Virus

Virus


Dos

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DOS

El hospital estaba mucho menos abarrotado que hacía unas semanas, pero desde la recepción, vacía, se oían todas las fases del virus en evolución: la tos, los estornudos y los dedos arañando una picazón que no daba tregua en las salas contiguas al pasillo; el griterío procedente del fondo, voces que decían cosas de las que los pacientes se habrían avergonzado cuando aún estaban sanos: una mujer que deliraba sin parar sobre el marido de una vecina del que se había enamorado, un chico que alardeaba de haber roto los juguetes preferidos de su hermano… Y desde la primera planta llegaban los gritos y los berridos de quienes llevaban más tiempo contagiados. Nos habíamos quedado ya sin los sedantes que les habrían podido ahorrar las violentas alucinaciones que les asaltaban antes de la muerte.

Hacía un par de semanas, Nell me había contado que también se nos habían terminado las mascarillas.

—No se pueden reutilizar —dijo—, pero se las hacemos llevar a los pacientes. Es una forma de protegernos a nosotros mismos, y no le hace ningún daño a alguien que ya está infectado.

El resto nos cubríamos la boca como podíamos cuando salíamos de casa. Como yo ya había pasado la enfermedad y ahora era inmune, era la que llamaba a las puertas cuando salíamos con Gav a repartir comida, o cuando íbamos con Tessa a buscar existencias, por si nos topábamos con alguien que se hubiera infectado. A Gav no le hacía ninguna gracia, pero yo no pensaba correr riesgos innecesarios. Contraer el virus equivalía a una sentencia de muerte. Había sobrevivido porque había contraído una mutación inicial que me había proporcionado una resistencia parcial. Y Meredith se había salvado gracias a un tratamiento experimental para el que habían utilizado mi sangre.

No encontré a Nell en la planta baja, de modo que decidí buscarla en el primer piso. Por encima del resto de los gritos se oía un aullido agudo, que atravesaba las paredes. Contuve el aliento y subí los últimos escalones. Si hubiera tenido bastante sangre para donar, habría intentado salvar a todos los pacientes del hospital, pero morir en el intento no habría servido de nada. Solo ayudar a Meredith me había debilitado tanto que había tenido que volver a ingresar en el hospital durante un día. En cualquier caso, si la nueva vacuna de papá era lo que él había esperado, eso ya no importaría, porque no iba a enfermar nadie más.

Llegué a la primera planta y encontré a Nell en el pasillo, hablando con uno de los voluntarios. Los dos llevaban la parte inferior de la cara cubierta con un paño de tela. La de Nell era muy blanca, y destacaba por contraste con su bata de laboratorio sucia y manchada. Di un paso hacia ella, pero entonces me vio y me hizo una señal para que la esperara en la planta baja.

Volví a bajar por las escaleras, con aquellos gritos que me resonaban en los oídos.

Nell me siguió un par de minutos más tarde. Se quitó los tapones de los oídos y el trapo que le cubría la boca.

—¿Pasa algo? —preguntó, cansada.

El agotamiento había hecho mella en su rostro y llevaba el moño desaliñado. Me pregunté con qué frecuencia iría a su casa, dormiría y comería, a pesar de que ahora el hospital albergaba un número menor respecto a los pacientes que había atendido hacía un par de meses. Las únicas supervivientes del personal eran ella y dos enfermeras.

—Sí —respondí—. Te tengo que contar una cosa…

Las luces del techo parpadearon. Levanté los ojos, sobresaltada, pero Nell esbozó una débil sonrisa.

—Tenemos algún problemilla con el generador —dijo—. Nadie había previsto que tuviéramos que utilizarlo durante tanto tiempo. Howard cree que dentro de un par de días volverá a funcionar como siempre. ¿Qué me querías contar?

Aparté los ojos del techo e intenté reprimir el revoloteo nervioso que notaba en el pecho.

—Esta mañana he encontrado las llaves del centro de investigación —dije—. He ido a echar un vistazo y… Papá creó una nueva vacuna, Nell.

Ella se me quedó mirando sin parpadear.

—Una vacuna —contestó. Así pues, no se lo había dicho.

—Para el virus —añadí, como si no fuera evidente—. Primero quería probarla él mismo y, en cuanto estuviera seguro de que funcionaba, producir suficiente cantidad para tratar a todos los habitantes de la isla.

Y entonces no habría más muertes. No tendría por qué preocuparme cada vez que Gav, Tessa o Leo salían de casa. Tenía ganas de echarme a bailar, pero Nell seguía mirándome, impasible. Finalmente meneó la cabeza y soltó una breve carcajada de sorpresa.

—Sabía que estaba trabajando en una nueva fórmula, pero nunca me dijo que… Nunca mencionó que estuviera tan cerca —reflexionó, y se rascó la cabeza—. ¿Cuánta cantidad hay?

—Diría que solo cinco dosis —contesté—. No había terminado de probarla, de modo que imagino que no quería perder el tiempo produciendo más hasta estar del todo seguro. Pero él se la había tomado hacía dieciocho días y estaba bien. Eso significa que la vacuna funciona, ¿no?

—Es probable que no suponga un peligro, sí —dijo—. Pero tu padre seguía tomando las mismas precauciones que siempre: llevaba mascarilla, guantes y un traje esterilizado siempre que estaba con los pacientes. Para averiguar si realmente te protegía…

Para saber eso, alguien habría tenido que tomar la vacuna y a continuación exponerse al virus. ¿Se refería a eso papá cuando hablaba del «siguiente paso»?

—Pero puede que funcione —dije, e hice una pausa. Una pregunta persistente intentaba abrirse paso entre el resto de mis pensamientos—. ¿Por qué intentaba crear otra vacuna, Nell? Ahora sabemos, gracias a Leo y Mark, que la primera, la que había creado en colaboración con la gente de World Health y que envió al continente, no era efectiva. Pero papá no lo sabía.

—Sí lo sabía —respondió Nell en voz baja—. Su contacto en el Ministerio de Sanidad se lo comunicó unos días antes de que perdiéramos el contacto vía satélite.

Durante un segundo fui incapaz de hablar. ¿Lo sabía? Papá sabía que el virus seguía extendiéndose en el continente y, aun así, durante semanas y semanas, había dejado que me hiciera ilusiones de que tal vez el mundo más allá de la isla hubiera logrado resolver el problema.

Pero ahora eso no importaba.

—Pues ahora la tenemos —dije—. Dejó un montón de notas. ¿Las podrías utilizar para crear más vacunas? O, a lo mejor, ahora que los soldados que patrullaban en el estrecho se han marchado… —«porque como no se hayan marchado me muero», pensé—, …a lo mejor ahora podemos llevar las muestras al continente y encontrar a alguien que pueda hacerlo. Por mal que esté la situación allí, es imposible que todo el mundo se haya rendido. Nosotros aquí seguimos luchando.

—Sí —dijo Nell—, tienes razón. Me encantaría poder hacerlo yo misma, Kaelyn, pero no tengo la preparación necesaria, y lo más probable es que, en lugar de reproducir la vacuna correctamente, cometiera algún tipo de error. Tendremos que organizar un grupo que se traslade al continente y encuentre a alguien que siga trabajando en el virus —añadió, y entonces hizo una pausa—. Me pregunto cuánto tendremos que esperar antes de poder salir.

—No, tienen que ir ahora mismo —dije—. Cuanto antes distribuyamos la vacuna…

—Kaelyn —me cortó Nell—, tenemos que pensar de forma práctica. He hablado con Mark. En el continente las máquinas quitanieves no funcionan, las carreteras están intransitables, las gasolineras están cerradas, y es posible que no haya ningún lugar donde refugiarse del frío. Aún quedan dos largos meses de invierno. Enviar a alguien en estas condiciones equivaldría a emprender una misión suicida. Y si le pasara algo al equipo también perderíamos la vacuna.

—Podríamos perderla aquí si no hacemos algo pronto —dije—. ¿Qué sucede si el generador del centro de investigación deja de funcionar?

—Podemos trasladar las muestras al hospital.

—Claro, porque el generador de aquí funciona muy bien, ¿no? —señalé, y las luces parpadearon como dándome la razón. Nell hizo una mueca, pero yo seguí hablando—. Además, los de la banda de saqueadores ya han intentado entrar en el centro. ¿Dónde podemos almacenar la vacuna para que esté segura? ¿Qué vamos a hacer si le pasa algo durante los próximos dos meses?

Nell me tocó el brazo.

—Resistiremos hasta la primavera —dijo—. Creo que hemos demostrado que tenemos mucho aguante. Es fantástico que hayas encontrado una vacuna, Kaelyn, y haremos todo lo necesario para protegerla, pero creo que no tenemos más opción que esperar.

Aunque esas fueron sus palabras, no detecté ningún rastro de alegría bajo el cansancio de su voz. Nell llevaba tanto tiempo trabajando en el hospital y había visto tantas cosas que seguramente no podía creer que de pronto le cayera una vacuna del cielo. A lo mejor se parecía demasiado a un cuento de hadas.

Y a lo mejor lo era. Seguramente tenía razón cuando decía que era arriesgado, pero ¿cuántas personas más iban a enfermar antes de la primavera? Eso suponiendo que lográramos sobrevivir hasta entonces.

—Estaremos bien —insistió Nell, y me dio unos golpecitos en el hombro.

Sin embargo, cuando se dio media vuelta, tuve la sensación de que intentaba convencerse a sí misma de que no se estaba engañando.

Cuando llegué a casa, el sol brillaba sobre la nieve, pero la temperatura se había desplomado y la brisa me acariciaba la cara con sus dedos gélidos. Cogí el pomo de la puerta y dudé un instante. Durante el camino de vuelta del hospital, había ido tomando conciencia de lo que debía hacer. Ahora aquella certeza me pesaba en el estómago como una losa.

No tenía ni idea de cómo se lo iba a decir a los demás. Seguramente Tessa se pondría de mi lado, pero no sabía qué esperar de Leo. Y en cuanto a Gav…

Apreté los dientes y abrí la puerta.

Tessa y Meredith estaban sentadas ante la mesita del café. Meredith murmuraba en voz baja mientras manejaba las agujas de punto y el hilo, y Tessa leía con el ceño fruncido las instrucciones descoloridas del kit de costura que habíamos encontrado. Me miró con una media sonrisa de bienvenida y entonces se volvió hacia Meredith.

—A lo mejor si las giras hacia el otro lado…

En la cocina, Gav estaba echado en el suelo, con medio cuerpo bajo el fregadero, y Leo estaba junto a él con la caja de herramientas.

—No lo alcanzo —le oí decir a Gav mientras me quitaba las botas.

Leo ladeó la cabeza y le ofreció una llave inglesa.

—Prueba con esto.

Se oyó un sonido metálico y Gav soltó el aliento.

—¡Perfecto! —dijo—. ¿Habías hecho esto antes?

Leo sonrió de medio lado.

—Mi padre siempre quería que me entretuviera con «cosas de hombre». Herramientas, barcas, pistolas… Creo que era su forma de intentar compensar mi obsesión con el baile. Y supongo que algo se me pegó.

—Pues nos viene que ni pintado —apuntó Gav, que dio un golpecito en la tubería y salió de ahí debajo—. Mi padre era fontanero, de modo que esto era prácticamente lo único que hacía en casa. Debería haber prestado más atención…

Verlos charlar de aquella forma me reconfortó un poco, y por unos segundos me olvidé de la difícil conversación que estaba a punto de abordar. Entonces Meredith suspiró y dejó las agujas encima de las mesa.

—¡Kaelyn! —exclamó. A continuación cogió una cartulina doblada que había encima del sofá y se me acercó, corriendo y agitándola—. ¡La han firmado todos! —dijo—. Y con estas agujas te haré unos guantes o un gorro. Para los demás también, pero primero para ti. En cuanto descubra cómo funcionan.

Había decorado la tarjeta de cumpleaños con pegatinas brillantes en forma de estrella y con un dibujo de mí, con el pelo enmarañado y los pies que apuntaban hacia fuera, rodeado con un círculo hecho con unas franjas que recordaban los rayos del sol. «¡Para la mejor prima de la historia!», había escrito dentro. La sensación de culpabilidad tensó aún más el nudo que notaba en el estómago.

No quería emocionarme más de la cuenta con lo de la vacuna, ni tampoco deseaba preocuparme demasiado con lo que planeaba, sobre todo cuando aún tenía que convencer a los demás y rebatir los argumentos con los que sabía que me intentarían disuadir. De hecho, ni siquiera estaba segura de cuál era mi plan. Pero hablaría con Meredith pronto, en cuanto hubiera resuelto todos los detalles y pudiera contarle exactamente lo que iba a suceder.

Me pregunté si papá habría pensado también así cuando había decidido no contarme nada sobre la vacuna. En cualquier caso, Meredith tenía siete años y en el momento en que papá lo había decidido yo tenía dieciséis. No era lo mismo.

—Muchas gracias, Mere —dije, y me agaché para abrazarla—. ¿Quieres sacar los hurones a pasear un rato? Yo tengo cosas que hacer, pero es importante que hagan un poco de ejercicio.

—¡Sí, claro! —exclamó ella, con una sonrisa radiante.

Yo ya sabía que diría que sí a casi cualquier cosa que le pidiera relacionada con los hurones. Subió rápidamente por las escaleras para recoger a Mowat y a Fossey, y yo me acerqué a la ventana del comedor, desde donde la vi salir corriendo al jardín.

—Has tardado bastante —dijo Gav nada más entrar en el comedor.

—He pasado por el hospital —respondí, pero el resto de lo que quería decir se me atragantó. Volví a mirar a Meredith. Sabía que solo disponía de un rato antes de que volviera—. En realidad tengo que hablar con vosotros. Venid, sentaos.

Gav, Tessa y Leo se colocaron alrededor de la mesa, y les conté rápidamente que había encontrado las llaves y había ido al centro de investigación. Cuando mencioné las muestras de la vacuna me miraron con unos ojos como platos.

Tessa fue la primera en hablar.

—Qué suerte que la hayas encontrado —dijo, exultante—. Si funciona…

—Podríamos asegurarnos de que todo el mundo estuviera protegido —añadió Gav, contagiado de su entusiasmo—. En cualquier caso vale la pena intentarlo. ¿Has ido al hospital a hablar con Nell? ¿Va a producir más cantidad?

Leo se me quedó mirando sin decir nada, con pose tensa, como si supiera que aún no había terminado de hablar.

—Nell no puede —dije—. No lo sabe hacer. Mi padre era el único que quedaba en la isla capaz de reproducir la vacuna. —Hice una pausa—. Pero tiene que haber alguien en el continente capaz de ello. Un científico… o un médico. En el continente aún hay gente que busca una cura, ¿no?

Leo asintió con la cabeza.

—Cuando me marché, en cualquier caso, sí —dijo.

—¿Y entonces? —preguntó Tessa—. ¿Nell va a mandar a alguien?

Habíamos llegado a la parte difícil.

—De momento no —dije—. Cree que es demasiado peligroso intentarlo durante el invierno. Quiere que esperemos un par de meses, hasta que deje de hacer tanto frío. Pero el generador del hospital está dando problemas y el del centro de investigación podría fallar en cualquier momento. Y si las muestras dejan de estar almacenadas a la temperatura correcta, se echarán a perder. No creo que sea sensato esperar.

Gav se encogió de hombros.

—Varios de los tipos que nos ayudan a repartir la comida están cada vez más inquietos, sobre todo desde que saben que el ejército se ha retirado del estrecho. Estoy seguro de que si hablara con ellos…

—No creo que te escucharan —dije. La mayor parte de voluntarios que quedaban eran adultos, y, si bien respetaban a Gav, yo sabía que no se les olvidaba que éramos adolescentes—. Y tampoco creo que guardaran el secreto. Los dos sabemos que antes o después hablarían con Nell, y seguramente esta no solo les diría que no lo hicieran, sino que incluso insistiría en guardar la vacuna bajo llave para que nadie pudiera intentar nada hasta que ella decidiera que ya no era peligroso.

—A lo mejor tiene razón —dijo Tess, apartándose un mechón pelirrojo de la cara—. Es peligroso. Y dos meses no son nada.

Leo soltó una débil carcajada.

—En dos meses las personas capaces de reproducir la vacuna pueden haber muerto —dije—. ¿Quién sabe qué nos habrá pasado a nosotros, en dos meses?

—¿Y entonces qué propones, Kae? —preguntó Gav, pero creo que ya sabía la respuesta.

Cogí aire.

—La llevaré yo. Sé que seré incapaz de pensar en otra cosa hasta que haya puesto la vacuna en manos de alguien que pueda crear más.

Gav me miró y supe que iba a protestar, pero no lo dejé hablar.

—Mi padre estuvo trabajando en esta vacuna hasta el día en que murió. Arriesgó la vida para ponerla a prueba. No puedo dejarla muerta de risa en la nevera mientras hay gente que sigue muriendo. Voy a tener cuidado, me aseguraré de que estoy preparada, pero esto es lo que tengo que hacer. Porque, si no lo hago yo, no lo hará nadie.

—No te puedes preparar para todo —dijo Leo.

Noté una opresión en el pecho.

—Puede ser —dije—. Pero lo voy a intentar.

Me clavó los ojos, y su mirada (sobresaltada pero también impresionada) me provocó una extraña sensación de calidez. Pero entonces Leo parpadeó y lo único que quedó en sus ojos fue miedo.

—Kae… —dijo. Se quedó con la boca abierta, pero no dijo nada más. Entonces echó atrás su silla y se levantó abruptamente—. Lo siento —murmuró, y salió del comedor.

Tessa estaba aún más pálida de lo habitual.

—Leo está… —empezó a decir, pero entonces salió tras él; era evidente que sabía tan poco como yo qué le ocurría.

Gav carraspeó, rompiendo el silencio.

—No puedes ir sola —dijo—. Sería una locura.

—Sí, pero… —intenté protestar.

Gav me cogió la mano.

—Iré contigo —dijo—. Iremos juntos —añadió y, a continuación, hizo una pausa—. Bueno, si tú quieres que te acompañe, claro.

Noté cómo la tensión que se acumulaba en mi interior empezaba a desvanecerse.

—Sí, claro —respondí—. Pero ¿estás seguro? Me refiero a que con la distribución de alimentos y todo lo que has organizado en la isla…

—El resto de los voluntarios pueden encargarse de buscar y repartir comida durante un tiempo —dijo—. De todos modos, tampoco les sería de ninguna utilidad si me pasara el día preocupándome por ti.

Le cogí la mano y entrelacé los dedos con los suyos.

—Gracias.

Entonces miré a Tessa, que asintió antes incluso de que se lo preguntara.

—Me encargaré de Meredith hasta que vuelvas. No te preocupes, no me importa. Se ha convertido casi en mi prima.

—Gracias —repetí.

Entonces noté una levedad que podía ser de emoción, o de terror, o de las dos cosas juntas. Iba a hacerlo. Iba a sacar la vacuna de la isla y a enfrentarme a lo que fuera que me esperara al otro lado del estrecho.

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