Viva

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En Tampico

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En Tampico

EN TAMPICO

Todo comienza y acaba con el ruido que hacen aquí los picadores de herrumbre. Los capitanes y los armadores desconfían de los marineros desocupados en los muelles. De ahí la pica, el bote de pintura y el pincel. El paisaje portuario es el de un filme de John Huston, El tesoro de Sierra Madre. Grúas y pontones, puntales de carga y plataformas, palmeras y cocodrilos. Y el olor a petróleo y a suciedad grasienta, a brea y a alquitrán. Y una llovizna caliente que lo moja todo esta tarde, y la silueta furtiva de un hombre que no es Bogart, sino Sandino. A punto de cumplir los treinta, parece que tiene veinte; es frágil y de baja estatura. Sandino lleva atuendo de mecánico, con la llave inglesa en el bolsillo; comprueba que no le están siguiendo, se aleja de los diques rumbo al barrio de las cantinas, donde tiene lugar la reunión clandestina. Tras haber abandonado Nicaragua y corrido mundo durante bastante tiempo, el mecánico marinero Sandino deja su petate y descubre el anarcosindicalismo. Es obrero en la Huasteca Petroleum de Tampico.

Al fondo de los callejones del puerto se encienden las lámparas, los conspiradores se reúnen en la penumbra de una trastienda alrededor de Ret Marut, el más aguerrido. Éste ha llegado a México como fogonero a bordo de un navío noruego. Dice ser marino polaco o alemán, un revolucionario. Bajo la gorra proletaria se ve un rostro común, con un pequeño bigote que le da aspecto de anarquista de la banda del francés Bonnot. Al término de la Primera Guerra Mundial, Ret Marut participó en el intento de insurrección de Múnich. Condenado a muerte, desapareció y cambió de nombre con frecuencia, comenzó a escribir poemas y novelas, a combatir la soledad con el lápiz y a acumular cuadernos. Muy pronto enviará a Alemania El tesoro de Sierra Madre, cuya acción transcurre en Tampico, y que firma con uno de sus seudónimos: Traven. Utilizará decenas de ellos. Para la fotógrafa Tina Modotti, en México, él será Torsvan.

En cuanto a Sandino, sale de la cantina en plena noche, fortalecido por esos consejos polacos o alemanes, con la cabeza llena de llamas revolucionarias, y se apresura en la lluvia bajo los conos naranjas de las farolas de sodio. Bien que podríamos seguirle. Le veríamos regresar a Nicaragua, cambiar el mono de obrero de la refinería por la vestimenta de jinete, con las cartucheras cruzadas sobre el pecho y el sombrero Stetson, tomar el mando de la guerrilla y convertirse en el glorioso general Augusto César Sandino, el «general de los hombres libres», en palabras de Henri Barbusse. Le veríamos cabalgar a la cabeza de su batallón de plebeyos que nunca será vencido, empujando hasta el mar al ejército de ocupación de los gringos y prosiguiendo la gran obra de Bolívar. La cabalgata de las tropas sandinistas levanta sobre el horizonte el polvo amarillo de la Nueva Segovia de Nicaragua. Pero no le seguiremos. En la bruma del calor, otro petrolero noruego, una gran muralla roja y negra, atraviesa el golfo de México y se acerca al puerto de Tampico. A bordo de él, otro revolucionario escucha el ruido de los picadores de herrumbre y los gritos de las aves marinas.

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