Viva

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Último amor

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Último amor

ÚLTIMO AMOR

Mientras que en Rusia ejecutan por trotskismo a Uborévich, el vencedor de Vladivostok, Trotski reemprende poco a poco su labor en Ciudad de México. Ese año, Ósip Mandelstam arrastra todavía sus cadenas por el hielo siberiano de la región de Kolymá. Morirá de agotamiento al año siguiente. Como miles de personas sin relevancia que, igual que se acusa a un perro de rabia, son acusadas de trotskismo y descubren esa palabra que nunca habían oído pronunciar. En El vértigo, Evgenia Ginzburg, que fue arrestada en Kazán y deportada por trotskista más allá de Magadán, menciona a una vieja campesina sospechosa de trotskismo con la que se cruza en una prisión y que le pregunta: «Hija, oye, ¿también tú eres traktista?». La vieja se encoge de hombros y añade: «¿Quién ha inventado esas historias? Y además, a nosotras, las viejas, no nos ponen nunca en los tractores…».

Poco a poco van llegando desordenadamente estas noticias a Coyoacán. Trotski sabe que su nombre es borrado de los libros de historia y su imagen recortada en las fotografías, que sus amigos, así como su familia, son exterminados. Está sentado en la mecedora al fondo del jardín de la casa azul de Frida Kahlo, viendo a los pájaros sacudirse en las pilas en medio de las ranas y los sapos.

Éste es un jardín de cuentos populares ucranianos o mexicanos, donde los sapos y las ranas, con un beso, se convierten en príncipes o princesas. Bajo el agua tranquila, la gran sonrisa de Larisa Reisner, la ondina, la resplandeciente compañera de Fiódor Raskólnikov. Tras la victoria de Kazán, la fabulosa pareja fue enviada a Afganistán, para llevar a cabo una misión de espionaje y diplomacia. Se separaron. Larisa había vivido el nuevo fracaso de la revolución en Alemania, en 1923, y había publicado Hamburgo en las barricadas. Pero es en la euforia de su plenitud juvenil como él los recuerda, en Kazán, y vuelve a ver los artículos de Larisa en el periódico del tren, y las frases de En el frente que ella escribió más tarde: «Con Trotski, era la muerte combatiendo después de haber disparado la última bala, era morir con entusiasmo, olvidando las heridas. Con Trotski, era el patetismo sagrado de la lucha, sus palabras y sus gestos recordaban las mejores páginas de la gran Revolución Francesa».

Y Trotski recuerda que, en medio de aquel universo de pólvora y de muerte, «esta maravillosa mujer, que fue el encanto de tantos, cruzó por el cielo de la revolución, en plena juventud, como un meteoro de fuego». Él está sentado en el jardín de Frida y ve a Frida y recupera las frases escritas tras la muerte de Larisa. «En pocos años, ella se había convertido en una escritora de primer orden. Habiendo salido indemne de las pruebas del fuego y del agua, esta Palas de la revolución fue consumida de improviso por el tifus en la tranquilidad de Moscú: apenas tenía treinta años».

¿Creía Raskólnikov que bastaba con ser el héroe de Kazán para denunciar los crímenes estalinistas? Después de acusar a Stalin en persona de haber abandonado a los republicanos españoles, había tenido que huir y había muerto solo, en Niza, quizá defenestrado en su hotel por agentes del GPU soviético o quizá arrojándose él mismo al vacío con la cabeza llena de recuerdos de Kazán, de la sonrisa de Larisa y de las esperanzas frustradas de las revoluciones rusa y española. Trotski ve ante sí la sonrisa de la bella Frida de cejas negras, con el mirlo sobre la frente y la blusa indígena multicolor y los labios rojos que quizás tararean. Él ya está celoso de Rivera. La linda princesa y el sapo gordo. Las obras de Rivera, veneradas por doquier. La amistad con Picasso, Braque, Soutine y Modigliani, con quien Rivera compartió por un tiempo taller en la calle de Départ en Montparnasse, no lejos de la calle de Odesa donde Trotski tuvo su primera residencia parisina. Está celoso y se enoja consigo mismo, furiosamente enamorado y molesto consigo mismo. La pasión y la razón se divorcian.

Tiene cincuenta y siete años y ésta es la última cosa que se esperaba. Ha escapado de la nieve y del hielo de Noruega, de las garras del GPU de Stalin y de la Gestapo de Hitler. Si ningún país hubiera aceptado darles un visado, el proscrito y Natalia habrían sido devueltos a los soviéticos, y eso habría significado la muerte en Rusia. Diego Rivera había sabido convencer al presidente Lázaro Cárdenas para que acogiera a los fugitivos, utilizó su inmenso prestigio para salvarles la vida y organizó su acogida en la casa azul de su compañera. Gracias a Rivera él está vivo, pero está también furiosamente enamorado de su compañera, de la Malinche, de la amante indígena de Cortés que le abrió las puertas de México, que le enumeró los dioses de los aztecas y tradujo las palabras del emperador Moctezuma.

Una vez que el guapo Van, el hombre orquesta, comienza a traer los libros y los archivos e instala la biblioteca, Trotski recomienda algunas lecturas a Frida y desliza entre las páginas de los libros un pequeño poema o alguna nota tierna. La pasión va a arrebatarlo durante seis meses. Frida se siente conmovida y, enseguida, conquistada. Se ven en secreto en la casa de su hermana Cristina, en la calle Aguayo, o en la habitación que su otra hermana, Luisa, pone a su disposición para sus encuentros clandestinos, cerca del cine Metropolitán. Resulta muy difícil llevar una doble vida cuando se está rodeado de guardaespaldas.

El encierro de la casa azul se vuelve penoso y Trotski se escapa, parte hacia su último exilio amoroso, en el norte de México, y se instala con sus guardaespaldas en una hacienda de San Miguel Regla. Está solo, delante de una mesa arrinconada contra un muro amarillo de tierra; escribe a Natalia Ivánovna, que se ha quedado sola en Coyoacán. Por la mañana hace ensillar un caballo y cabalga a rienda suelta por el desierto. Invita a Frida, y aquélla es una cita de ruptura. Poco a poco va sanando de su pasión, escribe a Natalia a diario, recupera el raciocinio, implora su perdón. El jefe del Ejército Rojo es un anciano solo que morirá dentro de tres años de un golpe de piolet en la cabeza. Ambos decidieron no romper las cartas de esas semanas de separación, cartas que parecen formar parte de una novela rusa de antes de la Revolución, de una novela de Tolstói, son Anna Karénina y son la feliz calma de un matrimonio honesto ante los sinsabores de una pasión culpable.

Trotski, San Miguel Regla, 12 de julio de 1937: «Así es, me había representado en mi imaginación que vendrías a verme, y cómo nos estrecharíamos el uno contra el otro con un sentimiento juvenil, cómo uniríamos nuestros labios, nuestras almas y nuestros cuerpos. Mi escritura se deforma a causa de las lágrimas, Natalochka, pero ¿acaso hay algo más elevado que las lágrimas? De todos modos, voy a reponerme».

Natalia Ivánovna, la casa azul, 13 de julio de 1937: «He tomado Phanodorm. Tres horas más tarde me he despertado sintiendo la misma punzada. He tomado unas gotas. Estoy tan cerca de ti, no me separo de ti. Tus breves cartas son mi “distracción”, mi sostén, mi fuerza. Qué feliz me hacen, incluso cuando son muy tristes. Estoy ansiosa por regresar a casa para leerlas cuanto antes».

Trotski, San Miguel Regla, 19 de julio de 1937: «He releído por segunda vez tu carta. “Todas las personas están, en el fondo, terriblemente solas”, escribes tú, Natalochka. ¡Mi pobre, mi vieja amiga! Querida mía, mi amada. ¿No ha habido, no hay más que soledad para ti? Nosotros todavía vivimos el uno para el otro, ¿no? ¡Restablécete, Natalochka! Tengo que trabajar. Te doy un beso muy grande, cubro de besos tus ojos, tus manos, tus pies. Tu viejo L.».

Trotski regresa a Coyoacán. Todo vuelve a ser como antes. Sin embargo, más tarde llegará la ruptura con Diego Rivera. De todo eso es testigo privilegiado el guapo Van, que escribirá mucho tiempo después sus memorias y mencionará el divorcio de Diego y Frida: «Es posible que esta crisis conyugal haya sido provocada por lo que Rivera supo, de una manera u otra, sobre el pasado. Sus celos eran extremos, aunque él mismo engañara a Frida en todo momento (o tal vez a causa de ello). Eso explicaría tal vez también su extraña evolución política». Trotski y Natalia abandonarán la casa azul de Frida, dejarán la calle Londres por la calle Viena, a unos pocos cientos de metros, en la colonia del Carmen.

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