Viva

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En Vancouver

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En Vancouver

EN VANCOUVER

Desde la ventana de gruesos cristales del hotel Granville Island, en Johnston Street, intento ver, más allá de las empalizadas junto a las que se balancean pequeños yates blancos resplandecientes de escarcha, y de las aguas frías del Pacífico, la alta torre de cemento del hotel Azimut sobre el puerto de Vladivostok, ese puerto en el que Lowry desembarcó del Pyrrhus en 1927. Él ha concluido su gran vuelta de noria. Ahí está, trece años después, en la Columbia Británica.

Sherrill Grace me acompaña al otro lado del parque Stanley para ir a ver dónde se encontraba la maldita cabaña de la playa canadiense de Dollarton. A la entrada del arbolado, un cartel anuncia que «Malcolm Lowry, author, lived with his wife in a squatter’s shack near this site[14]». Seguimos el sendero en medio de altos árboles muy verdes y de troncos enormes y húmedos, pinos y arces, entre roquedales y placas de nieve, descendemos hasta la arena y el agua cristalina del Burrard Inlet bajo el frío todavía intenso de la primavera, en este paisaje despejado donde «palabras como primavera, agua, casas, árboles, sarmientos, laureles, montañas, lobos, bahía, rosas, islas, bosques, mareas, ciervos y nieve habían asumido su verdadero ser». Lowry se enclaustra en su cabaña de okupa sobre pilotes de madera donde escribirá la frase trotskista del Cónsul, «el pecado original consistió en ser titular de una propiedad», y evocará a William Blackstone, el erudito de Cambridge que se fue a vivir en medio de los indios de América, lejos del puritanismo de las ciudades canadienses con sus carteles en los bares de «Prohibido servir alcohol a los indios y a los menores». En ocasiones, un ciervo atraviesa el fiordo a nado delante de él.

Margerie ha venido para estar con él y Lowry se casa por segunda vez sin que lo sepa su padre, cuya modesta pensión les obliga a llevar una vida más sencilla y más frugal. Lowry parte los troncos y ambos se abrazan delante de la estufa. «Sí, ése era su lugar en el mundo y lo adoraban». Los sobres del padre no consiguen resolver el problema ontológico del hijo. En una carta a su editor Jonathan Cape, quien todavía lo es también de Traven y de Hemingway, Lowry, que no ha publicado nada desde hace siete años, afirma: «He decidido tirarme al cuello de mi “fantasmagoría mezcalera”, el Volcán, y emplearme a fondo en la escritura de este proyecto que, entretanto, se ha convertido en una aventura espiritual».

Durante este primer invierno casi sin alcohol, delante de un horizonte de heladas montañas azules, embutido en abrigos y con los dedos entumecidos, Lowry llena a bolígrafo las hojas que Margerie teclea a máquina. Los dos pasan día y noche bajo la lámpara, finalmente para qué, para hacer una novela, tinta negra sobre papel blanco, una obra de poeta repleta de nombres de poetas, de todos aquellos, de Nerval a Baudelaire, que ya habían consumido antes sus días y sus noches y firmado los pactos demoniacos de los Faustos de Goethe y de Marlowe. «¡Si tan sólo lograra representar a un hombre que encarnara toda la desdicha humana, pero que al mismo tiempo fuera la viva profecía de su esperanza!». Lowry quiere unir todo lo grotesco y lo horrible con la belleza de la condición humana en la última jornada del Cónsul, en doce capítulos y doce horas, hasta su asesinato a manos de los fascistas sinarquistas, la caída del ángel con nariz roja de payaso, precipitado al infierno de la barranca, y un perro muerto después de él.

Fin de mayo de 1940, las grandes hojas verdes y púrpuras de los arces se despliegan, el hielo del estrecho se rompe, Lowry acaba una tercera versión del Volcán y se la envía a los editores.

Hay que haber pasado los últimos meses en una cabaña de pescadores en la Columbia Británica, lejos tanto de los periódicos como de los aparatos de radio, para ignorar que, a finales de mayo de 1940, el mundo de la edición y el mundo en general sufren algunas perturbaciones. En verdad, ése no es un buen momento. Después de que los ejércitos alemanes hayan invadido Polonia y atravesado Bélgica, los panzers enfilan hacia París y empujan hacia Dunkerque a los soldados ingleses. En Saint-Nazaire, varios miles de ellos perecen en el naufragio del paquebote Lancastria, de la compañía Cunard, bombardeado por la aviación de Göring. Ése es también el momento en que James Joyce, que acaba de terminar la escritura de Finnegans Wake, convencido de que la guerra mundial es una vasta conspiración contra la publicación de su gran obra, abandona el hotel Lutetia y parte para suicidarse con Pernod, en la línea de demarcación. En este fin de mayo de 1940, mientras Margerie acude en autobús a la oficina de Correos de Vancouver para enviar el Volcán, en Francia se produce el éxodo de los habitantes del norte, arrojados por millares a las carreteras con sus bártulos, y en Coyoacán, la primera tentativa de asesinato de Trotski.

En medio de la noche del 24 de ese mes, unos hombres vestidos con uniformes de la policía mexicana irrumpen en el jardín, acribillan con metralletas Thompson el edificio de ladrillos rojos de los guardias y luego el edificio principal. Cuando fui a la calle Viena con Sieva, convertido en el viejo Esteban, éste me mostró la habitación donde estaba cuando aquella noche recibió un tiro en el pie, y no se trataba de una bala perdida, me señala, porque los tiros eran a matar. Los tres ocupantes de la casa —Sieva, el proscrito y Natalia— se arrojaron bajo las camas.

Al día siguiente, Trotski redacta su testimonio para la investigación, pero no ha visto nada, dormía cuando fueron disparadas las ráfagas desde el exterior. «En todas direcciones volaban trozos de vidrio de las ventanas y astillas de las paredes. Poco después sentí que tenía dos heridas leves en la pierna derecha. Cuando se acalló el tiroteo oímos a nuestro nieto que gritaba en la habitación de al lado: “¡Abuelo!”. La voz del niño sonando en la oscuridad es el recuerdo más trágico que tengo de esa noche». Es él, el abuelo, quien emprendió acciones judiciales para sacar a Sieva del orfanato y ahí lo tiene ahora expuesto a las balas de Stalin. Sus dos hijas, Nina y Zina, están muertas, así como los dos hijos que le ha dado Natalia: Lev y Serguéi. Sieva es su único descendiente. La casa de la calle Viena se convierte de inmediato en una fortaleza. Se elevan las defensas, se ponen alambradas en lo alto de los muros del jardín, se construyen en cada extremo miradores llenos de pistoleros. Se instala a la entrada una doble puerta electrificada. El sindicato de camioneros de Minneapolis envía nuevos guardaespaldas de refuerzo. El recluso voluntario retoma su trabajo en el seno de una quinta impenetrable. En el cajón de su escritorio tiene un colt 38, y delante de sí, una pequeña pistola automática calibre 25; ninguna de las dos armas le servirá para nada.

Los asaltantes, una veintena de hombres repartidos en cuatro automóviles, se habían retirado llevándose consigo al guarda Robert Sheldon Harte, cuyo cuerpo será encontrado más tarde en el fondo de una fosa cubierta con cal viva. Después de varias semanas, la investigación establecerá la responsabilidad, a la cabeza del comando, del pintor muralista David Alfaro Siqueiros, miembro del Partido Comunista mexicano, hermano enemistado de Diego Rivera y, como éste, miembro de la pequeña banda de los Dieguitos y los Macheteros. Y Siqueiros, antiguo combatiente de la guerra revolucionaria de México y de la guerra civil española, del lado de las checas, refugiado en el estado de Jalisco, deberá una vez más, confundido y condenado, partir al exilio. Pablo Neruda le proporcionará un visado para Chile.

El 29 de mayo de 1940, cuatro días después de ese primer atentado fracasado, Ramón Mercader, bajo el nombre de Frank Jacson, entra por primera vez en la casa de la calle Viena y conoce a Trotski.

En las horas que siguieron al atentado, Diego Rivera huye a San Francisco, presa del pánico. Acaba de romper con Trotski y de abandonar con escándalo la Cuarta Internacional. Cuenta en las filas del poder con muchos enemigos que, si la investigación se atasca, se alegrarían de verle provisionalmente detenido, interrogado e incluso encarcelado. Quizás teme por su vida y sospecha que es el próximo de la lista. En su precipitación, y también con la fuerza de la costumbre, pide a dos de sus amantes, su asistente Irene Bohus y la actriz Paulette Goddard, que organicen su partida y que le acompañen. Teme que en su ausencia se venguen en su colección de arte precolombino y le roben las mejores obras, para las que ha hecho levantar el Museo Anahuacalli, y pide a Frida Kahlo desde California que haga vaciar su taller y sus reservas. Diego y Frida se han divorciado seis meses antes. Frida está enferma y fatigada. Ella y su hermana Cristina son largamente interrogadas por los investigadores, que tienen serias sospechas de que es en el interior de la pequeña banda donde van a encontrar al instigador del atentado.

No obstante, Frida se ocupa de los detalles y los gastos de la enorme mudanza, y envía al fugitivo una carta mordaz: «Estoy contenta de haber podido ayudarte hasta donde me alcanzaron las fuerzas, ¡aunque no tuve el honor de haber hecho tanto por ti como la señorita Irene Bohus y la señora Goddard!, según tus declaraciones a la prensa ellas fueron las heroínas y las únicas merecedoras de todo tu agradecimiento. No pienses que te digo esto por celos personales ni de gloria, pero solamente quiero recordarte que hay alguien más que merece también tu agradecimiento, sobre todo, por no esperar ninguna recompensación ni periodística ni de otra índole. Ése es Arturo Arámburo. Aunque no es marido de ninguna “estrella mundial”, ni posee “genios artísticos”, pero sí tiene los huevos puestos en su lugar y ha hecho todo lo posible para ayudarte, no solamente a ti, también a Cristina y a mí, que nos hemos encontrado completamente solas».

Frida adjunta al mensaje los duplicados de las facturas por los chóferes y los camiones, por las cajas de madera y el cuidado embalaje de los miles de estatuillas del futuro Museo Anahuacalli de Coyoacán, su cólera no cede: «Y ahora más que nunca entiendo tus declaraciones y la “insistencia” de la señorita (?) Bohus en querer conocerme. Estoy absolutamente orgullosa de haberla mandado a paseo. Según una carta muy amable que has enviado a Goodyear, la has invitado a ser tu asistente en San Francisco. Imagino que todo estará ya arreglado. Para que ella tenga tiempo de iniciarse en el arte del mural durante su tiempo libre, entre los paseos a caballo y su “deporte” favorito: el entretenimiento de viejos libidinosos. En cuanto a la señora Goddard, dale las gracias una y otra vez por su cooperación tan oportuna y magnífica…».

La pasión celosa de Frida Kahlo es tenaz: siete años más tarde, cuando hace ya mucho que se volvió a casar con Diego Rivera, ejecutará un retrato de pie de Irene Bohus en el que sus brazos son dos pollas en erección. Entre las piernas, tan peludas que en ellas crecen hojas, su sexo es enorme y de la vulva abierta, que tiene encima una cabeza de diablo, mana una fuente. El dibujo a lápiz está fechado en 1947. Ese año, Antonin Artaud, que hace diez años que regresó de México, publica Van Gogh, el suicidado de la sociedad, y Malcolm Lowry, Bajo el volcán.

Porque en la primavera de 1940 la tercera versión del Volcán ha sido rechazada. Margerie regresa de Correos, desciende del autobús y pone el paquete sobre la mesa de madera de la cabaña. Puede que haya comprado un periódico en el que un suelto mencione el atentado contra Trotski. Lowry vuelve al manuscrito sin imaginar que todavía necesitará siete años de labor y de correcciones. Ahora tienen lugar la batalla de Inglaterra y los bombardeos de Londres y de Liverpool. El Blitz, el continuo machacar de la aviación nazi contra el territorio inglés. Lowry teme ser movilizado y enviado al frente en la Segunda Guerra Mundial, igual que Cravan temía ser enviado al frente en la Primera. Se prohíbe la exportación de libras esterlinas y los envíos del padre ya no llegan a Canadá. Es verano. Lowry y Margerie pasean en bote por las aguas lisas del Burrard Inlet, hacen picnic en el bosque. «El mar sería azul y helado, y ellos nadarían todos los días, y todos los días treparían por una escalerilla hasta su embarcadero y por él correrían directamente hasta la casa». A veces, sus amigos pescadores les regalan cangrejos. Un día se enteran de la muerte del padre, que nunca leerá el Volcán.

Lowry avanza por el embarcadero, se lanza al agua y nada hasta el agotamiento mar adentro. Margerie se inquieta por su desaparición. Arthur Lowry, campeón de culturismo y de natación, medalla de plata en salvamento, no puede hacer nada más por Malcolm. No se han visto desde hace seis o siete años. ¿Esperaba Arthur Lowry en secreto el éxito de Malcolm y la revancha frente a su hermano Wilfrid, que se le parece demasiado, el héroe de los trajes de corte inglés y de las finanzas, seleccionado en su juventud para el equipo nacional de rugby que se enfrentaría a Francia en Twickenham? Un Malcolm helado y tembloroso empuja la puerta de la cabaña y vuelve sin decir palabra al manuscrito del Volcán. No va a poder matar a un padre ya muerto. Con treinta años cumplidos, disfruta de los derechos legales de un menor al que la muerte del padre acaba de emancipar.

Luego llegan el nuevo el otoño y el exaltante frescor del aire puro, las caminatas por el bosque y los trabajos de carpintería, el techo que hay que alquitranar, la barca que calafatear, la leñera que hay que levantar bien apretada. A veces baja para retirar la madera flotante que la marea ha encajado entre los pilotes. Después llega el nuevo invierno y la nieve aísla su pequeño reino. «No verían a nadie salvo a algunos pescadores cuyas blancas barquillas en invierno verían cabecear, ancladas, en la bahía». Sólo el viejo amigo Dylan Thomas, el poeta cuya desintegración alcohólica será digna del Cónsul, les invita una noche, de paso por Vancouver.

De versión en versión, de año en año, el Volcán caníbal se traga la vida entera de Lowry y de Margerie, y también todo el estruendo del mundo. Los ecos de la guerra mundial y los horrores de la Historia. Todo ello desciende desde la gran boca, a lo largo de la chimenea basáltica, para ser digerido en la infernal caldera. La guerra de España y los comunicados de la Confederación de Trabajadores Mexicanos Antitrotskistas, y los anuncios de los combates de boxeo de los sucesores de Cravan. Los sueños revolucionarios y las bagatelas de la política de las que se ríe el Cónsul, en su embriaguez mezcalera de abogado del diablo: «Luego fue el pobrecillo e indefenso Montenegro. La pobrecilla e indefensa Servia. O un poco antes, Hugh, en tiempos de tu Shelley, cuando fue la pobrecilla Grecia indefensa…». A medida que se entera de la muerte de sus amigos, su recuerdo entra en el Volcán como en el Panteón. John Sommerfield, «comunista y gran amante del rosado de Anjou», que había publicado Voluntario en España a su regreso de combatir en las Brigadas Internacionales. James Travers, muerto carbonizado en el desierto dentro de un carro de combate británico durante la batalla de El-Alamein. Nordahl Grieg, el poeta icario carbonizado en el cielo de Potsdam.

Nosotros dejamos la playa de Dollarton, donde hace tiempo que han desaparecido las cabañas de okupas, y tomamos el sendero bajo la floresta llena de brotes pujantes. Los restos de la nieve brillan al sol. Sherrill Grace me acompaña rumbo a la Universidad de la Columbia Británica, donde me han preparado los documentos que quiero consultar. «Yvonne escudriñaba un documento que él mismo acababa de poner sobre la mesa para ella. Era sólo un viejo, manchado y arrugado menú que parecía haber sido recogido del suelo o haber pasado largo tiempo en el bolsillo de alguien, e Yvonne lo leyó varias veces con alcohólica deliberación».

Y ese viejo menú dactilografiado y todo mugriento del restaurante del hotel Francia de Oaxaca que aparece en el Volcán, novela que me fui a leer en el patio del hotel Francia de Oaxaca, helo aquí ahora, decenas de años más tarde y a miles de kilómetros de distancia. El vértigo es comparable al de las últimas moradas. Un archivero de guantes blancos lo ha subido en un ascensor desde un sótano con hidrometría constante; lo llevaba en un carrito niquelado como si fuera un cadáver listo para la autopsia. Lo ha depositado religiosamente, al igual que los otros documentos, sobre la mesa de madera encerada de la biblioteca, hojas que parecen extraídas del infierno, apenas quemadas por las brasas del Hades. Croquis, garabatos y pedazos de frases escritas con bolígrafo. «Al alba, cuya fría belleza de junquillo se vuelve a descubrir en la muerte». Uno lee la palabra «junquillos» en el Volcán como se lee junquillos en todas las novelas de Lowry, y la palabra inglesa para junquillos, daffodils, es tan hermosa como la francesa jonquilles. Imágenes que uno diría propias de Trotski o de Tolstói, pero que son de Lowry, y que cantan a «la primavera que acompaña la música de la nieve al fundirse, la primavera sobre la estepa rusa».

Sin Dios, ni Gérard de Nerval ni Van Gogh estarían muertos.

Quiero decir: no estarían tan cochinamente muertos como lo están; por viejos que fueran estarían todavía con vida y en la vida; porque es ese Dios, el eterno espíritu de la conciencia pequeñoburguesa del hombre, quien no ha querido la poesía, su poesía, y quien ha alumbrado en el corazón de Van Gogh y de Gérard de Nerval un deliberado espíritu de demencia…

Antonin Artaud, Carta a Maurice Nadeau

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