Voy

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El destino final de la chalana es un poblado primitivo a algo más de media hora de Nakasongola. Recién desembarcados, contratan el matatu de Kisembo, un musulmán entre corpulento y rollizo tocado con birrete que les transmite suficiente confianza como para decidir que será su chófer durante los próximos tres días por un total de cincuenta mil schillings.

Después de ducharse —¿cuánto llevaban sin hacerlo?— y cenar, Gabi se dirige a las dos cabinas telefónicas públicas ubicadas en las afueras de la ciudad para llamar a Elsa. Cuando vuelve está serio y aún más taciturno. Su mujer no acaba de aceptar que transcurran entre cuatro y cinco días de una llamada a otra. Además, mientras hablaban se ha agotado el crédito de la tarjeta telefónica que acababa de comprar y aunque antes del corte él le ha dictado el número del terminal donde estaba, ella no ha devuelto la llamada. Puede que Elsa apuntara mal el número o que haya interferencias. De todas formas, se han pasado el rato discutiendo y es posible que Elsa haya decidido no llamar.

Gabi se compró su primer teléfono móvil meses antes, pero cuando se enteró de cuánto costaba una conferencia internacional optó por no dar de alta el prefijo para ese tipo de conexiones y recurrir periódicamente a cabinas de teléfono. Confiaba en que encontraría teléfonos con la suficiente asiduidad, y que en caso de emergencia sus compañeros le prestarían los suyos. Esa noche no pide el teléfono a nadie.

Míster Vil, John y Yolanda disponen de teléfonos móviles aunque no siempre cuentan con cobertura o lugares donde cargar la batería, aparte de haber restringido su uso debido también al temor a la factura. Kisembo les ha advertido que en la sabana será difícil comunicarse con el exterior, así que todos han aprovechado para dar noticias en casa y despedirse hasta dentro de al menos cuatro días.

La incursión en la Reserva Murchison posee la emoción del viaje iniciático a la África legendaria. Los animales salvajes cruzan la carretera a menudo. Ven leones acostados a quince metros, monos saltando de liana en liana, manadas de jirafas, de antílopes, impalas, búfalos, hipopótamos, tres hienas... Emplazan su campamento base en los barracones de Paraa, entre las cataratas Murchison y el lago Alberto. Dos camiones del ejército abarrotados de soldados se detienen frente a los barracones. John conversa con el comandante.

—Patrick me ha dicho que no pasa nada —dice John cuando regresa—. Él y sus hombres están patrullando la zona como hacen cada noche. Van a donde se les llama. Su misión es controlar que Kony no cruce el río. Puede que después de la muerte de su padre y de cómo le van últimamente las cosas se le ocurra cruzarlo, aunque no sea la mejor idea. Su situación es desesperada.

Es de noche, y mientras cenan todos visten manga larga. Se han rociado de repelente para ahuyentar a las nubes de mosquitos. Míster Vil no soporta a los militares y no puede, no sabe, disimular su malestar. Están solos en mitad de la sabana con unos cincuenta hombres armados. No participa de la conversación en torno al candil ni disfruta del arroz con cualquier cosa que el vigilante de los barracones ha cocinado.

—Me voy a pasear —dice Míster Vil. Yolanda se suma en silencio.

—No vayan más allá de las casas —advierte el comandante sentado en el estribo de uno de los camiones—. Hay leopardos.

Yolanda y Míster Vil se sientan retrepados contra la pared del último edificio, delante de la oscuridad movediza.

—No te gustan nada las armas, ¿eh? —dice Yolanda.

Míster Vil se revuelve la cabellera y carraspea, creando una expectativa de confesión.

—Hace tiempo tuve problemas —dice antes de remontarse a su época trotamundos, a la reyerta que tuvo en Guatemala con dos soldados. Hubo golpes, un disparo y sangre.

Al final de la historia, Yolanda agarra con las dos manos el antebrazo de Míster Vil.

—Yo lo que quiero es entrar en Sudán —dice Míster Vil—. Y ni siquiera vamos a lograr los permisos.

—Ya sé que es tu amigo, pero... Gabi es un poco torpe, ¿no? Con todos esos viajes que ha hecho, yo pensaba que sabría desenvolverse mucho mejor. ¡Si ni siquiera conduce!

—Tiene el carnet. Lo que pasa es que se cargó el coche de su padre en un accidente y desde entonces no ha vuelto a conducir.

—Esta mañana he visto cómo le enseñabas a lavar los pantalones con una piedra. ¿Dónde has aprendido todo eso?

—De mi madre. Y mira que ella no se ha movido de Mallorca.

Yolanda ríe. Se acurruca contra el hombro de Míster Vil de cara a la noche negra.

Por la mañana, Gabi se afeita sobre una palangana oxidada con el espejo del neceser colgado en un árbol mientras a veinte metros una hilera de soldados soñolientos enfundados en gabardinas se dirige a los camiones, que se recortan contra la sabana. Dos horas después, el grupo vuelve a recorrer la vasta extensión salvaje. Divisan elefantes y localizan a un grupo de leones tumbados en la hierba. Enseguida, tres jeeps con el techo descapotado forman un semicírculo en torno a los leones. Todos los observadores son extranjeros con prismáticos y teleobjetivos.

Los modernos jeeps de los turistas les hacen tomar conciencia de que se están desplazando por la sabana en taxi, desprovistos de la tracción y la suspensión y la carrocería aconsejables. El matatu de Kisembo reemprende la marcha para remontar una colina desde donde se pueden otear varios kilómetros a la redonda. Cuando se apean, Gabi se aleja unos metros del vehículo.

—Tenga cuidado —grita Kisembo—. Puede haber animales escondidos.

La hierba es alta, y si un felino emprendiera el ataque, las posibilidades de zafarse serían nulas. De todos modos, Gabi se agazapa, como si fuera un león. Olisquea el aire. Está imitando a los cazadores. Empieza un trote, cada vez avanza más rápido, hasta que acelera corriendo entre las hierbas como si realmente persiguiera a una cebra o un ñu. Corre semiencorvado, Kisembo se pone a reír, hasta que Gabi da un salto rugiendo y se estira sobre la presa que ha imaginado.

Hay algo en la escena que conmueve a Míster Vil. A Yolanda le parece divertido.

De vuelta a los barracones, Gabi pregunta por el picozapato, ese pájaro de pico grande y ababuchado que, dicen, es tan difícil de ver. Figura como reclamo en los trípticos de la reserva, pero Henry, uno de los guardias oficiales, reconoce que no recuerda a un solo turista que haya visto uno.

—¿Y tú?

—Tampoco —responde Henry—. Yo tampoco.

Luego Gabi mantiene con Henry la charla más larga en lo que va de viaje, interesándose por las características y los hábitos de ese pájaro que a sus compañeros se les antoja más mítico que real.

 

YOLANDA: Lo que estaba buscando cuando desapareció era también un pájaro, ¿verdad?

 

 

Sí, el moa. Dicen que se extinguió por no saber volar.

 

MÍSTER VIL: Como el dodo de Alicia en el País de las Maravillas.

 

 

Como el dodo. Aunque el moa era más grande.

 

YOLANDA: Pero si está extinguido, ¿qué buscaba?

 

 

En realidad seguía el rastro de las historias. Creo que era una excusa para salir de aquí.

 

(Asienten.)

 

No se quita de la cabeza el picozapato. Urde planes para avistarlo, pregunta por los emplazamientos más favorables, calcula cuánto tiempo debería apostarse en un marjal hasta localizar uno... Pero deben continuar viaje hacia el norte. De todos modos, el picozapato le ronda y en el futuro, cuando escriba su novela sobre el pantano del Sudd, le concederá un papel relevante en la historia.

El buen humor de los días en la sabana desata su atrevimiento. Comienza a sentirse bien, los miedos menguan, África le está dando lo mejor. La última mañana con Kisembo, pide un vaso de leche de cabra en un puesto de carretera. La leche es amarilla y huele a lana, sus compañeros le recomiendan que no la beba.

—Está fría, a saber desde cuándo la tienen en una de esas neveras jurásicas.

Bebe y hasta paladea los grumos de nata imbuyéndose de la sensación de estar bebiendo la mejor leche del mundo, y es verdad que está sabrosa. Nadie debería permitir que un exceso de precauciones le impida gozar de la fruta y la leche de las tierras que visita.

A mediodía suben al volquete del camión que atraviesa la demencial carretera que lleva a Pakwach. Es la ruta más rápida y John ha garantizado que es segura. Como el resto de pasajeros, se acomodan como pueden en el suelo del volquete o sobre los enormes neumáticos que sirven de asiento. No hay capota, así que el durísimo sol aumenta el castigo de los baches e incesantes desniveles. Pronto se percatan de que más o menos cada siete kilómetros hay un control militar. De vez en cuando superan esqueletos de camiones herrumbrosos, la mayoría parecen quemados. Hacia el norte se tiende la tierra árida, el polvo tizna los contados arbustos visibles. Ese páramo es el feudo de la guerrilla rebelde. Al sur, la sabana repleta de fieras.

En la parte delantera del camión, tres hombres miran todo el tiempo adelante y a los lados, siempre de pie. Un joven se acantona contra una esquina del volquete y orina. El líquido se escurre zigzagueante por la plataforma mojando algunas bolsas y los pies de niños descalzos. Gabi desenfunda su pequeña cámara digital y enfoca a un grupo de mujeres que está pelando y chupando cañas de azúcar cuando uno de los hombres de la parte delantera le grita bestialmente. Suponen que habla en swahili. Le amenaza, le señala a la cara con el dedo, no deja de gritar. Gabi gesticula pidiendo excusas, levanta la cámara mientras agita la otra mano en señal de no, no, y mete la máquina en la mochila. La reprimenda del hombre continúa un buen rato, le humilla. Cuando amaina la embestida, Yolanda intenta consolarle, le ve muy afectado.

—Son militares de paisano.

—Debería haberme dado cuenta —dice Gabi.

Nadie le corrige. Nadie mira a John, pero todos están pensando que esa jodida carretera es una trampa y que él se lo ha ocultado.

En Pakwach, la presencia de extranjeros es noticia, parece que no del todo buena. Reciben demasiadas miradas inquietantes. Los soldados campan por los cafés con cananas de balas atravesadas al pecho. La carretera de polvo que cruza el pueblo confirma el aire de far west que a Gabi deja de importarle en cuanto se instalan en el hotelucho.

—Es el mejor del pueblo —dice alguien, pero él no lo oye porque le duele la cabeza desde hace rato y no tiene el estómago fino.

Tras explicar sus síntomas a la recepcionista, ella dice que podría ser malaria. Mañana deberán recorrer más de cien kilómetros hacia el norte hasta Arua, donde hay un hospital. Yolanda está convencida de que Gabi paga las consecuencias del repugnante vaso de leche que insistió en beber esa mañana. Su imprudencia les va a retrasar. Aunque lo que de verdad altera a Míster Vil es conversar con Humbert, el periodista holandés que trabaja para Radio Gulu desde hace «los suficientes» años.

—¿Habéis venido por la carretera de Karuma? —pregunta Humbert, hospedado en el mismo hotel—. ¿Y no habéis visto un camión derribado a pocos kilómetros del principio?

—Sí —dice Míster Vil—. En realidad he contado seis o siete camiones volcados.

—Bueno, pero el primero lo saquearon ayer. Un pelotón de rebeldes lo atacó, robó todo lo que había y luego le prendió fuego.

Ayer.

—¿A qué hora?

—A las cuatro y pico.

Son las seis y media. A las cuatro y pico el grupo circulaba por la carretera de Karuma. Un día antes, los habrían atacado a ellos.

—Llegar aquí —dice Humbert poniendo el dedo en Moyo sobre el mapa— es factible. Pero cuidado con pasar a Nimule. Ahí se vuelve a cruzar el río y empieza la tierra de nadie, nada es seguro.

En el patio, varias mujeres llenan un depósito con barreños de agua. Otra ha prendido la llama de una especie de calentador.

—Nosotros viajamos mañana a Nimule —añade Humbert—, pero después de que un grupo de zapadores haya peinado la pista. Nos escoltará un convoy militar. Es una zona muy difícil.

John irrumpe en el patio. Ha debido de escuchar las últimas palabras, porque se presenta diciendo:

—De todos modos, nosotros tenemos contactos, gente que nos va a facilitar el paso.

—Pero ¿has hablado con Kony? —pregunta Humbert.

—Hemos tenido contactos.

La cara de Humbert refleja incredulidad.

—Yo iría con mucho cuidado. Esa gente es muy peligrosa —insiste, subraya, repite Humbert—. Están desorganizados, en estampida, y nadie sabe lo que pueden hacer. La mayoría son acholi, niños de entre ocho y doce años extirpados de su casa —eso dice: «extirpados»—. Los militares asesinaron a sus familias y los reclutaron como armas potenciales, no tienen ideología, es tan sólo un ejército bestial, pero por eso muy vulnerable cuando se le obliga a pensar. Kony lo sabe, claro, y nos ha concedido una entrevista. Nunca sale en los medios de comunicación, pero ahora quiere hablar. Atraviesa una situación complicada. Sudán le está retirando los apoyos.

Humbert se detiene para mirar los ojos de John, y le dice:

—Yo de ti no continuaría hacia el norte.

Míster Vil duerme a ráfagas, escuchando tambores y cánticos no tan lejanos. La atmósfera posee un halo fascinantemente primitivo que envuelve la noche en un aire demasiado irreal, con un enfermo en la habitación de al lado que suda empapando paños ya mojados en la frente, un enfermo que los obliga a seguir rumbo al mismo norte donde aguardan los carniceros de Kony. ¿Qué tipo de inconsciente es Gabi? Es lo que pasa cuando viajas con alguien a quien no conoces. ¿Cómo ha sido tan estúpido de permitir que el chaval le arrastrara a una situación así?

Y eso que Gabi no hace nada, al menos nada grave. No discute, no impone condiciones ni manda ni protesta. Sólo avanza, sugiere de vez en cuando, pero hay algo tan impreciso o imprudente o arriesgado o ingenuo en los aparentemente sencillos pasos que da, que de pronto uno se encuentra junto a él con todo temblando alrededor. Lo peor, lo intrigante, lo estupendo, es que en esa degradación rodeada de inseguridad hay algo que seduce a Míster Vil, entre otras cosas porque le remite a sus años en Madrid entre drogas y música y famosos y esperanza. Porque le remite a la caída de personajes de literatura y leyenda que siempre le cautivaron, a esa legión que le acompaña en el dolor y la lucidez.

Gabi ha pasado una noche infernal de fiebre y continuas visitas al infecto retrete, calvario que se prolonga durante los ciento cuarenta y siete kilómetros hasta Arua. Míster Vil le acompaña al médico. Le inspecciona un otorrinolaringólogo, no hay más especialistas a mano, y su diagnóstico es disentería. El doctor Stephen receta un combinado de dieciséis pastillas diarias que, en efecto, va a detener las continuas diarreas, si bien causará un desagradable efecto secundario que el paciente detectará el próximo invierno.

Sea como sea, Gabi está muy débil y el doctor también recomienda reposo, así que reservan las siguientes dos jornadas en el hotel.

Yolanda le ha cuidado con cariño y Gabi interpreta estos esfuerzos como una forma de interés. Después de charlar sobre las pastillas y la dieta, ella se incorpora para abandonar la habitación. Gabi la agarra del vestido. Al principio, Yolanda no entiende qué quiere, por qué la sujeta sin hablar, pero la mirada del enfermo enseguida es lo bastante explícita. El nauseabundo olor del cuarto, la pesadez del calor y el aspecto deplorable del enfermo la superan, se pone nerviosa. De un tirón se desprende de la mano y sale de allí. El aire le parece inesperadamente fresco y desde luego que mucho más puro.

Menos el enfermo, los demás tienen pensado explorar Arua y sus alrededores, pero los planes se bloquean la primera noche, después de que Míster Vil comunique a John su desconfianza. Con tono exasperado, Míster Vil dice que no quiere correr riesgos absurdos, no quiere seguir hacia el norte, cree que se están metiendo en una ratonera y que lo que exponen son sus vidas. John responde con violencia, la discusión se enciende. Yolanda intenta pacificar sin tomar partido, está de acuerdo con Míster Vil pero fue John quien la metió ahí, de algún modo siente que se debe a él. De todas formas, John no la tiene en cuenta, no la escucha, la disputa incumbe a los hombres. Terminan muy enfadados.

Cuando Míster Vil regresa, el cuarto que comparte con Gabi está tomado por una penetrante hediondez. Los coletazos de la disentería continúan. Todo aquello es literalmente una mierda. Una encerrona inmunda. ¿Qué estoy haciendo aquí? De nuevo esa pregunta que se hacen los viajeros, quizá todos los viajeros del mundo. Quien no se la haya hecho será porque no ha viajado.

 

MÍSTER VIL: No recuerdo que ni Yolanda ni yo dijéramos casi nada de eso. ¿Cómo sabes lo que pasó?

 

 

Ya... Encontré varios apuntes en el libro que estaba escribiendo Gabi donde sugería que más o menos ustedes pensaban así... De todas formas, creo que ninguna de estas apreciaciones les compromete a nada. Aparte de que no deja de ser un texto literario.

 

MÍSTER VIL: Bueno... Por mí, vale.

 

Yolanda suministra a Gabi un suero que incluyó en su botiquín y aprovecha una ausencia de Míster Vil para informarle de la discusión con John.

—Dile lo que piensas de él —dice Gabi—. Eres la única a la que puede hacer algún caso.

—¿Y si no lo hace?

—Le dices que siga solo.

—No voy a traicionarle.

—No es ninguna traición, tú le habrás avisado.

—¿Cómo voy a hacerle eso? Estoy aquí gracias a él. Tú no querías que viniera. ¿Y ahora me pides que le deje para quedarme con vosotros?

Los dos desvían la mirada.

—Estás siendo lo mejor del viaje —dice Gabi, y cuando Yolanda alza la vista encuentra en sus ojos la mirada de cordero degollado que tanto le repele en los hombres. Cómo se ablanda la mayoría cuando se sienten vulnerables. Esa nueva raza de hombrecillos a medio hacer desde luego que no va con ella. El enfermo le inspira entre pena y aversión. Está casado. Es indecente. ¿Tan desesperado está? Será la impotencia. Será que está pensando en la muerte o en la posibilidad de no volver a Europa, por lo que sea, no volver, y por eso quiere ver en ella a la compañera con la que colonizar un mundo nuevo. Lo peor es que no sólo percibe en Gabi una infantil ansia de regeneración, sino también un no sé qué libidinoso, un impulso meramente físico que unta sus palabras de algo viscoso y sucio en lo que le resulta imposible imposible imposible confiar.

—Corta el rollo —responde Yolanda—. Se cena a las diez.

Aunque las fuerzas aún no le acompañan, Gabi acude a la cena en la sala del hotel habilitada para comer (resultaría excesivo denominarla restaurante). John cuenta que está ultimando los preparativos para seguir hacia el norte mientras Míster Vil y Yolanda cenan sin despegar los ojos de sus platos y Gabi no acierta a fijar la mirada en ningún lugar. Es hora de decidir el futuro de este viaje. O hablan ahora o acabarán acatando el plan suicida de John.

Se masca el enfrentamiento. Yolanda prefiere ahorrárselo, ya basta de tensiones, que se arreglen ellos.

—Buenas noches —dice, y se retira a su cuarto.

Míster Vil saca un paquete de Embassy. El chasquido de la cerilla se amplía en el silencio del salón.

—John —dice Gabi casi tartamudeando—, no sé cómo, pero mira, bueno, hay algunas cosas que quería decirte y no sé muy bien cómo, pero es que no puedo más.

John afirma con la cabeza. Míster Vil corre la silla, se levanta y se va dando caladas al Embassy. Él ya habló en su momento, y a fin de cuentas quienes le embarcaron en esa historia son los dos que permanecen en la mesa.

Fuma en la habitación esperando el desenlace. El generador que mantiene Arua encendida se apaga y el viajero se queda a oscuras observando cómo la brasa quema el cigarro. Enciende una lámpara de queroseno. Al rato entra Gabi. Se sientan los dos en el borde de la cama de Míster Vil. Gabi cuenta que John cree que todos se han aliado contra él, incluso Yolanda.

—Ni siquiera habla conmigo —ha dicho John—. No es que no me hable, es que huye de mí.

Luego, el inglés se ha derrumbado.

—¿Qué quiere decir derrumbado? —pregunta Míster Vil.

—Se ha puesto a llorar.

Como si se tratara de una puesta en escena, escuchan a John sollozar en el patio. También oyen ruidos metálicos, un portazo. Por la tarde, Míster Vil vio dos fusiles apoyados en un umbral. Podría pensar que los va a usar contra ellos, pero lo que se plantea es otra posibilidad. Es un chispazo que apaga deprisa, no quiere darle más vueltas. Ya no oyen nada fuera.

—Mañana será otro día —dice Míster Vil.

—Sí, buenas noches.

—Buenas noches.

Las siguientes jornadas en Arua, John se mantiene lejos del grupo. Sale temprano y regresa para comer o cenar, intercambiando sólo las palabras necesarias. Míster Vil y Yolanda refuerzan su amistad bebiendo pombe, la cerveza de la locura, y volcando su mirada fantasiosa sobre el mundo inspiradoramente silvestre de alrededor.

Míster Vil se afeita cada día, incluso en ruta es rara la mañana que se salta la costumbre. Le tranquiliza. Le hace sentir que las cosas continúan estando donde deben estar y que él sigue siendo más o menos quien era. Se mira al espejo del hotel y suspira. Al menos ya descartaron alcanzar Nimule. John ha comprendido los enormes riesgos que afrontarían, así que mañana regresarán a Kampala. Si los visados para Sudán no han llegado, Gabi y Míster Vil viajarán a Egipto para por lo menos recorrer esa parte del río. Yolanda se quedará con John en Uganda. Prefiere la desesperación de su amigo a la lujuria enfermiza, o lo que sea eso, del escritor.

Cuando Míster Vil piensa que se va a separar de Yolanda le traspasa un escalofrío. Ha sido su sostén a lo largo de todas estas semanas y no logra imaginarse disfrutando del viaje junto al soso, mudo y bastante anárquico Gabi. Qué tío, sólo le interesan sus libretas, parece un búho..., y por culpa de su desorganización no van a viajar a Sudán. Tantas veces había imaginado las llanuras de arena y los hombres de blanco, siempre de blanco...

La desilusión le reconcome. Hacía años que un tropezón no le airaba de esta forma. Pero no, no hay que ser negativo: todo enseña. El traspié le alerta para situaciones futuras. Lo no conseguido puede convertirse en un motor. Al fin y al cabo, él es un director de esos que soportan la etiqueta de alternativo, un creador al margen, un outsider, palabreja que entre otras cosas quiere decir que conoce el fracaso. En ocasiones se pone así de duro al revisar su biografía. Sabe que sus películas han sido aplaudidas en foros exigentes y que se han visto por todo el mundo, pero sus espectadores son los cuatro gatos especializados de siempre y él desearía salir de la puta casilla de autor de culto y demostrarse a sí mismo que puede tocar teclas aún más universales, narrar historias que disfruten miles, millones de personas, manejar códigos que, siendo sofisticados, descifre la mayoría del público.

Además, pronto cumplirá los cincuenta, ha encajado un abanico de decepciones bastante ejemplar y no es cuestión de hacerse mala sangre por un viaje que no sale como estaba planeado. Pero es que si hasta las vacaciones se le frustran... Joder. Joder.

La noche anterior a la partida hacia Kampala, con Gabi ya sentado en la mesa, comen todos arroz y judías junto a cuatro africanos a los que conocieron durante su estancia.

—Tú come sólo arroz blanco —recomienda Yolanda al convaleciente.

Como celebran una despedida, para beber hay pombe y Fanta de naranja.

—Hubiera estado bien ver un picozapato —dice Gabi—. Aunque quizá no exista. Tanto rollo de ave mítica...

—El picozapato existe —dice el africano más esmirriado, el de la camisa más sucia.

—¿Usted lo ha visto?

—No. Pero existe. Por aquí lo ha visto gente. Y hay fotos —el esmirriado bebe un trago de pombe a morro—. Lo que pasa es que es un pájaro solitario. No quiere que le molesten. No se muestra a cualquiera.

—Verlo es como descubrir algo —dice el hombre que menos se mueve—. Como si te tocara la lotería.

—¿Usted lo ha visto?

—No. Pero podría hablar horas sobre él.

—Porque está seguro de que existe.

—No importa que yo esté seguro o no. El picozapato existe. Hay cosas que sabes que están ahí aunque no las hayas visto. Simplemente, están ahí. Quizá nunca llegues a conseguir la prueba para que los demás lo crean, pero están. Y no es una intuición. Están.

Cuando termina la cena, Gabi se encierra en el cuarto a escribir:

«Es cierto que hay animales misteriosos, aún hoy. Como el mokele-mbembe, habitante dinosáurido de la cuenca del río Congo. ¿Y quién ha visto al elefante pigmeo de la República Centroafricana y de Gabón? Durante cien años se han redactado informes sobre este presunto pigmeo, pero ¿quién lo ha visto? ¿Y por qué creemos en él? ¿Porque un elefante pigmeo es fácil de imaginar? ¿Porque necesitamos elefantes pigmeos para que el mundo parezca más sensato, equilibrado?»

 

YOLANDA: ¿Cómo sabes que escribió eso?

 

 

Porque usted misma me pasó la primera versión del libro sobre Uganda que él le dejó leer.

 

YOLANDA: Uh, es verdad. En ese libro se pasó un poco con John. ¿Sabes si lo retocó? Porque yo le dije que no podía pegarle esos palos, que al fin y al cabo John había sido nuestro guía y bastante tenía con sus problemas.

 

 

¿Y qué le respondió?

 

YOLANDA: Que John sabía desde el principio que él y los demás viajeros íbamos a ser protagonistas de la historia. Y que no creía haber escrito nada que no hubiera ocurrido. ¡Hombre! Yo creo que hay formas y formas de contar una historia y, por ejemplo, lo de ponerle Yojohn a su personaje me parece que sobraba.

 

 

¿Leyó John el libro?

 

YOLANDA: Sí. No le gustó pero me impresionó cómo aceptó la lectura. Después, hasta propuso quedar algún día para cenar todos juntos. Hay que ser muy buena persona para hacer eso.

 

 

¿Quedaron?

 

YOLANDA: Un par de veces. El trato entre Gabi y John fue educado, sin reproches. Pero oye, lo que te decía, ¿sabes si cambió algo sobre John?

 

 

No sé, no he leído ninguna versión más.

 

MÍSTER VIL: El caso es que volvemos a Kampala, no están los visados para entrar en Sudán y nos separamos...

 

 

Continúo.

 

MÍSTER VIL: Desde la entrada a Sudán, lo otro no creo que aporte gran cosa.

 

 

Hay alguna descripción de Kampala, comento sus partidas de billar...

 

YOLANDA: Sí, vamos mejor a Sudán.

 

 

Antes viene el tramo de El Cairo.

 

MÍSTER VIL: Vale, quiero saber cómo ha resuelto eso.

 

En cuanto se inscriben en un hotel de El Cairo, Míster Vil pide al recepcionista que le guarden la cámara en una caja fuerte. Gabi y él aún deben discutir si descienden en avión hasta el lago Nasser para remontar desde allí el curso del Nilo egipcio o regresan a casa con la misión definitivamente abortada, pero, sea como sea, Míster Vil no quiere saber nada de la cámara. Al final ha resultado más molestia que otra cosa, casi no la ha utilizado y se pasa el día imaginando que alguien la va a robar.

Para distraerse, acuden a un espectáculo de derviches. Cenan legumbres. Duermen nueve horas, todo un récord del viaje. Mientras deambulan por el barrio residencial de Zamalek elucubrando qué hacen finalmente, a las 12.47 suena el pitido que avisa de que ha entrado un mensaje en el móvil de Míster Vil. La remitente es Yolanda:

 

Increíble. Acaban de llegar los visados. Viajamos a Jartum. Pedid los vuestros en la embajada de El Cairo. Buena suerte.

 

Míster Vil experimenta un latigazo de euforia, empiezan a dar saltos en la calle. Suben a un taxi y se dirigen a la embajada de Sudán en las inmediaciones de la plaza Tahrir. Soportan apelotonamientos de sudaneses descontrolados que ganan la posición a codazos y empujones ante las vitrinas blindadas de la embajada. Los únicos blancos son ellos. Cuando alcanzan la ventanilla, el funcionario comunica que debe realizar comprobaciones para acreditar su versión.

—Vuelvan mañana.

Gabi se pone a rogar, insiste en que sólo debe hacer una llamada, sólo una llamada, hágala, por favor, y podrá estampar el sello. Pero es la hora de comer y el funcionario se esfuma al otro lado del mostrador.

En la calle, Míster Vil propone buscar un restaurante. Está hambriento, cansado, ha sido una mañana de sudor y estrés. Gabi dice:

—Deberíamos cambiar dinero, tenerlo todo listo para salir zumbando en cuanto lleguen los permisos.

Mientras se dirigen al banco que hay a cincuenta metros, una pareja de jóvenes les ofrece cambio a mejor precio. Gabi está de acuerdo. Míster Vil indica que tienen el cajero delante, que no se complique la vida, pero Gabi es tan testarudo con los temas de dinero e insiste tanto en el gasto suplementario que les está suponiendo comprar billetes de avión que no constaban en el presupuesto inicial, que Míster Vil cede.

En cualquier otra circunstancia, Míster Vil habría resuelto extrayendo los dinares del cajero. Sin embargo, ahora se pasa el día calculando. Desde que comenzó el viaje, Gabi y John cuentan cada inversión, buscan los hoteles más baratos, regatean sin cesar, y ese espíritu de ahorro radical se le ha contagiado hasta envilecerle de algún modo. Al menos, en situaciones como ésta se siente mezquino. No es necesario controlar la economía hasta ese extremo, ellos son europeos.

Los chicos piden que los acompañen. Se meten por un corredor depauperadamente húmedo con espacio justo para que camine una persona, así que desfilan en hilera, entre paredes musgosas y olores a caldos y tintes y gasolina mezclados. Atraviesan un par de patios donde mujeres cosen y hombres remiendan zapatos hasta llegar a una puerta de dintel tan bajo que hay que agachar la cabeza para entrar. En el interior, un hombre sentado se incorpora en cuanto los ve, abre un cofrecito tachonado de oropeles y saca varios fajos de billetes.

Si les robaran y les dieran una paliza o incluso los mataran, sería difícil encontrarlos.

De nuevo en la calle, Míster Vil se siente agotado por la tensión, el calor, tantas horas exigiéndoles lo máximo.

—Mira, allí parece que se puede comer algo —dice, señalando una pequeña terraza.

—Espera. Vamos un momento a preguntar los horarios de los vuelos a Sudán —dice Gabi.

Míster Vil aprieta los dientes. Basta ya:

—¡Vete a la mierda! ¡De qué vas! —sacude los brazos de manera enérgica e irracional—. Nos hemos pasado la mañana arriba y abajo, dando gritos en la embajada, estoy hecho polvo, te estoy diciendo que estoy cansado, que quiero un rato de tranquilidad, y tú, venga: más, más, más. ¿Qué es lo que estás buscando? ¿Querías esto?

«Esto» es: Míster Vil escupiendo al hablar, gritando, ¡gritando!, en medio de la plaza Tahrir, girando sobre sí mismo, observado con medias sonrisas y ceños fruncidos por los camareros y los policías, por los vagos y los transeúntes y los pillos de la plaza, por los hombres con gabardina que guardan teléfonos móviles encadenados a sus bolsillos, y a los que algunos pagan por llamar.

—¡Joder! Parece que quieras forzar las cosas, llevarlo todo al extremo.

—Vale, vale. Vamos a comer —responde Gabi.

Míster Vil chasca la lengua, menea la cabeza con violencia.

—Yo me voy al museo. ¡Me voy! Tú haz lo que te dé la gana.

Cruza varias calles a la carrera. Los autos le pasan rozando. Míster Vil tiene pavor a los conductores árabes, pero ahora le dan igual, la rabia minimiza el peligro. ¿Qué persigue ese chaval? ¿Por qué fuerza todo de esa forma? Lo que persigue es hundirse, la ruina. ¿Cómo no se ha dado cuenta antes? Lo que persigue es estrellarse para después resucitar. Quiere caer, sentir que ha alcanzado el estadio más bajo, rozar la muerte quizá, para después emerger renovado. Si es que puede. Está enfermo. Enfermo. Pasea, Agustín, se dice Míster Vil. Pasea. Piensa en otra cosa. Olvídate de él.

Tardan tres días en lograr los carísimos visados —cincuenta y seis dólares—, pero su obtención atempera los ánimos. Lo celebran con un banquete a base de hummus, hígado y sesos de cabra tiernos.

Al fin, aterrizan en el aeropuerto de Jartum.

—Mira, ahí está Yolanda —dice Míster Vil, correspondiendo con su sonrisa más amplia a la muñeca de los tirabuzones que, en efecto, es Yolanda. Menudo cambio de look. ¿Y la cara? ¿Qué le ha pasado en la cara?

Estos días ha intimado con un grupo de chicas sudanesas que la invitaron a disfrazarse con ellas. Le han alisado el cabello, hecho dos tirabuzones, pintado los ojos con lapislázuli y tatuado pies y manos con henna. También le colgaron pendientes y una diadema, aunque eso lo ha dejado en el cuarto.

—¿Y John? —pregunta Míster Vil.

—No ha podido venir.

No hay más preguntas sobre él.

—Por cierto, a partir de ahora llamadme Leila.

Los hombres sonríen. Asumen el cambio como algo natural, desde el principio ha formado parte del viaje.

—Significa «noche» —apunta ella mientras se tapa las fosas nasales, que le han empezado a sangrar—. Es por el polvo. A John también le pasa.

Al salir del recinto, la arena casi se puede mascar. Hay una especie de niebla perpetua, una densidad visible que granula el aire cubriéndolo con esa pátina que poseen las imágenes vía satélite. Como si la realidad fuera lejana.

—Conseguimos los permisos gracias a que al volver a tramitar las peticiones desde Kampala nos identificamos como turistas —dice Gabi mientras el taxi pone rumbo al hotel—. Estoy seguro. Nunca más me voy a identificar como periodista cuando viaje a un país del tercer mundo. Ni siquiera como escritor.

En efecto, nunca más lo hará.

El hotel es un tugurio abominable y las habitaciones están a su impresentable altura. Como la única ventana es la del lavabo y la puerta del lavabo se cierra sola, Gabi coloca una pila de libros —Expiación, Meroe, Breve historia del tiempo— como resistencias que permiten una brizna de luz exterior.

—Bueno, lo conseguisteis —dice John desde el umbral del cuarto.

Unos y otros acuden a fórmulas elementales de cortesía antes de regresar juntos a la calle. Conforme avanza la mañana el polvo empieza a ser aún más tangible. Las siluetas van perdiendo definición. La mayoría de hombres visten de blanco, insólitamente inmaculados al margen de la arena que los envuelve. Hordas de chilabas flotan en la plaza central de Jartum.

El grupo desayuna falafel, zumos, buñuelos, té y café en la especie de jaula que es el Jartum Center. Yolanda dice que el río está a cinco calles y John suelta:

—Espero que tengáis suerte. Nosotros viajamos esta noche a Kosti.

Kosti se encuentra al sur. John está empeñado en huir de los dos hombres. No quiere saber nada de ellos y ha optado por «secuestrar» a Yolanda, que opta por mirar al suelo para que Míster Vil entienda que se somete de mala gana a las decisiones de John. Yolanda no querría hacerlo, por supuesto que preferiría seguir junto a su querido Míster Vil. Pero se supone que debe fidelidad a John, no le puede abandonar. Y, después de todo, mantendrá a distancia al zumbado de Gabi. A cuál peor. Míster Vil odia a ese inglés que sólo aspira a arrebatarle a su compañera. El calor y la furia le han torcido el semblante, entre taciturno y sombrío. Abre un paquete de cigarros pero no le queda ninguno, así que Leila le ofrece un Bringi que Míster Vil coge esbozando una sonrisa irregular.

A mediodía del día siguiente, Gabi y Míster Vil van a despedirse de sus colegas, que están cargando el equipaje en el taxi amarillo. El día anterior se acostaron tarde y esta mañana la invirtieron en arreglar asuntos burocráticos, así que Gabi tiene la cabeza hecha un bombo.

—Necesito dormir —dice.

Míster Vil se asoma por la ventana del taxi, que sólo se abre hasta la mitad, y charla cariñosamente con Leila.

—Podríamos coordinarnos para quedar con ellos cuando vuelvan dentro de cuatro días —dice Míster Vil después de besar a Yolanda y retirarse dos pasos del vehículo.

—Deberíamos dormir —insiste Gabi.

El taxi arranca.

—Os esperaremos —dice Míster Vil a Yolanda.

—¡Qué estás diciendo! —grita Gabi—. ¡Tenemos que llegar el martes a Wadi Halfa! ¡No podemos perder el ferri! ¡Estuvimos cuatro horas decidiendo el calendario y ahora vienes con que hay que esperar! ¿Qué te pasa?

Según les informó un agente turístico oficial, salen uno o dos ferris semanales de Wadi Halfa. Este invierno parece que sólo funciona el del martes. Si se retrasan, perderán el barco, y con él una semana crucial, porque no llegarán a tiempo de tomar el avión de vuelta a Europa en la fecha prevista. Eso implicará pagar un nuevo billete y los gastos serán definitivamente desmesurados, al menos para el presupuesto de Gabi. Míster Vil entiende el enfado, pero el chico lo lleva demasiado lejos. ¿Por qué se pone así por un puñado de euros? No puede estar pensando siempre en el dinero, todo lo condiciona al gasto, y si quieren cumplir el calendario previsto, más que un viaje eso va a convertirse en una carrera contrarreloj. Lo curioso es que nunca hasta ahora le había visto tan fuera de sí. Míralo, chalado total. Sólo el dinero ha logrado desencajarlo. Pese a todo, Míster Vil se alegra de comprobar que su compañero no tiene la sangre de horchata.

Antes del anochecer, Yolanda envía un sms comentando que ha acordado con John regresar un día antes a Jartum. Así podrán despedirse como planearon: disfrutando de un día completo en la ciudad de Atbara. Después, Gabi y Míster Vil seguirán el Nilo hacia el norte y John y Yolanda regresarán a Europa.

El reajuste devuelve la calma a los hombres. Dedican los siguientes días a conocer aquella capital dividida en tres ciudades y que tiene en el Nilo su pulmón. Pescadores, remeros, constructores de botes..., el río absorbe gran parte de los trabajos. La presencia de empresas chinas y coreanas es abrumadora, ningún país extranjero compite con su influencia allí. Las llamadas a la oración se extienden por la ciudad como una piel invisible. De todas formas, es imposible olvidar que las Torres Gemelas fueron derribadas hace menos de un año por islamistas radicales de Al Qaeda y que, según los servicios de inteligencia occidentales, un núcleo importante de estos terroristas maniobra en Sudán. Un país que, como China, está asociado al denominado Eje del Mal. Los blancos son más blancos que nunca en aquel lugar, pero charlando con ancianos de barbas venerables, navegando hasta la isla de Tuti en el centro del Nilo, pelando altramuces entre hombres de altura prodigiosa y extremidades bien torneadas que ni siquiera se giran a mirarlos, la pareja espanta cualquier inquietud. Cuesta pensar en peligro.

A la intemperie, la temperatura del aire supera la corporal. Cada vez que pestañea, Míster Vil siente la humedad de los globos oculares, los párpados se pegan a las cavidades óseas, su nariz empieza a sangrar. Se seca con tranquilidad y detiene un rickshaw para alcanzar el puente de Omdurman, desde donde contemplan la confluencia del Nilo Azul y el Blanco, el que hasta ahora los guiaba a ellos. A partir de ahí, el cauce será uno. Unas aguas se suman a otras. El poderoso Azul, venido de Etiopía, se confunde con las turbulencias caldosas del Blanco, saturado de esquistos y limos. Garcetas blancas picotean por las riberas y un águila hunde las garras en el oleaje para capturar fácilmente un pescado. El haboob agita las galabiyas de los pescadores que desescaman o decapitan o trajinan con peces.

Todo avanza ralentizado. Durante esas jornadas, guardan colas eternas, esperan mucho más de lo usual en restaurantes, tiendas, bancos, oficinas de cambio... En Jartum se vive a un ritmo obviamente distinto que podría enervarles. Pero no es así.

Esa noche, Gabi vuelve alegre al cuarto. Ha hablado con su mujer, la línea se cortó varias veces pero al final recibió ánimos y un beso.

—Debe de ser difícil para ella que te marches continuamente —dice Míster Vil.

—Así ha sido desde el principio. Se acabará acostumbrando, supongo que es una cuestión de tiempo.

—Pero ya lleváis muchos años, ¿no?

—Bueno..., este viaje es un poco más largo... y más complicado... No sé.

Según lo previsto, Leila reaparece a los tres días.

—John no viene —anuncia—. Quiere visitar Merowe por su cuenta, hemos quedado en encontrarnos aquí a la vuelta.

Mejor así. Parten al norte. La monotonía del paisaje abruma a Leila, que experimenta un rechazo instintivo hacia aquella desolación. Siente que conoce demasiado bien el pálpito que irradia ese espacio, como si viviera en él, y precisamente esa nada es la que lucha por evitar, así que el desierto rudo, sin dunas ni insinuaciones melancólicas, le repele de un modo visceral.

—Esto es muy aburrido —dice—. Aquí no hay nada.

Gabi la mira atónito, como si él estuviera viendo a saber qué. Leila podría preguntarle por qué le extraña tanto su comentario, aunque se queda cavilando sobre lo guapo que le encuentra esa mañana, pese a que la disentería le ha dejado como un palo. ¿Cuánto hace que Leila no se acuesta con nadie? A lo largo del viaje no han faltado oportunidades. No sólo las miradas de los hombres, muchos hombres, han sido varias veces provocadoras. Hubo incluso quien le puso la mano encima de forma más bien grosera, y si bien localizó a algún candidato decente, mejor no buscarse líos.

Gabi tampoco es que esté mal. Y al fin y al cabo, un polvo es un polvo... Es difícil aparcar la antipatía hacia el chico que ya anida en algún lugar de ella, pero ahora que se encuentra lejos de John, del cuarto nauseabundo, y dueña de una insólita tranquilidad, cree que hasta podría superar ese hándicap.

En cuanto a él, para Yolanda está claro que aún se acostaría encantado con ella, sus negativas no parecen haberle afectado mucho. Aunque eso lo piensa ahora, porque al principio del viaje había llegado a preguntarse si había algo entre él y Míster Vil. Pero qué va, es hetero hasta la médula. Y lo de su matrimonio..., ¿quién se iba a enterar?

Se apean en la estación de autocares de Atbara. Quizá se deba al polvo, pero todo parece provisional. Las mezquitas son pequeñas y algún alminar tiene porciones de torre derrumbadas. Hay un tráfico constante de burros y carromatos. El viento ha remitido. Policías de azul pedalean en sus bicicletas.

El grupo se instala en una habitación triple del hotel Nile, frente a la estación de autocares y pick-ups. Atbara es un centro estratégico en la red ferroviaria nacional. Por allí pasa el tren que conecta Jartum con Port Sudan y el que atraviesa el desierto hasta Wadi Halfa, adonde los hombres se dirigen. Menudean los hangares para vagones y locomotoras. Pasan delante de varios, cruzan las vías del tren, dejan atrás una garita de policía y desembocan en el Nilo.

La costa de Atbara es una playa extraordinaria con un desnivel de última hora, más o menos medio metro, antes del agua. En el margen de donde zarpa y amarra el transbordador que conecta con la otra orilla hay dos cabañas y dos buscavidas que sentados sobre fardos venden garbanzos y altramuces en bolsas de plástico. Burros sueltos embridados permanecen inmóviles a la vera de hombres de blanco en cuclillas que fuman escrutando el río o lo que sea. Hay una íntegra sensación de tarde.

Contratan al faluquero más sucio y más simpático. Su nave no debe de medir cinco metros. Ondea una vela desflecada atada a la cruceta, hecha de troncos. Las jarcias son cuerdas simples. La primera faluca de la historia no podía ser muy distinta. La vela se hincha y el faluquero se recuesta en la popa sobre el timón de hierro. Nada hace pensar que los remos sean remos. A la otra orilla los conducen el piloto y el viento, en compañía de tórtolas.

Han viajado para estar allí. En Atbara, el viaje es el viaje que buscaban. Los antiguos cristianos identificaron el Nilo con el paraíso, y justo ahí se sienten los tres el resto de la tarde, fumando narguiles y comiendo cacahuetes en la cabaña de unos pastores, Gabi incluso juega al fútbol con una treintena de chavales descalzos en la playa inmensa.

Así, por la noche, la sensación de despedida es aún mayor. Se acuestan los tres en el mismo cuarto. Lo último que ve Yolanda antes de dormir es el ojo de Gabi clavado en ella, y ese ojo desprende una codicia y un deseo tan incomprensibles y desatados que se arrepiente de siquiera haber imaginado una aventura con él.

—Sube al coche, reina de la noche —cantan Gabi y Míster Vil en la fría madrugada. Leila los besa, los abraza.

Se va.

Los hombres desayunan y se apostan en el lugar de donde supuestamente sale a las nueve el vehículo que lleva a Karima. Una hora después, el vehículo no ha aparecido, ni otros pasajeros que pretendan hacer el mismo recorrido. Un sudanés abre el restaurante a sus espaldas y le preguntan.

—No, ése sale a las cinco de la tarde —responde el señor—. Pero si no se llena, puede salir más tarde.

Se quedan perplejos.

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