Vita

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Segunda parte - El camino de casa » Mis lugares desiertos

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MIS LUGARES DESIERTOS

El capitán Dy se unió al 5.0 ejército del general Mark Clark en octubre de 1943. Licenciado en Ingeniería en Princeton con las mejores notas, se enroló como voluntario el día de la entrada en guerra de Estados Unidos. A pesar de que su padre era ciudadano de un país enemigo, sospechoso de actividades antipatrióticas e incluso había sido puesto, por poco tiempo, bajo arresto domiciliario, Dy fue reclamado por el llamado Ejército de los Ingenieros, el cuerpo de élite destinado a combatir en Alemania. Deseoso de redimir la infamia de su padre (o perpetrada contra su padre, de inmediato su opinión fue tomándose incierta), durante casi dos años construyó bases aéreas, depósitos de municiones, hospitales, hangares, alojamientos y toda clase de edificio, pista, puente o puerto tan necesario para la victoria como la infantería o las bombas. Su guerra, entre oficinas y obras, había sido una mera abstracción. Metafísica de la matemática. Gran honor, ningún riesgo. Pero cuando supo que el 5.0 ejército se preparaba para atacar los pasos del río Volturno, solicitó ser transferido al Frente Sur. Le explicaron que cometía un gran error, que perjudicaría su carrera. La guerra en Italia era sólo una maniobra de distracción, con vistas a Overlord. Un teatro aparente, para atraer hacia la península al mayor número posible de alemanes y mantenerlos alejados de la costa de La Mancha, el teatro en que la guerra se decidiría de verdad. En el Frente Sur no había medallas que ganarse. Era una guerra de montaña sin gloria —hundirse en torrentes turbulentos, chapalear en la nieve, bajo el fuego de la artillería alemana. No era una guerra de números: una guerra de tierra, agua, fuego y fango.

Dy insistió. Poseía un carácter obstinado y las innumerables negativas que había tenido que afrontar raramente lo habían desmoralizado. En otoño de 1943 tenía veintitrés años, un limitado miedo a la muerte y una única certeza: quería estar entre los primeros en entrar como libertador en el pueblo del que sus padres habían escapado y donde vivían todavía sus abuelos. El pueblo del que siempre había oído hablar, cuyos sabores y perfumes conocía, el paraíso perdido y el infierno de la memoria del que sólo había visto una postal en blanco y negro —que su madre tenía remetida en el cristal del aseo. Un lugar remoto, un nombre extranjero— que odiaba, porque le recordaba lo que no era, lo que deseaba destruir, para liberarse de ello definitivamente.

Lo deseaba desde el día de la revuelta de Harlem. Ese día, por vez primera, comprendió que no era un americano auténtico. Que era italiano para siempre a los ojos de los demás —aunque ante los propios no lo fuera ni nunca lo sería. Fue el 19 de marzo de 1935. Dy no tenía aún quince años. Era el primero de la clase, lo que le había impedido hacerse amigos entre los compañeros de la escuela, envidiosos de su capacidad para calcular de memoria la raíz cuadrada de los números de tres cifras y, sobre todo, acaparar los premios en dólares destinados a los mejores expedientes. Tenía que contentarse con sus dos hermanas más pequeñas a las que, por otra parte, mimaba escandalosamente. A pesar de que su padre se hubiera arruinado con la Depresión, la madre con su trabajo había conseguido mantener a la familia en una casa confortable de ladrillos oscuros, que daba a la calle más animada de Harlem. Era el hijo predilecto de su madre. Podría ser considerado un hijo esencialmente feliz. Pero muy pronto el miedo y el sentimiento de su propia indignidad se le habían quedado tatuados en la mente —como la marca de su diferencia. No sabía cómo había comenzado. En un momento dado se encontró a gatas detrás del escritorio de la oficina de su padre: fuera, en la acera, había cientos de exaltados con estacas y bates de béisbol, que lo destrozaban todo, y mientras hacían añicos el escaparate gritaban Hang them, bum them. Eran las proclamas predilectas durante los linchamientos o las ejecuciones capitales. Pero esta vez them eran ellos: su padre y él. Entre los manifestantes Dy reconoció a un compañero suyo de clase. Y más que el miedo a morir había podido la incredulidad, y la vergüenza. La madre no había sabido explicarle el significado de la revuelta que había devastado el barrio y que los había abocado a una apresurada mudanza. Le había hablado de Mussolini, a quien se le había metido en la cabeza conquistar Etiopía, y que eso había herido los sentimientos de la comunidad negra. Pero Dick era su compañero de pupitre, y de Mussolini Dy, que era más bien taciturno, admiraba sólo su incontenible verborrea, porque en todo lo demás le parecía fofo, ruidoso y ramplón como los compatriotas de sus padres —de los cuales, entre paréntesis, se avergonzaba y a los que durante las fiestas escolares fingía no conocer. Bum them, hang them. La oficina había sido saqueada y hubiera sido quemada también si la mujer de la limpieza, que era negra como los asaltantes, no los hubiera detenido. Mientras Dy se escondía bajo la butaca giratoria de su padre, los manifestantes embadurnaban las paredes con pintura roja. Cuando todo hubo acabado, las palabras FASCIST, MOBFIA, FASCISTS, MAFIA, FASCISTAS, MAFIA goteaban sobre el blanco —como una herida abierta en su carne.

La cicatriz no se cerró. Esa insultante pintada de la pared obsesionó a Dy durante años. Como un mensaje. O una orden, que le señalaba el camino para salvarse. La destrucción convenció a su padre para cerrar la agencia inmobiliaria, que desde hacía años sufría pérdidas, pero tuvo una consecuencia imprevista y mucho más devastadora. Ese día, 19 de marzo de 1935, Dy dejó de hablar italiano. Se negó a responder a su nombre de bautismo, cambiándolo por el apodo americano que le habían endosado en la escuela. Y empezó a odiar, sin siquiera darse cuenta, a su padre, a su madre —a sí mismo. En otoño de 1943 pidió obstinadamente la posibilidad de borrar aquella indeleble pintada de la pared.

Fue satisfecho. Lo encuadraron en las unidades auxiliares. El ingeniero de Princeton acabó en el arrabal de un batallón del Genio —montando puentes móviles en una extenuada división de infantería americana.

El tiempo era abominable. Llovió durante semanas. La aviación ni siquiera intentaba levantar el vuelo. Durante días y días, en todo el frente diseminado entre colinas y montañas yermas, desnudas y sin abrigo, cayó una llovizna fina e insistente, una viscosa y húmeda neblina que acabó trocándose en viento frío, cortante, y luego en temporal, hielo, ventisca. Las carreteras, pocas, impracticables, obstruidas por cascotes y horadadas por cráteres, eso si no estaban cubiertas de nieve, se convertían en torrentes de barro. Los soldados entumecidos luchaban con armas que habían quedado casi inutilizables por una mugre pertinaz, que tenían que limpiar continuamente pero que no funcionaban casi nunca. Costaba un esfuerzo descomunal remontar unos pocos cientos de metros de pistas y carreteras herradas. La táctica adoptada por los alemanes durante su retirada había sido la demolición sistemática de puentes y construcciones sobre las carreteras —de edificios y de casas en los pueblos y en las aldeas. Los nudos de carreteras, los arcenes y los taludes de los torrentes pululaban de minas, las zonas adecuadas para el vivac de las tropas estaban sembradas de trampas explosivas. No había tregua: fue una continua sucesión de escaramuzas entre patrullas, tan absurdas como feroces porque, en una zona como aquélla, quien controlaba una colina, una cresta, un caserío derruido, tenía más posibilidades de seguir con vida. Incluso hacer prisioneros e identificar su formación era importante. Los alemanes confiaban en encontrar indicios de la ofensiva aliada, los aliados en encontrar indicios de la retirada. Pero la ofensiva se estancaba, y la retirada no existía. Ambas partes se vomitaban mutuamente, día y noche, todo el fuego que les permitía la penuria compartida de artillería y municiones. Dy pensó que esa guerra de trincheras se parecía siniestramente a la de 1914, y empezó a sospechar que le tocaría morir como Coca-Cola.

Esa muerte la había oído relatar muchas veces —con una mezcla de incredulidad y de respeto. Nadie, en efecto, se lo esperaba, pero en 1917 Coca-Cola se había alistado como voluntario. Con los americanos, porque tienen el ejército más fuerte y con ellos estás seguro de vencer. Los americanos nunca han perdido una guerra. Italia y Estados Unidos son aliados, luego Italia gana la guerra —le habían objetado. Pero la gana menos —había contestado testarudo Coca-Cola. Y así había ingresado en la Army y no en el Ejército Real. Lo habían enviado a Verdún, y luego a quién sabe qué llanura de Bélgica. De él sólo quedaba una carta, acompañada por una fotografía, en la cual no sonreía, para no mostrar los dientes cariados. Había escrito, en un par de líneas pedestres, que estaba satisfecho con el rancho. El resto de la carta llegó cubierto por los renglones negros de la censura. En 1919 volvieron sus restos mortales, en una cajita de madera cubierta con la bandera de las barras y estrellas. La ambulancia, de la que había acabado siendo conductor —porque, sostenía, después de la guerra todo el mundo tendrá un automóvil y éste es un oficio con el que podré continuar también en tiempo de paz—, había caído bajo el fuego de los morteros enemigos. Nicola Mazzucco había llevado a cubierto a los heridos, uno a uno, arriesgando su vida y luego, respirando el humo verde de la iperita, había reparado la avería del motor y en la densa niebla transida de gases asfixiantes había conducido la tambaleante ambulancia hasta detrás de las líneas. Se había quemado los pulmones y había muerto en el hospital poco después, entre atroces sufrimientos. Le habían otorgado la cruz de guerra al mérito especial —«for exceptional courage and devotion to duty while acting under heavy enemy fire». Ese soldado improbable se había convertido en un héroe, aunque por desgracia no llegaría a saberlo nunca. Había muerto antes de su nacimiento y Dy no lo había conocido, pero lo sentía cercano —más que su padre. Coca-Cola había sabido elegir de qué lado estaba. Pero no querría morir como él, inerme, blanco desarmado en un páramo yermo y gris de barro. Prefería caer mientras empuñaba la machine gun. O sujetando la anilla de una granada de mano.

En noviembre de 1943, los alemanes construyeron un cinturón de defensa que cortaba a Italia en dos, desde el Tirreno al Adriático. Era conocido como la Línea Gustav. Se fundaba en lo único que Italia ofrecía en abundancia: los relieves. La parte más occidental de la línea incluía a Minturno y un sistema de ríos carentes de vados y con una corriente tumultuosa —el Rápido, el Gari, el Liri que, una vez unidos, toman el nombre de Garigliano. En el lado sur del valle del Liri se erguía el baluarte de los montes Aurunci, una masa de cordilleras accidentadas, denticuladas y abruptas. En la práctica, concluía Dy en su diario, la línea entera está constituida por un cinturón de defensas carentes de un punto clave. No hay posibilidad de descargar un golpe decisivo que determine su caída: cada montaña tendrá que ser tomada por separado; cada valle, peinado, y luego nos encontraremos otra vez ante nuevas montañas y otra línea que tendrá que ser rota a su vez por los ataques de la infantería. De todos modos, antes que nada habrá que tomar Minturno a cualquier precio. Muchos infantes americanos, muchos alemanes morirán, pero el capitán Dy será el primero en entrar en Tufo. Liberará a sus habitantes esclavos desde hace milenios y le demostrará a su padre, o a los que sospecharon de él, cuánto se equivocan en lo que a él respecta: la gente como él siempre está del lado justo de la historia. A su madre le escribió que no esperara su regreso en breve. Era algo largo y difícil. Tal vez caería. Pero no quería que lloraran por él. Era su deber morir por América, y por Italia. Sólo así su historia tendría sentido, y se habría completado.

El 19 de diciembre de 1943, Mister Churchill, que yace en Cartagena aquejado de pulmonía, reprocha a los jefes del staff inglés: «No hay duda de que el estancamiento de toda la campaña del frente italiano se está convirtiendo en algo escandaloso». Los jefes le respondieron que estaban completamente de acuerdo, el estancamiento no puede continuar. Es vital hacer algo. En enero, o como máximo en febrero de 1944, tenemos que entrar en Roma. Se decide el desembarco al norte de la desembocadura del Garigliano —en la bahía de Minturno. Es una maniobra de distracción para atacar desde el oeste a los alemanes, desplegados sobre la Línea Gustav. Si los aliados consiguen romper las líneas desde el mar, penetrando simultáneamente por el centro desde Venafro, los alemanes se verán rodeados por una tenaza. Pero aunque la empresa fracasara, lo esencial es contener a los alemanes en las orillas del Garigliano porque, entretanto, el 6.º cuerpo del ejército desembarcará en Anzio para rodear la Línea Gustav, llevando a cabo la operación cuyo nombre en clave es Shingle. El 17 de enero el 10.º cuerpo del ejército se abrirá por la fuerza un paso sobre el bajo Garigliano, cerca de Minturno, establecerá una cabeza de puente en el terreno dominante entre Minturno y Castel— forte, y luego mandará una división a la vía Minturno-Ausonia para atacar en dirección norte hacia San Giorgio, entrando de este modo en el valle del Liri. Lo que el lenguaje árido de los mandos llama «terreno dominante», para Dy tiene otro nombre. Se llama Tufo. Cuando los aliados fuercen el Garigliano, el punto de origen, el lugar adonde todo lo llama, Tufo —dos kilómetros al sudeste de Minturno— será la primera aldea en la línea de fuego.

El ataque se fija para las 21 horas del 1 de enero de 1944. Pero Dy no estará allí. El 5.0 ejército ha suspendido las operaciones. Tiene que reorganizarse y esperar refuerzos con vistas a la empresa que se le va a requerir dentro de un tiempo. Serán los ingleses, los irlandeses y los escoceses de Su Majestad los que tendrán el honor de liberar Tufo. La noche del 17 de enero, mientras la infantería de la 5.a división recala silenciosamente en la playa que cree desierta, el ingeniero Dy está en un despacho de los mandos contemplando melancólicamente la Línea Gustav que serpentea sobre el mapa militar. Tufo es un punto negro en el blanco desesperante de Italia. Pero si el ataque sale bien, si la sorpresa funciona, mañana por la mañana todo habrá terminado.

Silencio absoluto, pésimas condiciones atmosféricas, espinas de lluvia y una niebla viscosa que se pudre sobre el agua. La llanura del Garigliano se licúa en la llovizna. Una división entera enmudecida en el silencio más absoluto, preparada para moverse sin fuego de cobertura de la artillería, para no frustrar el efecto sorpresa. Miles de hombres apretujados en cuarenta y cinco embarcaciones de asalto, cargadas de pasarelas kapok, balsas, pontones y material para construir un puente Bailey sobre el río. La orilla, una línea plana, oscura. Los Royal Scots Fusiliers desembarcarán dos kilómetros más allá de las posiciones alemanas, río aniba en la desembocadura del Garigliano. Tienen la misión de tomar la pequeña colina conocida con el nombre, romántico, de Monte d’Argento. Pero los reducidos contingentes encargados de guiar con luces de aterrizaje el desembarco de los blindados anfibios DUKW han sido tragados por la niebla. En la oscuridad, muchos DUKW han perdido la orientación, y las municiones y los cañones anticarro que transportaban —fundamentales, esenciales, indispensables— son desembarcados nuevamente en la orilla de la que partieron. El desembarco se desarrolla en el caos. Se empujan, se obstaculizan, se amontonan los unos sobre los otros. Los anfibios vomitan en la orilla cientos de infantes agotados y exasperados —llevan en Italia 122 días, y 115 los han pasado combatiendo. Muchos de sus compañeros ya han muerto, sólo quieren reposar, dormir. Los mandos habían pedido 4686 infantes de refresco para llenar los vacíos que se han abierto en las filas en estos cuatro meses: sólo han recibido 219. Este es un teatro ilusorio —no se puede transferir ni un solo hombre desde Overlord.

El servicio de vigilancia alemán localiza inmediatamente ocho vehículos de desembarco. La fosforescencia del mar los ha traicionado. La primera oleada de infantería se aventura sobre la playa sin saber que ya están en el punto de mira de la artillería que anida en los búnkers. Las columnas se ponen en marcha en un silencio irreal. Los Hurricane, los Spitfire no bombardean las posiciones alemanas; los Junker 88 no castigan a las naves de apoyo americanas. La 17.a brigada ya está a doscientos metros de la orilla. Luego, de repente, una estela de fuego, un minúsculo tapiz bordado sobre el abismo de la noche. Uno tras otro, a cien, doscientos metros por encima de ellos, se encienden centelleos de luces. Los soldados alzan los ojos al cielo. Medusas fosforescentes descienden hacia abajo flotando en la oscuridad como en el mar. Tienen pelos blancos y tentáculos del color de las rosas. ¡A cubierto!, grita de pronto el teniente. Eso no son medusas —son señales lumínicas colgadas de paracaídas. No están ahí para alentarlos, sino para iluminarlos. Un instante después, los cañones alemanes empiezan a dispararles.

Corren hacia el pinar. Las minas están bien escondidas bajo la arena: cuando son pisadas por primera vez no estallan. Pero cuando el peso de dos, tres, veinte soldados, hace girar los dientes de los engranajes, se activan: y entonces los soldados saltan juntos. El pelotón pierde enseguida a su oficial. Los gemidos de los heridos resuenan angustiosos en la oscuridad. Los auxilios no logran identificarlos. La playa está minada, minado el sendero que serpea entre las dunas de color tierra, minada la franja costera. Están atrapados entre los cañones y el mar, entre las minas invisibles y los paracaídas luminosos, entre el deber de avanzar y el miedo a hacerlo. Sin oficiales, sin órdenes, desorientado, sorprendido por la inesperada tempestad de fuego, cuya procedencia no adivina, aterrado por las minas que no puede localizar, el batallón se desbanda. La compañía A sale con la bayoneta calada a la conquista del Monte d’Argento, exponiéndose al fuego de las armas ligeras escondidas en la cumbre de la colina. Tal vez debe su nombre a los olivos que la envuelven. Pero en la guerra la única plata que brilla es la del alambre de espino. Las espinas de metal horadan tobillos, muerden los muslos, resisten a las cizallas. El 9.0 pelotón observa que la base de la colina está rodeada por una barrera de alambradas de más de dos metros de alto, con un espesor de cuatro, por lo menos —impenetrable. Los supervivientes se refugian tras un seto de arbustos. Mandan a una patrulla para que rodee la colina —tal vez del otro lado la alambrada se interrumpa. La patrulla no regresa. Tres horas después, un humo denso se levanta desde los caseríos despanzurrados y desde el pinar en llamas. Las columnas están bloqueadas en la playa, entre los matorrales. El alambre de espino brilla a la luz de los fuegos.

Los alemanes, que desde hace meses están informados de la intención aliada de desembarcar en el bajo Lazio para rodear la línea de resistencia sobre los Apeninos, han tenido tiempo de fortificar la zona costera. Han emplazado la artillería en las colinas, minado todo terrón de esa llanura yerma y sin defensas naturales, tendido kilómetros de alambrada, presidiado y barrado canales y cauces de agua, bloqueado toda carretera, camino de herradura o sendero que suba a las aldeas. La retaguardia está desplegada en los alrededores de Minturno. En cada cima hay un obús; en las zanjas, los nidos de ametralladora. Después de siete meses de campaña de Italia, el mando aliado ha comprendido que los alemanes defenderán el Frente Sur hasta el último hombre. El general Kesselring, a quien le ha sido confiado el mando de las tropas alemanas, ha explicado a sus hombres que cada día que los aliados permanezcan detenidos en el Frente Sur es un día ganado para Alemania. Esta batalla, aparentemente de distracción, excéntrica respecto al corazón de la guerra, es, en cambio, capital. Cada bomba lanzada por los enemigos sobre la Línea Gustav es una bomba que no caerá sobre Hannover, Dresde, Berlín: vuestras casas. Tenemos que atraerlos hacia Italia, comprometerlos, obligarlos a proporcionar tropas a su ejército, reforzar sus líneas, desguarnecer el Frente Este, el Frente Norte, el Frente Oeste, mantenerlos aquí. Envolverlos en el alambre de espino. Obligarlos a luchar casa por casa. Detenerlos —aunque tengamos que morir todos.

Pero ahora también la artillería aliada ha roto la consigna del silencio y apoya a la infantería desorientada: al alba, el batallón ha conseguido avanzar casi un kilómetro. Mientras las tinieblas se desvanecen poco a poco, la luz los desnuda. Los soldados parecen actores en el escenario de su muerte. Cuanto más se ilumina el día, más preciso se hace el fuego de artillería —únicamente reducido por la escasez de municiones que aflige a los artilleros alemanes— y más perfecciona la puntería sobre la exigua cabeza de puente. La orden taxativa de los mandos es mantener a toda costa la cabeza de puente. Los soldados sospechan que morirán todos. Ya han perdido ciento cuarenta hombres. Ya no queda vivo ningún oficial. Los heridos han sido abandonados. Los desperdigados vagan entre las dunas, aterrorizados. El mar está calmado, color perla. El chapoteo sobre la playa es pacífico, irreal. Pero la radio repiquetea la buena noticia de que más a la derecha, según los planes, el Segundo Wiltshires de la 13.a brigada de asalto de infantería ha conseguido atravesar el Garigliano dos millas más arriba del demolido puente del ferrocarril. En ese sector la sorpresa ha sido total. Es el 18 de enero de 1944. A las ocho de la mañana, los Wiltshires entran en Tufo.

Cuando Dy llegó a la planicie del Garigliano, el cielo era gris, estaba saturado de nubes; la tierra, oscura —recién sembrada. Había intentado localizar los tejados de Tufo desde la divisoria de la colina. Sólo vio la reverberación de los olivos y un puntiagudo seto de nopales. Verdes copas de pinos, una palmera despeinada por el viento. Allí abajo, en alguna parte, estaba el árbol de los limones de Vita, estaba el pozo de Diamante, la cisterna de Antonio, la zapatería de Ciappitto, la propiedad abandonada de Agnello. Estaba el viejo y cojo zapatero remendón —el padre de Geremia—, quien confiaba en que a los alemanes pudieran echarlos otra vez al mar. Allí abajo, en alguna parte, estaba Dionisia, la escribiente ciega —que lo esperaba. Su última carta se remontaba nada menos que a antes de la entrada en guerra de Estados Unidos. «Hija mía, tenía que ver esto también. Ahora, para poder abrazarte tendré que esperar a que ganemos la guerra y, te lo digo francamente, espero que no ocurra.» Dy contemplaba aquella mísera aldea de piedra agrupada sobre la cresta —casi suspendida en el vacío. Rodeado por una fosforescencia de rosas rojas. Estaba muy cerca. Una aldea miserable en un paisaje opulento —montaña, colinas, mar—, una riqueza natural que, sin embargo, siempre había ignorado a los hombres. Su belleza siempre había sido ilusoria e indiferente. Ese otoño la tierra había sido sembrada de minas. Cada terrón podía revelarse como una trampa. La belleza de ese lugar se revelaba traicionera —y mortal. Después del 18 de enero, tampoco permanecería esa ilusoria belleza.

A las diez, los tanks del regimiento Panzer Hermann Göring empiezan a descender por la Via Apia. La bruma de la mañana no se ha disipado todavía. La llanura está escondida por el vapor. Los Wiltshires avanzan entre el humo y la niebla. No están seguros de moverse en la dirección correcta. Para ellos, Tufo es un nombre sobre un mapa. Y el mapa no es exacto. La topografía de la población es confusa. Estas aldeas son montones insensatos de casas pegadas las unas a las otras, como si tuvieran frío. Los guían precisamente los calibres alemanes anidados en algún sitio, en las alturas, que cañonean Tufo desde hace horas. A las diez y media los primeros Wiltshires que están peinando la aldea casa por casa caen alcanzados por los francotiradores apostados en los tejados. Los infantes de la 13.a brigada buscan refugio entre los escombros. Los carros armados que deberían hacer menos precaria la ocupación no llegan. ¿Cómo podrían hacerlo? Los ingenieros están intentando completar el primer puente sobre el Garigliano, para lo que tardarán horas todavía, tal vez todo el día y, de todas formas, los alemanes lo machacan furiosamente y no podrá permanecer abierto por mucho tiempo. Y el puente sobre la Apia que los Royal Engineers se preparan para dejar operativo no estará listo antes del 20 de enero y, además, estará demasiado descubierto y podrá ser utilizado sólo por la noche. La verdad es que todos los carros de combate —los Churchill y los Sherman de 30 y 32 toneladas— están empantanados en la orilla meridional del río. A las once, los alemanes salen de los sótanos, disparando contra todo lo que se mueve.

Los Wiltshires se reagrupan detrás de los muros derruidos, se consultan, luego se retiran —lo más ordenadamente que pueden— hacia la elevación del terreno que hay al este de la aldea.

El apoyo de la artillería para el ataque de la brigada ha tardado noventa minutos más de lo previsto, pero los Royal Inniskilling Fusiliers, que avanzan inmediatamente después del fuego de cobertura, destrozan las posiciones alemanas con asaltos a la bayoneta. Cuando el humo se desvanece, se encuentran de repente delante de los alemanes: se esconden, se protegen o esperan su suerte en trincheras de más de tres metros de profundidad. Muchos se rinden. Quieren ser hechos prisioneros. Quieren salvarse. Los ingleses consiguen finalmente apoderarse de la elevación al este de Tufo que el mapa denomina Pt. 156. Todo parece tranquilo.

La tarde del 19 de enero una señal luminosa comunica que el enemigo ha abandonado la colina. Monte d’Argento ha caído. La división forma una línea que discurre desde la Cota 413 hasta Ventosa y Castelforte y la elevación del terreno hacia el este. Simultáneamente, la 5.a ha vuelto a ocupar Tufo y ha tomado Minturno. Ahora, diez batallones han pasado al otro lado del Garigliano y pueden avanzar por el norte hacia el valle del Ausente. A pesar de las graves pérdidas y de la sorpresa parcialmente frustrada, el plan ha triunfado. Han abierto una brecha en la Línea Gustav. Pero es en ese momento cuando los alemanes contraatacan.

Desde el cuartel general de operaciones del general Steinmetz, Von Senger ha telefoneado directamente a Kesselring solicitándole el apoyo inmediato de dos divisiones Panzer Grenadieren que permanecen en la reserva. Kesselring ha aceptado. La 29.a división avanza, a través de Ausonia, hacia Castelforte, mientras la 90.a acude por el sur para atacar en la Apia, para redefinir la situación en la zona costera, donde la 5.a división aliada amenaza con rodear el flanco alemán. El avance cercano a la costa es bloqueado, los carros de combate ocupan nuevamente una parte del terreno al norte de Minturno y la colina de Tufo cambia otra vez de manos.

El 21 de enero, cuarenta y ocho irreductibles soldados de las tropas de seguridad, la tristemente célebre Schutzstaffel, desbaratados veinticuatro horas antes y obligados a retroceder, se dan cuenta de que los ocupantes de Tufo están completamente al descubierto, y demasiado avanzados respecto al resto del ejército. Arremeten contra ellos. La 13.a brigada vacila —retrocede, es rechazada. Entre las calles del pueblo, las SS matan a cuatrocientos soldados y hacen doscientos prisioneros.

¿Qué ocurre?, pregunta Dy, convocado con urgencia a la base operativa del 12.0 US Air Support Command porque si no emprenden el vuelo los Boston Light Bombers y los Kittyhawks toda la operación puede fracasar. Bomba tras bomba, allí arriba es el infierno. Hay alemanes por todas partes. ¿Y los civiles? ¿Han evacuado? ¿Han abandonado las casas? No, le dice Joe Parodi, un amigo suyo anglo-genovés, que soñaba con ir subiendo por toda la península hasta Génova y, en vez de eso, en Tufo ha estado a punto de que le metieran una bala en la cabeza, ¿adónde podían irse? Es su tierra. Nos han esperado, nos han acogido entre lágrimas, y entre lágrimas nos han suplicado que no los abandonáramos a las SS —que no nos marcháramos. ¿Y os habéis marchado?, grita Dy. Tufo es indefendible. Nos machacaban desde la montaña.

Se combate durante cuatro días seguidos —casa por casa, colina a colina, piedra a piedra. Cada posición debe ser tomada lanzando granadas de mano o a la bayoneta. Los carros de combate no pueden entrar en acción todavía a causa de los obstáculos provocados por los cráteres o por los escombros. Y las camionetas están bloqueadas: ya han saltado demasiadas debido a las minas. Los enemigos anidan detrás de las esquinas de cada edificio demolido —en cada sótano, cisterna, pozo—, se combate por cada pila de cascotes. Hay niebla, humo, polvo. Dos compañías enteras de fusileros escoceses vagan perdidas por las colinas. Tufo road —gritan. Buscan inútilmente la carretera de la aldea. «You’re on the wrong hill, on the wrong hill! You’re out of the battle», crepita una voz en la radio, luego la comunicación se interrumpe. Acaban en un barranco. Acaban por volver al campamento del que han salido, gritando a sus centinelas que no les disparen. Desde lo alto de las colinas, la artillería alemana bombardea Minturno, una calle entera cae hecha pedazos al paso de un pelotón de escoceses —que evitan a duras penas acabar sepultados por una avalancha de escombros. La niebla obstaculiza el vuelo de los infalibles bombarderos americanos, hace imprecisos los lanzamientos. Las bombas de mil quinientas libras soltadas por los Boston y las de mil seis por los Kittyhawks caen como el granizo en los viñedos: golpeando a ciegas. La 46.a división de infantería británica es aniquilada en el intento de pasar el Garigliano en Sant’Ambrogio. Es una masacre. 329 muertos y 509 prisioneros. Los estudiantes de Oxford, que han venido al Frente Sur como si se tratara de un picnic, irritados al haber sido relegados a la Spaghetti League, ya han dejado en el campo de batalla centenares de muertos. El cabo Fisher —alcanzado por un proyectil en la boca— repta heroicamente sobre los codos colina abajo por el monte Natale, y vomitando dientes y sangre le suplica a su superior que retire a las tropas, que dé la orden de replegarse sobre Minturno. Tufo Road —la romántica carretera solitaria que lleva a Tufo serpenteando entre dos setos de rosas— es el objetivo predilecto de la artillería alemana: dejan avanzar a la compañía hasta que todos los hombres están perfectamente a tiro. Luego, les dan de lleno con un solo disparo. Quien escapa a la granada, muere por la metralla. Los escoceses cuentan a los muertos y a los desaparecidos. Los vivos, atrapados en la orilla del río, sienten pánico a ser picados por un mosquito y morir sin gloria de malaria. Las enfermerías rebosan de atabrina y de quinina. Pero en enero las anofeles todavía no han depositado sus huevos. Y en primavera, cuando lo hagan, por ninguna razón del mundo podemos estar todavía empantanados en esta tierra.

El 22 de enero Dy rasga el mapa y maldice su licenciatura. Si fuera piloto, llevaría su bimotor sobre las torretas de los carros de combate escondidos bajo los escombros, y se estrellaría contra los Panther. Los haría estallar, y al menos la carga serviría para algo. Pero es un ingeniero americano. Se le pide que calcule el margen de error de los lanzamientos y cuántas libras de bombas puede soportar un Boston A20. A sus colegas, ingenieros de Su Majestad, que ideen un sistema para pasar los carros de combate al otro lado del río. Si no se consigue llevar al mayor número de hombres a la orilla norte, los infantes asediados en las colinas serán aniquilados, y las pérdidas hasta ahora han sido notables. Los mandos están indignados porque en cuatro días no se haya avanzado ni un metro en este maldito frente. Hay que romper la línea. Ahora mismo.

En la noche del 22 de enero, el 5.0 ejército desembarca en Nettuno, pero en el Garigliano la artillería alemana siguen machacando a la infantería y dejándola clavada en el despeñadero de la colina. Las aldeas son una ininterrumpida línea de fuego. Humean los escombros del castillo de Minturno, de la catedral de San Pietro, humean los cementerios —las casas, los establos, las canteras de piedra, los depósitos de municiones, las bombas de gasolina, los blindados, las casetas, las estaciones, los vagones, las locomotoras. Todo está arrancado de cuajo. Las vías del ferrocarril, los techos, los carros de combate ya sin orugas, los setos de nopales, hasta las ruinas romanas, en la orilla del Garigliano. Cuando han pasado a la orilla norte, los fusileros escoceses han vagado, como en un sueño, con las armas en posición de prevengan, por las gradas del anfiteatro y las columnas marcadas con inscripciones latinas —disparando sin ton ni son contra mojones boca abajo y capiteles jónicos, temiendo ver aparecer entre esas ruinas a los desesperados fantasmas de uniforme negro. Pero no había nadie —sólo el silencio irreal de una ciudad abandonada desde hacía dos mil años.

¿Qué está pasando en las aldeas? Se dispara. Nos escondemos en las cuevas, en las cisternas, en los pozos. Hay cadáveres por las calles y hasta en las iglesias. No hay nada que comer, porque quien se aventura en los campos para buscar hierbas o raíces o bien hace estallar una mina o bien es alcanzado por un francotirador. Mientras ascienden por la carretera de Minturno, cuatro Churchill son alcanzados por una granada y se incendian con un boato que hace temblar el suelo. Arden entre los matojos de cañas y un brote intempestivo de glicinas. Empieza a llover de nuevo. A cántaros, entre tempestades de truenos, rayos y ráfagas heladas de viento. Cicatrices de electricidad exornan las paredes de la noche. El invierno, que parecía esperar para no poner en peligro la victoria, se desencadena de repente. El diluvio azota la tierra, hace emerger las minas, penetra a través de los techos hundidos de los caseríos donde acampan los comandos. Se aguarda en el harro, hundiéndose en una arcilla legamosa que aprisiona las botas, hace más pesados los macutos, nubla la mente. Una neblina espesa flota sobre el horizonte, tragándose objetivos y límites. Se lucha con arma blanca entre espectros de casas. Vanguardia y retaguardia se enfrentan con la misma determinación —unos para poder descansar después de semanas de batalla, los otros para no sucumbir. La guerra ya no es un cálculo abstracto. Se asesina mirándose a la cara, vaciando sobre el cuerpo cargadores enteros, metiendo balas y cuchillos en las carnes, arrancándose caras, piernas, ojos, placas. La noche del 22 de enero los alemanes reciben la orden de frenar la contraofensiva. Los americanos han desembarcado en Anzio. Tendrán el honor de liberar Roma. Pero el ingeniero Dy sueña con combatir en la primera línea del Frente Sur. Y, en cambio, los que están ahí son los ingleses. Y en la guerra no existen los motivos personales. Sin embargo, no hay nada de personal, yo nunca he estado aquí. Yo soy americano.

Frente Sur. No es posible terminar enero clavados a las peñas de estas colinas. Nos lanzamos de nuevo contra las líneas. Nos disparan desde la colina de Scauri, desde las trincheras, desde la montaña. Nos sepultan bajo toneladas de bombas. Veo morir a Joe Parodi, lo alcanza una esquirla, rueda por el precipicio de la colina, intenta agarrarse a las rocas, el bazooka se le cae de las manos, lo pierdo de vista; avanzamos —veo estallar el carro armado de John Zicarelli—, nos mantenemos agrupados, ¿por qué no nos cubre la aviación? Hay tal polvareda que tosemos todos como si estuviéramos en una trinchera gaseada. Avanzamos durante diez kilómetros casi a ciegas —hay humo, desorden, nos hemos adelantado demasiado. Un altavoz alemán nos embiste con tremendos gritos, en un inglés aproximado. Su voz descamada parece que procede del cielo. ¡Bellacos, cobardes, a qué esperáis, venga, avanzad!

¡Ya vamos, ya vamos! Siento la cercanía. La meta. Veo las casas de Tufo. No, no son casas, son muñones de casas, paredes ruinosas, techos hundidos, veo cadáveres en la carretera, veo simas —nos rechazan hacia el ferrocarril.

Se lucha a lo largo de cientos de kilómetros en cada pedazo de tierra entre el Tirreno y el Adriático. Hay que hundir el Frente en un punto cualquiera, pero sufrimos notables bajas. Los alemanes no quieren perder Roma. El símbolo es más fuerte que la estrategia y que la lógica. Pero ya la han perdido. Ésta es la gran batalla de Italia y yo estoy aquí. Frente Sur. 23 de enero, por la noche. Mamá, estoy bien, no puedo decirte dónde me encuentro. Si te digo que donde a ti te gustaría estar, ¿me comprendes? Besa a las chicas de mi parte. Pienso en ti en todo momento y estoy animado. Dy.

El 24 de enero el brigadier de los carabineros, Liberato Saltarelli, acusado de espionaje a favor de los aliados, es fusilado en Tufo. Ese mismo día, los alemanes suspenden los contraataques. La guerra se desplaza hacia el norte —a Casino, a la playa de Anzio, a la carretera hacia Roma. La penetración del 10.º cuerpo del ejército más allá del Garigliano se estabiliza. La línea alemana ahora es inestable, se curva, retrocede, se retuerce, se enroca en las cimas más altas. El Frente Sur se mueve como una serpiente —un torpedo venenoso.

El 12 de mayo el frente Minturno-Scauri es ya elástico. Un tamiz, o un colador. Las tenazas se abren y se cierran, las ruinas son tomadas y abandonadas. Desde hace semanas ya no vemos civiles por ahí. Pero tienen que estar en alguna parte. Antes de la guerra, en Minturno había diez mil personas por lo menos. Un millar, en Tufo. Si miro Tufo con los prismáticos, no veo más que humo. ¿Hay alguien todavía, allí arriba? Por fin, un crucero americano fondea cerca de la playa de Minturno para bombardear las posiciones de las baterías alemanas demasiado lejanas para la artillería del 5.0 ejército. Algunos JU-88 alemanes intentan intervenir en Minturno, para socorrer a las tropas de tierra, ya completamente exhaustas. Los bimotores monoplazas bombardean en picado, se abaten para disparamos hasta rozamos casi, veo a los pilotos en sus cabinas, los veo caer más allá de nuestras posiciones. Los ingleses partieron hacia La Mancha a mediados de febrero. Por fin ha llegado nuestro momento. Por fin les toca a las divisiones americanas. Actualmente, todo nuestro ejército está del otro lado del Garigliano. Ha vuelto un gran silencio. He sumergido las manos en el agua del río. Había cañas con penachos de plumas, las hidras flotaban en la corriente, había una suntuosa ninfea blanca, libélulas de alas transparentes y un pájaro misterioso, que no había visto nunca, con una cresta erecta y una larga cola negra. Era bellísimo y he sentido un miedo extraño. He sabido que viviré.

A primeros de junio, los JU-88 se retiran hasta Francia. Lo que queda de las divisiones alemanas huye. Por fin nos infiltramos kilómetros y kilómetros, abrimos una brecha profunda como una herida en el Frente Sur. La prensa fascista admite dicha infiltración —la justifican diciendo que han creado una «franja fluida». Lloro porque ahora sé que la Línea Gustav ya no existe. El 5.0 está a las puertas de Roma. Yo también estoy a las puertas de casa. Estoy llegando —y tal vez sea tarde. Ya no queda nada. Mis lugares desiertos. ¿Dónde estáis? FRENTE SUR. Hemos atravesado.

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