Virus

Virus


Cuatro

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CUATRO

Lo último que metí en el cuatro por cuatro fueron dos sacos de sal de la que se echa en las aceras para derretir el hielo. Se me había ocurrido que podríamos necesitarlos cuando Meredith se había quejado de que las escaleras de la casa estaban resbaladizas.

Los sacos pesaban veinte kilos cada uno. A pesar del frío, para cuando las hube arrastrado hasta la puerta ya estaba sudando bajo el abrigo. Pero también había encontrado un bote de anticongelante para el limpiaparabrisas, de modo que me dije que el esfuerzo había valido la pena. Estaba estirando los brazos cuando Leo apareció en la puerta.

—Eh, hola —saludó—. Meredith me ha dicho que estabas aquí fuera. Buscando… ¿sal?

—Pues sí —contesté, y le pegué una patadita a uno de los sacos.

—¡Ah! —exclamó Leo—. ¡Ese tipo de sal!

A continuación se produjo un silencio incómodo. Lo miré y él me devolvió la mirada, con una expresión tan seria que me dio un vuelco el corazón. Leo bajó los ojos antes de que tuviera tiempo siquiera de preguntarme a qué venía esa cara.

—¿Te ayudo a llevar los sacos hasta el coche? Imagino que son para el viaje, ¿no?

—Sí, gracias —le dije—. Coge uno.

Me coloqué el otro encima del hombro y empecé a andar por el caminito nevado. Los copos de nieve se arremolinaban a nuestro alrededor.

—Entonces, ¿estáis preparados para marcharos? —preguntó Leo en cuanto hubimos metido la sal en la parte de atrás del cuatro por cuatro.

—Preparadísimos —respondí. Leo me acompañó mientras volvía a por el anticongelante—. Ahora solo necesitamos que el tiempo mejore un poco.

Nos metimos en el garaje.

—Kaelyn —dijo Leo. Cuando me giré abrió la boca y la cerró un par de veces, como si se le hubiera olvidado lo que me quería decir. Entonces me dirigió una sonrisa de medio lado—. No te podrías creer lo mucho que te eché de menos cuando te marchaste a Toronto, hace tantos años.

—Oh, vamos —dije—. Me apuesto que ni la mitad de lo que te añoré yo a ti. Tú por lo menos aún tenías un millón de amigos…

—Sí, pero no era lo mismo. Tú eras la única persona que sentía que quería tenerme cerca.

—Pero ¿qué dices? Si les caías bien a todos.

—Sí, les caía bien —dijo, y dudó un instante—. Pero nunca dejaban de ver esto —añadió, y se señaló la cara. Sabía perfectamente que se refería a sus ojos sesgados y a su piel amarillenta—. Jamás olvidaron que yo era adoptado, diferente, que no era un isleño de toda la vida. Era consciente de que no podían evitarlo, de modo que fingía no darme cuenta. Pero contigo no tenía que fingir. Tú nunca me juzgaste por haber nacido donde nací.

Siempre me había parecido un chico tan alegre que en ningún momento me planteé que pudiera haber crecido sintiendo esas cosas respecto al resto de los chicos. Pero seguramente tenía razón: yo también había tenido la sensación de que la gente me juzgaba. Para mí era fácil no tener en cuenta que Leo era distinto, pues mis padres tenían colores diferentes, y encima mi padre era del continente. Yo también era distinta.

—Leo —dije, pero él siguió hablando.

—Me sentí tan aliviado cuando bajé del ferry y te vi ahí, ¡cuando vi que seguías siendo tú! Cuando te mudaste a Toronto tuve la sensación de que te convertías en una persona crítica y cerrada, y empecé a pensar que habías cambiado, o que en realidad no te conocía tan bien como creía. Sobre todo cuando volví y sentí que me evitabas; no puedo creer que me marchara a Nueva York sin intentar hablar contigo. Y entonces el virus empezó a cargárselo todo —añadió, y tragó saliva—. Pero sigues siendo la misma persona a la que conocí. O incluso más. Es increíble cómo te has volcado para intentar ayudar a todo el mundo. Eres increíble, Kae. Pero eso ya lo sabes, ¿verdad?

Me ruboricé.

—Hay mucha gente que arrima el hombro —dije—. En realidad quien lo organizó todo fue Gav.

—Pero quien ha decidido llevar la vacuna al continente has sido tú —insistió él—. Te has dado cuenta de que alguien tiene que hacerlo y te has prestado voluntaria, a pesar del riesgo que entraña.

—No me pasará nada.

—No puedes estar segura de eso —respondió, y se me acercó más—. Oye, ya sé que nada va a cambiar. Sé que tú tienes a Gav y yo a Tessa, y está bien que así sea. Pero te vas a ir y esta vez es muy posible que no te vuelva a ver nunca más. Necesito que sepas lo que significas para mí, lo mucho que lamento no haber intentado arreglar las cosas entre nosotros y lo mucho, muchísimo, que deseo que vuelvas sana y salva.

Entonces levantó las manos, me cogió la cara y me besó.

Fue un beso delicado, pero tan decidido que de pronto me di cuenta de que se me abrían instintivamente los labios. Y entonces me puse tensa, se me paró el cerebro. Leo no tenía que estar besándome. ¿Qué estaba haciendo? ¿Y qué hacía yo?

Levanté los brazos para apartarlo, pero de pronto ya no estaba ahí. Dio un paso hacia atrás y bajó las manos. Le temblaban los hombros.

—Lo siento —dijo—. No volverá a ocurrir. Ten mucho cuidado ahí fuera, Kae.

Entonces dio media vuelta y se alejó bajo la nieve.

A la mañana siguiente, el viento había amainado. Aún nevaba un poco, pero para cuando terminamos de desayunar el cielo estaba despejado.

—Esperaremos hasta mañana y, si el tiempo sigue así, nos marcharemos a primera hora —apuntó Gav—. Es importante que el primer día lleguemos lo más lejos que podamos.

Yo me habría ido en ese momento, pero tenía razón. Además, así disponía de un tiempo más para estar con Meredith antes de despedirme de ella. Salimos todos al jardín a jugar con los hurones.

La casa daba al estrecho, y el jardín hacía un poco de pendiente y bajaba hasta la orilla. Fossey correteó hasta el agua y Meredith salió tras él. Yo solté un poco la correa de Mowat, que se unió a la fiesta. A mis espaldas, Leo y Tessa iban cogidos del brazo. Intentaba no prestarles atención, pero cada vez que Leo se movía notaba un hormigueo en la piel, como si hubiera desarrollado un sexto sentido específicamente para él.

Desde el episodio en el garaje, Leo actuaba como si no hubiera pasado nada, de modo que yo hacía lo mismo. Aun así, a una parte de mí le dolía que pudiera abrazar a Tessa y darle besitos en la mejilla como si tal cosa, como si no me hubiera besado a mí el día anterior, como si no la hubiera traicionado. Al mismo tiempo, cada vez que Gav me sonreía sentía un arrebato de culpabilidad, como si hubiera sido yo quien había hecho algo malo. Tenía la cabeza llena de preguntas que me reconcomían por dentro. ¿Cuánto tiempo llevaba Leo reprimiéndose? ¿Habría estado colgado de mí mientras yo creía que nunca iba a corresponderme?

¿Qué habría pasado si le hubiera devuelto el beso?

Cerré los ojos y aparté todas esas ideas. Leo había tenido que pasar por muchas cosas, y seguramente estaba un poco desubicado. No podía enfadarme con él. Solo tenía que superarlo, como habría hecho cualquier otra chica a la que la hubiera besado su mejor amigo, un chico por el que no sentía nada y que a continuación le había dicho que no volvería a suceder.

—Es increíble que no tengan frío —dijo Meredith mientras los hurones se revolcaban por la nieve. Me sonrió y noté otro tipo de dolor en el pecho: la idea de abandonarla me resultaba casi tan dolorosa como el recuerdo de la noche en que la había llevado al hospital. Ni siquiera le podía prometer que fuera a volver pronto.

—Hay algo en el agua —dijo Tessa, señalando la otra orilla.

Un barquito acababa de zarpar del puerto. Primero roló un poco hacia el norte y luego hacia el sur, como si el piloto no estuviera acostumbrado a llevar la embarcación, pero era evidente que se dirigía hacia la isla.

«Son los padres de Tessa —pensé—. O Drew. O alguien del Gobierno, por fin».

—¡Eh! —grité, aunque era imposible que me oyeran desde tan lejos, y agité una mano.

Meredith se dio media vuelta. En cuanto divisó el barco, empezó a saltar y a bracear, entusiasmada.

—¡Aquí! ¡Venid aquí!

—Irán al puerto, allí pueden atracar, Mere —le dije.

El bote se acercó y vi que era una lancha rápida sin cabina, solo con un parabrisas tras el que se recortaba una figura solitaria. Mi excitación inicial se fue enfriando. Podía ser cualquiera. Podía ser alguien que pensaba que podía venir a la isla a robarnos fácilmente lo que teníamos.

—A lo mejor es alguien a quien no queremos en la isla —apuntó Leo, como si me hubiera leído el pensamiento.

—Deberíamos ir a esperarlo al puerto y prepararnos por si intenta algo raro —dijo Gav—. Pero, bueno, creo que viene hacia aquí.

La lancha brincaba sobre las olas, pero era evidente que había cambiado de rumbo y ahora ya no se dirigía hacia el puerto, sino hacia nosotros. Me acerqué a Meredith y le puse una mano encima del hombro. Al cabo de un rato ya distinguía lo suficiente al hombre que había tras el timón como para estar segura de que no lo conocía. El tipo soltó el timón y nos saludó como había hecho Meredith, solo que él parecía más desesperado que contento.

Cuando la barca llegó a la orilla, Gav se acercó al agua.

—¡¿Hay algún problema?! —gritó.

El hombre se aproximó tanto como se lo permitían las aguas poco profundas. Estaba pálido y muy delgado, y su cabeza se perdía dentro de la ancha capucha del abrigo.

—¡Tenéis que largaros de aquí! —gritó, y apagó el motor fuera borda—. ¡Decídselo a todos! ¡Tenéis que salir de la isla!

—¿Cómo? —pregunté—. ¿Por qué?

Pero es posible que ni siquiera me oyera.

—Llegarán en cualquier momento —dijo—. ¡Quieren destruir todo el pueblo!

En aquel preciso instante, la brisa me trajo un sonido lejano: el retumbar de la hélice de un helicóptero. Hacía una eternidad que no recibíamos una entrega de comida y que no veíamos el helicóptero de un canal de televisión. Distinguí una figura oscura en el cielo, al norte; me volví hacia el hombre de la lancha y se me aceleró el corazón. También él tenía la vista fija en aquella figura y su expresión era como la de un ratón acechado por un halcón: de terror puro, innegable.

Hablara de lo que hablara, era evidente que creía que era real.

—Pero ¿quién llegará? ¿Qué van a hacer? —pregunté, pero el hombre había vuelto a arrancar el motor, que se tragó mis palabras.

—Estaré en el puerto para llevar a los que no dispongan de una barca —gritó el hombre, que volvió a agarrar el timón—. ¡Daos prisa!

—¡Un momento! —dijo Gav, pero la lancha viró hacia el puerto y aceleró.

—¿Creéis que le tenemos que hacer caso? —preguntó Tessa.

—Podría estar en la fase alucinógena del virus —dije, pero la verdad era que nunca había visto a nadie tan enfermo que fuera capaz de conducir una barca. El corazón me iba a mil por hora—. A lo mejor deberíamos hacerle caso e ir al puerto, por si acaso.

—Puedo pasar por el hospital a avisarlos de que sucede algo raro —propuso Gav.

—Vale, te acompaño —dije—. Tessa, Leo, ¿podéis llevar a Meredith al puerto?

Tessa asintió con la cabeza y cogió a la niña de la mano. Yo recogí los hurones, los hice entrar por la puerta trasera de la casa y la cerré antes de salir rápidamente detrás de Gav, que ya había montado en el cuatro por cuatro. Ahora el zumbido del helicóptero se oía con toda claridad.

—¿Tú qué crees que está pasando? —le pregunté mientras me encaramaba al asiento del acompañante.

Gav pisó el acelerador.

—No lo sé. Esperemos que no sea más que un lunático.

Me abracé a mí misma mientras Gav seguía las marcas de ruedas que Tessa había dejado en la gruesa capa de nieve que cubría el camino de acceso a la casa. Su coche se metió por una calle, unos metros más adelante, y desapareció. Nosotros doblamos una esquina, a medio camino del hospital, y de pronto la sombra del helicóptero nos pasó por encima.

Un segundo más tarde, el bloque de casas que había junto a nosotros salió volando por los aires.

Solté un grito y me agarré a la puerta, mientras el suelo temblaba bajo los neumáticos y la explosión me retumbaba en los oídos. El tejado de la casa se había hundido y salían llamas a través de las ventanas rotas. Un olor químico, desagradable, llenaba el ambiente. Gav continuó adelante, conduciendo más rápido, con la mandíbula apretada y los brazos temblorosos.

—Pues no era un lunático —dijo—. ¿Qué cojones están haciendo?

A mano derecha, se oyó el retumbar de otra explosión. Me encogí y Gav se inclinó hacia delante para mirar por el parabrisas.

—Creo que es un helicóptero militar —dijo—. Nos están bombardeando. ¡Los cabrones del Ejército nos están bombardeando! ¡Como si no nos hubieran jodido ya lo bastante!

Unas lágrimas que no había notado que se formaran empezaron a rodarme por las mejillas. Me enjugué los ojos e intenté respirar normalmente. Entonces una idea aterradora me atravesó la cabeza como una descarga eléctrica.

—La vacuna —dije—. ¿Y si bombardean el centro de investigación?

—Esperemos que no —contestó Gav—. Tenemos que ir al puerto y largarnos de aquí, como ha dicho el tipo de la barca. Estoy bastante seguro de que ya no hace falta que avisemos a los del pueblo de que pasa algo. Volveremos en cuanto el helicóptero se haya largado.

—¡No! —grité—. No podemos irnos sin esas muestras. Si las perdemos…

Si las perdíamos, era posible que con ello se evaporara también la única posibilidad que teníamos de derrotar el virus, de recuperar el mundo tal como había sido antes.

—Kae… —empezó a decir Gav.

—Por favor —dije—. Tenemos que ir a buscarlas. ¡Si no me llevas tú, saltaré del coche e iré corriendo!

Lo decía en serio. Gav debió de darse cuenta, pues soltó un taco entre dientes y, al llegar al siguiente cruce, giró hacia el centro de investigación en lugar de hacia el puerto. Ya habíamos dejado atrás el hospital. El cuatro por cuatro tomó una cuesta abajo y, en aquel momento, el suelo tembló con una tercera explosión. Comprobé que llevaba las llaves en el bolsillo del abrigo.

El centro de investigación seguía de una pieza cuando llegamos. El coche derrapó y yo bajé de un salto. Gav dejó el motor en marcha y corrí hacia la puerta a través de la nieve.

Hurgué el cerrojo con la llave y, con delicadeza, abrí la puerta. Las botas me resbalaron sobre el suelo liso. La nevera portátil y el resto de las provisiones estaban donde las había dejado. Metí los frasquitos con las muestras y las compresas heladas del congelador en la nevera portátil, y coloqué el resto encima para asegurarme de que no me dejaba nada.

Cuando volví a salir, vi una columna de humo que se elevaba desde detrás de los árboles, tan densa que parecía como si toda la ciudad estuviera ardiendo. «El hospital no, por favor», pensé, y volví a meterme en el coche.

Pasé todo el trayecto hasta el puerto abrazada a la nevera, con los ojos cerrados. El acre olor a quemado me llenaba la nariz. El helicóptero volvió a pasar retumbando por encima de nosotros; me estremecí y me aferré a la nevera aún con más fuerza. Era incapaz de decir si el estruendo que oíamos correspondía a bombas, a edificios que se derrumbaban o a algo que no podía ni imaginarme. Gav respiraba pesadamente mientras conducía el coche de un lado a otro de la calle.

Cuando llegamos, el coche de Tessa estaba ya junto al puerto. Aparcamos junto a este y bajé trastabillando, con la neverita entre las manos. La lancha oscilaba con las olas, al final de uno de los muelles. Meredith y los otros ya nos esperaban dentro. Gav y yo cruzamos el muelle corriendo; notaba su mano en la espalda. Tessa me cogió la nevera y nos ayudó a subir a bordo.

—Quería marcharse sin vosotros —dijo Meredith, sollozando, y le dirigió una mirada asesina al piloto—. Le hemos dicho que, si lo intentaba, lo tirábamos de la lancha.

El piloto (nuestro salvador) estaba demasiado ocupado rastreando el cielo como para sentirse culpable.

—Bueno, ahora sí que nos vamos —anunció, aferrándose al timón—. Antes de que nos vean.

—Pero seguro que otras personas del pueblo acudirán al puerto para intentar marcharse —protesté—. El resto de las barcas están destrozadas, tenemos que esperar por si…

—No —me cortó el hombre—. Bastante suerte hemos tenido de que no nos hayan matado ya.

Entonces hizo girar el timón y la barca se alejó del muelle. Mientras nos dirigíamos a toda velocidad hacia el continente, me volví hacia la isla. El pueblo donde había pasado la mayor parte de mi vida titilaba entre el humo y las llamas, cada vez más pequeño, mientras el espacio que nos separaba de la isla se iba ensanchando.

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