Viva

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Malc & Marge

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Malc & Marge

MALC & MARGE

El Día de los Difuntos de 1938, en la Ciudad de México y en eso que llamamos realidad, nos cuenta el guapo Van que «Diego Rivera llegó a la casa de Coyoacán. Jocoso como un aprendiz que acaba de hacer una broma, traía a Trotski una enorme calavera de dulce color violeta, en cuya frente había escrito, en letras de azúcar blanca, “Stalin”». Trotski gusta poco del humor mexicano de la Catrina. «Trotski no dijo nada, hizo como si el objeto no estuviera allí. Cuando Rivera se fue, me pidió que la destruyera».

El Día de los Difuntos de 1938, en Quauhnáhuac y en eso que llamamos ficción, el Cónsul, que se ha pasado la noche acodado en el bar del hotel, ve aparecer a contraluz la silueta borrosa de Yvonne bajo la luz del alba. Ambos morirán esa misma noche. Un año más tarde, el Día de los Difuntos de 1939, mientras Trotski sigue en su casa de Coyoacán, su nombre acude a la mente de Jacques Laruelle, quien fantasea con rodar en Francia una adaptación moderna del mito de Fausto, cuyo personaje principal sería Trotski.

Diez años después del milagro de Cuernavaca, luego de la terrible noche de Oaxaca y de años de reclusión en la cabaña de Canadá, la publicación de Under the Volcano en 1947 es un éxito. La novela salta a las listas de los libros más vendidos en Estados Unidos. Lowry alcanza la gloria literaria de sus héroes Conrad y Kipling, y jóvenes poetas como Gary Snyder o Jack Kerouac lo descubren. Allen Ginsberg le expresa su admiración. Ahora va a tener que pagar el precio del pacto.

Diez años después de su regreso de México, Artaud publica en ese año de 1947 Van Gogh, el suicidado de la sociedad, cuya última imagen es un homenaje al volcán Popocatépetl. Para estos dos, que se sucedieron en veinticuatro horas sobre el suelo mexicano, es a la vez el momento de la resurrección y de la explosión en vuelo, el último fuego de artificio. Artaud sale de Rodez y de la larga noche de los años en el asilo, de las múltiples sesiones de electrochoques, algunas de ellas tan violentas que le han fracturado vértebras. Es la perfecta revancha de Artaud el Momo, que en medio del libro denuncia a Jacques Lacan. Unos años antes, el psicoanalista había despachado su caso con un trazo de pluma sobre su expediente, en su gabinete del hospital psiquiátrico Sainte-Anne de París, y le había declarado «definitivamente irrecuperable, perdido para la literatura».

El libro es el elogio del genio a través del cual sopla el viento y que detesta al dios de la conciencia pequeñoburguesa, y con él obtiene su primer premio literario. «De esta manera, una sociedad tarada ha inventado la psiquiatría para defenderse de las investigaciones de ciertas lumbreras superiores cuyas facultades de adivinación la molestan». De un golpe, venga a toda su pequeña banda y la reúne en un ramo resplandeciente al que da el nombre de Van Gogh. «Se puede hablar de la buena salud mental de Van Gogh, quien, en toda su vida, no se quemó más que una mano y se limitó a cortarse una vez la oreja derecha…». Es Van Gogh, pero podría llamarse Poe o Nerval o Baudelaire o Wilde o Lowry. «Nada ha sido nunca escrito o pintado, esculpido, modelado, construido o inventado, si no es, básicamente, para salir del infierno». Pero hace falta un coadyuvante, un sostén para tan gigantesco esfuerzo. «Necesito encontrar una cierta cantidad diaria de opio, me hace falta porque tengo los nervios medulares del cuerpo heridos». Morirá de eso, o de otra cosa, de un cáncer del ano, un año más tarde. Lowry empleará en ello diez años.

Dicen que ellas se parecían un poco, Jan y Margerie. Dos mariposas alrededor de la lámpara. Las dos querían ser escritoras. Margerie había escrito novelitas policiacas antes de conocer a Lowry. El genio no es contagioso, sólo la locura. Si Jan se salvó, en todos los sentidos del término, Margerie se agota en la tarea imposible de velar al genio en fuga, también en todos los sentidos del término. Ambos se hundían en alcohol y se peleaban. Después del desastroso regreso a México, ella decide que tienen que abandonar la cabaña de la playa de Dollarton. Lo arrastra. La pareja abandona Vancouver, sube a los aviones, se baja de los trenes, cruza el canal de Panamá a bordo de un Liberty Ship bretón, el Brest; en el barullo se van a las cataratas del Niágara, se alojan en Nueva Orleans y visitan Haití, donde Lowry es ingresado en el Hospital Notre-Dame de Port-au-Prince y pretende iniciarse en el vudú.

Es el viaje que no termina nunca, los hoteles y los moteles. A veces, Lowry la sigue dócilmente. Vuelo a Miami con escala en Cuba. Nueva York, Venecia, Génova, Milán, Roma, donde Lowry es ingresado de nuevo, Taormina, Sicilia, donde alquilan durante varios meses una casa a orillas del mar. Margerie da de comer con la mano a Lowry, que es incapaz de sostener un tenedor. En Casis, él la amenaza de muerte. Por primera vez, un psiquiatra aconseja a Margerie que abandone a ese marido que la va a matar o que va a matarse. En París, lo ingresa en el Hospital Americano. Hacen falta varios enfermeros para controlar al poeta enfurecido, que tiene la fuerza de un boxeador. Sedantes y elixir paregórico. Camisa de fuerza y delirium tremens.

Durante algunos meses, Lowry finge que colabora con Clarisse Francillon, a quien Maurice Nadeau acaba de confiar la traducción al francés del Volcán, y en ocasiones desaparece en los bares de París como quince años antes, después de su matrimonio con Jan. Tanto le da Nembutal o whisky, cuando lo encuentra, pero también se pimpla el agua de Colonia del cuarto de baño de Clarisse. Ésta y Margerie inician una correspondencia que continuará mucho tiempo después de la muerte de Lowry. Las cartas están en la Universidad de Lausana, en cajas de cartón. En ellas se leen recomendaciones de Lowry para las novelitas policiacas de Margerie, que jamás encontrará un editor. Desde que Lowry la conoció, él no ha vuelto a tocar la Remington portátil. Es Margerie quien ha descifrado los manuscritos, quien ha intervenido en la construcción del Volcán, proponiendo cambiar los nombres de algunos personajes, imaginando la muerte de Yvonne pateada por el caballo del pelado. Se aman y se detestan y no pueden separarse, y se odian por no poder hacerlo. Pero Margarie amenaza con abandonarlo, exige un testamento a su favor y el derecho moral sobre sus obras. De noche, después de haberle dado de comer con la mano, desliza pastillas de somníferos entre sus labios para que por fin el genio la deje en paz.

Bretaña, Saint-Malo y Quiberon, y luego Inglaterra. Esto no se ha acabado, esto sigue. Es el agotamiento, la «folie à deux», según el diagnóstico en francés de un psiquiatra londinense. Lowry evita la lobotomía, pero soporta los electrochoques, el pentotal. Cuando se fuga del Hospital Atkinson Morley de Wimbledon, ponen un policía de guardia delante de la casa de Margerie. Es el delirio alucinatorio y la paranoia, y de vez en cuando la violencia creadora. De vez en cuando, el despertar. Lowry trabaja en varios libros que habrían de girar en torno al Volcán y le darían otra dimensión, constituyendo su gran obra: The Voyage that Never Ends. Lowry y Margerie retoman su colaboración, imaginan que regresan al cine. Han escrito juntos el guión de una adaptación de Suave es la noche, de Fitzgerald. Habría que estar en Hollywood, pero es la Guerra Fría y Lowry, que ha leído a Orwell, teme tanto al macartismo como al estalinismo y no volverá a poner los pies en los Estados Unidos.

Él trabaja en La Mordida, un fresco bruegheliano de sus pesadillas mexicanas repletas de enfermos y mendigos y policías corruptos. Si Yvonne no se hubiera ido, si no hubiera abandonado al Cónsul, ¿se habría convertido en esta arpía de Marge? Él no puede escribir sin ella, y le gustaría vivir sin ella. Deja de mal grado que ella lo devuelva a Inglaterra. El país del que huyó veinte años atrás, la vieja Inglaterra de la Revolución Industrial, del carbón y la locomotora, es a sus ojos como un viejo árbol venerable que espera su desaparición al fondo de un parque. Es Margerie quien escoge el pueblo de Ripe y la White Cottage, una casa del siglo XVIIIll que será su última morada.

Él trabaja en Oscuro como la tumba en la que yace mi amigo, su amigo Juan Fernando, el jinete zapoteco del Banco Ejidal, encargado de llevar a través de las colinas el dinero de los campesinos de los pueblos más apartados, abatido por un disparo de pistola en una cantina de Villahermosa, Tabasco. Lo cierto es que no avanza. Es la ginebra y la caída mefistofélica de Malcohol. El Demonio de la Bebida. Es el desamparo que sufre el Cónsul, sin esperanza alguna de salud ni de gracia. La patética llamada a la indulgencia de Dios, pero su alma ya está vendida, es demasiado tarde. Confunde su vida con sus libros y sus libros con su vida de papel, afirma que el Volcán le fue dictado por «el inconsciente de Europa», como «el último grito de angustia de un continente moribundo», y que las bombas atómicas lanzadas sobre Japón confirman la visión apocalíptica del Cónsul.

A veces espera una revolución regeneradora, escribe en una carta de diciembre de 1950: «Toda revolución debe mantenerse en movimiento, su misma naturaleza contiene la semilla de su propia destrucción, como en 1789, por ejemplo», frase trotskista diez años después del asesinato del defensor de la Revolución permanente e inventor de la Cuarta Internacional. A veces, por el contrario, suscribe la ironía desengañada del Cónsul en el Volcán: «Acaso tu deseo de luchar por España, por cualquier tontería, por Timbuctú, por China, por la hipocresía, por todos los sodomitas, por cualquier abracadabra que unos cuantos atolondrados hijos de un idiota deciden llamar libertad…».

El posible milagro está lejos, el himno a la paz y al paisaje, el milagro de su mejor relato, «El sendero del bosque que llevaba a la fuente», que cantaba, bajo la forma de la cabaña emplazada frente al Burrard Inlet, al «vívido símbolo de la aspiración humana a la belleza, a las estrellas, al sol naciente». Lowry se entera de que al final de ese sendero, en Vancouver, una tormenta ha destruido el embarcadero que él había levantado con sus manos. El mundo se hunde para él, al igual que su ánimo. Lejos quedan el sueño de Lord Jim, remontando el río Patusan, y la aspiración del joven Lowry, cuando escribía Ultramarina, de consagrar también él su vida al bien, desde la humildad y el anonimato: «Algún día encontraré una tierra corrompida y extenuada hasta lo indecible, donde los niños se mueran de hambre por falta de leche, una tierra infeliz, aunque ignorante, y entonces gritaré: “Voy a quedarme aquí hasta transformarlo en un sitio decente”».

¿Qué es lo que deja tras de sí? Las últimas pequeñas huellas. El último libro abierto: A Field Guide to British Birds[16]. La última representación a la que asistió, en el Criterion Theatre de Londres: Waiting for Godot[17]. Su último internamiento: en el pabellón de enfermos mentales del Hospital de Brighton. Todo eso es pocas semanas antes de su muerte. Margerie está en ese momento internada en el servicio psiquiátrico del Hospital St. Luke’s Woodside, en el norte de Londres.

Que hoy sean necesarias cuatro semanas o catorce horas para ir de Múnich a Hamburgo es algo que tiene menos importancia para mi felicidad, y sobre todo para mi condición humana, que la pregunta de cuántos hombres, que aspiran al igual que yo a la luz del sol, son obligados en las fábricas a convertirse en esclavos y a sacrificar la salud de sus órganos, de sus pulmones, para construir una locomotora.

Quiero decir: no estarían tan cochinamente muertos como lo están; por viejos que fueran estarían todavía con vida y en la vida; porque es ese Dios, el eterno espíritu de la conciencia pequeñoburguesa del hombre, quien no ha querido la poesía, su poesía, y quien ha alumbrado en el corazón de Van Gogh y de Gérard de Nerval un deliberado espíritu de demencia…

B. Traven

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