Viva

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Los pies en la tierra

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Los pies en la tierra

LOS PIES EN LA TIERRA

Uno habla mucho y actúa y luego piensa

Uno es prisionero de este mundo insensato

ARTHUR CRAVAN

Aunque haya sido comprado aquí, en México, su concepción es europea y sitúa a Europa en el centro del mundo. Es un planisferio tipo Mercator, y Trotski, en Coyoacán, está de pie delante de Europa. Perdido en los márgenes, a izquierda y a derecha, el estrecho de Bering es invisible y el Pacífico está partido en dos.

Él ve su propio recorrido en el espacio de algunas decenas de años, desde Siberia, donde estuvo relegado en el burgo de Ust-Kut, que no aparece en ningún mapa, apenas una decena de isbas a orillas del Lena, hasta Canadá, donde los ingleses lo apresaron en Halifax, pasando por todos los países de Europa que ha atravesado, Alemania, Serbia, Rumanía, Bulgaria, Austria-Hungría, España, Dinamarca, una vuelta al hemisferio norte del mundo. Trotski nunca ha franqueado el ecuador. Todo esto son historias de blancos del norte, historias de Europa. Ni Brasil ni África. Ni la India ni China, donde se juega la historia de nuestro siglo.

De pie, en este despacho de Coyoacán, Trotski sigue sin duda situando involuntariamente Siberia al este, a mano derecha, cuando aquí, en este despacho, debería situarla a mano izquierda. Si México fuera el centro del planisferio, se vería que Europa está al este, más allá de Tampico, y del otro lado, Siberia al oeste, más allá de Vancouver. El planisferio Mercator es un obstáculo epistemológico.

A los franceses, después del final de la guerra de Indochina y una vez que las tropas coloniales embarcaban en Marsella rumbo a Saigón, se les hacía difícil imaginar, cuando los estadounidenses tomaron el relevo, que los B-52 no volasen también hacia el este, que Vietnam estuviera enfrente de California, que todo se desarrollara alrededor del Pacífico y que Europa se encontrase en la cara oculta del planeta.

Trotski es ucraniano, por tanto europeo, y al bajar del Montserrat junto a Arthur Cravan a su llegada a América, durante la Primera Guerra Mundial, está inquieto por el porvenir de Europa: «El hecho económico de importancia capital consiste en que, mientras Europa está demoliendo las bases de su economía, Norteamérica se enriquece. Y yo, que no he dejado todavía de considerarme como un europeo, me pregunto, contemplando con envidia esta ciudad de Nueva York: ¿lo resistirá Europa? ¿No se convertirá en un cementerio? ¿No se desplazará a Norteamérica el centro de gravedad del mundo, en lo económico y lo cultural?». En medio del suicidio colectivo de los europeos y del sacrificio de la juventud europea en la carnicería de Verdún, él prevé que, «aun supuesto el caso de que triunfasen los aliados, disipados el vapor y la niebla, Francia quedaría en medio de la palestra internacional como una Bélgica grande».

Trotski se sienta en su despacho, limpia sus gafas, enciende la lámpara, pasa de la Geografía a la Historia. Delante de él está la pequeña biblioteca sobre la historia de México que pidió al guapo Van que le reuniera. Él es así, Trotski, y su curiosidad es enciclopédica. Quiere meterse en la historia de este país, cavar en su subsuelo hasta el inicio del siglo pasado para comprender el presente. Desde las guerras de independencia del cura Hidalgo y de Morelos, con sus decenas de presidentes, hasta la aparición del héroe Benito Juárez. La vida ejemplar del niño indio nacido muy cerca de las sierras del sur, el huérfano cuya vida debería haber sido la de un pastor en medio de la maleza, pero que decide descubrir por su cuenta el mundo, recorre los kilómetros de colinas que van hasta Oaxaca y ve por vez primera una ciudad. Él sólo sabe hablar zapoteco y aprende español, latín y francés en muy poco tiempo, se convierte en abogado, en gobernador de Oaxaca, en presidente de México, e intenta promulgar la primera ley de separación de Iglesia y Estado.

Eso es en 1860, cuando todo está en juego tanto en México como en otras partes. En ese año, Garibaldi, a la cabeza de los Mil, se apodera de Nápoles y Sicilia e inventa Italia, el imperio eslavo llega al Pacífico y el zar ordena la fundación de Vladivostok, cuyo nombre significa «el Señor de Oriente». Algunos centenares de rusos se instalan alrededor de una iglesia de madera y construyen un puerto. Londres es todavía, con sus dos millones de habitantes, la ciudad más poblada del mundo. La Europa de la Revolución Industrial se extiende por el planeta. Ferdinand de Lesseps empieza a excavar el canal de Suez y a transformar África en una isla. En 1860, los ejércitos coaligados de Francia e Inglaterra hacen doblegarse a China y saquean en Pekín el Palacio de Verano. Es la victoriosa Europa de las locomotoras negras y los barcos a vapor, de las exploraciones geográficas y el progreso científico. Mientras en ese año de 1860 Henri Mouhot descubre los templos de Angkor, y mientras Pasteur escala desde Chamonix el mar de hielo y demuestra que no existe la generación espontánea, en una playa de Honduras fusilan al aventurero William Walker, que, después de haber sido el efímero presidente de una república que recortó del mapa de México, se había apoderado de Nicaragua para excavar allí un canal interoceánico. En ese año de 1860, estalla en México el conflicto entre los conservadores católicos y los liberales liderados por Benito Juárez. Después de haber promulgado la ley de nacionalización de los bienes eclesiásticos, el presidente es expulsado del poder y estalla la guerra civil.

Tras la derrota de William Walker, a la que contribuyó modestamente el ejército francés, Napoleón III firma en secreto un acuerdo para la excavación del canal con el nuevo gobierno de Nicaragua. Estados Unidos e Inglaterra amenazan con intervenir. Algunos meses más tarde, el emperador se echa el fusil al hombro y sus tropas desembarcan en Veracruz. El Segundo Imperio coloca en el trono a Maximiliano de Austria. Helo aquí a éste, que había rechazado convertirse en rey de Grecia, como emperador ahora de México. Inglaterra y España, que al principio habían apoyado la expedición colonial, tiran la toalla. A pesar del heroísmo de la Legión Extranjera en Camerone y de los sesenta y dos hombres que hicieron frente a dos mil durante toda una jornada parapetados en una hacienda en llamas sin agua ni víveres, antes de que por la noche los seis supervivientes cargaran con la bayoneta, la situación es confusa, y el cuerpo expedicionario es hostigado en todas partes por las tropas fieles a Benito Juárez. Los franceses son derrotados en Puebla en 1862. El general Bazaine sale vencedor en el mismo lugar al año siguiente; luego penetra en Guadalajara y obliga a Porfirio Díaz a soltar Oaxaca. Cinco años más tarde, el general Bazaine se retira y Maximiliano I, que le ha cogido el gusto al trono y quizás a los tacos, se niega a abdicar. Juárez hace que lo fusilen en Querétaro en junio de 1867.

Ese año, Auguste Pavie hace levantar en Laos un monumento a la memoria de Mouhot. La Francia que abandona México amplía su influencia en Indochina. Los templos de Angkor se convierten para el Segundo Imperio en lo que fueron las pirámides de Egipto para el Primero. En América Central nace la leyenda del viejo alto y blanco que habría escapado de las tropas de Juárez, se habría metido en un barco y habría descendido a lo largo de la costa del Pacífico. Y recuerdo a un mecánico de San Salvador, hace casi veinte años, que estaba convencido de ser descendiente directo de Maximiliano, y cuya familia poseía, en efecto, algo de platería y diversos objetos estampados con el monograma del emperador, que se dirigía a mí con cierta acritud, como si yo fuera la personificación de Francia y debiera restablecerle en sus funciones.

Tres años más tarde, en septiembre de 1870, el Segundo Imperio se hunde. Bazaine, que se había convertido en mariscal a su regreso de México, acaba por capitular sin combatir ante los prusianos, encerrado en Metz. Para él, mejor es el enemigo que la Comuna. La República le condena por traición. Se escapará a España.

Después de que Benito Juárez regrese al poder por un tiempo en México, el general Porfirio Díaz reinará durante varias décadas de manera casi ininterrumpida. Es la terrible paz porfiriana de la que hablará Lowry en el Volcán: «Juan, esclavo auténtico a los siete años de edad, había visto a su hermano mayor azotado hasta morir y a otro, comprado por cuarenta y cinco pesos, morir de hambre en siete meses, porque cuando esto ocurría, resultaba más barato al propietario comprar otro esclavo que tener mejor alimentado al que moría de agotamiento al cabo de un año. Todo esto se llamaba Porfirio Díaz».

Pero también era la modernidad de las máquinas y de la electricidad, la riqueza de la industria, el lujo de las villas fin de siglo en Ciudad de México, y tras sus rejas, las fuentes, los parques sombreados y proustianos, y las luchas sanguinarias por el poder que aparecen en las novelas de Martín Luis Guzmán, que fue secretario de Pancho Villa. Ya se sabe que el capitalismo engendra al proletariado y, conforme a la dialéctica marxista, corre así hacia su propia perdición y hacia la Revolución. Hacia las bellas cabalgadas de los ejércitos de Zapata al sur y de Villa al norte, que se arrojan sobre Ciudad de México en 1914, hacia la bella Revolución Mexicana de la que el presidente Lázaro Cárdenas es el heredero. Ahora Trotski sabe dónde está, en el espacio y en el tiempo. Está preparado para volver a emprender el combate aquí, desde este islote de democracia que resiste solitario en medio del fascismo, del nazismo y del estalinismo, dispuesto a luchar contra la falsificación histórica, contra Termidor, y a sostener el estandarte, y a crear una Cuarta Internacional.

A su lado, en este despacho de Coyoacán, se mantienen el guapo Van y Alfred Rosmer, su compañero en la época del tren blindado y después en Prinkipo, que se ha quedado en Ciudad de México tras haber venido acompañando a Sieva desde París. Entre los tres ponen en orden los archivos que Trotski prefiere enviar a un lugar seguro, a la biblioteca de la Universidad de Harvard. Veintidós mil documentos salvados del pillaje, de los asaltos y los incendios, llevados a cuestas desde Moscú y alrededor del planeta, y los duplicados de cuatro mil cartas que Trotski ha dictado en ruso, en inglés, en francés y en alemán a lo largo de esos años.

Se piensa en organizar en Ciudad de México un contraproceso de Moscú. Los tres hombres clasifican y copian las pruebas que presentarán en las audiencias. Corrigen juntos una última versión de Mi vida, para la que Trotski, de pie, delante del planisferio Mercator y con las manos a la espalda, dicta un texto de presentación. Quiere ser breve y conciso, como hombre al que la muerte pisa los talones y cuyos días están contados:

«En funciones de Comisario del Pueblo para las relaciones exteriores, dirigí en Brest-Litovsk las negociaciones de paz entabladas con Alemania, AustriaHungría, Turquía y Bulgaria. Ocupé el Comisariado de Guerra y Marina, y desde él dediqué cinco años a la organización del Ejército Rojo y la reconstrucción de la flota. En el año 1920, me encargué, además, de dirigir los trabajos de reorganización de los ferrocarriles, que estaban en el mayor abandono. Dejando a un lado los años de la guerra civil, la parte principal de mi vida la llena mi actividad de escritor y militante dentro del partido».

Sus cenizas reposarán en medio del pequeño jardín tropical.

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