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De Tampico a Ciudad de México

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De Tampico a Ciudad de México

DE TAMPICO A CIUDAD DE MÉXICO

Al pie de la escala de desembarco del Ruth, petrolero noruego en lastre, al proscrito Trotski le devuelven la pequeña pistola que le confiscaron al embarcar, tres semanas antes. Quien comandó uno de los ejércitos más importantes del mundo desliza en su bolsillo toda la potencia de fuego que le queda. Es un hombre de alborotados cabellos blancos y edad madura, cincuenta y siete años, y a su lado, con el cabello gris, está su mujer: Natalia Ivánovna Sedova. Están pálidos, deslumbrados por el sol después de la penumbra del camarote. En una fotografía se ve a Trotski tocado con una gorra blanca de golf muy poco marcial. En el muelle les recibe un general en uniforme de gala, con algunos soldados y una joven mujer de negros cabellos trenzados y recogidos en un moño. Los acompañan hasta la estación de Tampico.

Ahora van los cuatro en el vagón revestido de madera. Delante de ellos dos están el general Beltrán, de uniforme oscuro y rostro severo, y la joven, que viste una blusa indígena multicolor en la que predomina el amarillo. Sus cejas son muy negras, y se juntan en el nacimiento de la nariz como las alas de un mirlo. El Hidalgo es el tren personal del presidente Lázaro Cárdenas. El pintor muralista Diego Rivera le ha convencido de que conceda un visado al proscrito, salvándole así la vida. Estamos en 1937, tres años después del asesinato de Sandino en Managua a manos de los esbirros del general Somoza. La noticia había llegado con retraso a Francia y a Barbizon, donde todavía se ocultaba Trotski. La dictadura somocista se ha instalado en Nicaragua, el fascismo en Italia, el nazismo en Alemania y el estalinismo en Rusia. En España hay guerra y muy pronto llegará la derrota de los republicanos y la victoria del franquismo. Desde hace diez años, Trotski es un vencido errante que recorre el planeta. La locomotora lanza un chorro de vapor. Ahí está él, de nuevo en un tren. Y por primera vez, en un tren mexicano.

Trotski conoce las imágenes de los hombres de Pancho Villa sentados en los techos de los vagones, con sombreros y cartucheras cruzadas sobre el pecho. Conoce el México insurgente, de John Reed, el joven escritor que había escrito después Diez días que estremecieron el mundo, alabando la Revolución Rusa. Vuelve a ver los trenes en los que ha recorrido Europa al capricho de sus exilios. Su propio tren blindado, con la estrella roja avanzando en la nieve, que hizo montar en la época en que fue comisario del pueblo de la Guerra, cuando comandaba a cinco millones de hombres antes de convertirse en un simple proscrito en fuga sentado en una banqueta frente a la joven de cabellos negros recogidos con peinetas de nácar y cintas, un bello pájaro multicolor que quizá le esté recordando a Larisa Reisner y la toma de Kazán, que fue la primera victoria del Ejército Rojo y de la cual se cumplirán pronto veinte años.

Frida Kahlo fija la mirada, a través de las gafas redondas del proscrito, en los ojos profundamente azules de éste y le sonríe. Ella no llega a los treinta. Su marido, Diego Rivera, es célebre en el mundo entero, pero este hombre todavía lo es más. Ha dividido en dos la Historia. Avanzan junto al río Pánuco y luego pasan las lagunas, a la salida de la ciudad. No van muy rápido. El Hidalgo es menos potente que aquel tren blindado en el que él vivió durante más de dos años enlazando los distintos frentes, desde Moscú hasta Crimea, mientras hacía replegarse al Ejército Blanco de Wrangel. Este paisaje desconocido se deseca a medida que la vía férrea deja atrás la costa y llega a los llanos, alejándose de las riberas tropicales de Tampico y del agitado y verde mar Caribe. Van sucediéndose al azar los pueblos, las calles polvorientas, las casas de madera, las tiendas de ultramarinos, las misceláneas, un río, las barcas repletas de mercancías y los rebaños de vacas. Son varias horas de encierro en un tren de madera barnizada, cada uno perdido en sus pensamientos. Trotski y Natalia Ivánovna acaban de escapar de la muerte en Noruega. Temen que les tiren en marcha, o que se maquille su muerte como un suicidio. No tienen idea de lo que les espera.

Si le fuera posible disfrutar del anonimato, Trotski se bajaría en una de esas pequeñas estaciones que tanto le hubieran gustado a Tolstói, en medio de los indios y los peones. Conoce la vida granjera, el olor del heno, el chirriar de los ejes de las carretas y el horizonte rojo sobre la planicie. Podría leer libros, cultivar su jardín. Muchas veces ha tenido que hacer un esfuerzo para apartarse del retiro y de los libros, para regresar a la ciudad y a las furias de la Historia. Después de la Revolución, sí, después del triunfo mundial de la Revolución, se bajó del tren, para leer y escribir, para cazar y pescar, como ha hecho cada vez que ha sido vencido. Las partidas de caza en los pantanos de Alma-Ata, durante su exilio en Kazajistán tras la victoria de Stalin. Y luego las salidas para pescar en barco cada mañana alrededor de la isla turca de Prinkipo, una vez que Stalin le expulsó rumbo a Estambul.

El tren trepa hacia los volcanes, hacia el altiplano, hacia una maleza seca y una tierra pobre ante la cual su padre se habría encogido de hombros y escupido sobre el polvo; el viejo Bronstein, que había muerto de tifus quince años antes, el campesino de las llanuras de trigo de Ucrania. El joven que había crecido entre aquellas casas de adobe era demasiado brillante para quedarse en la granja. El alumno excelente, primero en todo, abandona el trabajo del campo y se cuela en el magro numerus clausus que el zar asigna a los estudiantes judíos. Lev Davídovich Bronstein es un joven racional que desconfía de las pasiones. Más tarde será escritor, ahora es el momento de la ciencia y del activismo político en los astilleros de Odesa. Redacta libelos, arenga a obreros que tienen la edad de su padre, descubre el poder del verbo y el don natural del carisma que posee: el poder de sus palabras sobre el ánimo de los obreros y sobre el de Aleksandra Lvovna.

Descubre también la prisión y, en la celda, consolida su pensamiento a expensas del zar y de sus carceleros, estudia idiomas. A los veinte años le llega la deportación a Siberia, el tren, el bosque, la cabaña, la lectura, el matrimonio durante su confinamiento con la bella Aleksandra Lvovna, que le ha seguido, y las dos pequeñas: Nina y Zina. Él tendrá el coraje de abandonarlas, de huir solo, porque la Revolución, con el furor de un dios bíblico, le ha ordenado abandonar a su mujer y a sus hijas en un arrebato heroico y brutal, como los que se ven en las vidas de los santos y de los profetas. Ése es el comienzo de sus falsas identidades.

Lev Davídovich Bronstein, a quien sus amigos llamarán a lo largo de su vida LD y luego el Viejo, posee un pasaporte falso a nombre de Trotski, y con éste entrará en la Historia. Se esconde en una carreta, llega a Irkutsk, se sube al Transiberiano. Su fuga le lleva a Austria y luego a Zúrich, a París y al encuentro con Natalia Ivánovna, quien acaba de cursar estudios de botánica en Ginebra. Ella está sentada a su lado, decenas de años más tarde, en ese tren Hidalgo del presidente Cárdenas, y duerme apoyada en su hombro. También él dormita, entrevé la mirada del general Beltrán y la de la misteriosa mexicana de las cejas negras, la del mirlo sobre la frente y los labios rojos.

La locomotora va cada vez más lenta conforme sube las cuestas y tira de sus vagones hacia Ciudad de México y sus dos mil metros de altitud; y el cielo de enero, en el que dan vueltas los zopilotes con sus negras alas, se torna límpido y dorado. Él se siente un poco perdido después de esas tres semanas en el mar. Bien que podría estar en 1905 mientras el Cristo Rojo despliega sus alas sobre San Petersburgo y llama a su presencia a los apóstoles y los mártires. Los pobres mueren bajo la nieve de enero delante del Palacio de Invierno. De todos aquellos a cuya cabeza se ha puesto precio, Trotski es el único que está de regreso en Rusia desde los primeros días del motín, bajo la identidad de Vikentiev, noble propietario. Tiene la compostura y el aire de uno de ellos. Se declara el estado de sitio. Se pone a la cabeza del sóviet y su modelo es la Revolución Francesa. Cita a Danton desde la tribuna: «¡Organización, más organización, siempre organización!». Pronto llega el caos, la desbandada, el fracaso, la fortaleza de Pedro y Pablo, los diez meses de prisión preventiva, el proceso y, después, de nuevo Siberia y el tren. En el andén va vestido de presidiario. La policía del zar, con culpable falta de profesionalidad, le ha dejado en los pies sus zapatos europeos, en cuyos tacones huecos lleva monedas de oro y papeles falsos, como en una novela de Dumas.

Los deportados se enteran de que su destino es Obdorsk, más allá del Círculo Polar. En la escala en Beriózovo, Trotski simula un ataque de ciática, como ya ha practicado antes. Una vez que lo dejan solo al final de la cola, durante la espera del siguiente tren, soborna al guardián y al enfermero, compra un trineo, una zamarra y un tiro de renos, contrata un guía y se fuga a través de la taiga. En Mi vida, construirá el relato de su evasión con frases como las que uno leería en un texto de Jack London: «El trineo se desliza suavemente, sin ruido, como una barca por un tranquilo lago. El bosque, en la espesa penumbra, parece aún más gigantesco. Yo no veo por dónde va el camino y apenas siento moverse el trineo. Los árboles fascinantes parecen venir corriendo hacia uno, las ramas se precipitan ruidosamente a los lados, los viejos troncos desnudos y cubiertos de nieve desfilan alternando con los esbeltos abedules. Todo parece lleno de misterio, y los renos dejan oír su jadear rápido y uniforme: chu-chu-chuchu… en medio del silencio de la noche de la selva[1]».

El fugitivo franquea los Urales, sube hacia el norte, pasa a Finlandia, desciende hacia Berlín y se detiene en Viena. Tiene veintiocho años, de los cuales ha pasado tres en prisión, y dos deportaciones. Su nombre y su coraje son en ese momento conocidos por todos los revolucionarios. Se convierte en periodista, en crítico literario, se encuentra con Jaurès, redacta un homenaje a Tolstói por su ochenta cumpleaños, lee a Freud y parte hacia los Balcanes para hacer un reportaje. Después del atentado de Sarajevo, se va a Suiza y de nuevo a París, al número 28 de la calle de Odesa, en Montparnasse, donde en diciembre de 1914 se enterará de la entrada triunfal de Emiliano Zapata y Francisco Villa en la Ciudad de México. La Revolución Mexicana lleva ventaja sobre la Rusa.

Dos gendarmes le acompañan en tren hasta Irún y lo entregan a la policía española. Es el momento de la batalla de Verdún, y Francia ha expulsado a Trotski. No saben muy bien qué hacer con él, se lo llevan a Cádiz y luego a Madrid. Podrían mandárselo al zar. En lugar de eso, lo meten en un tren rumbo a Barcelona, donde el 25 de diciembre de 1916 es embarcado a la fuerza a bordo del Montserrat, que parte hacia Nueva York. Es invierno y la mar es mala hasta Gibraltar. Durante sus paseos sobre un puente barrido por la lluvia, Trotski se encuentra con un gigante desfigurado cubierto con un impermeable, «un boxeador que era a la vez literato, primo de Oscar Wilde». Es Arthur Cravan, el poeta con el cabello más corto del mundo, según su amigo Blaise Cendrars. A Cravan acaba de tumbarlo en Barcelona, por KO en el segundo asalto, el campeón del mundo Jack Johnson. Tiene toda la travesía para levantarse y untarse pomadas. Cena con Trotski y le cuenta de sus viajes clandestinos como anarquista.

Trotski dormita. El tren se acerca a Ciudad de México. El general Beltrán se ha calado la gorra, ha estirado su uniforme y se ha vuelto a poner el cinturón. En su somnolencia flotan frases que quizás ha leído o que quizá él ha escrito: «Los desplazamientos eran continuos, y Moscú, Kronstadt, Tver, Sebastopol, San Petersburgo, Ufa, Yekaterinoslav, Lugansk, Rostov, Tiflis o Bakú recibieron por turno nuestra visita y fueron aterrorizadas, escudriñadas de arriba abajo, destruidas en parte, cubiertas de luto. Nuestro estado de ánimo era espantoso, y nuestra vida, horrible. Nos seguían la pista, nos acosaban. Habían tirado cien mil copias con nuestra descripción y estaban pegadas por todas partes. Nuestras cabezas tenían precio».

Pero esas frases no son suyas. Son de ese escritor suizo amigo del boxeador Cravan, del que habían hablado a bordo del Montserrat, un escritor que había vivido un tiempo en Rusia y que ahora se había apuntado a la Legión, autor bajo el seudónimo de Blaise Cendrars de Moravagine, un libro que había sido traducido al ruso por alguien cercano a Trotski que le había seguido en la facción Oposición de Izquierda, dentro del Partido Comunista de la Unión Soviética: Víctor Serge. A bordo del Montserrat descubrieron que tenían esas relaciones en común. El tren entra en los arrabales. Trotski se pregunta dónde podrá estar Víctor Serge y si volverán a verse algún día.

En Nueva York, hay periodistas que esperan en el muelle a Cravan, el gigante de cejas rotas vestido con un impermeable. No es poca cosa haber disputado un campeonato del mundo de boxeo, aunque uno haya perdido. Otros esperan a Trotski. No es poca cosa haber instaurado un sóviet en San Petersburgo, aunque a uno lo hayan vencido. Cravan vuelve a encontrarse con sus amigos poetas de vanguardia y con su gran amor, Mina Loy. Un año después, el gigante desaparecerá para siempre en un México en plena revolución. Trotski es acogido por el exiliado Bujarin, alquila un apartamento en el Bronx, retoma su actividad de periodista, sus asiduas lecturas en la biblioteca, las conferencias, y publica diatribas en The Class Struggle.

Y unos pocos meses más tarde estamos ya en 1917.

Los Estados Unidos entran en la guerra y desembarcan sus tropas en Saint-Nazaire. La Revolución estalla en Rusia. Trotski abandona Nueva York, embarca a finales de marzo en el navío noruego Christianafjord. Es arrestado por los ingleses en la escala canadiense, lo envían a prisión y dos meses después es liberado. Vuelve a la mar rumbo a Finlandia, se sube a un tren. La gran locomotora negra se adentra en la nieve. Después de una primera vuelta al mundo como exiliado, helo ahí de nuevo a la cabeza del sóviet de Petrogrado. Esta vez, Lenin y él no dejarán que se instale el caos. Es el gran Octubre. Trotski preside el Comité Revolucionario. Son los diez días cuya epopeya escribirá John Reed, como si fuera Tucídides. Trotski vuelve a encontrarse con Fiódor Raskólnikov y con Larisa Reisner. Juntos van a apoderarse de Kazán.

Trotski tiene treinta y ocho años, deja de fumar, crea el Ejército Rojo, negocia la paz de Brest-Litovsk y prepara la revolución alemana, escribe a Karl Liebknecht y a Rosa Luxemburg porque, como muchos otros y como el anarquista Ret Marut en Múnich, que después se convertirá en Traven en Tampico, está convencido de que el futuro de la Revolución está en Alemania. ¿Qué Nostradamus les habría vaticinado una victoria tan rápida, un año antes, cuando Lenin estaba sentado en los cafés de Zúrich delante de un tablero de ajedrez y Trotski era expulsado a España? El tren se detiene junto al andén. Mientras dormitaba de Tampico a Ciudad de México, del Atlántico a los volcanes, el proscrito no ha tenido tiempo de recorrer más que la primera mitad de su vida, la ascendiente y gloriosa, de Odesa a Kazán. Evocar la segunda sería como tomar el tren desde Ciudad de México hasta Acapulco, en el Pacífico, del otro lado de los volcanes: volver a descender gradualmente hasta el cero del nivel del mar y del exilio.

A la salida de la estación, una multitud rodea al proscrito y a Natalia Ivánovna. Los fotógrafos levantan sus flashes de magnesio. Los hombres del general Beltrán se encargan de su protección. Los negros automóviles de aquellos años treinta, con sus ruedas altas y estrechas, se deslizan formando un convoy por la Ciudad de México hacia Coyoacán, un poblado en las afueras. La mujer mexicana de cejas negras, la del mirlo en la frente, está sentada al lado de ellos, silenciosa y tan bella como Larisa Reisner. Ella les abre sus puertas. Atraviesan un soleado jardín de verdor rodeado de muros altos. Frida Kahlo los acoge en su casa azul. Ésa será su primera morada en la ciudad. Más tarde, tras el asesinato de Trotski, Natalia Ivánovna evocará ante Víctor Serge la felicidad de aquella llegada y las primeras imágenes de México después de Noruega: «Una casa baja y azul, un patio lleno de plantas, habitaciones frescas, colecciones de arte precolombino, pinturas en abundancia».

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