Voy

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Seguía torturándome con sus sermones y sus ideas de profesor extranjero pero, sea como sea, habíamos encontrado una especie de equilibrio. Él me dejaba mis ratos libres y yo empezaba a acostumbrar a mi estómago y a mi paciencia a no mirar la hora. Por suerte, le gustaba pararse a media tarde a tomar un té, o si encontraba un hotel o sitios con café, se pedía uno. En Dandong nos pilló una niebla espesísima que por lo visto se levanta a menudo del río Yalu, ¡y eso sí que era niebla!

 

(Ríe.)

 

Desde la cristalera del hotel no veía nada, ni a la gente que caminaba por la calle.

—Dime algo que no te guste de China —me pidió Gabi. Ésa era su forma de entretenerse: criticar. Y ya ni siquiera disimulaba. ¿Qué le iba a decir yo? Buscaba ponerme nervioso sin vergüenza. No sólo quería conseguir ataques contra China, sino que encima quería que se los dijera yo. ¿Y yo iba a contar secretos de mi patria a un hombre que rellenaba su visado diciendo que era turista mientras venía a escribir sobre el país sin que los chinos lo supieran?

—No me provoques —le respondí.

Entonces le quitó importancia a su pregunta diciendo varias cosas que a él le molestaban de Europa y de España y terminó asegurando que no creía que fuera una provocación que un ciudadano criticara a su propio país. ¡Pues claro que no! ¡Vaya noticia, señor profesor! Con mis amigos yo critico a China porque claro que hay muchas cosas que no nos gustan. Pero un extranjero es otra cosa. Es como la familia. Uno puede hablar mal de su familia dentro de la familia, pero cuando sale a la calle no va diciendo por ahí que su familia es horrible y desastrosa. A Gabi le había hablado varias veces de la importancia de guardar la cara en China, pero no había manera de que lo entendiera. No comprendía que si no respetaba las normas chinas, no me respetaba a mí ni a ninguna de las personas que le rodeaban. Y si él venía a decirnos lo que hacíamos mal, yo le diría sus errores.

Por eso, cuando en esa cena le vi que seguía tan torpe como siempre con los palillos, le dije que en China sólo los niños comían los tallarines con cubiertos de acero. Sonrió pero no le hizo mucha gracia. Los españoles también son así. Yo creo que como provienen de un pueblo de conquistadores no les gusta equivocarse.

El gran cambio del viaje llegó precisamente en un restaurante español de Dalian. Allí, Gabi se pasó la tarde hablando con el cocinero, un argentino que estaba loco como una cabra. El cocinero hablaba muy rápido y con ese acento americano me costaba entender algunas cosas, pero la mayoría las entendí. El cocinero debía de pensar que yo no sabía muy bien español o que era tonto, porque no quiero creer que fuera tan malvado como para insultar a los chinos de esa manera estando un chino delante. Primero contó que había venido a China por un sueño que tuvo y que una adivina le había avisado de que a los cuarenta años podía morirse, y ahora tenía treinta y nueve. Luego, empezó a contar su historia en China y entonces vino lo de que las mujeres chinas eran sumisas, como si eso fuera algo horroroso, pero resulta que él tenía una novia china. También dijo que unas ciudades chinas odiaban a las otras y que no entendía por qué en China nadie decía la verdad, por qué todo el mundo mentía.

—Son un montón de mentirosos. Millones de mentirosos. ¿Y sabes qué es un mentiroso? —le preguntó a Gabi—. Un asesino. Y eso es lo que los chinos son. Matan cuando te venden leche adulterada o remedios falsos para curar enfermedades. Matan cuando ocultan el sida, el SARS, y las epidemias se extienden. Todos los días leo que no les importa vender a su madre por dinero.

Yo miraba mi móvil, hacía como que no me enteraba, pero no podía creer los insultos que estaba oyendo, esa falta de respeto en mi presencia. ¿Qué era yo para el maldito cocinero? ¿Un insecto? Dijo que los chinos creíamos que China era el centro del mundo, que le asqueaba vernos escupir en la calle, ¡que caminábamos arrastrando los pies! Pero entonces, ¿por qué vivía ese cocinero en China? Y además hablaba muy bien el idioma. Luego, sin ninguna vergüenza, empezó a contar que se había acostado con no sé cuántas putas, y que le gustaban sobre todo las mongolas porque eran muy baratas. Dijo que en China, el que no se había acostado con una mujer era sin duda homosexual. Empecé a mover un tenedor sobre la mesa imaginando que se lo clavaba en la frente al maldito argentino. Aquello no estaba bien. Y Gabi seguía preguntándole y escribiendo y yo estaba delante, ¿entiende? Yo estaba siendo testigo o cómplice o no sé cómo será la palabra correcta, pero estaba callado y presente. Traicionaba algo que no sabía bien qué era pero tenía que ver con los millones de personas que vivían en mi país.

A la hora de cenar, fuimos a la planta baja para seguir la conversación, y ahí encontré a un cliente que me preguntó qué estábamos haciendo. Necesité contarle a alguien todo lo que pasaba con Gabi, y le dije... le dije que me maltrataba haciéndome caminar como si fuera su sirviente, dándome de comer poco y a la hora que él quería. Le dije que ni siquiera tenía dinero para comprarme un helado o tomar un té cuando me apetecía y que aquello era lo más parecido a ser un esclavo que podía haber imaginado, que nunca pensé vivir una situación tan horrible como ésa y que no sabía qué hacer.

—¿Quieres que haga algo? —me preguntó el hombre.

No sabía cómo podía ayudarme pero es que, además, su pregunta me dio un poco de miedo. La hizo muy serio. Demasiado serio.

—No, gracias. Por ahora aún puedo. La cosa va mejor que los últimos días.

El hombre escribió un número de teléfono y me dijo que si el extranjero seguía portándose así y necesitaba ayuda, le llamara, que seguro que podría hacer algo por mí. Poco después, el cocinero terminó su discurso y nos marchamos del restaurante, aunque antes de salir, el cocinero llamó a Gabi para decirle una cosa, y estaba claro que esta vez quería asegurarse de que yo no lo escuchara. Le dijo que yo había hablado muy mal de él al hombre chino, que tuviera cuidado y que no intentara ponerse de acuerdo conmigo, no. Le dijo que si quería sacar algo positivo de mí, debía ordenármelo todo, porque los chinos estábamos hechos para obedecer.

 

 

¿No ha dicho que usted no oyó las palabras del cocinero?

 

Sí, pero sé lo que dijo porque he leído el libro de Gabi y ahí lo pone. Me envió un ejemplar. Nunca le respondí. Cómo voy a responder a alguien que escribe para humillarme. Si me envió el libro, fue para seguir humillándome, ¿no cree? Si no, ¿para qué me envía un libro en el que dice todas esas cosas de mí? ¿Para seguir enfadándome? ¿Para que le odie para toda la vida? ¿Quería seguir dándome lecciones desde su país?

El caso es que tener el teléfono de aquel hombre me hizo sentir más seguro. Me sirvió para creer que el futuro de Gabi dependía de mí. Que si el gweilo continuaba abusando de su traductor, iba a pagar las consecuencias. Y por otro lado tuve que hacer esfuerzos para no llamar a la policía y pedir que detuvieran al maldito cocinero.

Además, al día siguiente Gabi decidió entregarme una cantidad de dinero semanal para que no tuviera que pedirle cada vez que quería comprar algo, y eso me dejó aún más tranquilo. Parecía que poco a poco iba comprendiendo que viajaba acompañado y yo me sentía contento de estar consiguiendo que lo entendiera. A la vez, me daba cuenta de que esa gente que habla de la convivencia entre razas y de lo fácil que es que unas se mezclen con otras tiene muchas tonterías en la cabeza. A lo mejor puedes vivir al lado de alguien de un pueblo distinto, pero entender entender, no lo entenderás nunca. Y muchas cosas tampoco las aceptarás. Yo pasaba todo el día con Gabi y creo que los dos teníamos que poner la mejor voluntad del mundo para continuar el viaje. Es muy duro.

 

 

Pero llega un punto en el que te acostumbras.

 

Puede, pero acostumbrarse no quiere decir sentirse a gusto. No quiere decir que no desees estar en otro sitio con otra gente más parecida a ti. Estas relaciones se llevan adelante por obligación o por negocios y luego, para que no se note, algunos lo adornan diciendo que la gente se junta por curiosidad o para aprender unos de los otros. Alguno de ésos habrá en el mundo, dos o tres, pero el resto se juntan por obligación o por negocios. Si dices las cosas así de claras, vienen los correctos y te insultan. Te dicen que no has estudiado o que eres un racista o que no eres solidario, sin pensar que a lo mejor has leído mucho más que cualquiera de ellos. ¿Ve las gafas? Ahora tienen más dioptrías que antes. Antes miraba al cielo y veía la luna grande y clara. Desde que leo tanto, sólo distingo una mancha de luz. Aunque también es verdad que si me quito las gafas, a veces hasta puedo ver dos lunas.

Leer me ha enseñado cosas y me ha dado imaginación y calma para tolerar a los idiotas. Usted dirá que por eso a estas alturas debería entender mejor a Gabi, pero es más bien al revés, porque no puedo comprender que un adulto bien educado pueda dedicar todo un viaje a imponer su voluntad a un joven sin experiencia. Por qué insistía en enseñarme lo que no se puede enseñar ni en tres semanas ni en tres meses y seguramente que ni siquiera en tres años. Y me pregunto qué problema tiene alguien de treinta y cinco años para estar todo el día soltándote consejos como si fuera un abuelo de setenta. Los consejos de los ancianos a veces son pesados y a veces están bien. Pero los consejos de un joven son siempre grotescos. Es como si aún fueras alumno pero quisieras ser profesor. Da un poco de rechazo y de vergüenza aneja.

 

 

Ajena.

 

(Wang enrojece.)

 

Eso, disculpe. Gracias. He querido emplear una palabra nueva y no me ha salido bien.

 

 

No se preocupe, tiene usted un español formidable y no lo digo por cumplir.

 

No exagere, podría hablar mucho mejor, pero pasa que después del viaje con Gabi me desilusioné del español. Pasé una temporada dudando sobre si me convenía seguir estudiando una lengua en la que las personas fueran tan insoportables y soberbias. Además, trabajar como traductor quizá me iba a obligar a obedecer a jefes que encima me pagarían por ello, así que podrían maltratarme aún más. Veía a los españoles como gente que no comprendía a mi país. Pero también pensé que los latinoamericanos eran distintos. Yo creo que ustedes en Latinoamérica entienden mucho mejor cómo somos.

 

 

El cocinero argentino...

 

Siempre hay un loco pero China cada vez hace más negocios con los latinoamericanos. Están acostumbrados a hablar de igual a igual a las personas. Si usted vive en Barcelona, no debe de tener una vida tan fácil; porque seguro que le hacen sentir extranjero. Usted es muy valiente: vive en la tierra de los que les invadieron y los aplastaron. Se irá, ¿no? Ese país está hundiéndose. Viven de los recuerdos. Les han dado una mala educación y eso tiene sus consecuencias.

Esto lo pienso ahora, porque entonces sólo sentí alguna desilusión. De todas formas seguí estudiando, sin mucha alegría, pero como se necesitaban voluntarios para los Juegos Olímpicos, dediqué mucho tiempo a ayudar en la organización y a traducir a gente que hablaba español. Después de aprobar no volví a mantener conversaciones realmente largas con nadie, sobre todo porque al final encontré trabajo en una academia particular y no he necesitado hablar casi nunca con extranjeros.

 

 

¿De qué trabaja?

 

Soy profesor de español. No se confunda. Tengo un temario, lo explico fielmente y ya está. Sólo doy trucos técnicos, ánimos y alguna orientación sobre de qué pueden trabajar los alumnos en el futuro. También les explico lo que China espera de ellos. La misión de un profesor es prepararlos para situarse en el mundo profesional, aunque cada vez es más difícil lograr que te escuchen a ti en medio de internet, las letras de las canciones, las películas americanas... Y que no se despisten con los romances. Los romances... Gabi me quitó la ilusión también de eso.

 

 

¿Está soltero?

 

Y así seguiré. Gracias a él.

 

 

Lo dice por lo de Yantai.

 

Claro... Vaya recuerdo... Llegamos allí más o menos sabiendo cómo molestarnos lo menos posible. Yo le acompañaba hasta que me cansaba. Luego me encerraba medio día en el cuarto de la ciudad donde estuviéramos para recuperar fuerzas. O más de medio día. En Yantai él salió bastante a su aire. A mí no me gustaron las playas de esa ciudad porque había muy poca gente y todo era caminar junto a la costa aburrida. Sólo estaban bien las rocas cerca de la arena, donde podías coger mejillones y cangrejos y las jaulas para el marisco que se veían unos metros dentro del agua. Pero el resto era lo mismo de siempre, los niños tirándose cohombros y babosas, la gente jugando a las damas en la arena, los hombres enterrados hasta el cuello..., lo mismo que en las demás playas. Y también dejé de salir con él para evitar nuevos disgustos como el de la entrevista que hicimos a una reportera del Yantai Daily en su oficina. La periodista explicó que preparaba un artículo sobre los ataques japoneses a los chinos y Gabi le preguntó por qué los chinos estaban escribiendo todo el rato sobre los malvados japoneses.

—Escribimos sobre todo el mundo, también sobre España —dijo la periodista.

—No lo creo —respondió él.

—España no nos conquistó como Japón. De todas formas, pese a los horrores que cometieron los japoneses, nosotros reconocemos que cada país tiene su cultura, su historia, y mostramos nuestra amistad a todo el mundo.

—¿A los japoneses también?

Al traducir la pregunta me puse muy rojo. ¿Cómo se atrevía a dudar de la palabra de la periodista? Sólo había que verla para darse cuenta de que era una chica honrada. Y como además era lista, le respondió:

—A todo el mundo. El pueblo no tiene la culpa de los errores de sus líderes.

Estuve a punto de aplaudir. Se lo merecía. Qué obsesión con dar lecciones a la gente. Como si la cultura china hubiera sobrevivido miles de años por casualidad. Dicen que esa insistencia en imponer las ideas personales y el punto de vista propio es normal entre las personas inseguras. Me parece una mala excusa. Que seas inseguro no justifica que te conviertas en un dictador.

 

 

¿Lo ve como alguien inseguro?

 

Miedoso sí debía de ser, porque entre todos los consejos que iba soltando, un día me contó que no había vuelto a conducir desde que tuvo un accidente con el coche de su padre. Y de eso hacía más de diez años.

Cuando alguna noche me paraba a pensar en la persona que dormía en la cama de al lado, no me sentía muy tranquilo. Mi guía, el hombre que debía enseñarme y ayudarme, estaba lleno de problemas. Un desconocido con problemas en la cama de al lado no es bueno para el sueño. Aquello no se parecía en nada a la idea que me había hecho del viaje a la costa. Y no se parecía porque una cosa es lo que piensas y otra es lo que es. Y viajar no es romántico. Es verdad que con el paso de los años todo parece un poco más bonito, crees que en el viaje aprendiste una cosa o dos, pero eso también tiene que ver con una nostalgia rara que engaña. En realidad no querría volver a vivir aquello ni loco.

 

 

Tiene mucho sentido esto que dice sobre su inseguridad... A lo largo de su carrera, copió varias veces el estilo de escritura de otra gente. Tiene libros enteros que son una copia de otros. En esto no demuestra tener demasiada personalidad.

 

Ahora no puedo estar de acuerdo con usted. Creo que en el caso de la creación la inseguridad quizá ayuda. La copia siempre es el principio de algo. Mire a los japoneses: desarrollaron tecnologías nuevas después de haber copiado al mundo entero. Lo gracioso es que ahora los japoneses se enfadan con los chinos porque dicen que les estamos copiando todo, como el shinkansen, por ejemplo. Pues claro que hemos copiado algunas cosas, eso nos sirve para aprender. Pero después del tiempo de aprendizaje, que ha sido muy corto, nos hemos convertido en el país que más patentes registra al año. Esto quiere decir que somos el país que más inventa del mundo. El que tiene más ideas nuevas. O sea que copiar no quiere decir que seas un tonto o un fracasado. Copiar es bueno si eres consciente de por qué lo haces y de que quieres dejar de hacerlo pronto.

 

 

Bueno, iba a hablarme de Yantai.

 

Oh, Yantai. No me gusta pronunciar ese nombre. Me da escalofríos. Mire, mire, se me ha puesto la piel de gallina. Le decía que después de entrevistar a la periodista no quise salir mucho más con él por la ciudad. De todas formas, las comidas las hacíamos siempre juntos, claro, las pagaba él, así que una noche, recién vueltos al hotel después de cenar, dijo que en un rato nos llamarían otra vez por teléfono para ofrecernos sexo. Es que cada noche llamaban de la recepción del hotel donde estábamos para preguntar si queríamos un masaje.

Menos en el hotel sólo para chinos, en los demás nos llamaron en todos. Yo volví a explicarle que no se trataba de prostitutas.

—Podemos comprobarlo —dijo—. ¿Aceptamos el masaje?

A mí me daba curiosidad y un poco de miedo. Con las mujeres no tenía ninguna experiencia, me ponía enseguida nervioso. Meter a una en mi cuarto y recibirla en calzoncillos en mi cama era algo... Me costaba imaginarlo tan rápido. Porque yo era virgen y Gabi lo sabía. Como siempre estaba preguntando cosas personales, en algún momento se lo conté. A veces uno no sabe por qué dice lo que dice, sobre todo si hay alguien que te empuja. Los manipuladores... te animan, te hacen sentir a gusto, te dan calor, pero ese calor desaparece en cuanto consiguen lo que quieren. Y yo le conté que no había estado con mujeres y él veía que yo no estaba pasándolo bien en el viaje y entonces me propuso lo del masaje.

—Lo que tú quieras —respondí—. Cuesta dinero.

Como siempre, después de unos minutos en la habitación, sonó el teléfono. Descolgó Gabi, porque aunque no sabía chino siempre descolgaba él, y dijo que sí quería el masaje. Yo estaba viendo un partido de baloncesto por la tele, pero dejé de enterarme de quién metía los puntos y de todo. En realidad no sé qué pensaba, sólo tenía nervios. Enseguida llamaron a la puerta y fui a abrir. No una, no: ¡había dos chicas! Me miraron de una manera demasiado sonriente, así que pensé que quizá Gabi tenía razón. La alta era muy guapa. Pero muy guapa, me encantó nada más verla. La otra era una baja fea con pinta del sur de China. Llevaba una especie de bragas largas y eso sí, tenía unas tetas enormes comparadas con el resto del cuerpo. Claro que la alta morena también las tenía grandes, y la forma se le notaba perfecta dentro de la camiseta de tirantes. Y los pantalones eran unos tejanos muy apretados. Buf. Qué guapa era. Gabi me pidió por favor que esta vez tradujera exactamente sus palabras. Eso era como decirme que le había estado engañando con las otras traducciones, pero no abrí la boca porque no iba a ponerme a discutir y porque seguro que él sabía hablar mejor en esa situación. Se le veía muy tranquilo, como si hubiera ido con putas mil veces.

Las chicas dijeron sus nombres y lo siguiente fue preguntar si queríamos sexo. Buf. Había que reconocer que Gabi tenía razón, aunque ahora no me importaba, porque la verdad es que un poco sí había pensado en que seguramente las chicas de los masajes fueran putas. Y ahora tenía a una chica en la habitación queriendo hacer sexo conmigo. Buf. No podía pensar. Cómo iba a acostarme con una puta si ni siquiera había besado nunca a una chica normal. Y las enfermedades...

—¿Qué? ¿Qué dices? —preguntó Gabi—. ¿Quieres o no?

Por un lado lo deseaba. Era una oportunidad para empezar en un mundo por el que sentía curiosidad. Cómo no iba a sentirla con veintiún años. Pero la vergüenza... y si un día me casaba no llegaría puro..., además de que debían de costar mucho dinero y Gabi estaba ahorrando todo el día. Pues qué le iba a decir.

—No sé, lo que tú quieras.

—Pregúntales el precio —me ordenó.

Dijeron que follar costaba trescientos yuanes. Les respondí que quizá podrían hacernos algo más simple como unos masajes normales, y les pregunté el precio. Los hacían en los pies, en las piernas o en la cabeza y eran mucho más baratos que lo otro. Traduje la tabla de precios diciendo que un masaje sería más económico y que ellas eran de las mejores expertas en China, pero Gabi sonrió y me preguntó si realmente quería que me hicieran un masaje barato. La fea se había acostado al lado de Gabi, le puso la cabeza en el estómago y le tocaba por dentro de los calzoncillos mientras él hablaba conmigo. Era como si estuviera dentro de una película, de verdad. No me podía creer a mí mismo, no podía creer que estuviera pasando aquello. Todo el mundo esperando qué clase de masaje quería yo. Tenía la posibilidad de... ya sabe. Tenía la posibilidad ahí..., pero es que eran muy caras.

—No sé.

Y como si Gabi me estuviera leyendo la cabeza, dijo:

—No pienses en el dinero. No nos estamos permitiendo casi extras y, además, pago yo.

¿No pienses en el dinero? ¡Mentiroso! Todo el día calculando los yuanes que gastábamos, comiendo en los sitios baratos. ¡Pero luego sí podía pagar el vicio! La puta fea me pidió que dijera a Gabi que quería estar con él, que le rebajaba el precio, y mientras hablaba le agarró fuerte ahí abajo... Él dio un pequeño salto en la cama. Pero no quiso a la fea. Dijo que no estábamos hablando de él, hizo algunas bromas y que no. Y entonces cambió la voz como si fuera un actor de película y me volvió a preguntar:

—Bueno, ¿qué dices, Wang? Paga el míster.

Desgraciado. El amo se permitía pagar la diversión del esclavo. Como si viviéramos en la época de los bóxers. Puso la voz de actor un poco para disimular, pero se notaba que se sentía bien con ese papel. ¡Paga el míster! Cómo es posible. El problema es que yo deseaba mucho a la morena. ¡Era tan guapa! ¿Qué hacía? Quería al menos saber qué se sentía con una mujer así, cómo olía... Ella a mí aún no se me había acercado, lo miraba todo sentada en un sofá junto a la tele. Quería que se quedara. No iba a desaprovechar la oportunidad, después de todo no pasaba nada por que me hiciera un masaje... de cabeza, por ejemplo. Fue el que pedí. Un masaje de cabeza.

Gabi dijo que bueno, se notaba que no era lo que él quería ni lo que pensaba que yo iba a responder pero que bueno, y despidió a la otra chica. La morena me hizo poner la cabeza a los pies de la cama y empezó el masaje mientras Gabi seguía viendo el baloncesto por la tele. Después de muy poco dijo que mejor se iba al vestíbulo del hotel y que subía en un rato. Antes de salir repitió lo mismo:

—Ya sabes. No pienses en el dinero.

No, de eso ya me había dado cuenta. No iba a pensar en el dinero, no tenía razones para pensar en él, ni ahora ni después. Si tenía suficiente para gastárselo de esa manera... Y cómo iba a pensar en dinero con la chica morena acariciándome de aquella forma. Me estaba excitando mucho y al quedarme solo me puse aún más nervioso, empecé a temblar, aunque no mucho, no sé ni si ella se dio cuenta. Sea como sea, la chica morena empezó a estirarse sobre mí, puso sus tetas en mi boca, y aunque estaba muy nervioso, empecé a... a eso, ya sabe.

—Vaya, vaya —dijo ella—. Creo que tú quieres otra cosa.

Claro, ella iba a por el dinero. Había doscientos yuanes de diferencia entre el masaje y lo otro, y vio que yo era joven, un tonto que no sabía nada y que por eso podría hacer conmigo lo que quisiera. Era una profesional. Vio que estaba en sus manos, así que me acarició por todas partes con el pelo y las tetas, por todas partes, y me empezó a masturbar mientras con la otra mano se tocaba ella misma. Yo pensé quitármela de encima, pero era una maravilla tan grande, y el deseo de estar con ella, la excitación... Aquello no lo podía parar. No lo había vivido nunca. Había una lucha dentro de mí, nunca ha habido una lucha tan feroz, créame, nunca he hecho algo que me enfadara tanto conmigo mismo. Pero deseaba penetrar a aquella mujer.

 

(Silencio.)

 

 

¿Qué pasó?

 

Es muy particular y privado.

 

 

No se preocupe, tengo la versión del libro. Esto queda entre nosotros. Los detalles...

 

Se lo cuento. Es justo, usted ha venido hasta aquí para saber la verdad. Pero por favor...

 

 

No se preocupe, no saldrá de aquí. Tiene mi palabra.

 

(Wang baja la voz.)

 

Cuando ella empezó a meterse mi miembro, no entraba bien. Rascaba mucho, hasta hacerme daño, le dije «para, para», pero ella no hizo caso y siguió. Aunque me dolía no tuve fuerzas para apartarla. Ni fuerzas ni sabía cómo hacerlo por si le hacía daño o la ofendía. Sea como sea, habíamos llegado a un punto que ya no podía parar. Además, ella se la había metido, el dinero habría que pagarlo igual. Pero es que me dolía mucho, era como si ahí tuviera dientes o algo así... y sin embargo era todo tan nuevo y estaba tan excitado...

Parecía que Gabi había estado escuchando detrás de la puerta, porque en cuanto ella salió del lavabo, llamó a la habitación.

—¿Cómo ha ido?

—Bien. Pero no le pagues.

—Cómo que no le pague. ¿Te has corrido o no?

—Sí, sí. Pero no le pagues. Me ha hecho mucho daño.

No me hizo ni caso. Sacó el dinero de la cartera y se lo dio a la morena.

Cuando nos quedamos solos, yo estaba furioso. El problema es que lo había hecho todo yo. Él sólo había animado y yo me dejé engañar. Entré por la puerta que él abría y luego no pude dejar de abrir todas las demás. Fue como una trampa. Ha pasado mucho tiempo y lo sigo viendo así. Nos tumbamos cada uno en nuestra cama. Yo no dejaba de castigarme con preguntas. Cómo podía haberme acostado con una mujer que no fuera mi esposa. ¿Por qué había dejado que subieran a la habitación? No estaba bien. No estaba bien. El hombre y la mujer tenían que llegar puros al matrimonio. Lo decía en mi cabeza y a veces se lo decía a Gabi.

—No está bien lo que me has empujado a hacer.

Y entonces me respondió una de esas frases que le ocupaban toda la boca:

—Tú decides lo que haces. Supuestamente en China no debería haber putas, y está lleno. Eras tú quien decía que los hoteles sólo ofrecían masajes. Creo que tienes una idea algo equivocada de tu país.

—Pero tú me provocas.

—Cada uno sabe dónde se mete.

Mentira. Cuando antes le dije que era un manipulador, me refería a esto. No es verdad que uno sepa siempre dónde se mete. No es verdad. Usted dice que Gabi se ha perdido en la selva buscando un animal. ¿Cree que antes de entrar sabía que no podría salir de ahí? No, uno nunca sabe dónde se mete. Lo que pasa es que hay gente como él que necesita ponerse en situaciones difíciles para sentirse.

 

 

Para sentirse cómo.

 

Para sentirse. Simplemente. Sentirse su cuerpo, su vida. ¿No conoce ese dicho? «Sin dificultad, yo no me siento.» Pues eso. O sea que hay gente así y luego hay gente como yo, que prefiere vivir de una manera tranquila y lo consigue... hasta que se encuentra con alguien como él, que quiere hacer experimentos con las personas. El problema es ése, que el material somos personas, y después del experimento seguimos teniendo vidas, sentimientos. No sé qué ocurrió en mi cabeza, pero desde entonces yo sólo he hecho sexo con putas, y poco, si le digo la verdad. Muy poco. Y siempre pagando. No me quito de la cabeza la idea de que me manché, y de que lo hice yo solo. Por mucho que sepa que fue él quien me animó, pienso que fui yo porque después de todo ésa es la verdad: fui yo. Y me siento tan mal conmigo mismo que hay algo que me dice que no merezco una mujer limpia. Sigo sin saber cómo tratarlas.

Después de aquella noche me costaba estar físicamente cerca de Gabi. Me daba repelencia, su voz me irritaba, pero tampoco podía echarle la culpa de todo, porque había demostrado tener razón con lo de las prostitutas y de alguna manera me había dado una lección. Le odiaba por hacerme sentir torpe, pero era tan consciente de mi inexperiencia, de que era verdad que el torpe era yo, que no habría sido justo retirarme y dejarle solo. Quizá tenía que aceptar que debía aprender algunas cosas. Desde luego que la China que estaba conociendo no se parecía a la de mi imaginación, pero no iba a abandonar al primer golpe. Hay que resistir. No soy un cobarde. Además, después de aquella noche horrible no podían pasar cosas peores. Tenía que aguantar unos días, calmarme, olvidar lo que había ocurrido y pensar en lo que vendría.

En el libro que luego escribió hay una foto de cuando llegamos al cabo Chengshan, que es el lugar más al este de China. Alcanzar un extremo de tu país es emocionante. Hacía sol. Desde la montaña se contemplaban kilómetros de mar y Gabi se estaba portando muy amable desde lo de Yantai. Parecía que podíamos arreglarnos un poco, así que cuando propuso que nos hiciéramos una foto juntos para celebrar la conquista del Chengshan, acepté. Es la única foto que tenemos juntos. Estamos los dos pasándonos los brazos por los hombros como si fuéramos buenos amigos, pero la verdad es que pese a mi buen humor de aquel día, tuve que hacer un esfuerzo muy grande para tocarle. No me quitaba de la cabeza que era un hipócrita. Un hipócrita. Y me enfadaba aún más conmigo mismo al preguntarme por qué no lo había denunciado cuando aún podía, porque ahora yo ya me había acostado con una prostituta y él era un testigo. Si le delataba, él también podía denunciarme. Entonces mi familia se enteraría de lo que había hecho y mi vergüenza sería eterna.

Me di cuenta de que no iba a soportar seguir con el papel de alumno de aquel hombre y que ya me daba igual no aprender cosas de él. Pensé en llamar al hombre que me había pasado su número de teléfono por si necesitaba ayuda, pero para qué. Lo único que me interesaba era quitarme a Gabi de encima y eso podía hacerlo yo mismo. Podía pedir que le dieran una paliza o algo así, pero no quería caer en el fondo del pozo, tampoco iba a mancharme tanto. Tiré el papel con el teléfono a una basura.

 

 

Sin embargo, ahora usted lo está reconociendo todo.

 

Qué importa. Él ya lo escribió en su libro. Por eso estamos aquí, ¿no? Para darle yo mi versión.

 

 

Cierto, cierto. Entonces... siguen juntos. Y la siguiente parada es...

 

Qingdao. Nada más llegar sentí una gran impresión. Las casas eran alemanas porque allí hubo una gran colonia de alemanes que construyó edificios muy bonitos y una fábrica para producir una cerveza que ahora es la más famosa de China. La ciudad parecía de juguete, entre la playa y las montañas. Había cientos de autobuses sacando chorros negros por los tubos y turistas y turistas y turistas siguiendo las banderas de los guías. En ciudades como Qingdao es fácil entender por qué la mayoría de chinos no salimos nunca de viaje a otros países. ¿Para qué, si en China hay todos los ambientes? Te vas a Hong Kong y está la herencia de los ingleses. En Macao, los portugueses. Vas a las regiones del oeste y encuentras a las tribus musulmanas y a los descendientes de afganos. En el sur, los que se parecen a indonesios, tailandeses...

Para conocer mejor la ciudad nos apuntamos a un tour que regalaba el hotel donde dormíamos. Nuestra guía era una chica muy simpática y a medio recorrido Gabi me pidió que le preguntara si en Qingdao se hacía topless.

—¿Cómo le voy a preguntar eso?

—Eres mi traductor. Ella sabe que la pregunta la hago yo.

—No, no. Yo soy quien le habla a ella. Y ella me mira a mí al responder. Un chino no puede preguntar eso. Aquí las cosas no funcionan como en tu país. Hay que ser educado y a una mujer no se le puede preguntar si enseña los pechos.

Por supuesto, no aceptó mis explicaciones. Dijo que no podía ser tan educado al preguntar porque si lo era no iba a conseguir la información que quería. Dijo que si estaba en China era para saber qué pensaban de verdad los chinos y yo le dije que nunca sabría lo que pensamos de verdad. Que si creía que una desconocida le iba a contar cosas íntimas tan fácil estaba equivocado.

—Al menos quiero ver cómo reacciona la gente. Soy extranjero. Puedo decir que no sé cómo pensáis y así hacer preguntas prohibidas.

—Pero es que yo sí sé cómo pensamos y sé que la gente me culpa a mí de que no te haya avisado, ¿entiendes?

Claro que entendía. Pero mi vergüenza y mi opinión no le importaban.

—Me interesa el choque —dijo—. Vuestra sorpresa ante cosas que a los occidentales nos parecen normales. Dile que te obligo a preguntárselo.

Obedecí. Otra vez. Me dirigí a la guía mirando al suelo porque no podía mirarla a los ojos mientras le preguntaba por sus pechos. Como no respondió enseguida, levanté la mirada y ella sí me miraba a mí. Tenía una sonrisa falsa de piedra. De todas maneras, como era muy educada dijo que en las playas del norte nadie hacía topless. Que eso no se hacía en el país. Dijo que cómo se atrevía el idiota del extranjero a hacerle esa pregunta, pero esto no se lo traduje a Gabi para que no hubiera una discusión entre ellos. Ya ve, aún tenía cuidado de que los chinos no se enfadaran con él. Era como un concurso de humillación, un concurso en el que yo me ganaba a mí mismo continuamente y caía cada vez más bajo. Mi madre se preocupaba por si el español cuidaba bien de mí y resultaba que era yo el que evitaba que le rompieran las piernas todo el tiempo. Arriesgando que me las rompieran a mí.

Cuando acabó el tour, le dije que quizá debería haberse buscado a un chino de costa como traductor, a alguien que pudiera entender mejor esa forma de vida, y me volví solo al hotel. Seguro que habría preferido tener un traductor intelectual que respondiera con frases inteligentes o graciosas a sus bromas y sus provocaciones. Pues lo sentía, pero yo no era su hombre. Y le aseguro que intentaba adaptarme a él. Pero hay cosas que no se pueden entender, como lo de insistir en viajar en cuarta clase o comer mal cuando tienes la posibilidad de estar mejor. Parecía disfrutar sufriendo. Lo lógico es desear un gran coche, calefacción, la comodidad. Y no comer patatas podridas. Pues él se empeñaba en funcionar al revés, como si fuera su misión en la vida. Si lo era, muy bien, pero a mí que no me arrastrara con su enfermedad mental.

En el hotel, me pasé el rato enviando sms a mis amigos y a mi familia. Lo había estado haciendo durante todo el viaje, pero esa noche me gasté un buen montón de yuanes. Y sin escribir nada especial, sólo palabras cariñosas y mentiras, muchas mentiras a casi todos, para que no se preocuparan. Menos a mi madre. A ella le dije que me estaba costando demasiado soportar al español. Se preocupó un poco, pero me repitió que al principio todos los trabajos cuestan y que pensara en todas las cosas buenas que sacaría de la experiencia.

Cada día intentaba quedarme con esas cosas buenas. Me decía a mí mismo que esto me serviría para tal cosa y que aquello me ayudaría a lo otro. Pero nada. No creía en mis pensamientos porque el deseo de irme podía con todo, cada vez era más fuerte, así que me pasaba el día a la defensiva. Todas sus propuestas me molestaban. Le odiaba. Créame, su presencia me hacía apretar los dientes. Y encima tenía que compartir habitación con él. Es muy duro dormir con alguien de quien no aguantas ni escuchar su respiración.

Hasta que por fin vino el día de la política.

 

 

¿El día de la política?

 

Es que él se puso a hablar de política sin parar. Caminamos entre los grupos de turistas un buen rato hasta que nos metimos en el Museo Naval. Ahí están el primer destructor chino, dos supersubmarinos con misiles antiaéreos, nuestra querida cañonera Liberation... Era un lugar lleno de carteles para educar a las personas en la defensa nacional y mostrar la preparación de la patria china, que es muy impresionante. Supongo que esa exhibición de nuestro poder no le gustó nada a Gabi porque enseguida empezó a meterse con la cantidad de armas que había ahí. Como si los occidentales no hubieran matado una mosca.

—Lo dice el letrero de la entrada —le dije—: es para defendernos. Nosotros nunca hemos conquistado otros países. Es nuestra ley nacional.

Fíjese que China ha sido declarado el país menos agresivo de la historia, y hasta Marco Polo habló de nuestra milenaria tradición de paz. Cuando Gabi entró en ese museo, China llevaba cinco siglos sin ampliar sus fronteras. ¡Y él se puso a criticar nuestras armas! Qué grande es la boca de la gente. Y no hablo sólo de Gabi, también de los occidentales que se creen los salvadores del mundo, los buenos de la historia. Como ahora, que como dicen ser los cuidadores del planeta, piden a China, a la India, a los africanos o a ustedes los de Latinoamérica que no fabriquen tanto, por la contaminación. Qué poca vergüenza. Claro, así nadie podrá alcanzarlos y seguirán mandando para siempre. Después de haber contaminado todo lo que han querido, eso sí. Y cuando hay un problema con China, siempre atacan por el mismo lado: el Tíbet. Que, por supuesto, fue lo que dijo Gabi:

—Pues el Gobierno chino sí está sometiendo con las armas al Tíbet.

—No somos violentos. No pensamos como los occidentales, que siempre queréis más. Queréis conquistar países para obligar a la gente a pensar como vosotros. Los países occidentales conquistan mientras que las provincias chinas cambian. Todo ocurre dentro de un mismo país.

Empezó a buscar excusas. Dijo que dentro de China también había habido matanzas, empezó a soltar uno de sus discursos en los que daba igual que yo estuviera delante o no porque hablaba solo. Dijo que como China quería competir con el resto del mundo, tendría que aceptar las reglas de esa competencia y eso significaba hacer guerras.

—Nosotros explotamos nuestra fuerza con inteligencia —dije—. Pero siguiendo el espíritu comunista. No es necesario hacer guerras.

—¿Comunista? —dijo. Y se rio. ¡Se rio! Dio un montón de estadísticas que se había aprendido de memoria, me dijo que mirara alrededor.

—¿Qué ves? Turistas por todas partes gastando dinero. Dinero, dinero, dinero. Unos mucho más que otros.

Y terminó diciendo que le gustaría regresar a China dentro de treinta años para ver qué era lo que quedaba de ese comunismo. Yo tenía el cuerpo entero en tensión, deseaba pegarle. No tenía suficiente con insultarme a mí, ahora nos atacaba a todos. ¿Qué debía hacer yo? ¿Cómo podía tolerarlo? Calla, Wang, me dije. Calla, Wang. En situaciones así debes pararte. Respirar. Tranquilo.

 

(Wang cierra los ojos y respira profundo, imitando su comportamiento en la escena que está narrando.)

 

Guardé silencio. Durante mucho rato. Él también. Seguimos caminando y la situación se arregló un poco. Comimos almejas gigantes, lenguado y gambas, que yo no había probado en mi vida. El aspecto de esa comida me daba miedo pero el sabor no era malo. Seguimos conociendo la ciudad. A veces él intentaba hacerse el gracioso o empezar una conversación y yo le respondía con una palabra para que se enterara de que no quería oírle. Llegamos a una calle de andar llena de tiendas y grandes almacenes, cerca de un Pizza Hut, donde la gente hacía cola para comer con cuchillo y tenedor. Los Pizza Hut estaban muy de moda. Me habría gustado ir pero no tenía ningunas ganas de pedirle nada a Gabi. Nos sentamos al borde de una fuente. Una chica muy guapa se sentó a nuestro lado y empezó a hablarnos sin vergüenza. Tenía dieciséis años y los cordones de sus zapatos eran de colores distintos. Gabi le hizo un par de preguntas pero no parecía muy interesado en ella, así que la chica y yo estuvimos contándonos las vidas.

Se llamaba Lin y estudiaba medicina, aunque leía mucha filosofía. Me preguntó qué hacía con el extranjero y cuando le expliqué me dijo que perdía el tiempo con él, que debería estar en mi ciudad estudiando.

Necesité traducírselo a Gabi. No para delatar a la chica, sino porque quería que Gabi comprendiera que yo estaba haciendo algo muy valioso acompañándole gratis por China y que el resto de chinos pensaban que me estaba equivocando profundamente.

—¿Y tú qué opinas? —me preguntó.

Sonreí mucho. Creo que desde que llegamos al cabo Chengshan no había sonreído tanto. Pues qué iba a opinar. De todas formas, él había recibido el mensaje y yo debería seguir viajando a su lado, así que le respondí:

—Bah, estudia filosofía.

Luego seguí hablando con Lin, y ella también se puso a hablar de política. Por eso éste fue el día de la política.

 

(Wang sonríe lánguidamente.)

 

Lin tenía una teoría sobre su ciudad. Según ella, había tres niveles: uno, el más bajo, donde se pelea y se lucha; dos, el medio, donde la gente se ocupa sobre todo de trabajar y de cuidar sus cosas; tres, el alto, donde la gente se ayuda.

—¿Y tú a cuál perteneces? —le pregunté.

—Al tres. El mejor.

Yo le dije que China tenía que luchar para conseguir que todo el mundo viviera en el nivel tres, pero ella respondió que eso era imposible. Dijo que los tres niveles no se moverían nunca y que yo debía pensar de otra manera para convertirme en un hombre de verdad. Terminé muy enfadado con ella. Lin vivía en el nivel del dinero, sus padres eran universitarios, ella estudiaba medicina... Cómo iba a querer que las cosas cambiaran. Su discurso era lo que me faltaba.

La dejamos en la fuente, cenamos, y luego volvimos a pasear por la misma calle donde habíamos conocido a Lin. Una calle de tiendas, como otra cualquiera, como cualquier calle de andar comercial de Pekín, de Dalian, de Beidaihe. Por qué perdíamos el tiempo ahí. Se lo dije a Gabi. Por qué volvíamos a un sitio tan vulgar y donde ya habíamos estado. ¿Sabe lo que respondió? Que ahora era de noche y con las farolas las cosas se veían distintas. A veces creo que decía esas cosas para enfurecerme. Y lo conseguía.

—Tú haz lo que quieras —dije—. Yo me vuelvo al hotel.

Y ahí, por fin, le vi olvidarse de sus bromas hasta perder el control. Empezó a gritar que yo no sabía viajar, que para eso mejor que me hubiera quedado en casa. Se volvió tan loco que hasta empezó a insultarme. No paraba de decir coño, joder, mierda, puta, todas las palabrotas que imagine, todas, mientras me trataba como a un niño preguntando si pensaba que aquello era una excursión. Estábamos en mitad de la calle y como no quería pasar completa humillación, me mantuve serio para que la gente se diera cuenta de que el extranjero estaba loco pero yo me mantenía en mi lugar.

Cuando acabó, decidió que de todas formas se venía conmigo al hotel, y volvimos en taxi porque ninguno de los dos habríamos aguantado muy bien una caminata juntos y ni siquiera un viaje en autobús.

En la habitación, cada uno se acostó en su cama. Yo puse la tele pero estaba claro que se sentía culpable y quería hablar. Preguntó qué me pasaba. No respondí. ¡Cómo iba a estar después de haber recibido aquellos gritos en mitad de la calle! ¡Ni mi padre me había hablado nunca así! Como si yo fuera un gusano. Me lo volvió a preguntar y entonces se lo dije:

—Me has insultado.

—¿Que te he insultado?

—Sí, me has dicho palabras insultantes.

Actuó como si me lo estuviera inventando, como si le sorprendiera, y empezó a poner excusas lamentables con un tono de llorar. Pero yo no le escuchaba porque estaba hablando a la misma vez que él y le decía: ¡no entiendes a los chinos! Cada pocas palabras, ¡no entiendes a los chinos! Cómo me iban a importar sus lloriqueos. Se lamentaba por ignorante, por no saber escuchar. ¡No entiendes a los chinos! Y le dije que nosotros tenemos unas normas que nos obligan a esconder el disgusto y por eso no le había llegado a expresar cuánto me molestaban sus palabras, sus actos. Pero ¿es que había que decirlo? ¿No sabía ver la realidad? Le dije que no me había alimentado lo suficiente durante el viaje y él me echó en cara que no me había visto comprar ni una vez aunque me daba dinero cada semana. Ese hombre no entendía nada. Era un idiota completo. Y entonces se puso a pedirme: explícamelo, explícamelo. Por favor. ¿Cómo se explica algo que yo tardé una vida en aprender? O muchas vidas, porque yo vengo de mis padres y de mis abuelos y de mis bisabuelos. ¿Qué quería que le explicara? O estaba dispuesto a entender o no lo estaba, y por mucho que ahora se hiciera el disimulado, él no quería aprender.

—¡No respetas nada! —le dije.

Y así seguimos. Él buscaba una forma digna de explicar el mal trato que me había dado durante todos esos días, pero yo estaba en el límite, todo me sonaba a mentira. Y conmigo en ese estado, va y dice que lo único que me interesa es la política y el dinero. Y que el amor me daba igual.

—Sólo te interesan la política y el dinero —repitió.

Eso ya no lo pude aguantar.

—¿Qué has dicho?

—Lo que has oído.

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