Virus

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TERCERA PARTE » 23

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La rueda de la fortuna

 

AQUÍ es donde vivo. Bajo un signo marcado por el vacío.

Aquí es donde nos separamos. Cuando todo se agota.

La sensación en tu estómago. No la imaginas La sensación en tu estómago es como me asesinas.

 

La cosa anteriormente conocida como Lois Larkin agarraba una hoja de papel rosa. Garabateado en el grueso gránulo había escrito un poema. Era algo conmovedor, se lo sabía de memoria. Había repetido los versos una y otra vez aunque no recordaba el significado. Lo que sabía es que estaba hambrienta.

Era sábado de madrugada. Estaba tendida en una cama sobre su propia porquería y hedor. El picor estaba de vuelta. Se arrastraba entre los pliegues de su arrugada piel, bajo sus pechos caídos, y también en su interior. Sus órganos, sus moribundos músculos, sus huesos cada vez más anchos; parecían costras incurables. Estaba cambiando. El cabello negro se le caía a mechones. No era solo la luz del día lo que le hacía entornar los ojos; también la bombilla en el pasillo cuyo halo entraba por debajo de la puerta, y los faros de los coches de la calle. Se estaba convirtiendo en algo que no era Lois. Apretó fuerte el papel y recitó el poema como un encantamiento, tratando de revivir a la mujer que solía ser.

Pero ella odiaba a esa blandengue, ¿verdad?

La cosa dentro de ella parpadeó. La sintió reptar detrás de sus ojos. Su humedad aliviaba el picor. Dulce Lois, canturreaba la voz, tu padre está aquí con nosotros. Dice que te rindas ahora. Lo has hecho lo mejor posible. Está muy orgulloso de ti.

Lois miró hacia arriba, hacia el techo descascarillado, e intentó provocar mentalmente su derrumbe.

Aliméntame, Lois, demandó la cosa. Esta vez no canturreaba. Se cubrió los oídos con las manos. Lágrimas se derramaban de sus ojos. No sabía por qué. ¿Era esto llorar? ¿Lloraban los humanos? ¿Eso significaba, siguiendo la deducción, que ella era humana? Sintió un pálpito en su pecho, por encima del picor, y lo llamó esperanza.

Tú ganas, mi Lois. Lo has comprendido. Tienes que comer o moriré dentro de ti. Aliméntame ahora.

—¿Papi? —¡susurró, aunque sabía que no era su papi; era la cosa enterrada. Leía su mente para decirle lo que quería oír. Apretó el papel y deseó estar soñando todo esto. Deseaba estar de vuelta en el bosque, pero esta vez hubiera huido. Esta vez haría una mejor elección. Pero había tomado tantas malas decisiones que se habían amontonado como fósiles de su propia historia, y la habían atrapado en esta cama de niña; carne dentro del hueso.

—Papi, dime por favor qué debo hacer —susurró, su voz era monótona e irreconocible incluso para ella misma.

Caramelito, deja de luchar, respondió una voz. Sonaba tan igual a su padre que sonrió. Las palabras se precipitaban unas sobre otras como nerviosas piezas de dominó, como era su costumbre. Sabes qué hacer, susurró su padre, es la única manera. Pero este no podía ser su padre. Su padre nunca sugeriría algo tan... terrible.

En la habitación de al lado, Lois podía sentir las vibraciones de la respiración de Jodí aventurando respuestas a los paneles de La ruleta de la fortuna; sopa... ate. /Sopa de tomate! El picor era fuerte ahora. Se rascó el estómago y su última uña se desprendió. Sus dedos ya no parecían tales.

Las primeras noches tras comer la tierra del bosque había engullido todo lo que pillaba. La comida en el estómago había saciado el picor, como el agua fría una quemadura. Todavía recordaba los ojos brillantes de un mapache, gordo de alimentarse de basura, y el salvaje grito que profirió al romperle el cuello con los dientes.

Se había dicho a si misma a la mañana siguiente que ese recuerdo era un sueño febril, pero incluso entonces sabía la verdad.

Podía suponer algo sobre esa cosa que habitaba en su cuerpo. Como las brillantes y dulces flores que atraían a las abejas, cuando estaba cerca desprendía su aroma a azufre por el aire e infectaba la mente de la gente. Le había engañado para comer la tierra y darle un hogar. Ahora mismo estaba tomando posesión de su cuerpo, célula a célula. Estaba acelerando su metabolismo, volviéndola hambrienta. La estaba haciendo a su imagen y semejanza. Convirtiéndola en algo que no era Lois.

¿Pero llorar para qué? ¿Odiaba a Lois, no era cierto?

Si escuchaba con atención podía oír a los infectados vagando por las calles. Les gustaba la noche porque el sol les hada daño en sus negros ojos. Anoche habían aporreado las ventanas y su madre había gritado. Volverían esta noche. Había algo en ella que les gustaba.

La mayoría de los infectados cambiaban en segundos. Unos cuantos duraban lo bastante para ir tosiendo al hospital. Muchos morían o el virus dañaba su cerebro y se convertían en seres bobalicones, e igual hacia el virus dentro de ellos. Era tan inteligente como su anfitrión. Por eso los infectados habían cometido errores estúpidos. Se habían comido a todos los animales y ahora no tenían más remedio que darse a conocer a los humanos.

Lois no era como los otros. Su mente estaba aún despierta, aunque cambiada. Simple química. Solo una de cada millón de personas podía portar la fiebre tifoidea. Por eso la quería a ella. Para sobrevivir buscaba a su más perfecto anfitrión. La necesitaba. Había intentado matarlo de hambre pero ya se estaba haciendo demasiado tarde, su pelo se caía a puñados.

Deja

de luchar, Lois

, decía la voz. Esta vez sonó como la del Doctor Wintrob.

Sabes la verdad, antes de esto no eras nadie. Ni siquiera Konnie Kohler podía quererte.

Sus mejillas estaban frías allí por donde pasaban sus lágrimas. Apretó su hoja de papel rosa y murmuró:

—Así es como me asesinas. —Aunque no sabía qué significaba, las palabras eran reconfortantes. Eran humanas, no como la cosa que vivía en su interior. No como esa cosa que ya no era Lois. ¿En qué se estaba convirtiendo de todas formas?

Aliméntame, Lois.

Se lamió los labios. Incluso el bebé dentro de ella dio patadas. ¿De quién era ese bebé? ¡Ronnie!

Solías quererle, ¿recuerdas?

Reclamaba una voz. No, siendo honesta, no lo recordaba. Nunca lo había querido. Nunca había querido a nadie, ¿verdad que no?

En la otra habitación su madre soltó una risita. Vanna White estaba montada en un monopatín.

Ellos te han limitado. Te convirtieron en una sumisa. Nunca supieron lo que podías llegar a ser

. La voz sonaba como la de su padre, la del Doctor Wintrob y la de su primer novio, y más que todas esas sonaba como la cosa fría y plana que se estaba desenrollando como un gusano en su mente. Lo escuchó y trato de acorazarse contra ello pero luego dejó de intentarlo. Si no fuera por su madre y por Ronnie sería ahora profesora en la UVM. Estaría casada, y tendría tres hijos y un perro. Le habían robado la vida. Esta criatura inhumana era la única que le comprendía.

Merecía algo mejor. Quería liberarse de esta jaula en la cual estaba atrapada. Esta cama, esta casa, esta ciudad, esta Lois Larkin. Estaba hambrienta, pero no quedaban filetes. Ni animales. Oyó a su madre murmurar:

—Compra la vocal idiota.

Estaba hambrienta de algo humano.

Los infectados se reunieron junto a la ventana. El virus parpadeó dentro de ella, podía sentir su desesperación. Sin ella era solo instinto y hambre. Sin ella, comería hasta que no quedara nada y luego moriría.

Se bajó de la cama y caminó sobre las trampas que se había puesto para ella misma: las ruidosas campanitas para alertar a su madre de que estaba en movimiento, la ausente tabla del suelo en la cual la vieja Lois había esperado que cayera la nueva. Los infectados sonrieron al ver que estaba ya de camino, y la cosa en su interior rió tontamente. O quizás no era la cosa en su interior; quizás era ella, riendo como una tonta.

Pensó en Russell Larkin, de quien sabía que estaría decepcionado. Pero ella también estaba decepcionada con él. Allí en la carretera nevada debería haber llamado para pedir ayuda. Debería haberle escrito una nota. Debería haberse arrastrado fuera del coche con las manos y las rodillas. Aunque fuera solo para decir adiós. Cogió el papel rosa donde estaba escrito el poema, se lo metió en la boca y comenzó a masticar. Devoró a la vieja Lois Larkin, y no le supo a nada.

Sacó los clavos de donde los había amartillado. Le sangraron los dedos, pero se le curaron pronto. Cuando abrió la ventana extendieron sus pálidas manos por la abertura y saltaron dentro. Ella estaba de pie esperando, ataviada con su camisón (Así es como me asesinas), como una novia. Delante estaban todos los niños de su clase de cuarto. Los labios de George Sanford estaban rojos, pero esta vez no de crayolas. Caroline Fischer, Alex y Michael Fullbright, Donna Dubois. Estaban perdidos ahora que caminaban por las noches. Enfermos por el cambio no sabían cómo cuidar de sí mismos. Sus instintos eran todos equivocados.

Necesitan a su madre, Loisy

susurró la cosa enterrada, y era verdad. Sus nenes la necesitaban. La pobre Caroline estaba sangrando. Estaba tan hambrienta que se había roído su propio pulgar.

Los ojos de Lois se humedecieron. Sus nenes. Sí, era capaz de amar después de todo. Quería a sus niños.

Vio a una pálida extraña en el espejo. Dientes juntos y ojos negros. Demacrada y encorvada como un animal afeitado. Se movía al mismo tiempo que ella. Miraba a los niños que ya no eran niños; sus ojos eran demasiado negros, sus sonrisas demasiado amplias. Se le tensó la garganta. ¿En qué se estaban convirtiendo? Pero entonces dejo de preguntárselo. Fuera lo que fuera le gustaba, porque no era Lois Larkin.

James Walker siseó. Podía leer su mente. Había asesinado a sus padres esta noche, pero aún tenía hambre porque no había sabido acabar con ellos. Pobre nene. El saltó a sus brazos como si fuera allí donde perteneciera (Aquí es donde nos separamos).

—Dulce niño —dijo. Recordó la forma en que se burlaba de su ceceo y retorció sus mejillas hasta hacerle daño—. Ahora cuidaré de todos vosotros —dijo.

Salió de la habitación. Siguió a su hambre, y los niños caminaron tras ella. Había más infectados fuera de la casa. Podía sentirlos; no solo a los niños, a todos los de Corpus Christi. El virus los había mandado hacia ella, su líder.,

A medida que avanzaba por el pasillo una sombra seguía el camino contrario. Tenía su misma forma; su esencia de Nilla Wafers y sus pasos estaban cargados de pena. Supo entonces lo que significaba el poema. Era un mensaje de su alma. Aquí es donde nos separamos. Bajo un signo marcado por el vacío. La sombra pasó a través de ella. Así es como me asesinas, susurró la vieja Lois a la nueva mientras se hundía bajo el bosque, en la tierra, más abajo de la tierra. Si hubiera podido atraparla y devorarla para que ni su recuerdo existiera, lo hubiera hecho. Tanto odiaba a Lois Larkin.

La mujer estaba en la cocina. Inclinada sobre un vaso de leche. Sus ojos se abrieron como cráteres. El pelo de Lois había desaparecido, la piel le colgaba como unos volantes. Era irreconocible, pero la mujer la reconoció. Habían vivido juntas casi treinta años. Tras ella, los niños hambrientos observaban en silencio. Solo los contornos de sus pálidos rostros eran visibles en la oscuridad.

Jodi saltó de la silla y lanzó el vaso. Lois lo esquivó echándose a un lado, y la leche se desparramó por el suelo. Al unísono los niños chillaron:

—OOOOOHHHH

—Por favor —gemía Jodi—. Por favor, no.

—Se suicidó por tu culpa —espetó Lois.

El terror de Jodi era algo punzante. Sabía que no iba a ganar esta pelea. Sabía que no iba a sobrevivir.

—Él nunca te quiso. Ni yo tampoco —atacó.

Lois sonrió ampliamente. No se tomó su tiempo. No fue suave. Le arrancó a su madre la piel del cuello con los dientes. Mientras el cuerpo de Jodi se agitaba, la cosa anteriormente conocida como Lois se arrastró junto a él y les enseñó a sus alumnos cómo liberar la carne del hueso.

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