Viva

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Lowry & Trotski

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Lowry & Trotski

LOWRY & TROTSKI

No es la primera vez que estos dos están al mismo tiempo en la misma ciudad. Tres años antes, Jan y Lowry vivían en la calle Antoine-Chantin, en el distrito catorce de París. Ultramarina acababa de aparecer publicada por Jonathan Cape. Lowry, que había conseguido que se aceptara su novela como trabajo de fin de estudios en Cambridge y con ello había obtenido un diploma de literatura inglesa de tercera categoría, bagatela que, de igual modo que la corbata de un club pasa de padre a hijo, le había sido concedida más por su clase social que por su condición de estudiante, convenció a su padre de que, siendo ahora escritor, donde debía estar era en París, puesto que es la capital de las Letras. Y el salario de ángel guardián pasó de ese modo de Conrad Aiken a Julian Trevelyan, pintor surrealista inglés, amigo de Max Ernst y de Joan Miró. Jan y Lowry se casaron a espaldas del padre de él en el ayuntamiento del distrito catorce, el 6 de enero de 1934.

En cuanto a Trotski, a quien le estaba prohibida la permanencia en la capital pero que, de tiempo en tiempo, venía desde su escondite de Barbizon, al borde del bosque, para asistir a alguna reunión clandestina, para encontrarse con Simone Weil o para recorrer los puestos de libros de segunda mano de los bouquinistes en la ciudad en la que el río corre todavía entre dos hileras de estantes de libros; en cuanto a él, Francia dudaba de nuevo. Sin faltar a la palabra dada, ni anular su visado, se consideraba la posibilidad de alejar a Trotski, enviarlo a Tahití, por qué no, o a Madagascar o a Reunión, pues todo eso formaba parte todavía de Francia. Malraux se subleva.

Es el año de La condición humana y tiene las tribunas abiertas. Ha ido a encontrarse con Trotski en su retiro de Saint-Palais. Eso es antes de la guerra de España y los aviones y las ametralladoras. Se trata de un artículo, pero releyéndolo hoy uno oye en él el tono de un discurso, la gran voz y la cadencia enfática del ministro gaullista; uno ve las manos temblorosas que secan el rostro, apartan el mechón o estiran el lóbulo de la oreja. Lo publica en la revista Marianne: «Debemos reconocer en cada revolucionario amenazado a uno de los nuestros; lo que se expulsa con usted en nombre del nacionalismo, en el momento en el que no hay suficiente respeto por los reyes de España protectores de los submarinos alemanes, es la Revolución. Este verano habrá en Deauville con qué volver a llenar de reyes el palco de honor de Voltaire; pero hay también, por desgracia, en los bastiones y en las casas de los miserables, con qué formar un ejército de revolucionarios derrotados. Yo sé, Trotski, que vuestro pensamiento no espera del implacable destino del mundo más que su propio triunfo. Vuestra sombra clandestina, que desde hace casi diez años va de exilio en exilio, puede que haga comprender a los obreros de Francia, y a todos cuantos anima esta oscura voluntad de libertad que las expulsiones han sacado a la luz, que unirse en un campo de concentración es unirse ya un poco tarde».

Un mes exacto después del matrimonio de Jan y Lowry, el 6 de febrero de 1934, Maurice Nadeau, que acaba de escribir para la revista La Verité dos críticas elogiosas de La condición humana y de Mi vida, tiene una cita con Trotski. Hay tiros por todos lados, en el frío de febrero, y el contacto se anula. El ejército está en las calles. Trotski cree preferible quedarse en Barbizon. Un año después de la ascensión de Hitler al poder, París vive en el filo de la navaja, entre la extrema derecha y la extrema izquierda, y los motines degeneran, se vuelven mortales. Esto sucede exactamente quince días antes del asesinato de Sandino en Managua, Nicaragua, que apenas causará preocupación en Europa.

Iniciado en el trotskismo y la literatura por Pierre Naville, Maurice Nadeau será más tarde el editor del Volcán en lengua francesa; se encontrará a la salida del metro de Odéon, al pie de la estatua de Danton, con el clandestino Víctor Serge, quien le entregará sus traducciones de Trotski para que las publique en La Vérité, y también con Simone Weil, que abandonará la enseñanza de la filosofía para meterse a obrera de la Renault, y de quien Maurice dirá que, en aquella época, «era más trotskista que nadie».

Después de la guerra, en 1949, Lowry regresará para pasar seis meses en París, con el pretexto de ayudar a Clarisse Francillon, a quien Maurice había confiado la traducción del Volcán. Y sesenta años después, en 2009, estoy sentado con éste en el asiento trasero de un potente automóvil negro perdido en las pequeñas carreteras de la región del Loira, cerca de Chinon, en busca de Saumur. La luz de junio arranca reflejos del apacible río y de las piedras de toba blanca de los pueblos. Vamos a hacerle un homenaje a Lowry, con motivo del centenario de su nacimiento, en la abadía de Fontevraud donde yacen los monarcas de la dinastía de los Plantagenet. Maurice fue también el primer editor de otra novela de Lowry, Piedra infernal, cuyo héroe se llama Bill Plantagenet.

En su apartamento de la calle Malebranche, cerca del Panthéon, ese curioso apartamento lleno de bibliotecas y de archivos en el que es posible visitar todas las estancias sin volver nunca sobre los propios pasos, a condición de atravesar el cuarto de baño, bien provisto de dos puertas, y la habitación de Maurice, también llena de libros; allí, le había expuesto yo el proyecto de juntar las vidas de Lowry y Trotski y le había explicado que venía a pedirle consejo, a él, que era sin duda el único en el mundo que había estado tan cercano a ambas obras y ambos escritores. En las estanterías, como evidencia, había una fotografía de Trotski en medio de una colección de estatuillas. Maurice, como deferencia a mí, había buscado algunas cartas de Lowry. Sentados frente a frente en la cocina, delante de un filete con patatas, probamos a reunir los fragmentos, él de la historia y yo de la geografía. Yo venía de México y Maurice de los años treinta. Maurice nunca había pronunciado Uajaca por Oaxaca y seguía diciendo Oaksaka.

Siempre está ahí esta historia de la frase de Roland Barthes en La cámara lúcida: «Ver los ojos que han visto los ojos». Delante de mí, que estaba que no me llegaba la camisa al cuerpo, los ojos casi centenarios de Maurice que habían visto los ojos de Jorge Luis Borges y de Henry Miller, de Benjamin Péret, de Tristan Tzara y de André Breton, de Queneau, de Bataille, Blanchot, Michaux, Artaud y muchos otros. Desde nuestro primer encuentro, me insistió sonriendo en que yo le recordaba a Henri Barbusse, en que había algo en mi rostro y en los gestos, en las manos, y más tarde conseguí encontrar un pequeño filme en blanco y negro sobre el autor de El fuego, rodado a principios de los años treinta en Moscú, sin sentir por mi parte el vértigo del Doppelgänger.

Eran unos encuentros fraternales y desde el primer día Maurice había impuesto entre nosotros el tuteo, sin duda porque pertenecíamos a esa extraña cofradía cuyo elogio él mismo hizo en su prefacio al Volcán: «Existe una extraña cofradía: la de los amigos de Bajo el volcán. No se sabe quiénes son todos sus miembros y éstos tampoco se conocen todos entre sí. Pero en cuanto en una reunión alguien pronuncia el nombre de Malcolm Lowry y cita Bajo el volcán, comienzan a juntarse, se aíslan y comulgan en su culto». We band of brothers[4].

Maurice me repetía que había que leer ese libro varias veces, como todas las grandes novelas, y alababa a Max-Pol Fouchet, que había esperado hasta su sexta lectura para escribir ese texto luminoso en el que aparecen Rimbaud, la idea de caridad y el alcohol místico. Otro día, estábamos sentados en el salón. Él me había regalado un libro de Pierre Naville que hacía mucho que estaba agotado, Trotski vivo, en el que Naville evoca su primer encuentro con Trotski en un despacho del Kremlin, en el Moscú de 1927, antes de su caída —«Trotski no está vestido con esa guerrera militar con la que estamos tan familiarizados por las fotografías, sino con una americana gris de sport y una corbata que tira a rosa»—, y también su primer encuentro con Maiakovski: «La salvación de Maiakovski seguía siendo fundamental. Este poeta era, con Trotski, el único hombre de verdadera altura, como decimos nosotros, que uno podía encontrar en Moscú. Dos años más tarde se suicidó. Los lacayos del régimen lo trataron de cobarde y Trotski le dedicó un artículo noble y claro. Aquel alma y esta mente se habían cruzado delante de mí».

Después vi menos a Maurice. La última vez nos encontramos por causalidad, él ya centenario, delante de la estación de taxis del Lutetia, en el bulevar Raspail, bajo la marquesina porque llovía. Él me preguntó cómo iba mi Lowry & Trotski. Yo estaba ocupado trabajando en otro libro sobre Asia. Él llevaba su cazadora de cuero negro de rebelde; se encogió de hombros y subió a su taxi.

En ese comienzo de 1934, en el momento de la cita frustrada de Maurice y Trotski, cuando estallan los motines de París, la recién casada Jan considera que el genio ya está tardando mucho en manifestarse. Ella imaginaba quizás que habría un libro al año y champán en casa de los editores. Y resulta que es la esposa de un borracho que con frecuencia está ausente. A Lowry le gusta caminar por la ciudad, busca los pequeños colmados obreros, bebe vino tinto siempre de pie, firme junto a la barra de zinc, hasta que tiene que echarse junto al mostrador sobre el serrín. Muy pronto, Jan despide a sus amantes parisinos, va hasta El Havre y embarca rumbo a Nueva York a bordo del Île-de-France.

Su llegada a México es una nueva tentativa. Entre Acapulco y Ciudad de México, visitan Cuernavaca, ven el palacio de Cortés y los frescos de Diego Rivera, alquilan una casa rodeada por un jardín y, Jan lo recordará, «con una vista espléndida sobre los dos volcanes, el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, y en las tardes, cuando el sol comenzaba a descender, era maravilloso sentarse allí con una copa y escuchar el ruido de los insectos abajo, en el jardín, mirar los colibrís y simplemente respirar el aire puro y oír el golpeteo de las pezuñas de los caballos a lo lejos».

Al regreso de uno de los trayectos para ir a recibir la pensión mensual a México, Lowry escribe un pequeño relato, unos cuantos folios; es sobre un suceso, un jinete muerto al borde de la carretera, un pobre pelado[5] al que asaltan para quitarle sus escasos pesos. Titula el relato Under the Volcano, lo deja aparte, saca de sus bártulos el manuscrito de En lastre hacia el mar Blanco y la Remington portátil. Y luego llega el milagro de Cuernavaca.

Como los filamentos de la madre en una jarra de vinagre, el relato se ramifica y llena su mente. Lowry deja hundirse En lastre hacia el mar Blanco, recorre las cantinas. Está convencido de que si es feliz se perderá para la literatura. Jan se echa amantes y él mezcal, y cada una de sus actividades amplifica la otra. Él instala su campamento en la veranda, escucha sonar los tacones altos de la traición sobre las baldosas y sobre su bóveda craneal. Cuando Conrad Aiken le visita, encuentra a Lowry «obstinadamente enfrascado, con su insaciable visión, en ese nido de trapos y sábanas viejas donde pasaba casi todo el tiempo, en la terraza de la villa».

Aiken habla también en sus memorias de las múltiples infidelidades de Jan, de sus partidas silenciosas hacia la estación de autobuses y de sus silenciosos y orgullosos regresos algunos días más tarde, y Lowry siempre en la veranda, sentado delante de la Remington, encomendándose a Dios para escribir, Le implora, my Sweet Lord, «amado Señor Dios, muy seriamente, yo Te suplico que me ayudes a terminar bien esta obra, incluso si es mala, caótica y pecadora, de manera que pueda ser aceptable a Tus ojos». En ese verano de 1937, mientras Trotski intenta olvidar a Frida Kahlo en la hacienda de San Miguel Regla, el relato ya se ha convertido en una novela corta. El nombre de Trotski todavía no aparece en él. Según Aiken, lo que se puede leer en él son versos del Fausto de Marlowe. Lowry necesitará diez años para hacer de ese pequeño relato una de las más grandes novelas del siglo XX, expresión un poco en desuso hoy, porque lo que él imagina es que vuelve a revolucionar el arte de la prosa poética, un sueño tan inmenso, magnífico e inaccesible como el de la Revolución permanente de Trotski.

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