Virus

Virus


Tres

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TRES

Gav encontró un coche a la mañana siguiente, un cuatro por cuatro que alguien había donado a los voluntarios del reparto de comida, un vehículo fiable con neumáticos de nieve. En lugar de arriesgarnos a vaciar la única gasolinera que aún funcionaba en toda la isla, cogimos una manguera y nos dedicamos a hacerles el sifón a los depósitos de los muchos coches que había abandonados por todo el pueblo. Tras varios intentos fallidos, y después de llenarme la boca de gasolina en una ocasión por no apartarme a tiempo después de succionar, logramos llenar nuestro depósito, además de cuarenta litros en recipientes que metimos en la parte de atrás.

—Veré si encuentro sacos de dormir gruesos —dijo Gav en cuanto cerramos el maletero—. Y necesitaremos comida de reserva, por si surgen problemas. ¿Vamos a ir muy lejos?

—Supongo que a Ottawa —dije—. Es la capital. Si el Gobierno aún tiene científicos trabajando en el virus en alguna parte, será allí, ¿no?

—Sí, claro —coincidió él.

—Aunque primero podríamos echar un vistazo en Halifax, que nos queda más cerca.

Gav se encogió de hombros.

—Lo que has dicho sobre Ottawa tiene sentido. Si no encontramos a nadie que nos pueda ayudar en la capital, seguramente no lo encontraremos en ninguna parte.

Lo dijo como si nada. Me lo quedé mirando.

—¿Tú no crees que vayamos a encontrar a nadie?

—Eso no lo sabemos, ¿no? —dijo—. Ya viste lo poco que tardaron en dejarnos aquí tirados.

Fruncí el ceño y él se me acercó y me cogió por los brazos.

—Entiendo por qué necesitas hacer esto, Kae —dijo—. Y quiero acompañarte. No creo que haya nada más importante.

Bajé la mirada.

—Siempre tuve la idea de marcharme de la isla algún día —añadió al ver que no hablaba—. Warren y yo íbamos a viajar por todo el país para ver lo que nos estábamos perdiendo. —Al mencionar a su amigo, al que había visto morir, se le quebró la voz, pero entonces me agarró por el cuello del abrigo con gesto despreocupado—. Pero, bueno, si al final tengo que ir con una chica guapa tampoco pasa nada.

Me dirigió una mirada tan ardiente que me ruboricé. Se inclinó hacia delante para besarme y yo lo abracé con fuerza. En aquel momento nada me importaba más que el cosquilleo que me recorría la piel y el calor que sentía allí donde su cuerpo tocaba el mío.

Antes de cenar, mientras estaba llenando la comedera de los hurones, Leo llamó a la puerta del dormitorio de Meredith.

—Hola —dijo tras asomar la cabeza.

—Eh, ¿qué pasa? —respondí, intentando que mi voz no reflejara preocupación.

—Siento lo de ayer —dijo—. No te estaba juzgando, ni tampoco estaba juzgando tus planes. Es solo que cuando pienso en cómo eran las cosas en el continente, a veces…

—No pasa nada.

—No, sí que pasa —insistió, y respiró hondo—. Quería ver si os podía echar una mano…, con lo que estéis planeando.

Dudé un instante. Leo se irguió un poco, como si se hubiera dado cuenta de que estaba juzgando hasta qué punto lo veía equilibrado. Siempre había sido un chico delgado y en aquel momento estaba incluso demasiado flaco, pero tenía la mandíbula recia y la mirada clara.

—Eres la única persona con la que puedo hablar que haya estado fuera de la isla desde que empezó la epidemia —dije—. Si le menciono demasiadas cosas a Mark, seguramente se lo terminará comentando a Nell. Necesito consejo sobre las mejores rutas.

—Vale —repuso Leo—. Puedo echarte una mano en eso.

Así pues, al día siguiente encontré un plano de carreteras y me senté con Leo en la sala de estar. Este trazó con el dedo una línea que iba de la mancha gris de Estados Unidos hasta el mapa que mostraba todo Canadá.

—Yo vine por aquí —dijo—, a través de Maine y New Brunswick. Si tenéis idea de ir a Ottawa, yo me dirigiría al Quebec y desde allí bajaría siguiendo el río San Lorenzo.

—¿Y las carreteras? ¿Estaban muy mal?

—Aún no había nevado demasiado, pero estoy seguro de que ya no quedará nadie trabajando con las quitanieves y que tampoco habrá luz. Seguramente tendréis que sortear coches abandonados. Creo que mucha gente se limitó a conducir hasta agotar la gasolina.

Me mordí el labio y estudié el mapa. Mis abuelos paternos habían vivido en Ottawa. En su día, el trayecto nos había llevado un día y medio, pero eso era cuando las carreteras aún estaban en condiciones y había estaciones de servicio a lo largo del camino.

—Debiste de pasar por muchos pueblos —dije—. ¿Cómo estaban? ¿Viste a mucha gente?

Leo abrió la boca y por un momento se le puso la mirada vidriosa. Al final terminó agachando la cabeza.

—No pasa nada si no quieres hablar del asunto —dije rápidamente—. Si es demasiado duro para ti… o eso…

Él soltó el aliento y me devolvió la mirada con una sonrisa tensa.

—Aún no te he dado las gracias —contestó—. Sé que desde que volví has intentado asegurarte por todos los medios de que estuviera bien. O sea, que… gracias.

A continuación me cogió la mano, que tenía sobre el sofá, entre nosotros, y me dio un apretón. Entonces se oyó un crujido en la escalera, y apartó súbitamente la mano. Cuando Tessa entró en la sala me ruboricé, aunque Leo y yo no habíamos hecho nada impropio de dos amigos, y aunque hacía meses que no pensaba en él de ninguna otra forma. Leo había reaccionado bruscamente porque aquel crujido lo había asustado, nada más.

Tessa se agachó para besarle y se acercó al semillero en el que había empezado a trabajar antes del desayuno, y yo me acordé de mi viejo diario y de todos los sentimientos que había vertido en él: sobre Leo y acerca de todas las cosas horribles que habían pasado a mi alrededor. Me dije una vez más que probablemente no habría logrado mantener la cordura durante los últimos cuatro meses sin ese diario. A lo mejor Leo necesitaba algo más que tiempo y espacio. A lo mejor necesitaba deshacerse de unos recuerdos que le atormentaban.

—Si quieres hablar de lo que viste en el continente, te escucharé —le dije—. No es que no quiera oírlo, solo digo que depende exclusivamente de ti. Haz lo que creas que tienes que hacer.

Leo se pasó la mano por el pelo oscuro, que llevaba corto y de punta desde que había cogido la maquinilla de afeitar del tío Emmett, nada más llegar a la isla. Tragó saliva y vi cómo la nuez de Adán le subía y bajaba.

—Lo que está mal no son las carreteras, Kae —dijo—. Es… Es la gente. No te puedes fiar de nadie, aunque finja que te quiere ayudar. No habléis con nadie si podéis evitarlo. Si os topáis con alguien, seguid conduciendo.

—Sé cuidar de mí misma —contesté—. He visto de todo aquí en la isla, con la banda de saqueadores y la paranoia general.

Pero Leo meneó la cabeza.

—No, aquí la gente aún se preocupa más o menos por los demás. Pero la situación cambiará en cuanto llegues al continente —insistió, y a continuación hizo una pausa—. ¿Te acuerdas de lo que me decías siempre cuando éramos niños? ¿Que la primera regla con los animales salvajes es mantener la distancia y asegurarte de que no tienen la sensación de que estás amenazando su hogar y su comida? Pues en el continente tienes que tratar a todo el mundo así. No les va a importar nada que tu objetivo sea derrotar el virus: lo único que verán es un coche cargado de gasolina y con el maletero lleno de comida que les puede mantener un tiempo más con vida.

Tessa dejó la regadera encima de la mesa con un golpetazo y los dos nos volvimos hacia ella.

—¿Es realmente necesario que hables de ese modo? —le dijo a Leo—. Kaelyn ya sabe que será peligroso.

—Bueno, pero yo creo que debe saber lo mal que está la cosa —insistió Leo con tono apocado.

—Va a tener cuidado, siempre lo tiene —replicó Tessa—. ¿Qué te hace pensar que repetir esta cantinela una y otra vez le va a ser útil a alguien?

A Leo se le ensombreció el rostro.

—A lo mejor —añadió con voz imperturbable— es porque creo en que hay que decirle la verdad a la gente. Y dejar que decida por sí misma cómo debe actuar.

Tessa se puso muy tensa y, sin mediar palabra, dejó las plantas y se marchó al piso de arriba. La seguí con la mirada, desconcertada. Leo bajó la cabeza y se frotó la cara con las manos.

—No debería haber dicho eso —murmuró, pero la voz le salió ahogada entre las manos—. Sé perfectamente por qué le molesta que hable así. Aún no sabe nada de sus padres…

—Tengo la sensación de que me he perdido algo —dije.

—Hemos discutido unas cuantas veces —añadió Leo—. Sobre… Cuando yo aún estaba en la escuela, Tessa me escribía e-mails a menudo, ¿sabes? Antes de que la epidemia se extendiera tanto que los rumores llegaran hasta Nueva York. Y ella siempre fingía que todo iba bien. Nunca mencionó que la gente estuviera enfermando, ni la cuarentena, ni nada… La última vez que hablé con mi madre no tenía ni idea de que podía ser la última. Nos peleamos por si iba a preparar pavo o pollo para el día de Acción de Gracias. O sea, que ese es el último recuerdo que guardo de ella.

Esperé a que se me ocurrieran las palabras apropiadas, pero, al ver que no era así, me incliné hacia delante y le di un apretón en la mano, tal como él había hecho conmigo.

—Tessa no sabía lo grave que sería esto. Nadie lo sabía.

—Ya —dijo Leo—. Pero tú me lo habrías contado. Si las cosas entre tú y yo hubieran estado de otra forma, me lo habrías contado de inmediato.

Tuve la sensación de que al admitir que era cierto estaba, de algún modo, traicionando a Tessa, pero no tenía intención de mentir.

—Sí, te lo habría contado —contesté—. Lo siento.

Leo me sonrió un instante, una sonrisa menos forzada que la última.

—Pero todo eso es agua pasada —dijo—. Ahora tenemos que preocuparnos por el futuro. Terminemos de preparar tu ruta de una vez.

Cuando subí al primer piso media hora más tarde, encontré a Tessa en el dormitorio principal.

—Hola —dije—. ¿Qué tal te va?

Ella se volvió y se apartó el flequillo de los ojos.

—Bien —me contestó—. Seguramente tendría que terminar de encargarme de esas semillas.

—Cuando esté en el continente buscaré a tus padres, lo sabes, ¿verdad? —le dije—. Preguntaré por ahí. A lo mejor los encuentro.

No me di cuenta de las ganas que tenía de verla sonreír y de oírle decir que estaba segura de que iba a volver hasta que, de pronto, le cambió la cara.

—No hace falta que lo hagas, Kaelyn —soltó—. Sé que están muertos.

—No, no lo sabes —protesté—. Tus padres son gente inteligente, fueron de los primeros en comprender la gravedad del virus, y estoy segura de que han sabido cómo protegerse. No puedes asumir que no es así. Mi hermano Drew aún está por ahí, en algún lado, y sí, soy consciente de que las probabilidades no son muy altas, pero eso no quiere decir que me haya rendido.

—Pero tu caso es distinto —respondió Tessa con voz tan calmada que de pronto me dio un escalofrío—. Tu hermano podría estar en cualquier parte. Mis padres estaban justo al otro lado del estrecho la última vez que hablé con ellos. Sé que no habrían ido a ninguna parte, que si aún estuvieran vivos, habrían regresado con el ferry. Pero no lo hicieron, así que no están vivos.

—Tessa… —dije.

—No pasa nada —insistió ella—. Lo sé desde que Leo volvió. Semanas antes me había hecho ya a la idea de que existía esa posibilidad. En el fondo no ha cambiado nada. Es mejor no pensar en ello.

Tessa era así: práctica e impasible. A lo mejor había hablado del asunto con Leo, había sacado con él todo el dolor que debía de haber sentido al ver que sus padres no bajaban del ferry aquel día.

O a lo mejor lo había enterrado tan profundamente que casi se había olvidado de que estaba ahí.

—Si quieres o necesitas que haga algo por ti mientras esté fuera… —dije.

—Ya lo sé —contestó Tessa, que al pasar junto a mí me tocó el codo, lo más próximo a un abrazo de lo que era capaz—. Gracias.

Fui al centro de investigación en el cuatro por cuatro, para acostumbrarme a conducirlo. Los limpiaparabrisas iban y venían, apartando la nieve que caía sin parar.

Una vez dentro, fui directamente a la segunda planta y examiné las oficinas en busca de libros que pudieran resultarme útiles. A menos que fuéramos capaces de mantener las muestras en condiciones aceptables, no tenía ningún sentido que emprendiéramos el viaje.

Uno de los manuales que encontré contenía un capítulo sobre el traslado de vacunas. Tras una lectura exhaustiva, rebusqué en el laboratorio hasta que encontré una neverita portátil industrial en un armario que había junto a la nevera. Cogí también una caja de plástico para evitar que los frasquitos tocaran las compresas heladas y se congelaran. Junto a la neverita coloqué también las libretas de notas de papá con fecha posterior a la aparición del virus, y añadí una caja de placas de Petri, un paquete de jeringuillas y otro de platinas de microscopio que encontré en un armario. ¿Quién sabía cómo andarían de suministros en el continente?

Lo dejé todo delante de la nevera, donde podría recogerlo en un periquete en cuanto el clima se despejara lo suficiente como para cruzar el estrecho en ferry. Leo había visto a Mark usarlo y creía que iba a ser capaz de hacerlo arrancar. Hasta que llegara el momento, la vacuna estaría más segura en el laboratorio que en ningún otro lugar del pueblo, dentro de aquella nevera especialmente calibrada y conectada a un moderno generador, protegida por unas ventanas blindadas y una puerta que ya había resistido los ataques de la banda de saqueadores.

Encima del mostrador, a la vista de todo el mundo, dejé las hojas donde había copiado todas las notas que papá había tomado mientras desarrollaba la vacuna. En cuanto me marchara le daría las llaves a Tessa. Si mi misión fracasaba, no quería que el trabajo de papá se perdiera por completo.

Había tantas cosas que no me había contado… Debería haberse preparado para lo peor, para la posibilidad de que no estuviera aquí para siempre.

Es probable que papá hubiera pensado que yo no sería capaz de encargarme de esto. Me habría dicho que me esperara, lo mismo que Nell. Y a lo mejor tenía razón. A lo mejor las carreteras estarían tan mal que Gav y yo no podríamos seguir adelante. A lo mejor nos quedaríamos sin gasolina, tirados en medio de la nada. O a lo mejor nos asaltarían, porque, como había dicho Leo, la gente vería solo a dos adolescentes con las provisiones que ellos necesitaban.

Pero a pesar de todos esos temores, desde que Nell me había dado la espalda, una inquietante sensación no había hecho más que crecer en mi interior: la de que si no hacía algo inmediatamente y la vacuna se echaba a perder, no me lo iba a perdonar jamás.

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