Voy

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¿Qué clase de hombre era ese que insultaba a un joven? ¿Qué hombre le enseña a otro cómo debe vivir en su propio país? Un hombre, un hombre. Eso es lo que él deseaba ser sin pensar que antes de ser un hombre, uno es un niño. Cuando crece, ese niño se ve como parte de algo, de una ciudad, de un país, de un pueblo, del mundo. Y cuando se hace adulto, quizá entonces esa persona empieza a verse como un hombre. Yo desde luego que no me veía aún como un hombre. Cómo iba a verme así. Yo formaba parte de un país, me estaba educando, estaba entendiendo el mundo y aspiraba a ser hombre, pero aún no lo era. Y el hombre que quería ser era chino. ¿Es que no lo había entendido? No, no entendía nada. Era escritor pero no entendía que cuando aprendí mi lengua también aprendí una mirada del mundo para siempre, como cuando él aprendió español. Y que si uno de los dos podía entender un poco mejor al otro, ése era yo, porque entendía su lengua. ¿Qué palabras chinas sabía él? Sin la lengua, ¿qué podía saber de los chinos?

—No —respondí yo—. No. Antes que nada, yo soy un chino.

Puso cara de no comprender pero tampoco me importaba. Yo quería volver a lo del dinero. Me ardía de rabia el estómago y hablaba muy rápido porque estaba completamente nervioso. Le dije que me preocupaba por la política porque era universitario y saber que yo y mis compañeros éramos el futuro de mi país me daba una gran responsabilidad, y por eso no podía comportarme ni pensar como si fuera alguien que sólo quiere divertirse y vivir la vida. Tenía una responsabilidad. Una responsabilidad.

—O sea que sí, me intereso por la política. Pero ¿el dinero? ¿El dinero? ¿Por qué has dicho el dinero?

No supo qué responder. Bu bu bu. Eh eh eh. Se dio cuenta de que se había pasado de la raya pero yo ya estaba disparado. Dijo que no había dicho eso, que lo del dinero yo lo había comprendido mal.

—Dinero. Dinero —yo no dejaba de repetirlo—. Lo has dicho. Sí, sí. Dinero.

Yo nunca me había visto así, quiero decir a mí mismo. Sentía el cuerpo muy caliente, apretaba los puños. En el libro dice que apretaba los dientes pero yo sobre todo recuerdo los puños, las uñas se clavaban en las palmas de las manos. Hasta que le señalé con el dedo y le grité:

—¡Lo has dicho! Y si tú me acusas de ir detrás del dinero, te voy a matar.

 

(Ríe.)

 

Eso le dije. Nunca más he repetido esas palabras. Que le iba a matar. ¿Usted cree que yo puedo matar a algo? Pero créame, ese día sentí que podía hacerlo.

 

 

Matarlo.

 

Matarlo.

 

 

¿De verdad lo habría hecho?

 

Yo era joven. Nunca nadie me había maltratado y humillado de esa forma. Nadie debe aguantar tanto. Sentí que podía hacerlo y él también lo sintió. Tuvo miedo. Se lo notaba en los ojos y en la frente llena de arrugas. Por el miedo. Hasta me pidió que le ayudara a entender a China y a mí. Le dije que leyera libros. ¿No era ése su trabajo?

—¿No leíste nada antes de venir aquí? —pregunté.

—Hay cosas que no aparecen en los libros y ésas también me interesan.

Yo ya estaba imparable. Se lo solté todo.

—Oh, sí, claro. Tú eres el gran escritor que viene aquí cuatro días y luego cuenta cómo es un país del que no tiene ni idea. ¡No sabes cómo son las personas! ¡El gran escritor! ¡El gran escritor!

Ah, el gran escritor. El gran escritor que en su libro no escribió lo que hizo en aquel momento: ponerse a llorar. Si tan auténtico y honesto quería ser, ¿por qué no escribió que le empezaron a caer lágrimas gigantes en la cama? En serio, lloraba con lágrimas y yo no me lo podía creer. El viajero experimentado, el profesor de los sermones vencido por mí. Fue muy raro. Me sentí fuerte y triste a la vez. Sentía desprecio y compasión. Pobre hombre. Seguro que ahí había una historia que yo no conocía y que le trastornaba, pero bastante tenía yo con mis problemas. Aquello era imposible de recuperar y yo lo único que quería era volver a mi vida. No iba a hacerle de psicólogo. Cuando empezó a tranquilizarse le pedí dinero para el billete de vuelta. Me fui al día siguiente.

 

 

¿Pudo comprar un billete mejor que el de la ida?

 

Oh, sí. Uno de los buenos, nada de cuarta clase. Incluso me dio dinero de sobra para comer varias veces. Se sentía culpable y fue su forma de pedir perdón.

 

 

Según el libro, al despedirse, Gabi le dijo que esperaba que con el paso del tiempo, cuando usted recordara ese viaje, no le viera tan monstruoso como en aquel instante. ¿Cómo lo ve ahora que han pasado varios años?

 

No sé..., como alguien que quería ser más fuerte... y sentir que había vivido cosas distintas... Bueno, una vez me dijo muy contento que en el fondo él no esperaba nada. Nada de nada ni de nadie.

—Eso es un poco triste —le dije.

—Eso me permite ser más libre.

Es una forma de mirarlo, pero si la libertad te convierte en eso... Ahora no veo a un monstruo, no lo veo así, claro que no. Pero sí a alguien terriblemente desorientado.

 

 

Una última pregunta: ¿leyó el libro hasta el final? ¿Su viaje por el sur en solitario?

 

Cuando vi lo que había escrito sobre mí tuve más que suficiente. ¿Para qué seguir leyendo? ¿Para descubrir que había seguido inventándose cosas contra China? No, no. En realidad...

 

 

¿Sí?

 

Recorté la foto en la que aparecía yo a toda página y quemé el libro. No quería ni dejarlo en la basura, por si alguien lo cogía y se salvaba. Aunque estuviera en español. No quería que nadie pudiera leer ni tocar todas esas mentiras, al menos no en mi país.

Cuando usted publique su libro, debería decir a los que leyeron el de Gabi que tienen que comprarse éste para conocer la verdad. Y le vuelvo a dar las gracias por su curiosidad. Gente como usted hace que aún podamos creer un poco en el trabajo de los occidentales.

Harry

 

Pues ya ve, ni me acordaba del chico hasta que comentó lo del baño en el río. Entonces sí, entonces se me apareció el viaje de golpe. De todas formas, antes de que viniera he estado ordenando un poco la expedición, porque después de tantos años y tantos viajeros es fácil confundir a unos con otros. Más de una vez he recordado una historia poniéndole la cara de tal y al cabo de años me he enterado de que me había equivocado de cara. No sé, a veces piensas que una cara le queda mejor a tal historia y decides archivarla así, yo qué sé cómo funcionan las cabezas. Pero el primer contacto con Miguel es muy fácil de recordar porque fue el único que me enseñó una novela para demostrar que él era él, como si fuera un pasaporte.

 

 

¿Miguel?

 

Yo le llamaba así. Ha sido el único español para quien he trabajado, y como al pensar en españoles siempre tengo en la cabeza a Miguel Induráin, el ciclista, le puse Miguel y fuera problemas.

 

 

Dice que le enseñó su novela...

 

Una que había escrito en África. La trajo por si acaso no nos creíamos que era escritor, porque gracias a eso mis jefes le habían rebajado el precio del viaje a la mitad. Yo creo que no se acababa de creer el chollo y trajo el libro por si a última hora nos echábamos atrás. Contactó desde España diciendo que iba a escribir un libro donde hablaría de la empresa, le haría un poco de publicidad, y los jefes aceptaron el trato. A mí me daba igual, yo iba a cobrar lo mismo, pero como él no sabía cuál era mi cargo en el tinglado pensó que debía darme explicaciones. Lo que me sorprendió fue encontrar a un chavalín en vez de a un tío más o menos maduro. Yo qué sé, te dicen que va a venir un escritor y te imaginas a alguien con arrugas en la frente como mínimo. Y encima los jefes me repitieron mil veces que vigilara con el plumilla, que debíamos dar buena imagen y blablablá. Así que ese día salgo en plan serio, concentrado, todo formal... y me encuentro con un chaval. Vaya sorpresa. Aunque no le digo nada de la que se llevó él cuando vio que sus compañeros de viaje eran cuatro vejetes. Tartamudeó un poco y todo.

—Es... esta gente... ¿son los que vienen con nosotros?

Sí venían, sí. Eran tres mujeres y un hombre y creo que todos estaban jubilados. Al final del invierno siempre se apuntan jubilados a las expediciones. Lógico, porque los viajes cuestan un pico y en esas fechas el resto del mundo está estudiando o trabajando. El negocio de los meses fríos se basa en los valientes abuelos australianos... y de vez en cuando también se apunta algún extranjero. Miguel esperaba lo que esperan todos, ya sabe: una-aventura-al-alcance-de-unos-pocos-cruzando-los-territorios-salvajes-de-Cape-York..., sin imaginar que esos pocos tenían la edad de sus abuelos. Bueno. Yo tampoco imaginaba que un escritor de libros de viajes fuera tan joven y aún menos que pudiera tener manos de niña. Siempre he pensado que los hombres con manos tan finas no pueden llegar muy lejos si las cosas se ponen feas, y me mosquea tenerlos cerca porque desconfío de ellos y porque hay que enseñarles todo. Un manos finas quiere decir que voy a tener que trabajar más, y sólo le digo que mi misión era atravesar la península de Cape York en un camión con remolque durante ocho días, cocinando para todos los viajeros, ayudándoles a montar las tiendas, mostrándoles cómo moverse lejos de los cocodrilos... En fin, una buena paliza. A veces algún cliente se enrollaba y me echaba una mano, pero un manos finas nunca sirve de mucho. Puede lavar platos, poner la mesa, dar charla, pero como se estropee algo o se necesite un poco de fuerza, olvídate. En fin, era lo que había.

 

 

Hay manos finas que podrían sorprenderle.

 

¿Lo dice por usted?

 

 

Hay otras formas de ser fuerte, de resistir. Aparte de que en la ciudad también se puede llevar una vida sana. Yo pasé una mala racha en la adolescencia, quedé muy debilitado, entre otras cosas por descuidar el cuerpo, casi no lo moví durante años. Para recuperarme empecé a hacer deporte y a cuidarme a fondo. Ahora puede que tenga las manos finas, pero soy capaz de unas cuantas cosas.

 

Que aún no sabe cuáles son.

 

 

No, quizá no. Pero si mi padre sirve como ejemplo, creo que pueden ser muchas. Él nunca fue de tío duro, no tenía unos bíceps increíbles ni nada de eso, pero lograba lo que se proponía.

 

Como por ejemplo ¿qué?

 

 

Vivir una vida interesante. Marcharse de casa a pesar de que tenía mujer y tres hijos.

 

¿Y?

 

 

¿Le parece poco?

 

Bueno..., a ver..., no está mal, pero eso no lo libra de ser un manos finas mondo y lirondo. Largarse de casa lo hace cualquiera, menudo trofeo. Aunque, vale, también es verdad que hay tipos que se creen tan duros que lo quieren hacer todo, y ésos me ponen aún más nervioso porque no respetan mi espacio. Lo bueno es que luego siempre pasa algo que les demuestra que no son tan fuertes o tan listos o tan supervivientes como creen, y entonces me toca sacar del apuro a un tío al que más bien desearía apalizar. O a una tía, que hay cada una que vaya tela. Aquí viene mucha gente a demostrarse cosas a sí misma. A intentar ser lo que siempre han querido ser. La televisión les ha comido la cabeza de mala manera, en serio, y lo peor es que muchos no saben medir el peligro. Les puedes repetir ocho mil veces que no hagan eso o lo otro, que les da igual: ellos se acercarán al lago de los cocodrilos o se meterán en el bosque lleno de serpientes por la noche. Me he tenido que inventar historias de despedazamientos, ahogados o desapariciones en cada alto de la ruta para que algunos al menos se lo piensen un poco a la hora de jugarse el cuello. Oiga..., a ver si al final el que va a escribir un libro soy yo, porque bien pensado mire que me he inventado historias. Eso sí, algunas me las invento, pero hay otras aún más increíbles que son ciertas. Es lo que tiene Australia: una montaña de historias que parecen mentira. Entre eso y la cantidad de mierda que me soltaban los turistas en los viajes, le monto una biblioteca. Me soltaban de todo, como si yo fuera un psicólogo o yo qué sé, porque mucha gente se va de viaje en plan terapia y, claro, acababan viéndome como una especie de gurú. Me contaban sus desastres completos, como usted ha empezado a contarme ahora, porque, eso sí, le garantizo que las historias bonitas no abundan... o a la gente no le gusta contarlas. Aunque hay algunas bastante graciosas... y chistes. Chistosos tampoco faltan. Total, para que luego terminen descargando las mismas catástrofes que el resto. En fin, entre una cosa y la otra y el bajo salario que me pagaban, yo estaba muy quemado al empezar aquel viaje.

Mi chica se estaba cansando de que me largara quince días cada dos por tres. Los primeros ocho días llevaba a un grupo hasta la punta de Cape York, y entonces los dejaba en el aeropuerto para que subieran al avión de donde bajaban los que iban a hacer el mismo viaje pero al revés, hacia el sur de la península. En resumen: quince días. Además, viajando a aquel ritmo no podía meditar bien. Soy budista desde hace casi treinta años, pero en la temporada que trabajé en Wilderness casi abandoné mis prácticas. Y eso me irritaba. En momentos complicados el budismo me había ayudado mucho. Me ayudó a dejar el alcohol y a controlarme en las peleas, porque yo disfrutaba pegándole a la gente, era un bicho de ésos, hasta que el budismo me controló. Pero con tanto viaje no había forma de estar tranquilo. Todo era trabajo, lleva a éste aquí, vigila que la abuela no se caiga rodando dentro del camión..., y ahora me metían a un polizonte que iba a estar mirándolo todo con ojos de búho. Mal rollo. Lo que me faltaba.

Quiero decir que al aceptar ese empleo había roto mi cordón de seguridad, me estaba alejando de lo que me hacía bien, y como no sabía pararlo, notaba cómo empezaba a tronarme en serio. Ya veía el bosque como un enorme diván donde nos tendíamos mis viajeros y yo a cantarnos las desgracias. Y la naturaleza no está para eso, amigo. No quería pervertirla ni corromperme yo con ella. Yo soy un bushman. Nací en Tasmania y fui educado en los bosques, pertenezco a ellos. Mi padre era un bushman. Nuestros pensamientos siempre quieren lo mejor para la tierra, y si yo mismo iba a ensuciarla, mejor me quedaba en casa. Aparte de que a cierta edad uno debe sentar la cabeza, vivir a otro ritmo. Pero resulta que durante las temporadas en la ciudad, no sabía vivir en ella. Me pasaba el día viendo rugby por la tele y bebiendo cerveza, así que enseguida volvía a salir de expedición. Era un círculo vicioso: estaba harto de mis jefes, de tanta presión en los viajes, pero luego temía quedarme sin trabajo y encima encerrado en la ciudad. Y cuando hacía balance, decidía que lo que no podía abandonar eran las salidas, porque pese a todos los problemas, de algún modo en la península me limpiaba un poco. Me he dado cuenta de que en la naturaleza soy más bueno, pienso cosas mejores. Pero al volver, todo lo bueno que había conseguido en quince días se volatilizaba con una semana en la ciudad. La ciudad descompone las ideas a velocidad de selva, como una papaya abierta en el campo.

 

 

¿Por qué cree que la naturaleza le mejora?

 

Es lo que quieren saber todos. Por eso se apuntan a las expediciones. Le interesa, ¿eh? En cuanto cogen un poco de confianza, los turistas me bombardean a preguntas como ésa. Buscan el espíritu del bosque y tal, ya sabe. Todos dicen que vienen a conocer, a saber, tienen muchas ideas sobre lo que encontrarán ahí fuera, incluso sobre lo que sentirán, no paran de hablar de eso. Yo dejo que lo llenen todo de palabras y cuando se han quedado a gusto, les suelto: para conocer no es necesario tanto ruido. Entonces abro una mano hacia la llanura, el bosque o el lago que tengamos delante y pillan el mensaje a la primera. Se quedan un buen rato callados, hasta que vuelven a hablar como cotorras, porque, claro, uno no mata al charlatán que lleva dentro por hacer una excursión.

 

 

¿Y qué más?

 

Cómo que qué más.

 

 

Cuénteme algo sobre la naturaleza que no diga a los turistas.

 

Yo qué sé... Ahí todo ocurre por necesidad, nada es gratuito... Al moverte en un lugar tan puro, los pensamientos salen igual de limpios. Te sientes bien. No sé qué más decir. Sólo por mirarla a veces te vienen unas ideas impresionantes. Un día pensé que hay verdades que parecen eternas pero son mentira, y fue mientras pensaba en la Tierra. Me refiero al planeta Tierra, que lo llamamos así, pero si fuéramos sinceros y justos, deberíamos llamarlo Agua, porque el agua cubre casi tres cuartas partes de la corteza terrestre. ¿Qué le parece? Y eso se me ocurrió mirando los charcos de la jungla después de una tormenta. Aparte de otro montón de cosas que se te ocurren cuando parece que no se te puede ocurrir nada, embobado con un árbol o un termitero o despiezando un canguro. Por ejemplo: ¿qué significa aire fresco en la Antártida o Laponia? Eso sí: para pensar como se piensa en un sitio, debes dejarte llevar por él. Por eso yo nunca pensaré como la ciudad, porque en ella siempre estoy en guardia. No es mi lugar.

 

 

¿Qué tipo de turista era Gabi?

 

No era de los parlanchines, más bien al contrario. Cuando uno no habla algunos dicen que es porque le gusta escuchar, pero yo creo que él no hablaba porque no quería meter la pata. Era muy consciente de que allí todos sabían más que él. De que tenía que empezar prácticamente de cero. Y de que algunos de sus compañeros tenían unas costumbres muy distintas de las suyas, y eso que todos éramos gente blanca. Por ponerle un ejemplo, el primer día paramos a comer en Laura. Antes de preparar su sándwich en la mesa del remolque, Miguel estuvo lanzando un balón de rugby a un chaval de por allí. Luego se lavó las manos, se sentó con todos, comimos y cuando terminamos, la viuda..., cómo se llamaba..., bueno, la viuda le dijo:

—La próxima vez que te sientes a comer sigue el procedimiento —la viuda señaló los dos barreños en la barra del remolque—. Primero, lavar las manos. Luego, desinfectarlas. Has jugado con un indígena.

Él sólo se las había lavado. Después, a la hora de fregar los platos, dijo que era la primera vez que tenía que usar tenazas para fregar, de lo caliente que estaba el agua. Nos dio risa. A algunos les debía de parecer entre un niño y un extraterrestre, aunque yo me había cruzado ya con patosos de ese estilo, en mi trabajo veía gente muy rara. Esto lo digo para que se haga una idea de lo fuera de juego que estaba el chaval y cuánto le convenía no abrir mucho la boca. Y si la abría, era para soltar una pregunta o algo agradable. No había noche que no me felicitara por la cena, aunque eso es bastante normal. La primera noche siempre cocino pollo con verduras y siempre me halagan todos. Es un pollo de lo más simple, pero a la gente le impresiona ver que lo cocinas en una olla gigante con un cucharón gigante y encima de un fuego que has encendido con tus propias manos. Ya sabe, el show del bosque, que aunque tenga miles de años sigue entusiasmando al personal acostumbrado al gas eléctrico y el encendedor de pistola.

Después de la cena nos colocamos en torno a la hoguera y hablamos un poco de todo. Esa noche salió la prohibición del Gobierno de mostrar en los escaparates figuras del Niño Jesús. La mayoría opinaba que la nueva ley era una idiotez y los únicos que no abrimos la boca fuimos Miguel y yo. Cuando no pienso lo mismo que mis clientes sobre política o religión muchas veces me callo. Callarse no entra en el contrato, pero como si entrara. Mejor no te busques problemas con los temas sensibles. Pero yo tengo mi opinión, claro, y lo de retirar al Niño Jesús, ¿por qué no? La gente que crea en lo que le dé la gana, pero que no haya religiones con ventajas. Y si no, que en los escaparates pongan también Budas y dibujos de los Ensueños aborígenes. Me parece muy injusto poner nuestro Jesús por delante de sus Ensueños. Estamos hablando de que si alguien tiene prioridad, deberían ser los titulares de la tierra, que son nada más y nada menos que el pueblo más antiguo del planeta. ¿Y sabe lo que hicimos con ellos? Pues hasta 1901 ni siquiera los consideramos personas. O sea, no tenían ni el título de habitantes, eran como escoria de la tierra. Así los tratamos. Y los hemos seguido insultando de mil maneras. Me pongo en la piel de esa gente y ahora mismo tendría ganas de hacer algo grave. Miguel me contó que días antes, paseando por un parque que creía desierto, iba tan tranquilo pensando en sus cosas y de pronto siente como que le observan. Mira alrededor y descubre que hay un montón de aborígenes. Pero todos solos. Uno apoyado contra un tronco. Otra tumbada en un banco. Otro sentado junto al río. Y todos le estaban mirando.

—Todos estaban solos y hundidos —me dijo Miguel.

Se asustó y se largó lo más rápido que pudo.

Ése es el estado de nuestros aborígenes. Yo me fijo mucho en los indios norteamericanos porque han hecho cosas para intentar recuperarse un poco. A ellos también los han machacado metiéndoles alcohol y casinos por todas partes, aunque los americanos al menos han comprado algunas de sus viejas tierras. Por ejemplo, los indios seminolas abrieron un bingo en Florida en los años setenta. El sheriff se lo iba a cerrar por no sé qué leyes internas, y ellos le enseñaron sus derechos soberanos sobre el territorio y se lo quedaron. Lo que pasa es que chippewas, sioux y navajos se convirtieron en los principales clientes de sus casinos y ahora hay indios ludópatas por todas partes. El resultado es que un adolescente de cada cinco es alcohólico antes de acabar los estudios y tienen uno de los índices de suicidios más altos del mundo. Y aquí vamos por el mismo camino. ¿Ha visto la cantidad de casinos que tenemos en Australia? ¿Y ha visto que donde hay un casino hay un aborigen?

Entonces es cuando salen los de siempre a decir que lo que tendrían que hacer los indios y los aborígenes es encaminarse por la buena senda y ponerse a trabajar de una vez. Menudos gilipollas. Pero no se crea, que en Australia hay muchos que piensan así. Creen que su mundo es el de los demás y que cualquier cabeza se puede adaptar a la suya. ¿Le digo una cosa? Si a mí me obligaran a abandonar el bosque, me moriría de pena. ¿Tan difícil es entender eso? Pero claro, quien tiene que entenderlo es la gente que trajo ovejas y conejos y pajarracos europeos porque les parecían más bonitos y más útiles que los de aquí. ¿Resultado? Pulverizaron el orden natural. Aparecieron plagas, varias especies de animales autóctonos se extinguieron... Hemos destrozado el país. Ya sabrá que éste es de los primeros países que han renunciado a crecer, me refiero a la economía, a las bolsas, los PIB y toda esa historia. Aquí ya no se crece más. Han tenido que proteger miles de kilómetros porque el ritmo de aniquilamiento y desertización y de ríos secos era tan escalofriante, que los mandamases por fin comprendieron que si seguíamos así, todo se iba a la mierda antes de que sus nietos crecieran. Por eso vino aquí Miguel, para ver en directo cómo había sido la destrucción. Sobre todo fijándose en el coral, porque parece que si aumenta un par de grados la temperatura del planeta, la Gran Barrera morirá y todos los corales se pondrán blancos.

Y ahora, ¿la gente que nos ha llevado hasta ese punto quiere imponer su Jesús en los escaparates? Anda ya. Yo no tengo pelos en la lengua. Nací en un pueblo famoso por nada de una isla que si suena de algo es por un lobo que ya no existe, al que llamaban diablo y acabaron exterminando. Mi isla también se conoce por haber sido una gran prisión donde metían a los delincuentes y criminales a los que expulsaban de Europa. Yo debo de descender de un asesino o algo así. Así que yo soy yo, vengo de donde vengo y sólo me interesa la gente que es lo que es. ¿Usted qué es?

 

 

¿Yo?

 

Sí, usted. ¿Usted qué es?

 

 

Un periodista... que sigue el rastro de un hombre interesante...

 

Si sigue ese rastro, es por algo. ¿Tiene novia?

 

 

¿Importa eso?

 

Ya lo creo. Para saber quién es alguien hay tres cosas que cuentan: el sexo, el dinero y el poder. ¿Tiene novia?

 

 

No.

 

Pero tuvo.

 

 

Sí.

 

¿Le abandonó?

 

 

Lo dejamos.

 

Lo dejó ella, ¿no?

 

 

A medias.

 

Cómo que a medias. ¿Usted quería seguir?

 

 

Estaba bien descansar una temporada.

 

Descansar no es terminar. Y tiene una cara de tomar antidepresivos que no cuadra mucho con la idea de descansar.

 

 

¿A usted qué le importa mi vida personal?

 

No se enfade, amigo. Ya le digo que la priva fue mi especialidad, no pasa nada por engancharse a algo para despistar las malas rachas. Una botella, una pastilla..., qué más da. No es un delito.

 

 

Tanto escuchar a sus clientes ha hecho de usted un auténtico psicólogo.

 

Deformación profesional. Si es que al final acabo haciendo todo lo que critico. Pero lo del budismo debería probarlo, créame. A lo mejor así se olvida de su novia y de Miguel.

 

 

¿Y por qué voy a querer olvidarme de Miguel?

 

Porque no lo veo metiéndose en la selva.

 

 

Ah, ¿no?

 

Hombre, usted también es un manos finas. Se está obligando a hacer esto para demostrarse algo y puede acabar mal. No se fuerce. Aunque bueno, quién soy yo... Cada uno elige cómo divertirse y sufrir. Y luego interviene el destino.

 

 

¿Otra vez con el rollo de los manos finas? A lo mejor es que usted está un poco obsesionado. Y ya que tanto le interesa mi biografía, ¿quiere que le diga algo? No importa cómo sean tus manos cuando te domina una obsesión, por ejemplo como la que arrastró a mi padre. Porque mi padre es un poco responsable de que yo me encuentre ahora aquí: de tanto leer libros de viajes y aventuras, empezó a hablar de exploradores y viajeros, de Diane Fossey, Lawrence de Arabia, Robert Byron, Alí Bey, y se puso a contar anécdotas que ellos habían vivido hasta que llegó un momento en el que si veía una cornisa en mal estado o asistíamos a una discusión callejera, él iba y rescataba cualquier episodio de la vida de alguno de sus jodidos héroes. Empezó a absorber sus ideas como propias, aprendió nombres de árboles, de flores, de bichos que había descubierto gracias a esas lecturas, fue a ver películas que hablaban de exploradores, vagabundos y anacoretas, y, claro, terminó convenciéndose de que ése era el camino que quería seguir, así que un día se largó. Pocos meses antes de esfumarse conoció a Gabi. Me lo contó porque Gabi formaba un poco parte del mundo que yo compartía con mi padre. A fin de cuentas empezamos a leer sus libros en la misma época y mi padre a menudo me hablaba de él, de su extraordinaria voluntad y toda esa mierda.

 

¿Y de qué hablaron su padre y Miguel?

 

 

No me lo dijo. Sólo explicó que un día decidió contactarle y, para su sorpresa, estuvo de acuerdo en verle. Tampoco insistí, pensé que ya me lo contaría más adelante. No podía imaginar que nos quedaba tan poco tiempo juntos.

 

¿No volvió a verle después de que se marchase?

 

 

No. Cortó la comunicación.

 

¿Así, sin más?

 

 

Dejó una nota odiosa, un fragmento de novela.

 

¿Cómo era?

 

 

Yo qué sé, no me acuerdo. No me acuerdo. Un pedazo de novela...

 

(El entrevistador recuerda perfectamente el fragmento pero prefiere no recitarlo para evitar sentirse ridículo. La nota que dejó su padre decía: «Nada más quiero saber, ni si los campos florecen ni lo que será del simulacro humano. No quiero saberlo. O, mejor dicho, porque tengo una idea demasiado exacta de ese futuro, quiero desaparecer en el único destino que vale la pena: una naturaleza desconocida y virgen, un amor misterioso».)

 

Al final decía que quería desaparecer en el único destino que vale la pena: una naturaleza desconocida y virgen, un amor misterioso. ¿Es ésa una forma de despedirse? Todas esas pamplinas de las notas novelescas... me ponen malo.

 

O sea que su padre se fue con una mujer.

 

 

Puede interpretarlo así, pero yo creo que él no se refería a una mujer. Buscaba algo más... alto. Más grande.

 

Entonces a quien está buscando usted no es a Miguel, sino a su padre.

 

 

Mi padre murió.

 

¿Cómo lo sabe? ¿No ha dicho que no volvieron a comunicarse?

 

 

Tuvo un accidente de coche en México. Nos llamaron después de identificar el cadáver. Al fin y al cabo, seguía casado con mi madre y en su carnet aún figuraba el domicilio familiar.

 

¿Y busca a Miguel para ver si le puede contar algo más de su padre?

 

 

No creo que pudiera decirme gran cosa, mi padre dijo que el encuentro fue breve. Gabi... Miguel no podía quedarse mucho, supongo que cedió a la charla para no perder a un lector. Me da igual. Tan sólo me interesa saber algo más de cómo piensa ese hombre, qué más cosas hizo aparte de viajar. Qué hay en él, qué hay en esas personas que un día deciden romper con su vida anterior y olvidarla.

 

Mire, olvídese de lo que he dicho. Si se quiere meter en la selva, adelante. Haga lo que quiera.

 

 

No sufra, lo haré.

 

(Silencio.)

 

¿Sabe levantar una tienda de campaña?

 

 

Sí.

 

Bien, bien. Porque Miguel no sabía ni eso. En realidad, diría que vino a Australia para aprender a hacer cosas. Prefería agotarse a quedarse quieto. Tenía la necesidad de sentirse capaz y autónomo, de éstos hay un montón. Les encanta que los envíe a buscar leña y a encender fuegos. Quieren sentir que son capaces de salir adelante por sí solos. Es una ilusión, pero a ellos les gusta.

 

 

¿Por qué es una ilusión?

 

Porque en ocho días nadie aprende a sobrevivir. Y porque nadie sale adelante solo. Eso es propaganda romántica. El problema es que se la traga todo quisque y luego me paso el día vigilando a los panolis con los humos subidos. De todas formas, Miguel no me complicaba la vida. Él sólo quería aprender. El primer día levantó la tienda al borde de un río del que le advertí que de vez en cuando salían cocodrilos. Acampó justo en el límite. Era de los que se acercan al borde de las cosas manteniéndose en el margen de seguridad, y ésos no suelen dar problemas. No temía que hiciera una idiotez. Cuando dejo de preocuparme por alguien, consigo que me caiga mejor, y fue lo que me pasó con él. También me gustó que comprara en una estación de servicio una de esas novelas escritas por los colonos de Cape York. Son libritos de anécdotas y aventurillas, pero me hizo gracia ver que se gastaba la pasta en ese entretenimiento tan... local.

En la siguiente gasolinera, John se abrió una Coca-Cola y nos contó que su mujer le había abandonado. Ese viejo era la hostia. Tenía más de setenta años y llevaba yo qué sé cuántos marcapasos, creo que eran tres. Le habían sacado piel de la pierna para hacerle un injerto en el corazón y el tío se había venido a Cape York porque era la única zona de Australia a la que aún no se había atrevido a viajar y quería verla antes de morir. Eso sí que es ser Superman. Y a aquellas alturas, ¿qué cree usted que preocupaba a John? ¿De qué nos hablaba? ¿Qué era lo que le tenía nostálgico en medio del sol tropical y las extensiones de termiteros? La mujer que le había dejado. Qué bien me caía aquel viejo. Y también conectó con Miguel. Los veía a menudo mano a mano, dos generaciones transmitiéndose la fuerza y el saber, la esperanza y la dignidad ante la proximidad de la muerte...

Como quería que Miguel pillara mi buena onda, a la hora de la comida le lancé un tarro de mostaza por el aire desde unos diez metros. Me di cuenta tarde de que tenía las manos ocupadas precisamente con otro tarro, pero aun así el tío quiso cogerlo y le estallaron los dos en las manos. Fue uno de esos momentos en los que sabes de qué palo van las personas. Las manos se le quedaron llenas de salsa y no veía si las tenía ensangrentadas o qué, pero el chaval se puso a reír y eso estuvo bien. ¿No cree?

 

 

Bueno.

 

Oiga, a usted no le gusta mucho Miguel, ¿verdad?

 

 

Cómo no me va a gustar. Si con todo lo que estoy haciendo por él no me gustara...

 

No, no. A usted no le gusta mucho ese tipo.

 

 

Mi papel no es juzgar moralmente a mi investigado. Me limito a tomar notas.

 

Pero podría seguirme un poco el rollo. Hacerse el simpático o darme cuerda. Si quiere que hable, me tiene que poner las cosas fáciles, se supone que esto va así, ¿no? Si a mí me gusta Miguel, usted tiene que simular que le gusta Miguel. Digo yo, ¿eh? Usted es el profesional, pero vaya, es como yo con mis clientes: cuando digo «bueno» es que no pienso como ellos ni de coña.

 

 

Simplemente era una palabra de acompañamiento, ni sí ni no, para que usted no detuviera su explicación.

 

Joooder. «Una palabra de acompañamiento.» Vaya artista está usted hecho. En fin, vale, que a veces me enrollo demasiado. Vamos al grano. A ver...

 

 

¿Se hizo daño en las manos?

 

Ni un rasguño.

 

 

Ha dicho que Gabi compró un libro en la estación de servicio.

 

Miguel, sí.

 

 

¿Usted lo ha leído?

 

Yo he leído toda la basurilla que se publica por este norte.

 

 

¿Lo comentó con... Miguel?

 

No, ése no, pero hablamos algo de libros. Por las noches, me llamaba mucho la atención ver que en su tienda siempre había luz hasta tarde. Utilizaba una linterna y se quedaba leyendo un buen rato. Para empezar, yo no habría llevado nunca tantos libros en un viaje, pero el chaval era escritor, hay que entenderlo. Cuando más hablamos fue la noche de Weipa, la única que dormimos en un camping. Después de levantar las tiendas fuimos a cenar al restaurante. Recuerdo que había una boda en la terraza y que la cena estaba siendo muy animada con la música que venía de fuera, los niños con collares de flores al cuello..., hasta que empezó a llover y todos los invitados invadieron el salón. Entonces pregunté a mis viajeros si habían cerrado bien las tiendas y, claro, casi todos habían dejado alguna tapa de las ventanas abierta. Las tormentas del trópico son brutales, en dos minutos ya tienes todo inundado, así que les dije que lo sentía pero era demasiado tarde para cerrarlas: sus mochilas ya debían de estar flotando en el interior, porque aunque las ventanas sean mallas tupidas para que no pasen mosquitos, el agua sí se filtra.

Miguel dijo que acababa de empezar a llover, que había dejado fuera de la mochila unos libros y que no podía perderlos.

—Ya los has perdido —repetí.

Pero el chaval, nada, a lo suyo. Se quitó toda la ropa hasta quedarse en bañador, o si eran unos calzoncillos largos parecían un bañador, y empezó a correr. Del restaurante a las tiendas había casi medio kilómetro. Antes de perderlo de vista, que fue enseguida, porque imagínese el diluvio universal en medio de la noche, el agua le llegaba por las rodillas. Desde el porche ya podían verse tramos inundados y los relámpagos dale que te pego por todo el cielo. Y se fue sin gafas, debió de ser una experiencia, porque el chaval era bastante miope. Pues bueno: cerró su tapa de la ventana y aunque se le mojaron un poco, salvó los libros. Eso sí, se pasó dos días secándolos, sujetando las páginas tiesas con los dedos para que se fueran aireando. El caso es que cuando volvió al restaurante y se secó con la toalla que le prestaron los camareros, le pregunté por ese delirio suyo con los libros. Su respuesta fue preguntar por mis lecturas. ¿Y sabe lo que le respondí?

 

(Ríe.)

 

—El profeta le dijo a Miguel: no soy lector. Y el mundo es mío.

Eso le dije. Leer está bien, pero tampoco exageremos. Yo voy a mi aire. Últimamente me he comprado algunos libros. Un vecino librero me habló de uno, un amigo me recomendó otro... Lo que pasa es que no me creo casi nada de lo que me cuentan, o no me interesa. De los últimos cinco libros que he leído, dos o tres estaban escritos por chavales de poco más de treinta años contando la enfermedad de su padre o la experiencia con su madre puta o alcohólica o cosas así. O sea, todos eran hijos de éste o de aquél, que me parece muy bien, pero oye, cuéntame algo más de lo que pasa ahí fuera y deja de ponerte en plan mira cuánto he sufrido, porque aquí sufre todo el mundo. Sal a buscar canguros o ballenas y déjame en paz con tus movidas familiares.

 

 

La familia es un tema universal. Todos nos podemos reconocer en las familias de otros.

 

Yo qué sé, a mí me va más la supervivencia, el rollo elemental. Me gusta conocer historias de gente a la que se le empinan las orejas cuando percibe un zigzagueo en el suelo, como les pasaba a los cromañones, porque venimos de ahí, de esos instintos, los instintos sí que son universales, y cuanto más nos alejemos de ellos más difícil será después recuperar lo mejor de nuestro cuerpo. No podemos pasarnos de listos y perder la intuición, digo yo. Alguna gente con muchos estudios cree que sabe dónde está, pero qué sabe uno dónde está mientras cruza la espesura. Mire, yo creo que a la gente de hoy le falta intuición. Y no hablo de la que sirve para hacer pasta. Hablo de la que ayuda a salir del bosque, a encontrar caza... Al menos yo me he criado en esa escuela donde enseñan que la inteligencia es la intuición. Pero bueno, ya le he dicho que algún libro he leído, ¿eh?, que no soy un lerdo ignorante. Fíjese que la noche de la tormenta matamos el rato repasando historias de las buenas, Moby Dick, Viaje al centro de la Tierra..., y entonces voy y le pregunto:

—Y tú, ¿por qué eres escritor?

—Porque era lo más barato.

Joder, cada vez me caía mejor aquel chaval. Luego contó que el primer billete que ganó escribiendo lo colgó en la pared de su habitación, y nos pusimos a hablar de pasta. No crea que le hacía ascos al tema, al contrario, estaba deseando zurrarles a los forrados, los calentó de lo lindo. Y yo, que necesito esto para entrar al trapo, pues imagínese, debíamos de dar miedo enseñando los dientes así a la luz de los relámpagos.

 

(Ríe.)

 

Cuando volvimos a las tiendas, dos estaban inundadas, la de la pareja de mujeres se había caído y sólo la de John aguantaba perfecta.

 

 

No ha hablado de esas mujeres.

 

En realidad no me acuerdo mucho de ellas. Sólo que eran feúchas y que eran las únicas del grupo que compartían tienda. Tenían pinta de ser novias pero cuando nos poníamos a discutir una de ellas solía defender unas cosas que no le pegaban nada nada a una lesbiana. No sé, no dieron casi guerra, gente educada y de ciudad... que por supuesto no sabía cómo plantar una tienda en condiciones. Por eso, el viejo y yo fuimos los únicos que dormimos a resguardo después de la tormenta. Yo casi siempre duermo en la cabina del camión. A no ser que te detengas dos o tres días en el mismo sitio, no sale a cuenta desplegar la tienda y la parafernalia, prefiero emplear ese tiempo para las otras mil cosas que tengo que hacer.

Los demás tendieron la ropa empapada donde pudieron y se las apañaron en una especie de pequeño hangar sin puertas que formaba parte del camping. Se metieron en los sacos de dormir pero no se taparon la cabeza, y el que salió peor parado fue Miguel, que despertó con la cara acribillada de picaduras de mosquito.

—Nada que no haya visto ya —dijo. Se ve que en la adolescencia había sido el típico granujiento espantoso y la experiencia le había vacunado contra los sustos que pudiera darle su propia cara.

Como amaneció despejado, continuamos ascendiendo la península rumbo a Batavia Downs. Temía encontrar una carretera imposible, pero esa tierra es una maravilla, cómo chupa, la condenada, y aunque la humedad la había oscurecido, estaba lo bastante firme como para circular deprisa. Había grandes árboles arrancados de cuajo con grumos de arcilla fresca pegados a las raíces, y de vez en cuando me tenía que bajar del camión a medir la profundidad de un charco, para no quedar atrapados, pero avanzamos sin problemas. Aquí estamos acostumbrados a quitar escollos del camino. Tenemos claro que siempre, siempre, hay que cruzar barro para llegar a cualquier lugar. Quien no se ensucia no llega, dice el refrán. Aunque también le digo que si hubiera llovido más, quizá no habríamos podido salir de allí en unos días.

Después de Batavia Downs entramos en un impresionante corredor de termiteros. En ese trozo, todos los edificios de las termitas tienen más de dos metros y forman un pasillo imponente. Cada vez que paso por ahí informo a los viajeros de que hay diez mil billones de hormigas en el planeta, que todas juntas pesan lo mismo que seis mil quinientos millones de humanos y que sin ellas la vida en la Tierra no sería posible. Cuando paramos a descansar, Miguel empezó a hablar como nunca. Lo de las hormigas le había emocionado. Por eso había viajado él a Australia, o sea, no por las hormigas, pero sí por el coral, porque quería escribir un libro sobre esos microorganismos que eran muy frágiles en solitario pero capaces de formar algo tan majestuoso como la Gran Barrera cuando se juntaban uno más otro más otro más otro más otro... Dijo que las hormigas y los corales se encontraban entre los animales más viajeros, porque si los corales se desplazaban adheridos a los cascos de los barcos, las hormigas lo hacían dentro de las naves y así colonizaban lugares extraños y yo qué sé qué más contó... aparte de lo de su hijo. Ya me había dicho que tenía un hijo, pero, por lo visto, lo de viajar a Australia se le ocurrió durante una visita con el niño al acuario de Madrid.

 

 

De Barcelona.

 

Bueno, al acuario, una visita que hizo con su hijo al acuario. En el sector de los corales había un letrero avisando de que si la temperatura del planeta aumentaba dos grados, la Gran Barrera de Coral desaparecería prácticamente entera. Miguel leyó el cartel, miró los corales, miró a su hijo, y pensó que le gustaría que el chaval pudiera disfrutar de la imagen de una Gran Barrera viva cuando se hiciera mayor. Y ya no se quitó eso de la cabeza, hasta el punto de venirse aquí a ver si podía ayudar de alguna forma, porque él pensaba que escribiendo un libro podía ayudar.

—No estaba en mi mejor momento —dijo—, pero es que no podía dejar de pensar en la barrera y cuando llego a ese nivel de obsesión, por muchos contratiempos que se me aparezcan, ya sé cómo va a acabar la cosa. Sea lo que sea, no hay nada que hacer. Así que dije: voy. Y aquí me tienes.

Ya ve. Y ese rollo lo soltó después de ver unas cuantas torres de hormigas...

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