Viva

Viva


En Cuernavaca

Página 20 de 35

En Cuernavaca

EN CUERNAVACA

El Día de los Difuntos, mientras la fiesta popular está en pleno apogeo y la rueda de la gran noria hace girar en el cielo sus barquillas, el doctor Arturo Díaz Vigil y Jacques Laruelle se sientan, después de su partido de tenis, delante de una botella de Anís del Mono sobre la terraza del Casino de La Selva, desde la que se domina la villa. Recuerdan al Cónsul asesinado un año antes en El Farolito. Jacques Laruelle, director de cine, abandona la ciudad y no volverá nunca. Desde hace mucho tiempo, este Laruelle alimenta el proyecto de rodar en Francia «a modern film version of the Faustus story with some such caracter as Trotsky for its protagonist[8]».

En el primer mes de este año de 1937, mientras que Trotski retoma su combate revolucionario desde Coyoacán y revisa sus archivos para preparar el contraproceso de Moscú que tendrá lugar en Ciudad de México, Lowry recorre las empinadas calles de Cuernavaca e imagina los lugares de su novela. Los modificará después de haber descubierto Oaxaca, se traerá del sur la iglesia de Nuestra Señora de la Soledad y el bar El Farolito, bautizará su ciudad ficticia con un nombre prehispánico: «Quauhnáhuac cuenta con dieciocho iglesias y cincuenta y siete “cantinas[9]”». Jacques Laruelle, que fue amigo del Cónsul y amante de su esposa Yvonne, vive en lo alto de la calle Nicaragua, en una curiosa casa levantada en forma de torreta, llena de cuadros de José Clemente Orozco y de Diego Rivera. En la fachada tiene grabada una frase de Fray Luis de León: «No se puede vivir sin amar».

Aunque Lowry ha elegido esa casa para Jacques Laruelle, él nunca ha entrado en ella. La alquilará diez años más tarde, con el Volcán por fin terminado, cuando abandone Vancouver para regresar a Cuernavaca. Esta casa se convirtió después en el hotel Bajo el Volcán, y yo reservé una habitación allí desde Ciudad de México. Llegué a la estación de autobuses a mediodía y me procuré un mapa. La calle Nicaragua de la novela es la calle Humboldt. Al final del jardín, la habitación 127 se abre a nivel del suelo sobre una balaustrada de hierro pintada de verde, por encima de los bambús que surgen de la barranca. Se escucha al fondo el ruido del torrente que mana de las nieves del volcán. Yo tenía una cita con Francisco Rebolledo, que había abandonado Ciudad de México hacía veinticuatro años, enseñaba literatura y cine en la Universidad de Cuernavaca y acababa de publicar un ensayo sobre el Volcán, Desde la barranca, amenizado con mapas y fotografías en blanco y negro.

En este inicio de diciembre de 2007, el Popocatépetl había entrado en erupción y el diario La Jornada titulaba: «Don Goyo lanza fumarola de dos kilómetros de altura». Sentados al abrigo de la caída de las cenizas en una de las cincuenta y siete cantinas, la Estrella o la Universal, mencioné la estatua ecuestre de Zapata que acababa de ver desde el autocar, que contravenía la tipología que en otro tiempo me enseñaron en La Habana. Según ésta, cuando las cuatro patas del caballo están apoyadas en el suelo, el héroe ha muerto por causas naturales; levanta una pata y el héroe ha muerto a causa de las heridas recibidas; las dos patas anteriores se separan del suelo y la muerte ha sido en combate. Aquí, en medio de un cruce de autopistas, se ve claramente a Emiliano Zapata, quien sin embargo fue asesinado a traición en la hacienda de San Juan Chinameca, cargando a sable o a machete sobre un caballo al galope, con las crines de bronce al viento, sin que ninguno de los cuatro cascos toque el suelo. Habíamos evocado el filme de Elia Kazan ¡Viva Zapata! y el guión de John Steinbeck, mientras recorríamos la ciudad, del palacio de verano de Maximiliano al palacio de Cortés, donde están los frescos de Rivera. Yo quería ver también las obras de Vlady, muerto aquí dos años antes. El Casino de La Selva se había convertido en un supermercado Mega, y el hotel del zócalo, en el que Yvonne entra al alba, era un edificio de oficinas.

Habíamos descendido por una escalera hasta el fondo de la barranca junto a raíces de treinta metros, que se agarraban a la muralla de roca como gruesos nervios raquídeos para ir a abrevar en el riachuelo que está abajo en medio de la jungla, allí donde se pudrirían el cuerpo del Cónsul y el del perro arrojado después de él, y reanudamos nuestra marcha en compañía del fantasma con gafas de sol de Geoffrey Firmin, excónsul de Gran Bretaña que había dimitido tras la interrupción de las relaciones diplomáticas y que se había quedado allí después de que su esposa Yvonne le abandonara, solo en Quauhnáhuac, esperando al alba el ruido de la cortina de hierro que se levanta con gran estruendo en el antro de la cantina o de la pulquería más próxima, pero «no era de los que se veían tambaleándose por la calle. Cierto que podía echarse en la calle, si era preciso, como todo un caballero; pero no se tambalearía». Lowry vuelve a encontrarse con su sillón verde bajo la veranda, con sus montones de libros y la Remington portátil, y con su biblioteca, que es la biblioteca del Cónsul en el Volcán: Gógol y Tolstói, Shakespeare y Shelley, Duns Escott y los místicos, «y, ¡Dios sabrá por qué!, Peter Rabbit[10], “todo se resume en Peter Rabbit”, solía decir el Cónsul».

Jan se larga a Veracruz, se va a buscar un amante, y Lowry compone el himno de los corazones lacerados, se inocula alcoholes transparentes como una peste blanca, mira las nieves eternas y rosadas en el horizonte de la sierra, los dos volcanes, Popocatépetl e Iztaccíhuatl, y en lo hondo, el arroyo, la gran herida en zigzag de la barranca, el abismo pútrido; ruega a «the Virgin for those who have nobody with», «la Virgen de los que no tienen a nadie», la Virgen de la Soledad. Busca la manera de que todo entre en esa novela. La avenida de la Revolución y el Casino de La Selva. El palacio de Cortés y los murales de Rivera y la rueda de la gran noria. Las ruinas del palacio de verano de Maximiliano y de su viuda Carlotta o Charlotte, que se volvió loca de soledad a su regreso a la Bélgica de su infancia. El Cónsul y el Emperador. Los héroes fáusticos que han vendido su alma al Diablo.

Geoffrey Firmin, el Cónsul de perilla trotskista, bebe todas las noches sus mezcalitos en la barra. No lee la carta de Yvonne, «Mi amor: ¿Por qué me marché? ¿Por qué no me lo impediste?». Vuelve a ver el pequeño bimotor de un rojo intenso, «el avioncito de la Compañía Mexicana de Aviación como minúsculo demonio rojo, alado emisario de Lucifer». Los indios duermen sentados contra el muro, con el gran sombrero cubriéndoles el rostro. El Cónsul apura las oscuras cantinas de mesas pegadas a las paredes. Las velas se consumen en los cuellos de las botellas de cerveza Moctezuma-elúltimo-emperador-azteca-de-Tenochtitlán. Él invoca el recuerdo de Yvonne como un simulacro tejido con los hilos del pasado. Ella vuelve un año más tarde, el Día de los Difuntos. Ése es el privilegio de la novela, traer de vuelta a los amores que huyeron. Ella entra bajo el alba cobriza en la penumbra del hotel donde el Cónsul ha pasado la noche acodado a la barra, y es como una escena de Aparición de las Sagradas Escrituras. El Cónsul la ve sin poder creérselo, «tal vez un poco borrosa porque el sol estaba a sus espaldas, con una mano (de la que colgaba su bolso rojo) sobre la cadera». Ambos morirán en el crepúsculo.

Al Cónsul lo empujarán al fondo de la barranca con una bala en el vientre después de haberle llamado bolchevique.

Ir a la siguiente página

Report Page