señor, oiga. He encontrado a su hija cerca de la Nacional II, entre Llançà y Cerbère. Está muy afectada, pero bien. Lo mejor es que la lleve a la comisaría de Llançà. Ellos podrán ocuparse de ella. Es preferible que la vea un médico y se tranquilice. Llame usted a la comisaría, que en diez minutos estamos allí. ¿Le parece bien?

—Sí, muchísimas gracias. Por favor, páseme a mi hija.

—Papá, acompaño al joven. Tiene razón. Estoy bien, pero ha sido duro.

—No te preocupes, Jessica, ya ha pasado todo. Salgo ahora mismo hacia ahí con tu madre. En menos de dos horas nos vemos y te traemos a casa.

—Hasta ahora. Gracias.

Entro en la furgoneta, que arranca y parte en dirección a Llançà. Joan sube la calefacción al máximo: al rato dejo de temblar y me siento mejor. Todo ha acabado. Respiro tranquila, emocionada: vuelvo a casa, por fin.

Ir a la siguiente página

Report Page