Viva

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La noria

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La noria

LA NORIA

Todo comienza y todo acaba en Tampico, decimos aquí, en esta habitación del hotel Camino Real cuyo bar, como en una ciudad bajo toque de queda, cierra a la hora de la cena. O a mediodía del día siguiente, más lejos, en esta larga avenida Hidalgo, en el número 1403, donde abre sus puertas el restaurante El Porvenir —Desde 1923—; y la divisa de ese Porvenir, separado por cuatro carriles del cementerio en el que se ven alzarse las cruces blancas por encima del muro que lo rodea, mantiene que: Aquí se está mejor que enfrente.

Con Philippe Ollé-Laprune, el autor de Cien años de literatura mexicana, pedimos tortillas de jaiba por sugerencia de Augusto Cruz García-Mora, que vive aquí y acaba de publicar su primera novela, Londres después de medianoche, que quizá aparezca en el próximo volumen de Doscientos años de literatura mexicana. En El tesoro de Sierra Madre, Traven describe con precisión cómo se pescan los cangrejos entre el lodo de las lagunas de Tampico, usando carne como cebo.

Delante de nosotros, entre el cementerio y el restaurante, pasan en una dirección los pickup azules de la policía marítima, equipados con ametralladoras sobre trípodes al mando de dos hombres con chalecos antibalas y gruesos cascos, y en la otra dirección, las mismas pickup con el camuflaje verde y marrón del ejército, provistas del mismo equipamiento, pero cuyo convoy protege un blindado con ruedas.

Después de Mac Orlan y la «Canción de Margaret», el polvo blanco ha sustituido al oro negro. Entre el ruido de los picadores de herrumbre, se oyen los golpes secos de las ráfagas de cuernochivo, que es el nombrecito que le dan al Kaláshnikov. Las fuerzas del orden están bajo el fuego cruzado de la guerra que libran aquí dos cárteles, el del Golfo y el de los Zetas. Todo eso excita el apetito y pedimos al viejo Ángel unas angulas, esos alevines de anguila que parecen gusanos muy finos y que el viejo ángel afirma ir a buscar con una pala, cada mañana, ahí enfrente, en el mantillo de las sepulturas.

Nadie escuchó a Artaud, que sin embargo tenía razón. Es bastante obvio que sólo la legalización podría poner fin a estas guerras. Que la proporción de toxicómanos es escasa entre las decenas de miles de muertos mexicanos por el narcotráfico. Y que la prohibición no trae más que violencia y estupidez, la negación de los valores de la simplicidad, la generosidad, la frugalidad, la compasión, el amor al paisaje y la fraternidad con los miserables y los indigentes; la limosna dada en el Volcán por un cojo a un lisiado sin piernas: ¡Escúchanos, Oh Señor! Y como si todo eso no fuera bastante, el diario El Sol de Tampico nos desaconseja regresar a pie, y no sólo para evitar el riesgo de rapto de poetas franceses insolventes: los cocodrilos salen de las lagunas en las noches de fuertes lluvias. Bajo los faros se ven los ojos amarillos al borde de la carretera, a lo largo del río Pánuco, que es la frontera entre el estado de Veracruz y el de Tamaulipas, y a lo largo de su último afluente, al que los marinos ingleses nostálgicos de los docks de Londres han bautizado como Tamesí.

Tengo una cita en el casco viejo, cerca del puerto fluvial, con el historiador Marco Flores. Las dos hermosas plazas rectangulares, Libertad y Armas, están bordeadas de inmuebles estilo Nueva Orleans levantados en el tiempo de la prosperidad petrolera, con balcones de hierro forjado que asoman sobre las arcadas penumbrosas. Allí está el quiosco de lotería al que se acerca Bogart en El tesoro de Sierra Madre.

Sobre el césped invadido por pájaros negros de cola larga, que se llaman tordos, hay un orfeón bajo una cúpula de mosaicos. Bajamos, en medio del barullo de los comerciantes de objetos de plástico de colores y vestimentas esparcidas por el suelo, hacia la estación abandonada en la que Trotski y Natalia subieron en enero de 1937 al tren Hidalgo del presidente Lázaro Cárdenas. Ante los raíles devorados por la maleza, uno evoca el suicidio de Anna Karénina sobre las vías de Nizhni Nóvgorod y la muerte de Tolstói en la estación de Astapovo. Y el gran incendio, delante de estos muelles, del petrolero Essex Isles en 1927, en el que pereció toda la tripulación.

Marco Flores me confirma que en la época en que Traven vivía aquí en el barrio de Altamira, y Sandino en el de Naranjo Veracruz, los anarquistas y anarcosindicalistas trabajaban todavía mano a mano, antes de que los sindicalistas se hicieran corporativistas y se preocuparan más de sus privilegios que de la revolución. Hoy el círculo se ha cerrado: el actual presidente de México, Enrique Peña Nieto, del PRI, el Partido Revolucionario Institucional, acaba de anunciar en Londres la privatización de la empresa pública Petróleos de México, Pemex, del mismo modo que en Londres, hace setenta y cinco años, el presidente Lázaro Cárdenas anunció su nacionalización a los accionistas de los petróleos británicos, entre los que se contaba Arthur Lowry.

Y para dejar claro que ya no hay Estado y que ellos se han convertido en los reyes del petróleo, los dos cárteles bloquearon el pasado enero las calles de sus respectivos barrios con ocasión de la fiesta de los Reyes Magos. Mientras los protegían centinelas armados, unos hombres encapuchados sacaron de sus vehículos todoterreno regalos para los niños, billetes de cien pesos para los pobres y roscones de Reyes decorados con fruta confitada y con algo que se parece al azúcar glas, que fueron de inmediato a repartir entre los enfermos de las clínicas; buenas acciones propias de damas de la caridad, filmadas por ellos mismos y puestas pronto en línea para mayor gloria del narcotráfico y de sus prestaciones sociales. México es un país del que un extranjero no puede comprender gran cosa. Tampoco lo logra la mayor parte de los mexicanos.

Encerrado esta noche en esta habitación, tomo una vez más los cuadernos y los ovillos revueltos de todas estas cronologías. Estamos a 21 de febrero de 2014. Hoy es el setenta aniversario del Afiche Rojo, los veintidós resistentes extranjeros fusilados por los nazis en MontValérien el 21 de febrero de 1944. Hoy es el ochenta aniversario del asesinato de Sandino en Managua el 21 de febrero de 1934, quince días después de la cita frustrada de Trotski y Nadeau en París. Uno escribe siempre contra la amnesia general y contra la propia: esta noche, hace diecisiete años, el 21 de febrero de 1997, yo estaba en Managua al pie de la gran efigie de Sandino que hay en la colina de Tiscapa, cerca de la estatua ecuestre dinamitada del dictador Somoza, el instigador del asesinato, y me asombraba no ver allí ninguna ceremonia.

Yo reunía entonces fragmentos sobre la vida de Sandino, como hago esta noche con los fragmentos sobre la de Jean van Heijenoort, el guapo Van, el gran testigo: «Viví junto a León Trotski, salvo algunas interrupciones, de octubre de 1932 a noviembre de 1939. Era miembro de su organización política y me convertí en su secretario, traductor y guardaespaldas».

El guapo Van abandonó Coyoacán para irse a preparar un doctorado en matemáticas en Nueva York mientras trabajaba en la clasificación de los archivos de Trotski en Harvard. En agosto de 1940, se entera en la calle del asesinato, por la portada de un periódico: «Trotski, wounded by “friend” in home, is believed dying[25]». Está convencido de que a él Ramón Mercader, ese hombre que se presentó con el nombre de Jacques Mornard y decía ser belga, en posesión de un falso pasaporte canadiense a nombre de Frank Jacson, no le habría engañado: «Un belga y un español que hablan francés no se diferencian de la misma manera de un parisino». Él nunca le habría abierto la puerta de la calle Viena a un individuo tan sospechoso, sobre todo nunca le habría dejado entrar en el despacho de Trotski sin ser acompañado y sin que lo registraran. «Durante varios años, sólo el estudio de las matemáticas me permitió conservar mi equilibrio interior. La ideología bolchevique estaba, para mí, en ruinas. Tuve que construir otra vida».

Jean van Heijenoort, que en la primera mitad de su vida utilizó todavía más seudónimos y más papeles falsos que Traven, se convirtió con su verdadero nombre en un investigador conocido por todos los matemáticos, profesor de filosofía en la New York University y en Columbia y uno de los mejores especialistas en la obra matemática y lógica de Kurt Gödel. No escribirá la historia de su primera vida hasta finales de los años setenta. Eso en cuanto a la razón, pero también tuvo la pasión. Él, que fue fugazmente amante de Frida Kahlo, se ha ido casando con bastante frecuencia. La cuarta vez con Ana María Zamora, hija de un abogado de Trotski. Se divorciaron muy pronto, algunos años más tarde se casaron de nuevo, luego volvieron a separarse. En marzo de 1986, él fue a visitarla a México y ella lo asesinó de tres balazos en la cabeza mientras dormía, antes de suicidarse. Al guapo Van lo enterraron en el Panteón Francés de Ciudad de México, donde reposaba ya, desde hacía cuarenta años, Víctor Serge.

Para quienes se acuerdan todavía de Paul Gégauff y de las pequeñas bandas parisinas del Nouveau Roman y de la Nouvelle Vague, la muerte del guapo Van evoca la del guapo Paul, asesinado tres años antes que aquél, de tres puñaladas, en una habitación de hotel en Noruega, por su última y joven esposa. Y a un final de ese tipo podía ir a dar de narices Diego Rivera, que sin duda había aprendido la lección con la puñalada parisina que le dio una amante abandonada. Después de haberse divorciado en Ciudad de México, en noviembre de 1939, Diego y Frida se habían casado de nuevo en San Francisco, en diciembre de 1940, a los seis meses del asesinato de Trotski.

Frida le confía a un amigo médico que «el recasamiento funciona bien. Poca cantidad de pleitos, mayor entendimiento mutuo, y de mi parte menos investigaciones de tipo molón respecto a las otras damas que de repente ocupan un lugar preponderante en su corazón. Así es que tú podrás comprender que por fin ya supe que la vida es así y lo demás es pan pintado (nada más que una ilusión)». Frida, por su parte, escoge como amante al pintor catalán José Bartolí, y durante algunos años la vida continúa, incluso si poco a poco el cuerpo se va dislocando. En 1950, la operan de nuevo de la columna vertebral y permanece casi un año en el hospital. En 1953, le amputan la pierna derecha. Frida se encierra en la casa azul y no vuelve a moverse, rodeada de envases de Demerol y volutas de marihuana. Escribe en su diario: «Pies, para qué los quiero, si tengo alas pa’ volar». Escribe poemas tristes como boleros, «está anocheciendo en mi vida[26]».

En julio de 1954, algunos días después de desfilar en silla de ruedas a la cabeza de una manifestación contra el golpe de Estado que acaba de sacar del poder en Guatemala a Jacobo Árbenz, Frida muere, la acuestan maquillada y peinada sobre su cama, vestida con un huipil. Diego Rivera le corta las venas de las muñecas con un bisturí antes de la incineración, hace cubrir el féretro con la bandera roja con la hoz y el martillo. Hace mucho tiempo que Diego Rivera se ha hincado rodilla en tierra, haciendo su autocrítica y reintegrándose al clan de los estalinistas. Acompaña a Frida Kahlo hasta el Panteón de Dolores, donde reposa desde hace doce años su antigua amiga y rival Tina Modotti.

Un año más tarde, Diego Rivera se casa con Emma Hurtado y la casa azul se convierte en museo, después de que amontone los envases de Demerol y otros muchos bártulos dentro de un cuarto de baño que hace tapiar. En noviembre de 1957, está en Acapulco y pinta cincuenta y dos puestas de sol; regresa de urgencia a Ciudad de México y muere el 24 de noviembre de cáncer de pene, seis meses después de la muerte de Lowry. La revista Impacto dedica un largo reportaje fotográfico a los funerales. En una de las imágenes se ve, con los ojos ocultos por unas gafas negras, a su segunda esposa Lupe Marín, a la que hubo que retener por la cintura cuando se arrojaba sobre David Alfaro Siqueiros para impedirle que tomara el micrófono. Éste, al igual que muy pronto Ramón Mercader, que va a salir de prisión después de haber cumplido su pena, ha sido ya honrado con las más altas distinciones soviéticas.

En el momento de la muerte de Frida y del golpe de Estado contra Jacobo Árbenz, todos los jóvenes idealistas que habían acudido a Guatemala para apoyar la reforma agraria huyen hacia México. Entre ellos el joven Ernesto Guevara, que se hace fotógrafo de las calles de Ciudad de México, se casa con la peruana Hilda y se la lleva de viaje de boda a Cuernavaca. Él se acerca a los exiliados cubanos; muy pronto se une a ellos. En octubre de 1955, deciden escalar los dos el Popocatépetl para entrenarse, como hicieran Hugh e Yvonne alimentando el proyecto en el Volcán: «El Cónsul terminó su mezcal: todo era una broma patética, desde luego, de todos modos, este plan de subir al Popo, si bien era el tipo de actividad de la que se habría enterado Hugh». Y sin duda la imagen del emblemático piolet anda por la cabeza de los guerrilleros cuando éstos acuden a una tienda de Ciudad de México para comprar piolets, cuerdas y gafas de montaña, como se pasea por el fondo del cerebro de Lowry y del Cónsul: «gafas para la nieve y un piolet. Te verías preciosa con…».

Ésa será además la última imagen en la cabeza del Cónsul, el piolet, después de que lo hayan arrojado al fondo de la barranca con un balazo en el vientre, tirado entre la vegetación empapada y con la nariz metida en el pelaje apestoso del perro muerto que han lanzado después de él. No hay nada más doloroso que morir de un balazo en el vientre, y todos los combatientes lo temen. Es algo que no se acaba. Es como un terrible cólico con un matarratas, y durante ese tiempo el cuerpo funciona y el cerebro se alimenta de oxígeno. El corazón late, y la conciencia permanece intacta durante mucho tiempo.

Sólo los mafiosos y los narcos son capaces de infligir a sus enemigos un final tan terrible. En la casa del comerciante Ipátiev, en Ekaterimburgo, cuando el jefecillo local hace bajar a la familia imperial al sótano, despierta con sus gritos a algunos tipos y les ordena ponerse en fila para formar un pelotón, éstos apuntan al pecho. El zar se derrumba. Las hijas, las lindas princesas, todavía están de pie. Las balas rebotan contra sus blusas de encaje. Les han obligado a coser tanta pedrería bajo su vestimenta, las esmeraldas, los diamantes, los rubíes, los zafiros, todas las joyas que debían permitirle al zar no dar palo al agua en el exilio, que con el peso de sus caparazones hace falta aproximarse a ellas para rematarlas. Las joyas ensangrentadas cubren el suelo del sótano. El Cónsul agoniza tirado bajo el perro muerto. En su delirio, aún se imagina que escala el volcán, siente el peso de sus «gafas para la nieve», de su piolet de montaña, sueña con la ascensión, pero es la caída.

Un año después de la expedición al Popocatépetl, en 1956, el campo de entrenamiento de los cubanos es descubierto. El futuro Che Guevara, Fidel Castro y los otros guerrilleros son enviados a prisión en Ciudad de México. Dudan si entregarlos al dictador Fulgencio Batista. Es el antiguo presidente Lázaro Cárdenas quien logra su liberación. Por uno de esos giros en los que la Historia es pródiga, es al salvador de Trotski a quien Castro deberá la posibilidad de hacer la revolución en Cuba, y también la posibilidad, más tarde, de ofrecerle a Ramón Mercader que vaya a terminar su vida tranquilamente en La Habana.

Nadie escuchó a Artaud, que sin embargo tenía razón. Sólo la vieja Cultura Roja de los millones de indios de largos cabellos negros, con sus dioses multicolores en el fondo de sus alforjas, podría salvar esta civilización de la locura en la que ha caído desde el deplorable reinado de Maximiliano —cuyo féretro, demasiado grande para un cuerpo tan agujereado como el del zar, se puede ver en el Möbel Museum de Viena; un féretro tan grande que podría ser el de Cravan— hasta los fastos ridículos de los reyezuelos de los cárteles, sobre los que uno puede leer en la obra de Yuri Herrera. Indiferentes tanto a los vehículos rutilantes de los narcos como a los pickup militarizados de la policía, los indios caminan en silencio por las aceras, calientan sus tortillas de maíz junto a una pared, van a sentarse y comen en silencio como en las novelas de Martín Luis Guzmán, «con dignidad suprema, casi estática. Al mover las quijadas, las líneas del rostro se les conservaban inalterables». Para Artaud, como para Traven, aquellos que se callan tendrán la última palabra.

El año de la muerte de Rivera, en 1957, y una semana antes de la de Lowry, nace un niño en Tampico, en el seno de una familia enriquecida por el comercio de muebles y de electrodomésticos. Rafael Guillén deja Tampico para estudiar filosofía en Ciudad de México, pasa un tiempo con los sandinistas en Nicaragua, con el nombre de Jorge Narváez, sigue entrenamiento guerrillero en Cuba bajo la dirección de Benigno, uno de los pocos supervivientes de la pequeña banda del Che en Bolivia.

En 1994, hace veinte años, es a él, convertido ya en el encapuchado Subcomandante Marcos, a quien debemos probablemente el haber visto en las imágenes de la insurrección de los indios zapatistas del estado de Chiapas, durante la muy breve ocupación de las ciudades de San Cristóbal de las Casas y de Ocosingo —donde habían sido dispersadas las cenizas de Traven en 1969, a petición de éste—, un retrato de Antonin Artaud entre las banderolas, en medio de los retratos del Che y de Zapata. La rueda de la gran noria prosigue sus lentas revoluciones a cielo abierto. Las barandas niqueladas de las barquillas relucen bajo el sol. Así van y van y van[27] y giran las vidas de los hombres y de las mujeres. Tres pequeñas vueltas de la gran noria y luego, fuera. Aquellos que, en lo alto, creían distinguir en el horizonte los amaneceres radiantes de las revoluciones políticas y poéticas descienden ya a la oscuridad. Habría que releer Peter Rabbit. Todo se resume en Peter Rabbit, solía decir el Cónsul.

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