Viva

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La casa azul

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La casa azul

LA CASA AZUL

Desde esa primera noche del 9 de enero de 1937, el proscrito Trotski resulta un huésped engorroso. El general Beltrán y la pequeña escolta que les han acompañado desde Tampico hasta Ciudad de México los dejan en las buenas manos de Frida Kahlo. Su misión está cumplida. Diego Rivera se trae de su casa una ametralladora Thompson y convoca a varios amigos armados con pistolas. Están a la espera de la llegada de los guardaespaldas, a los que va a ser necesario dar alojamiento. Perseguido por la ira conjunta y sanguinaria de Hitler y de Stalin, se sabe que la supervivencia del proscrito perro judío Lev Davídovich Bronstein está amenazada.

También se está a la espera de que lleguen sus archivos o lo que queda de ellos. Una parte desapareció, quemada, en el incendio de la casa de la isla de Prinkipo, en Turquía. Otra parte fue robada en París por un comando estalinista y otra fue destruida en Noruega por un comando nazi. Después de tres semanas en el mar a bordo del petrolero noruego, y tras las horas pasadas en el tren Hidalgo desde que salió de Tampico, Trotski se busca un despacho en la casa azul de Frida Kahlo. Espera la llegada de su secretaria rusa y, sobre todo, la de su hombre de confianza, Jean van Heijenoort, alias el guapo Van, el hombre orquesta que la acompaña desde su exilio turco.

Trotski está sentado en una butaca de mimbre al fondo del jardín, ve las esculturas indias dispersadas entre los arbustos, las flores tropicales cuyos nombres ignora, los helechos, las fuentes, los pájaros, los cactus en sus macetas rojas, los gatos, los perros, una gallina, un águila a la que Frida llama Gran Caca Blanco, un ciervo, un mono araña al que Frida llama FulangChang, un loro; pasan a la mesa y ahí descubre los aguacates, las quesadillas de flores de calabaza, las enchiladas, los chiles en nogada y el tequila con el que el elefantiásico Diego Rivera llena su vaso. Diego le enseña los muros del jardín, hechos de bloques de piedra volcánica en los que aparecen los ocres y los rojos de la lava crepuscular que tiñen el estudio de Frida como si fuera una chimenea de volcán, una bajada al centro de la tierra.

El locuaz Diego le informa de que está en el corazón de Coyoacán, no lejos del palacio de Hernán Cortés y del de la Malinche, que fue la amante indígena de Cortés, en el lugar donde los extenuados conquistadores, cubiertos de herrumbrosas armaduras, descubrieron la ciudad que los aztecas habían levantado varios siglos antes sobre una isla en medio de los volcanes, deteniendo su migración ante la visión profética de un águila que devoraba una serpiente posada sobre un cactus, la vasta ciudad de Tenochtitlán, de la cual Cortés escribió a su rey que «es tan grande y de tanta admiración que aunque mucho de lo que de ella podría decir deje, lo poco que diré creo que es casi increíble». Pero ya basta por esta noche, Trotski le da las gracias a Rivera, más tarde retomarán la conversación; entre los miles de cosas que le ha pedido al guapo Van, está la de hacerle llegar una biblioteca completa sobre la historia de México, ya verá todo eso con la cabeza más descansada, él es así, Trotski, prefiere los libros y trabajar solo. Esa noche, las imágenes a las que da vueltas en su cabeza no son todavía mexicanas.

Son imágenes rusas, imágenes de nieve y de hielo, imágenes de Noruega. Al día siguiente, sentado en el jardín, todavía le rondan imágenes que van desde su anterior partida hacia América, en 1917, hasta su actual regreso a ella en 1937. Imágenes de esos veinte años y del gran extravío del tren de la Historia, de locomotoras negras perdidas en la niebla; y recupera el texto que escribió sobre las locomotoras como símbolos del Progreso: «Según las palabras de Marx, las revoluciones son las locomotoras de la historia, avanzan más rápidas que el pensamiento de los partidos revolucionarios a medias o a cuartas. El que se para, cae bajo las ruedas de la locomotora. Además, y éste es el peligro principal, la propia locomotora descarrila a menudo».

La de la Revolución Rusa hace mucho tiempo que se ha salido de las vías.

Él ha pensado siempre que bastaba con tener razón e incluso en eso se ha equivocado. Creía que bastaría con el ejemplo de la acción, del coraje físico, de la probidad y la razón. Es un héroe de la Antigüedad, un hombre de Plutarco. Y tras la victoria de la revolución en Petrogrado, en vez de permanecer en el lugar donde está el poder, en Moscú, parte. Hace montar el tren blindado, recorre los frentes, el limes[2] rojo, arrolla a los rusos blancos y a sus destacamentos de cosacos. El tren del Consejo Revolucionario de la Guerra parece estar en todas partes a la vez. Surge entre la niebla y la nieve y galvaniza a las tropas que van en desbandada. Son decenas de miles de kilómetros recorridos a todo lo largo de la guerra civil. Trotski inspecciona los campamentos, lleva armas y comandos capaces de echar una buena mano. El tren pesa tanto que va tirado por dos grandes locomotoras negras con la estrella roja, una de las cuales está siempre con la presión a punto y lista para partir. Con los ojos cerrados, Trotski recorre uno a uno, como si estuviera caminando al lado de los raíles, los vagones del tren blindado en el que pasó más de dos años de su vida, con el sueño de una sociedad utópica en marcha, un mundo de autarquía, de orden y de razón, perfectamente engrasado. En el horizonte se ve crecer la estrella roja y, con ella, la negra locomotora que se aproxima.

En los vagones hay una imprenta para el periódico del tren, una estación telegráfica, una radio y una antena que se despliega en las paradas para recoger las noticias del planeta, un vagón con los víveres y las vestimentas, cuero para coser las botas, materiales de ingeniería y una reserva de traviesas para reparar las vías saboteadas, grupos electrógenos, un vagón hospital, un vagón con baños y duchas, dos vagones con ametralladoras, un vagón cisterna con carburante, otro para un tribunal revolucionario y vagones garaje capaces de llevar camionetas y automóviles. Situado en medio de ese tren que recorre en su memoria, el reducto del comisario del pueblo es un despacho-biblioteca, flanqueado por una cabina de baño y por un diván. La mesa de trabajo ocupa todo un lado, con un gran mapa de Rusia encima. Del otro lado están las estanterías, las enciclopedias, los libros clasificados por autores y lenguas. Alfred Rosmer, que vivió durante muchas semanas a bordo del tren, hojea allí una traducción francesa de la obra filosófica de Antonio Labriola y encuentra el Álbum de versos y prosa de Mallarmé, con la cubierta azul de la edición de la Librairie Académique Perrin.

Cuando baja al balasto, Trotski lleva un largo abrigo de cuero negro y una gorra con la estrella roja. Los doscientos hombres de la tropa de élite del tren blindado llevan chaquetas de cuero negro, un bonete cónico y la estrella roja en el brazo. Como todo ruso leído, en cuanto ve los rieles, Trotski no puede evitar recordar a Tolstói y a su Anna Karénina, y se acuerda de que Anna Arkadievna respiraba con agrado y «a pleno pulmón el aire helado y cargado de nieve y, de pie junto al vagón», contemplaba «el andén y la estación iluminada». Pero esto es la guerra. Tiene que abandonar su vagón biblioteca, subir el terraplén junto a las vías para arengar e inflamar a los combatientes, distribuir el periódico del tren, reunir a los desertores y a los colaboradores de la Legión Checa y fusilar a algunos de ellos. A orillas del Volga, Trotski se reúne con las fuerzas de la Marina Roja y embarca en el torpedero de Fiódor Raskólnikov. A bordo se encuentra Larisa Reisner. Van a apoderarse de Kazán.

Mira a Natalia y a Frida tomar el té y buscar el nombre de las plantas, sentadas a una mesa de jardín en el patio lleno de cantos de pájaros, en medio de los cactus, buganvilias, naranjos e ídolos de barro rojo, y vuelve a ver a Larisa. Le parece que Frida le guiña un ojo, pero quizás sea el reflejo de la luz en un vaso o en la fuente. Más tarde, el guapo Van le enseñará la palabra «ojeadas[3]». Fue bajo el pleno sol de agosto, en la isla de Sviajsk, en medio del Volga, donde prepararon el ataque a Kazán.

Cada noche, Diego Rivera viene a cenar, retoma la historia de su Sindicato de Pintores Revolucionarios, fundado a principios de los años veinte junto a otros muralistas, los Dieguitos —David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco, Xavier Guerrero—, con los cuales había creado también el periódico comunista El Machete, antes de que crecieran las desavenencias entre los macheteros y la confrontación entre Stalin y Trotski hiciera saltar en pedazos la pequeña banda cuyos nombres enumeraba sin que Trotski lograra memorizarlos.

Rivera dibuja los arcanos isabelinos de sus amores y sus disputas, el nido de víboras. Trotski se entera de que Frida Kahlo y Diego Rivera se casaron en casa de la fotógrafa revolucionaria Tina Modotti, también ella miembro del Partido, aunque estalinista: Tina, la traidora. Frida Kahlo tiene veintinueve años, tiene los senos pequeños y levantados, sus pezones son muy oscuros, así se ven en una fotografía de ella con el torso desnudo, quizás tomada por Tina Modotti, la mirada es orgullosa y lleva una pistola metida en la cintura de su falda larga. Trotski todavía no los ha visto, los senos de Frida.

Cada noche trata de retener los nombres, comienza a comprender que ha abandonado a una hechicera por otra, la noruega por la mexicana. En mayo de 1940, será uno de los pintores muralistas, David Alfaro Siqueiros, quien propicie el primer atentado con metralleta contra él. Sólo algunos nombres de esa pequeña banda le resultan ya conocidos. Sandino, por supuesto, y quizás Traven. Sobre todo, Maiakovski, el poeta ruso sobre el que escribió una alabanza. Éste había embarcado en Saint-Nazaire rumbo a Veracruz, había escrito a bordo «El océano Atlántico» y se había quedado un tiempo en Ciudad de México, en medio de la pequeña banda, antes de regresar a Moscú a pegarse un tiro en el corazón.

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