Voy

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Udaipur es una de esas joyas al estilo de Venecia donde las casas y los palacios crecen junto al agua. No esperaba esa belleza. La ciudad se dispone en torno a dos enormes lagos a los que la gente se acerca para lavar la ropa, purificarse o darse un baño descendiendo las escaleras en las que terminan algunas calles. Buscamos un hotel digno para pasar los últimos tres días y despedirnos en condiciones de la India. Los ruidos de la ciudad quedaban lejos, allí se podía pensar. Había un hombre que cada mañana se bañaba solo a la hora del desayuno debajo de nuestra ventana. Una de esas mañanas nos pusimos a hablar de renovación, purificaciones, unas palabras trajeron otras y hablamos del futuro, que era de lo que yo quería hablar. Lo necesitaba. Ante mí se abría un mundo del que desconocía todo. Todo. Sin trabajo, sin pareja... y con una idea que había aparecido al principio de aquel viaje y que no lograba apartar, más bien al contrario, ganaba cada vez más espacio y se estaba revelando como una necesidad. Me había pillado totalmente a contrapié, pero desde el instante en que emergió había borrado casi todo lo demás. Fue asombroso contemplar cómo algo que no sabía que quería hacer pasaba de repente a ocupar el universo entero. Pensaba que eso sólo podía ocurrir con el amor a primera vista, con el clásico flechazo..., aunque después de todo, mi historia también era de amor.

 

 

¿Qué idea era ésa?

 

Primero, pedí a Gabi que explicara hasta dónde estaba dispuesto a implicarse conmigo. Intenté no agobiarle, sabía que eso sólo podía ir en mi contra, pero al menos quería obtener alguna respuesta que me orientara. Que me sentenciara. Yo necesitaba... luces, aunque fueran lejanas, pero luces que me aportaran una intuición de hacia dónde debía dirigirme. Que me diera palabras, al menos palabras.

Míster Bastante volvió a aparecer. Dijo que el viaje había estado bien pero que desde el principio había quedado claro que no era más que una escapada, ¿no? Empezó a relativizarlo todo, como siempre. Pero yo ya no iba a tolerarlo más. Habíamos llegado a un punto en el que no valía especular. Eso sirve en los comienzos, incluso puedes creer que se puede vivir así. Pero no se puede. Yo no podía, no puedo. Lo descubrí entonces.

—No entiendo —dije—. No entiendo qué haces aquí conmigo mientras deseas estar con ella.

Se rascó la barba de nueve o diez días que llevaba, miró al bañista, cruzó las piernas.

—Ni yo —respondió.

No es agradable escuchar eso de alguien con quien estás viajando y te acuestas desde hace semanas. Pero es bueno. La verdad es buena. Menudo cabronazo. Aunque te hunda en la miseria. Es buena.

—¿Te irás a vivir con ella? —pregunté, aun creyendo que en el estado de confusión, inseguridad económica y casi desesperación en el que Gabi estaba, Lea sería una loca si se atrevía a meterlo en su casa.

—No creo.

Dijo que aún quería vivir solo una temporada más. Lo necesitaba. Además, debía cuidar de su hijo y temía el impacto de obligarle a convivir de pronto con una mujer para él casi desconocida.

—Quizá sea posible vivir de otra manera —dijo.

—Con ella.

—Con ella —respondió.

El bañista había salido del agua y se secaba mientras cuatro mujeres lavaban canastos de ropa arrodilladas en los peldaños que se sumergían en el lago. Fue un momento triste y bonito a la vez, porque vi el futuro. Vaya topicazo, ¿verdad? Iluminada en la India. Supongo que así es la vida, que el tópico posee sus buenas dosis de realidad. Yo ni siquiera había cumplido los treinta, y muchos opinarían que me precipitaba, recomendarían que aprovechara unos años más de libertad y todo eso. Pero si miras hacia atrás, y hablo de cuando nos concibieron nuestros padres, te das cuenta de que la mía era una edad natural.

—Voy a adoptar un niño —dije.

Hizo un gesto impreciso, miró al lago, me miró a mí.

—¿En tu situación?

—Aprovecharé mis ventajas. Lo voy a hacer.

Se frotó la cara con las dos manos, que después tendió a lo largo de la mesa con las palmas abiertas para que yo se las cogiera, y me quedé mirándolas. En la fortaleza de Mehrangarh habíamos visto a un quiromante leer el destino en las manos de una mujer. Seguro que las palabras del adivino le sirvieron de algo, no porque fuera a acertar nada, sino porque la mujer sintió que al menos en ese momento alguien estaba pensando en ella. Y las manos abiertas de Gabi... Vi las líneas imprecisas de lo que debía suceder tendidas a mí, como un perdón o una súplica o una señal de amistad, de una amistad que después de lo vivido lo soportaría todo.

Tendí mis manos sobre las suyas depositando mis palmas con suavidad, sintiendo poco más que la piel, sintiendo cuánto significábamos el uno para el otro, despidiéndonos con un amor..., con un amor...

 

(Ella llora.)

 

Un par de meses después de que Gabi desapareciera, Lea me envió un e-mail. Decía que él le había hablado de mí, que sabía que habíamos viajado juntos a la India y que allí yo había decidido adoptar a un niño de aquel país. Sabía que desde hacía medio año yo mantenía un idilio —así lo llamó— con un hombre en las mismas condiciones que ella: cada uno viviendo en su casa.

En el e-mail suponía que yo había conocido bastante bien a Gabi, el «bastante» lo puso entre comillas, y que como teníamos un par de cosas tan importantes en común se había decidido a escribirme, un poco para compartir la nostalgia por su ausencia, otro poco porque en mí veía a una madre capaz de comprenderla de una manera quizá más íntima.

 

(Ella saca dos papeles del bolsillo de su pantalón. Son copias del e-mail que le envió Lea.)

 

Le leo sólo una parte, la que le puede ayudar a acercarse mejor a la persona que a fin de cuentas más sabía de él últimamente.

 

Reconozco que con Claudia ha sido un padre estupendo, aunque no la viera cada día. Y con Gael, qué te voy a contar. Es verdad que si los niños sienten tu cariño y te entregas cuando estás con ellos, aunque desaparezcas de vez en cuando, saben muy bien quién eres tú. Y al fin y al cabo, hasta que Gabi empezó a viajar más a menudo con el proyecto de los animales, no pasábamos cuatro días sin verle. De todas formas, ahora no está. Aunque me duele, entraba en las posibilidades. Nunca sabías hasta dónde podías contar con él, siempre tan... ausente.

 

Para que se haga una idea de lo ausente que podías sentirle: volví sola de la India. Gabi no pudo cuadrar su billete con el mío y salió hacia Barcelona una noche antes que yo.

La última tarde vi en el hotel esa película que cuenta la historia de un chaval hindú que después de crecer entre barracas y miseria participa en un concurso de la televisión donde te puedes hacer millonario. El chico sabe las respuestas gracias a las experiencias acumuladas sobreviviendo en unas calles miserables donde la vida es dura a unos niveles que aquí no podemos imaginar. Una dureza que vemos pero no comprendemos. Cuando terminó la película me levanté, caminé hasta la ventana de la habitación y vi cómo tres niños hurgaban dentro de contenedores rebosantes de basura mientras unos pájaros negros enormes aleteaban junto a ellos picoteando desperdicios. Era como si la película no hubiera acabado aún y la ventana fuera la tele. Me puse a llorar. Lloré durante un buen rato.

Me miro y veo que me he ido adaptando a muchas cosas, como cualquiera que desea continuar. No está tan mal, es verdad que te hace sentir flexible. Aunque a veces pienso que tampoco tuve tanto donde elegir. En una vida pasan cosas y se trata de mirar más allá de ti misma para aceptar lo que venga asumiendo que no hay nada inamovible, incluida tú.

Hubo un tiempo en el que aspiré a vivir en Nueva York, pero al final elegí quedarme aquí y ser madre. Fue una gran elección. No descarto mudarme algún día a una ciudad extranjera pero ahora he cambiado las prioridades. Un hijo ancla físicamente, por gravedad: la primera vez que fui con Balu a la playa y se encontró con la inmensidad del mar, pidió que lo cogiera en brazos. Por primera vez pidió que lo cogiera no para darle cariño sino protección. Fue la primera vez que sentí que me necesitaba de una forma esencial, que yo era su referente de fuerza ante las cosas desconocidas que pudieran ocurrir ahí fuera. Al auparle, mis pies se hundieron más en la arena. Y yo quería estar allí, anclada en la tierra con él en mis brazos. El convencimiento de estar donde debes y quieres es una de las grandes experiencias de la vida. Sentí que había llegado a un lugar que de alguna manera buscaba desde hacía mucho. Encontrar un lugar es bueno. Sí, es bueno.

Disculpe, pero debo ir a buscar a mi hijo al colegio. La profesora dijo ayer que hoy los niños traerían a casa un dibujo sobre su familia y tengo ganas de saber cómo nos ve.

Despedida

 

Hola, Ella

Espero que mi último e-mail contándole mi experiencia familiar la ayudara de algún modo, pero insisto en que mi caso no tendrá nada que ver con el de Balu. Para empezar, él está creciendo sin padre, y para mí, como sabe, el mío fue una pieza capital hasta que se marchó.

¿Que cómo llevo la investigación? Sigo sin noticias de Gabi, aunque a estas alturas me siento extraño diciendo eso de una persona sobre la que he recibido tantísima información en los últimos meses y a la que ya creo conocer de una manera casi íntima. A veces incluso me descubro pensando cosas que podría haber pensado él, pensamientos de los que yo habría sido incapaz no hace tanto. Pensamientos que supongo muy parecidos a los que pudo tener mi padre mientras planeaba marcharse. Y entonces me doy cuenta de que estoy llegando a algún lugar.

Siguiendo su pista he aprendido que quiero evitar el dolor que sin duda debieron de soportar tanto Gabi como mi padre cuando decidieron romper en algún momento de su vida con las personas que los querían. También quiero evitar el dolor de esas mismas personas que los vieron desaparecer. Y, sobre todo, no quiero dejar atrás a ningún pequeño que me espere eternamente. No tengo ningún interés en aumentar la lista de padres que hacen de sus hijos seres invisibles, por no decir inexistentes. En mi adolescencia yo fui uno de ellos, sé de lo que hablo. No, no repetiré el dolor. Me siento afortunado por haber llegado a esta conclusión ahora, lo bastante pronto.

Por otra parte, esta búsqueda me ha llevado tan lejos que no puedo detenerla aquí. Ya me exijo una respuesta, una solución no sólo espiritual que me haga comprender de una manera entrañable y total esa frase que ahora siempre me acompaña: «Somos una cadena de sueños y esperanzas. ¿Dónde acabaremos?». Le escribo poco antes de terminar de hacer la maleta, porque me marcho mañana a Nueva Zelanda. He comprendido que debo viajar, aunque aún no sé muy bien lo que busco, aparte de a un hombre. Estaré mucho tiempo desconectado, si me escribe, no garantizo respuesta. Disfrute su tiempo con Balu. Por mi parte, ahí voy.

Un agradecimiento

 

Doy las gracias a Carles Mercader, por sus sugerencias y su forma de leer. Carles es uno de los que van.

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