Virus

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Uno

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UNO

Antes de descender a la planta baja decidí que no iba a mencionar qué día era. Solo de pensarlo me faltaban las palabras.

Tessa estaba en la sala, regando las judías de la repisa de la ventana. De la cocina llegaba un olor a copos de avena. Gav estaba inclinado sobre el cazo, con una cuchara de madera en la mano y el pelo revuelto. Tuve que resistirme a la tentación de acercarme a él y pasar los dedos por su leonina melena.

Hacía ya más de una semana que le había sugerido que se quedara a dormir en el colchón hinchable que habíamos encontrado allí, en la casa del tío Emmett. De todos modos, ya pasaba prácticamente todo el día con nosotras, y cuando por la noche tenía que marcharse a la casa vacía de su familia, me reconcomía la angustia. A pesar de todas las preocupaciones, aún me producía vértigo encontrar a mi novio en casa cada mañana.

—Eh —dije.

Él levantó la mirada y sonrió.

—¡Buenos días, Kaelyn! —exclamó Meredith, que entró en el comedor con una energía increíble para una niña que acababa de superar un virus mortal.

Incluso había empezado a preguntarme si su constante vivacidad no sería una forma de intentar compensar todo el tiempo que había pasado en la cama del hospital. Pero al ver el saludable rubor de sus mejillas no pude evitar sonreír. Meredith se encaramó a un taburete y echó un vistazo en el cazo de avena.

—¿Tenemos azúcar moreno?

—Meredith… —dije yo, bajando de pronto de la nube, pero Gav levantó la mano.

—Moreno no —respondió—, pero, si quieres, puedo añadir unos polvos blancos.

Meredith empezó a sacar el labio inferior, pero logró reprimir el puchero y levantó la barbilla.

—¡Genial! —exclamó—. ¡Gracias, Gav!

—Traje unas bolsas extra del almacén —me dijo Gav cuando la niña se marchó a la mesa—. Pensé que si alguien se merecía un gusto era ella.

—Gracias —le dije—. Y por el desayuno también.

—Sí, ya sé que me dejáis vivir aquí solo por mis dotes culinarias —respondió él.

—Que no se te olvide —le solté yo.

Entonces lo agarré por la cintura, me incliné y le di un beso. Desde el comedor, Meredith reprimió una carcajada burlona.

Lo solté y fui con ella, mientras Gav empezaba a llenar los cuencos de la encimera con la avena. El suelo crujió a mis espaldas, y Leo apareció del diminuto baño de la planta baja donde se había estado aseando. Se nos quedó mirando con la misma expresión vacilante que ya le había visto al bajar del ferry, como si no estuviera seguro de qué pintaba aquí. Entonces Gav se giró y tocó el brazo de Leo con la cuchara de madera, sin querer. Este se encogió y se golpeó la cadera contra el mármol.

—Uy, mierda —dijo Gav—. Lo siento, tío.

Leo agachó la cabeza y se apoyó con una mano en la encimera.

—No pasa nada —respondió—. Estoy un poco flojo de reflejos —añadió, con una carcajada incómoda, y a mí me dio un vuelco el corazón. El Leo al que yo había conocido era un chico bromista y divertido; el que tenía ahora frente a mí, en cambio, parecía que le costara horrores reírse.

Se me quedó mirando mientras yo recogía mi cuenco y eso me calmó un poco. Si alguien tenía que acordarse de la importancia que tenía aquella fecha, iba a ser Leo.

—Un segundo, Kae —dijo, y salió corriendo hacia la sala de estar.

Se oyó un crujir de tela e imaginé que estaría revolviendo la mochila que había traído de la casa de sus padres. Su vieja casa, como la mía, no tenía generador, por lo que se había instalado en nuestro sofá.

Gav me miró, enarcando una ceja, y yo me encogí de hombros. Estaba al corriente de la historia de la amistad que había habido entre Leo y yo, o por lo menos de la versión abreviada que les había ofrecido a él y a Tessa después de traer a Leo a casa, hacía dos semanas. Les había dicho que no se lo había contado antes porque estaba demasiado preocupada por lo que pasaba en la isla. Y en parte era cierto.

En su momento no había hablado con nadie del hecho de que Leo y yo nos hubiéramos peleado y de que hubiéramos dejado de hablarnos después de que me mudara a Toronto, siguiendo a mi padre en uno de los trabajos que tuvo. Ni siquiera había hablado de ello con Leo. Desde que había llegado parecía tan hecho polvo que había decidido evitarle conversaciones dolorosas. Casi parecía como si se le hubiera olvidado nuestra discusión, y me dije que tendría que ver con la gran cantidad de amigos y familiares que habíamos perdido desde ese momento. Pero entonces, el cuarto día, me había soltado:

—Entonces somos amigos, ¿no?

Lo había dicho como si tuviera miedo a preguntarlo.

—Lo siento, la pelea fue culpa mía —respondí. Fue lo único que me salió.

—Asumo la mitad de las culpas y estamos en paz —dijo él, y me abrazó tan fuerte que me cortó el aliento. Y así, sin más, el asunto quedó resuelto.

Pero aunque las cosas entre los dos se hubieran arreglado, era evidente que a Leo le pasaba algo.

Gav llevó su cuenco y el de Meredith a la mesa del comedor, y Leo volvió a la cocina con una mano detrás de la espalda.

—Cierra los ojos —dijo, con una sonrisa que casi parecía auténtica.

—Leo —le contesté—, no estoy de…

—Vamos —insistió—. Por los viejos tiempos.

Tenía la sensación de que si seguía protestando se le volvería a helar el gesto, de modo que cerré los ojos y me quedé inmóvil, con el cuenco entre las manos. Se oyó un chirrido y un tintineo, y noté como algo caía en mi cuenco.

—Ya —dijo él.

Abrí los ojos, bajé la mirada y me quedé sin aliento.

En medio del cuenco había una cucharadita de mermelada de arándano. Reconocí la letra angular de su madre en la etiqueta del tarro que Leo llevaba en las manos.

—Feliz cumpleaños.

Hacía por lo menos un mes que no probaba ni siquiera la mermelada industrial. El olor dulzón me hacía salivar y me empezaron a escocer los ojos.

Cuando éramos pequeños, la familia de Leo y la mía salíamos juntas a recoger frutos del bosque; yo solía buscar conejos entre los arbustos y Leo brincaba de roca en roca. Cada agosto, su madre les traía a mis padres unos tarros de conserva, que Drew y yo nos pulíamos antes de que terminara septiembre.

Así había sido nuestra vida antes de que el virus se los llevara a todos. Antes de que le devorara el cerebro a mamá e hiciera que Drew sintiera que tenía que volver al continente a buscar ayuda. Y antes de que papá muriera a manos de una panda de exaltados de la isla que querían incendiar el hospital con todos los pacientes infectados dentro.

—No me lo podía creer —estaba diciendo Leo—. Nuestra despensa estaba hecha un asco, pero encontré este tarro escondido detrás de una caja, en un rincón, como si me esperara.

—Deberías comértela tú —dije, ofreciéndole el cuenco—. La preparó tu madre.

Que no iba a poder prepararla nunca más; el virus también se había llevado a los padres de Leo, que negó con la cabeza y apartó el cuenco, aunque la sonrisa le vaciló.

—Creo que ella habría querido que la compartiera —dijo.

Cuando había regresado de su casa no había dicho nada, y yo tampoco lo había querido agobiar. De momento nos había ofrecido apenas un breve resumen de cómo había logrado regresar desde su escuela de danza en Nueva York haciendo autostop. Casi todas las noticias sobre el continente que sabía me las había contado Mark, el otro habitante de la isla que se había quedado atrapado al otro lado del estrecho y había logrado regresar con Leo. Pero ¿qué podía hacer aparte de darle tiempo?

Vacilé un instante. Gav asomó la cabeza.

—¿Es tu cumpleaños? —preguntó—. Ya lo podrías haber dicho.

—No es nada del otro mundo —respondí mientras llevaba mi cuenco a la mesa—. Además, los diecisiete no son una edad importante, ¿no?

—Pues yo creo que están muy bien —dijo Gav—. Aunque a lo mejor no soy objetivo.

—¡Anda, se me había olvidado! —exclamó Meredith—. ¡Tengo que hacerte una tarjeta!

—No tienes que hacer nada —dije, pero ella se tragó la última cucharada de avena y se marchó corriendo a la sala de estar, donde la mesita estaba cubierta de cartulinas y lápices de colores.

—Tess, el desayuno está a punto —anunció Leo, que entró en el comedor detrás de mí.

Yo me senté al lado de Gav y entrelacé mi tobillo con el suyo.

—Ya se me ocurrirá algo —dijo Gav.

—En serio —protesté—. No tienes por qué…

—Lo sé, lo sé. Pero lo voy a hacer igualmente —dijo, y entonces se volvió hacia Leo—. ¿Algún secreto más sobre Kae que deba saber?

Leo meditó un instante, como si se tomara la pregunta en serio, y finalmente sonrió.

—Creo que no voy a decir nada más, no vaya a ser que me suelte a sus hurones asesinos.

A mí la broma me pareció bastante mala, pero Meredith se giró de inmediato.

—¡Mowat y Fossey no atacan a la gente! —exclamó.

Los demás nos reímos, y eso rebajó la tensión. Pero en cuanto Tessa se sentó a la mesa y empezamos a comer, me entraron ganas de llorar.

«Por muy ocupados que estemos, nunca debemos olvidar que no hay nada más importante que la familia», decía siempre mi madre. El día de mi cumpleaños y el de Drew, mis padres siempre se las apañaban para entrar a trabajar más tarde y, si no caía en fin de semana, se encargaban de que nosotros no tuviéramos que ir a clase hasta después del recreo. Bajábamos del dormitorio y nos encontrábamos los regalos, que habían amontonado encima de la mesa, así como el desayuno que le habíamos pedido a mamá el día antes.

Ya no me acordaba de qué desayuno le había pedido hacía un año, cuando había cumplido dieciséis. En su momento no me había parecido importante.

Me metí una cucharada de avena en la boca y noté cómo la masa pegajosa de arándanos me bajaba por la garganta. Tenían un sabor dolorosamente familiar y, al mismo tiempo, del todo ajeno a las vidas que llevábamos ahora.

—Déjalo todo en el fregadero —dijo Tessa cuando terminé de comer—. Yo me encargo de los platos.

En otras circunstancias habría protestado, pero en ese momento necesitaba estar un momento a solas.

—Gracias —dije—. Estaré arriba.

El cuarto de Meredith parecía mucho más pequeño desde que mi prima había vuelto del hospital. Había colocado la cama plegable junto a la suya, y entre las dos ocupaban casi la mitad de la habitación. En un rincón había una caja de cartón con las últimas pertenencias de papá, que había recogido en el hospital. Me la había dado Nell, la única doctora que nos quedaba, durante una de mis visitas a Meredith.

Me senté en la cama plegable y abrí la caja. Cuando la había traído a casa, había revisado el contenido tan rápidamente como había podido. Ahora saqué el abrigo que había doblado encima de todo y froté la cara contra la lana.

Olía a papá, una mezcla de roble, café y loción de afeitado de limón. Era como si volviera a estar en su despacho, hablando con él sobre el comportamiento de algún animal, o acerca de algún fenómeno medioambiental curioso que había observado.

Hacía solo tres semanas había llevado aquella chaqueta. Me abracé a ella, conteniendo las lágrimas, y noté como algo duro se me clavaba en la parte interior del brazo.

Pasé la mano por el interior y encontré un bolsillo. Metí la mano dentro y mis dedos se toparon con algo metálico.

Saqué dos llaves unidas por una delgada anilla de la que colgaba una etiqueta de plástico con el logotipo del centro de investigación donde había trabajado papá, un semicírculo dividido por una línea ondulante.

Me las quedé mirando. Al recoger sus cosas, había esperado encontrar justamente esas llaves, pero pronto me había convencido de que no había tenido suerte. Probé todas las que encontré en un llavero grande que me había dado Nell, pero ninguna encajaba en la cerradura. Habían estado ahí todo el tiempo, separadas del resto y escondidas.

Y ahora eran mías.

Finalmente podría echarle un vistazo a lo que mi padre había estado investigando cuando no estaba trabajando en el hospital. Si había logrado desarrollar un tratamiento experimental, aunque solo fuera a medias, Nell podría probarlo. Si no, por lo menos podríamos llevar las herramientas del laboratorio al hospital; algo habría que nos resultara útil.

Me llegó la voz de Gav desde la planta baja. Si le contaba adónde pensaba ir, querría acompañarme; a lo mejor querrían venir todos. Solo de pensar en tener que compartir con alguien más la primera impresión del último lugar donde había vivido mi padre me puse tensa.

Doblé la chaqueta de lana, la volví a meter en la caja y me encaminé hacia la puerta principal. El laboratorio no quedaba lejos de allí. Y solo quería echar un vistazo rápido. Por la tarde iríamos todos juntos y lo exploraríamos más a fondo.

—Voy a estirar un poco las piernas —dije mientras me ponía las botas.

—¿Quieres que te acompañe? —preguntó Gav desde la puerta de la sala de estar, pero yo negué con la cabeza.

—Será solo un momento.

Fuera, el aire era fresco pero no gélido. La temperatura estaba un par de grados por encima del punto de congelación. La nieve que había caído la semana anterior goteaba en los desagües.

Por lo demás, las calles estaban silenciosas. Hacía un año habría encontrado a varias personas apartando la nieve de la acera con palas o deshelando los caminitos de acceso a las casas, pero ahora no había nadie. Se distinguían los cristales rotos de las ventanas y las puertas reventadas y abiertas de par en par, el rastro de la banda que se dedicaba a saquear el pueblo. La veintena de voluntarios que echaban una mano en el hospital también dormían allí. Durante los últimos dos meses, los centenares de casas que inicialmente el grupo de Gav había abastecido de comida habían quedado reducidas a unas decenas, cuyos habitantes habían logrado eludir el virus y aún resistían.

Di la vuelta al hospital. Detrás había una estrecha franja pavimentada que terminaba en un prado con abetos y riscos rojizos que asomaban entre la nieve. Aquí y allá había huellas de animal que cruzaban el camino, básicamente de ardilla y de coyote. En otro momento me habría detenido a examinarlas, pero aquel día las llaves que notaba en el bolsillo me empujaban a seguir adelante.

Además, ¿acaso aún quedaba alguien a quien le importaran mis observaciones? Pasaría mucho tiempo antes de que el mundo necesitara a una bióloga que se ocupara de los animales.

El centro de investigación estaba rodeado por un semicírculo de pinos, en medio de un rectángulo de hormigón de color beis. Me detuve a unos pasos de la puerta. Había decenas de pisadas alrededor de la entrada, algunas de ellas correspondientes a botas de nieve. Un puñado de personas habían pasado por ahí desde la última nevada.

El metal que rodeaba el cerrojo estaba cubierto de arañazos, y el grueso cristal de una de las ventanas estaba astillado, como si alguien lo hubiera intentado romper. También habían desmontado el intercomunicador que había junto a la puerta, y del que asomaban varios cables pelados. Apreté los puños dentro de los bolsillos.

Así pues, la banda de saqueadores también se había interesado por aquel lugar, como si no hubieran robado ya bastantes cosas.

El rastro de las pisadas cruzaba el camino en diagonal y se perdía entre los árboles. No había marcas de ruedas: seguramente los intrusos habían ido allí a pasar el rato, y no en misión oficial. En aquel momento no parecía que hubiera nadie por las inmediaciones.

Saqué las llaves con manos temblorosas. La más grande encajó en la cerradura y giró sin problemas. Empujé la puerta y la abrí.

El generador de emergencia aún funcionaba y las luces del pasillo parpadearon en cuanto pulsé el interruptor. Me dije que tampoco era de extrañar: aquel era el edificio más nuevo de la isla, de modo que era normal que también tuviera la mejor maquinaria.

Dejé atrás un par de buzones vacíos y encontré una cocina, en la que había tan solo una caja de té pekoe naranja, y lo que parecía una sala de reuniones, con un televisor de pantalla plana que ocupaba casi por completo una de las paredes. Había una grieta en medio de la pantalla.

Seguí adelante con cierta incomodidad y llegué al hueco de la escalera.

En el piso de arriba, la segunda habitación donde me asomé tenía que ser el despacho de papá. En un extremo del escritorio había una foto enmarcada de mí y de Drew en la playa, y junto a esta, los guantes de piel que mamá le había regalado las últimas Navidades.

El ordenador me pidió una contraseña que no logré adivinar. Rebusqué por los cajones, pero solo encontré investigaciones sobre bacterias marinas y poblaciones de plancton. Finalmente me hundí en la silla.

¿Cuántas horas habría pasado papá allí sentado, intentando descifrar el virus, echando de menos a mamá, preocupándose por mí y por Drew?

Cerré los ojos con fuerza y me obligué a levantarme. Si tardaba demasiado, Gav empezaría a preocuparse.

La tercera puerta era la del laboratorio. Accioné el interruptor y los fluorescentes llenaron la habitación de una luz plana, sin color. Debajo de unos armarios atornillados a la pared había una mesa negra y reluciente, con microscopios y placas de Petri. En un rincón había una nevera de acero inoxidable con una pantallita digital que indicaba la temperatura interior. Era evidente que papá había pasado sus últimas horas allí. Junto a uno de los microscopios había un vaso de poliestireno medio lleno de té, ya frío, naturalmente, y varias libretas. Una de ellas estaba abierta y en la página distinguí la letra redondeada de papá.

La cogí y una palabra atrajo mi mirada.

«Vacuna».

Me incliné encima de la mesa y leí la página por encima. «Si sigo tres días más sin ningún efecto secundario de la vacuna, hablaré con Nell sobre el siguiente paso», había escrito. En la parte superior de la página ponía: «Proyecto WebVac, día 18».

Me senté en una de las sillas y hojeé la libreta. El corazón me iba a mil por hora.

Tras varios minutos leyendo, me acerqué a la nevera y la abrí. En el segundo estante, en una bandeja de plástico, había cinco frasquitos cerrados que contenían una solución ambarina. Cerré la puerta para evitar que entrara demasiado calor y me apoyé en la nevera. Me temblaban las manos.

Ahí estaban. Las muestras de la nueva vacuna de papá.

Había seguido trabajando para intentar encontrarla incluso después de que su equipo enviara su primer intento al continente, cuando ya era la última persona que quedaba en el centro. Había documentado todo el proceso en una libreta. A base de intentar desactivar el virus con diversos métodos y tras incorporar proteínas de la mutación previa, había dado con una fórmula que casi estaba seguro de que funcionaría y no resultaría dañina. Pero primero tenía que ponerla a prueba. Y como papá era así, había decidido asumir el riesgo él mismo.

Así pues, sin contárselo a nadie, y sin contármelo a mí, se había inyectado la muestra dieciocho días antes de morir. Y no había enfermado, aunque a diario había estado en contacto con personas infectadas en el hospital.

Teníamos una vacuna.

Teníamos una vacuna que podía funcionar.

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