Viva

Viva


La ciudad de la noche terrible

Página 23 de 35

La ciudad de la noche terrible

LA CIUDAD DE LA NOCHE TERRIBLE

Oaxaca. La palabra era como un corazón que se rompía, un repentino repicar de campanas sofocadas en un vendaval, las últimas sílabas de algún sediento que agoniza en el desierto.

MALCOLM LOWRY

Después de una última escena en el hotel Canadá de Ciudad de México, Lowry baja las maletas de Jan por las escaleras. Dos hombres la esperan a bordo de un automóvil para llevarla a California. Él paga la cuenta y toma un autocar rumbo al sur, desciende por etapas la región de aire más transparente, pasa junto a los cactus y los agaves, después junto a los pinos y los ahuehuetes, compone un poema cuyo título uno prefiere en español: «Cuando el maguey cede paso al pino».

Ya está lejos el milagro de Cuernavaca, la ciudad de la eterna primavera. Oaxaca será la «ciudad de la noche terrible, más terrible que la de Kipling». Lowry se instala en este hotel Francia al que había venido D. H. Lawrence antes de escribir La serpiente emplumada, después de que su mujer le hubiera abandonado para regresar a Europa. Como si toda la literatura debiera ser inventada bajo diferentes seudónimos por un solo escritor exilado. Lowry viene aquí a sufrir y no quedará decepcionado. Desde su llegada, en su delirio y su paranoia, se cree seguido por espías de gafas negras, y puede que sea verdad.

En el año que hace que está en México, ha aprendido a pronunciar Mériko por México, y Waraka por Oaxaca, y sabe algunas palabras en español. Durante esos meses de soledad, su único amigo será Juan Fernando, el indio de dos metros de altura que no es Cravan, sino el recadero zapoteco del Banco Nacional de Crédito Ejidal, el banco de la reforma agraria de Lázaro Cárdenas, que se encarga de escoltar a caballo por las colinas el dinero para los campesinos, y que más tarde será asesinado, como el pelado asaltado del Volcán. Y Lowry escribirá Oscuro como la tumba en la que yace mi amigo.

En el patio del hotel Francia, los telegramas que ya no lee arden en los ceniceros. Es la caída. Él está en el fondo del pozo, tirado cuan largo es en la cloaca de la barranca, con el miedo agarrado a las tripas de no tener el coraje de construir belleza. Empuja con el hombro la puerta de las iglesias, avanza bajo las cúpulas doradas, busca consuelo y, en lo alto de las columnas retorcidas a imitación de Bernini, ve el pálido cielo de los ángeles. En las paredes de los ábsides hay agradecimientos pintados sobre pequeñas placas hechas con las chapas de bidones de aceite, exvotos a todas las vírgenes de la misericordia. «Mi amor: ¿Por qué me marché? ¿Por qué no me lo impediste? Espero llegar a los Estados Unidos mañana; a California dos días después. Espero encontrar noticias tuyas. Te quiere, Y.».

Lowry arrastra sus huesos por las cantinas y en su cráneo «los tacones de sus zapatos rojos taconeaban lacónicos». Delante de las botellas de cerveza Moctezuma alineadas, en un pequeño altar situado sobre el mostrador la Madona está aureolada de guirnaldas de bombillas eléctricas y flores de plástico. La Virgen de las Causas Difíciles y Desesperadas. Ya ni sabe dónde se ha quedado dormido. Si arrodillado con la frente sobre el reclinatorio, en la capilla llena de oro y de velas cual refinería en llamas, o sentado en la cantina de El Infierno. «Llevaba un bolso rojo brillante». Busca en el bolsillo los fragmentos de su gran poema de amor y de sangre, y el atroz silogismo: «No se puede vivir sin amar». No se puede amar ergo No se puede vivir[12]. «Sí, te amo, me queda todo el amor del mundo por ti, sólo que ese amor parece tan alejado de mí, y también tan extraño, porque es como si casi pudiera oírlo, como un zumbido o un llanto, pero distante, muy distante…». Ha aprendido también a decir «cervessa merikana una mas», y reza a todas las Vírgenes de todas las Guadalupes, «llego a una calle y allí te encuentro. De noche me deslizo en la cama y allí me esperas. ¿Qué hay en la vida además de la persona amada y la vida que puede fundarse con ella?». Las rondas corren de cuenta del gringo borracho y los otros se burlan de él empujándose con los codos. Un chulo, sentado a una mesa con una muchacha de grandes pechos, presume de la calidad higiénica de sus mugreres merikanas.

−Veri sanitari.

Lowry es culpable. Intenta recordar de qué. Culpable de no crear belleza ni participar en la Historia. Durante la guerra, el Cónsul era capitán de un barco cazador de submarinos alemanes. Permitió a sus hombres quemar a prisioneros en la caldera. Lowry paga sus mezcales con el sudor de los misérrimos obreros de las hilanderías de algodón de Liverpool. Lo que él escribe no es el Volcán sino la imposibilidad de escribir el Volcán, notas y dibujos garabateados sobre los menús dactilografiados del hotel Francia de Oaxaca, hoy día conservados, como reliquias de santo, en Vancouver. Esta obra «tiene que ser tumultuosa, tempestuosa, llena de truenos, en ella debe resonar el vivificante verbo de Dios proclamando la esperanza del hombre, pero también tiene que ser equilibrada, grave, y estar llena de ternura, de piedad y de humor».

Ahora estamos en 1938, y no es cosa de broma.

Después de que Lázaro Cárdenas viniera a Londres para anunciar la nacionalización del petróleo de Tampico, Inglaterra ha roto las relaciones diplomáticas con México. En Liverpool, la ausencia de noticias inquieta al padre de Lowry. A su hijo lo han metido en prisión por embriaguez y alteración del orden público. Falangistas españoles y pronazis fomentan la contrarrevolución, quieren derribar a Cárdenas y asesinar a Trotski. Lowry ve un buitre o un urubú en su lavabo, un zopilote o un cóndor de los Andes. El esqueleto del Cónsul remonta la barranca a cuatro patas, muy blanco, llevando gafas oscuras en su cabeza de muerto, atraviesa el zócalo y acompaña a Lowry hasta el banco. Los espías de gafas oscuras son hombres de confianza. Los ha enviado su padre para que saquen a su hijo de México. Su fortuna y su conciencia familiar son lo suficientemente considerables para salvar a su hijo indigno. O quizás, secretamente, su hijo preferido.

¿Qué sabe de su hijo este padre que no ve a Malcolm desde hace cuatro o cinco años, este padre que, durante toda la estancia neoyorquina de su hijo, le enviaba cada semana, con los paquebotes de la compañía Cunard, el Times Literary Supplement y tabaco inglés para pipa? ¿Qué presiente? ¿Cómo escribir la historia del hijo sin la del padre? Arthur Lowry abandonó la escuela cuando tenía quince años, a los diecinueve se hizo contable, a los veintiuno cajero principal, ahora es accionista de la empresa de importación-exportación Buston & Co.

Es un hombre que se ha hecho a sí mismo, es miembro de un club de natación y medalla de plata de salvamento marítimo. Está orgulloso de haber enviado a su hijo a Cambridge, con los que han conseguido vivir de la sopa boba y se la comen a su gusto. Arthur Lowry es un inglés victoriano, convencido de su derecho y del derecho de la reina a expandir, como escribió Kipling, su «dominion over palm and pine[13]», porque Dios lo ha decidido así. Conoce el mundo y las palmas y los pinos. Los negocios del gran capitalismo inglés le han llevado a patearse el planeta. Egipto, Rusia, Palestina, Argentina, Perú, Texas. Pero nada, nunca, le ha ayudado a resolver el enigma de su hijo.

¿Acaso presiente que tendrá negados para siempre el reposo y el olvido porque es el padre de un genio, e intuye la calamidad de que su apellido, aunque se haya borrado de su tumba, habrá de aparecer escrito en los libros durante siglos? ¿Por qué no le corta la asignación, como le ha amenazado hacer siempre? ¿Por qué no le permite llevar una vida normal, puestos a perderla? Sus hombres de confianza reúnen los papeles esparcidos por la habitación del hotel Francia, acompañan al hijo hacia el norte, hasta la frontera, lo instalan en Los Ángeles, en el hotel Normandy. Cada mes le dan el peculio necesario para que tenga mesa y cama. Durante casi un año, Lowry va a armar, en su habitación californiana, los manuscritos de En lastre hacia el mar Blanco y del Volcán, ahorrando en comida y cigarrillos para pagarse una mecanógrafa. A los veintinueve años, su estado es el de alguien gravemente incapacitado al borde de la demencia. Su padre ha contratado a un abogado para que arregle el divorcio con Jan con el menor costo.

En la parada de autobús de Western con Hollywood Boulevard, Malcolm Lowry conoce a Margerie Bonner. Como Tina Modotti, fue una actriz principiante en Hollywood. Lowry se enamora. Su visado va a caducar. El padre decide enviar a su hijo a Canadá. Los hombres de confianza organizan su instalación en Vancouver. Lowry parte solo. Escribe esta frase, que podría ser una buena definición del genio y también de un cierto número de enfermedades mentales: «Yo no soy yo, sino el viento que sopla a través de mí».

Ahí está, a salvo y exiliado de México. Esperará a haber terminado con el Volcán para regresar junto con Margerie a Oaxaca.

Ir a la siguiente página

Report Page