Viva

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En Coyoacán

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En Coyoacán

EN COYOACÁN

Después de haber caminado solo por el barrio, haber buscado las huellas de la pequeña banda y haber remontado las calles alrededor del zócalo, estuve leyendo los periódicos rebosantes de muertes causadas por el narcotráfico en la terraza de Los Danzantes, un bar de mezcal que es una sucursal del de Oaxaca. Luego comencé a frecuentar a Margo Glantz, la gran dama que vivía en una hermosa mansión colonial llena de bibliotecas y de flores, donde encontré a los escritores mexicanos que ella invita a largos almuerzos que duran hasta la noche; a Mario Bellatin, Sergio Pitol y Juan Villoro, quien acababa de escribir un nuevo prefacio para una edición de Bajo el volcán, del cual retuve esta frase: «Seguramente, Lowry se las habría arreglado para sufrir igual en Suiza, pero no hay duda de que México contribuyó de manera específica al deslumbramiento y al desplome que buscaba».

Uno tiene que nacer en alguna parte, y Margo es mexicana. Cinco años antes de su nacimiento, sus parientes habían desembarcado en Veracruz, en mayo de 1925, y de inmediato tomaron el tren a Ciudad de México. Su padre escogió llamarse desde entonces Jacobo Glantz.

Como Trotski, era un judío de Ucrania que había pasado la infancia en la campiña, antes de hacerse revolucionario en Odesa, donde había conocido a Radek, Zinóviev y Kámenev, que morirían en los procesos de Moscú, y también a Isaak Bábel y a Aleksandr Blok. Jacobo Glantz había comenzado su obra poética en ucraniano, aprendió yiddish en México y publicó antologías en ruso. Convertido, para sobrevivir, en vendedor ambulante, comerciante y restaurador, había conocido a los muralistas Siqueiros y Orozco.

El hijo de Víctor Serge, el pintor Vlady, Vladímir Kibálchich, lo representó en su restaurante El Carmen montado sobre un chivo, el eterno chivo expiatorio judío. Se había codeado con Chagall, con quien volvió a encontrarse más tarde en Saint-Paul-de-Vence, y también con Maiakovski y con Eisenstein, que había venido a rodar ¡Que viva México! Había recibido a Diego Rivera con su segunda esposa Lupe Marín, luego con su tercera esposa Frida Kahlo, después con su amante María Félix. Una vez, Trotski le dijo que le recordaba mucho a su propio padre, pero es su parecido con el propio Trotski el que resulta perturbador en las fotografías. Y Diego Rivera le pidió que posase para hacer un retrato de Trotski joven. Jacobo Glantz escapó por poco de los fascistas de las Camisas Doradas que intentaron lincharle a la salida de un mitin de apoyo a los anarquistas Sacco y Vanzetti. Margo recuerda haber oído, de niña, cuando se paseaba con su hermano por la calle: «¡Mira, Trotski y su hija!».

Nacida, pues, en México por los azares de la emigración, Margo conoció a Juan Rulfo en su juventud. Se veían en los mismos bares. Dice que era muy guapo. Tenían por amigo común a Carlos Monsiváis. Era la época en que Juan Rulfo, autor de dos libros de culto, pretendía trabajar en el manuscrito de La cordillera, pero en realidad no hacía nada, y moriría treinta años después de Pedro Páramo sin haber vuelto nunca a publicar, ya fuera porque se sentía aplastado por el inmenso éxito de sus dos primeros libros y se sabía incapaz de alcanzar de nuevo tales cimas, ya porque pensaba que la vida, después de todo, tampoco se limita al encierro estudioso y que no era desagradable disfrutar de la notoriedad de ser «el más grande escritor mexicano del siglo» en los bares llenos de lindas estudiantes como Margo. Y, por otra parte, quizá no tuviera más que el título y la imagen de esa cima inaccesible.

Margo vivió en otra época en la avenida Ámsterdam de Hipódromo, en la esquina con Michoacán; luego vino a instalarse en Coyoacán, no lejos de la casa de Frida, en este barrio en el que vivían entonces muchos escritores, aunque los tres peces gordos, Gabriel García Márquez, Álvaro Mutis y Carlos Fuentes, se habían retirado más lejos, hacia San Jerónimo. De vez en cuando, me he acercado solo hasta la casa azul de la calle Londres, antes y después de que abrieran el cuarto de baño tapiado, y luego hasta la casa de la calle Viena, en la colonia del Carmen. La última morada del proscrito es un merengue de color rojo herrumbre y ocre, descolorido, estrecho, con columnatas y capiteles, y con un jardín rodeado de altos muros protegidos por alambradas y por torretas de vigilancia, con algo como de restos de un pequeño carguero encallado de costado en la orilla del río Churubusco, que desde hace mucho tiempo corre entubado y cubierto por una autopista.

Regresé allí otro año, en compañía de Esteban Volkov, antes llamado Sieva. Habían organizado para nosotros una especie de desayuno revolucionario o republicano. Yo iba a partir algunos días más tarde hacia Camboya para asistir al proceso de los Jemeres Rojos, y había señalado en mi investigación las muertes provocadas en el delta del Mekong y en Tonkin por los enfrentamientos que se siguieron a la creación clandestina del Partido Comunista indochino por Hô Chi Minh, a principios de los años treinta, y los combates fratricidas por arrozales y montañas entre los partidarios vietnamitas de Stalin y los de Trotski.

La recepción tenía lugar en la antigua pista de squash contigua a la casa del proscrito, adquirida a inicios de los años noventa por el Instituto del Derecho de Asilo con el fin de instalar allí sus oficinas. Tras la partida de Sieva y de su familia, a finales de los años setenta, la casa del proscrito iba a ser demolida. El pintor Vlady alertó a las autoridades y el museo se abrió después de algunas obras.

Su director era entonces Carlos Ramírez Sandoval, y su presidente, Javier Wimer, el amigo de Julio Cortázar, era un antiguo diplomático que nos había contado su primera llegada a Tirana, cuando era embajador de México en Belgrado, y cómo había sospechado enseguida que el chófer le estaba dando vueltas en círculo por diversos barrios para convencerle de que la capital, si bien no podía aspirar al título de megalópolis como México, tenía no obstante un tamaño considerable. También podía dar fe de que la biblioteca personal de Enver Hoxha reservaba un lugar importante a la literatura francesa que estaba prohibida para los demás albaneses.

A ese desayuno asiste también Adolfo Gilly. Éste, nacido en Argentina, fue revolucionario en Bolivia antes de pasar varios años en la prisión de Lecumberri, como Álvaro Mutis aunque por otras razones. Todavía hoy es profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Ha traído su último libro, Historia a contrapelo. Una constelación, y en esa constelación brillan los nombres de Antonio Gramsci y Walter Benjamin. Gilly cita una frase de este último, que toma la metáfora ferroviaria que tanto gustaba a Trotski: «Para Marx las revoluciones son las locomotoras de la historia. Pero tal vez las cosas sean diferentes. Tal vez las revoluciones sean la forma en la que la humanidad, que viaja en ese tren, jala el freno de emergencia».

Durante su veraneo en Ibiza en 1932, Walter Benjamin se siente impactado por la lectura de Mi vida, y más tarde Bertolt Brecht afirma delante de él que Trotski bien podría ser el más grande escritor europeo de su tiempo. Al año siguiente, se queman los libros de Walter Benjamin, al igual que los de Stefan Zweig. El 26 de septiembre de 1940, un mes después del asesinato de Trotski en este mismo lugar en el que estamos, Walter Benjamin desciende del tren y se suicida en Portbou, en una habitación de hotel, dos años antes del suicidio de Stefan Zweig en Brasil.

Gilly ha traído también pequeños filmes de archivo en los que se ve en blanco y negro la llegada de Trotski a Tampico y el tren presidencial Hidalgo. En su despacho, Trotski arenga ante la cámara a una ficticia muchedumbre en un francés bastante incomprensible. Y en el último, en color, Trotski da de comer a las gallinas y a los conejos. Junto a él se ve a Sieva en calzones cortos. Y a pocos metros, abandonando la antigua pista de squash por el pasaje abierto hacia el jardín, nos encontramos delante de las madrigueras de los conejos, bajo la luz de una mañana de primavera. El Sieva que está a mi lado es un octogenario. El jardín está poblado por los mismos árboles que acabo de ver en imágenes, aunque son más altos que en los cuarenta, y por plantas verdes, bananos, buganvilias rojas, lianas en flor, orquídeas y agaves, y por los cactus viejitos que el proscrito iba a buscar excavando con pala en el desierto.

En el centro está la tumba con la hoz y el martillo, y en letras mayúsculas, el nombre francés y el seudónimo ruso, Léon Trotski, monumento en el que reposan también las cenizas de Natalia Ivánovna, muerta en las afueras de París en 1962, después de haber vivido en esta casa y cuidado de sus rosales con el joven Sieva, quien había hispanizado su nombre como Esteban. Tras la muerte de Natalia Ivánovna, él todavía habitaba aquí, en el alojamiento de ladrillos rojos de los guardas, en un costado del jardín, como último superviviente de una familia diezmada por la Historia y por el odio de Stalin, quien se había hecho con el poder en más de la mitad del planeta. La frase más terrible la escribió aquí Natalia: «Caminábamos por el pequeño jardín tropical de Coyoacán, rodeados de fantasmas que tenían las frentes agujereadas».

Avanzamos por el paseo y luego nos sentamos. Yo acabo de leer las Memorias de Jean van Heijenoort, el guapo Van, publicadas en los años setenta y cuyo primer párrafo podría ser de Paul Nizan: «Llegué a Prinkipo el 20 de octubre de 1932. Tenía veinte años. Acababa de salir de nueve años de internado y me sentía un rebelde total contra la sociedad». Cuando Sieva desembarca en la isla turca, en compañía de su madre, descubre a un abuelo que resultaba inevitablemente impresionante, vestido con traje de lino blanco y empeñado en su gran lucha, consagrado día y noche a la escritura de su autobiografía para rebatir las mentiras de Stalin y restablecer la verdad histórica. Un poco perdido en medio de los guardaespaldas y sus armas, Sieva se siente más cercano al guapo Van, como se ve en una fotografía tomada al año siguiente en el puerto de Marsella: ambos viajan como padre e hijo para ir a Berlín en busca de la madre de Sieva. Y el guapo Van escribe que, en Prinkipo, Sieva era «era un muchachito dulce y tranquilo, iba todas las mañanas a la escuela y apenas se hacía notar en la casa».

Hoy, el viejo Esteban me dice que tras la muerte de Trotski fue su biógrafo, Pierre Broué, quien se convirtió para él en una especie de hermano. En 1988, aprovecharon la Glásnost de Gorbachov, que podía no ser sino una apertura momentánea, para que Pierre Broué investigara y encontrara la pista de su hermana Aleksandra, a la que su madre y él habían dejado atrás en 1931. Ella había sido deportada a un orfanato de Kazajistán, luego fue olvidada. Y en 1989 ambos se dirigieron a Moscú, justo antes de la caída del Muro, casi sesenta años después de su partida rumbo a Turquía, y se encontraron con una mujer vieja y enferma, Aleksandra Sajárovna, la extraviada en la Historia; le contaron el relato de su familia diezmada y le desmintieron las calumnias y los horrores que a ella, más aún que a los demás rusos, le habían soltado siempre: en resumidas cuentas, las mismas que seguía soltando, veinte años después de la desaparición de la Unión Soviética, el pseudohistoriador que conocí en la isla de Sviajsk.

Por su lado, Esteban Volkov ha llevado una vida mexicana; se hizo ingeniero químico y sus amigos le llaman El Ingeniero. Siguió habitando en la casa de los guardas sin tocar la de Trotski y Natalia. Abandonó la calle Viena cuando sus hijas crecieron, y aquí, en el edificio principal donde se encuentra la habitación de su infancia, convertido en monumento histórico, el tiempo se ha detenido desde agosto de 1940. En las perchas están las camisas que el proscrito se disponía a usar en los siguientes días. En los muros, los impactos de las balas del primer atentado. Sobre el buró, el grabador de voz y los cilindros de cera, las hojas con el trabajo en curso, las balas, recuperadas y depositadas en un estuche, la máquina de escribir Underwood. En los estantes, la enciclopedia ennegrecida por el incendio de Prinkipo, libros en cuyos lomos distingo algunos nombres, los de Nietzsche y Tolstói, John Dos Passos y Jack London, Malraux y Víctor Serge, y el de Henri Barbusse, que fue quien dio a Sandino el hermoso grado de «general de los hombres libres», antes de convertirse en ardiente defensor y hagiógrafo de Stalin.

Es perturbador encontrarse aquí, de pie al lado de un apacible anciano de ojos muy azules que te muestra la habitación en la que, a la edad de trece años, se protegió de las ráfagas de metralleta. Es perturbador que la casa que nos rodea esté en el mismo estado en que se hallaba en el momento de los disparos, o, para ser más precisos, en el mismo estado en el que se hallaba tres meses más tarde, el día del segundo atentado, el fatal, el del mes de agosto. Los muebles del despacho que se ven en las fotografías, tirados durante la lucha entre Trotski y su asesino, han sido puestos de nuevo en su lugar. Las partículas de polvo brillan entre las franjas del estor. En la pared está el gran planisferio tipo Mercator. Este descarrilamiento del espacio y del tiempo, que en pocos pasos te lleva a la primera mitad de otro siglo, se acentúa ante las imágenes rodadas aquí, ante las madrigueras de los conejos, ante el eterno presente de la película cinematográfica.

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