Virus

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Siete

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SIETE

Durante el primer día en la carretera pasamos ante casas, almacenes y rampas que daban acceso a pueblos, pero solo nos detuvimos dos veces, junto a un par de campos desiertos, para meter toda la gasolina que nos quedaba en un solo tanque y para cambiar de conductor. De vez en cuando veíamos una chimenea humeante en la distancia, pero esas eran las únicas señales de vida que encontramos. Las ruedas de la furgoneta siseaban sin parar sobre la nieve que cubría la calzada.

Por primera vez empecé a hacerme realmente a la idea de la gravedad de lo que Leo nos había contado sobre el continente. No era que el resto del país hubiera estado ignorando cruelmente las penalidades que pasábamos en la isla, sino que estaban tan abrumados que ni siquiera se habían podido salvar a sí mismos.

A media mañana del segundo día, Tobias señaló el cuadro de mandos y dijo:

—Deberíamos parar en el próximo pueblo que tuviera una salida despejada. Nos estamos quedando sin gasolina.

Desde que se había puesto al volante, el día anterior, desprendía algo más de confianza. Me sentía culpable. Antes de partir, me había llevado a Tessa y Leo a la oficina del puerto y les había administrado una dosis de la vacuna, para evitar disputas. No tenía intención de ofrecerle algo tan valioso a una persona a la que casi no conocía, que solo nos estaba ayudando porque se sentía obligado a ello y que, si la cosa se ponía fea, podía largarse como lo había hecho de la base militar. Pero cada vez me costaba más pensar en esos términos con Tobias sentado a mi lado, tamborileando con los dedos sobre el volante al tiempo que tarareaba una canción.

Me senté a Meredith en el regazo y eché un vistazo al plano de carreteras. Unas horas antes de detenernos la noche anterior habíamos pasado junto a una señal que anunciaba que habíamos llegado a New Brunswick. Si el grosor de la nieve no empeoraba, todo parecía indicar que íbamos a llegar a Ottawa en tres días.

Pero para eso debíamos conseguir gasolina.

—Esa salida tiene buena pinta —dijo Gav desde el asiento de atrás, señalando un carril donde el viento se había llevado bastante nieve.

Tobias asintió.

—¿Crees que es posible que encontremos algún sitio que aún tenga electricidad, Leo? —pregunté.

Cuando se volvió hacia mí, su abrigo se frotó con el de Tessa.

—Lo último que oí fue que todavía quedaban algunas centrales eléctricas en funcionamiento —dijo—. Pero la mayoría de ellas estaban averiadas. Y eso fue hace ya más de un mes.

—Si encontramos una gasolinera con electricidad, Kaelyn y yo podemos poner los surtidores en marcha —dijo Gav, que me dio un apretón en el hombro—. Tenemos bastante práctica.

Al llegar a las afueras de la ciudad pasamos junto a un anuncio nevado de McDonalds y noté una punzada en el estómago. En realidad, no es que las hamburguesas me gustaran mucho, pero en aquel momento habría matado por una, por poder paladear el sabor que tenía el mundo antes, cuando todo era normal.

—Allá vamos —dijo Tobias, y giró el volante.

Aparcó junto a una hilera de surtidores que, según el cartel, estaban en funcionamiento, aunque la caseta de la gasolinera permanecía a oscuras. Las mangueras estaban todas enroscadas junto a los surtidores. Hice bajar a Meredith de mi regazo y salí al frío de enero; pateé el suelo para recuperar la sensibilidad en las piernas, entumecidas tras tantas horas sentada.

—¿Y yo qué hago? —preguntó Meredith, con los ojos como platos.

—Espérame aquí, ¿vale? —le dije.

Gav bajó de un brinco y salimos corriendo hacia la tienda de la gasolinera.

Ya la habían saqueado: los estantes estaban volcados y el suelo estaba cubierto de papeles y cajas aplastadas. Cogí un periódico y eché un vistazo a la fecha: 16 de noviembre. Eso eran dos semanas después de que en la isla perdiéramos el contacto con el continente.

El periódico era extrañamente delgado; al hojearlo me di cuenta de que le faltaban la mayor parte de las secciones habituales. No había noticias de deporte ni de entretenimiento. Me pregunté si el Gobierno habría cancelado dichas actividades para evitar que la gente se mezclara en lugares públicos, o si lo habían hecho los propios organizadores por miedo a lo que pudiera pasar. Después de leer los titulares de portada («El presidente estadounidense pide calma ante la pandemia global»; «Inminente colapso de los servicios públicos»), dejé el periódico encima del mostrador. Estaba al corriente de todas esas historias, las había vivido en primera persona en la isla. Y ahora las volvía a presenciar en la desolación de otro pueblo.

Gav accionó el interruptor, pero no obtuvo respuesta. Nos metimos detrás del mostrador y comprobamos los controles. Él suspiró.

—Esto tiene mala pinta.

—Supongo que habría sido demasiado fácil repostar de manera convencional —comenté—. Por lo menos tenemos el tubo de sifón.

Leo lo había rescatado con el resto de las provisiones que había encontrado en el cuatro por cuatro.

Al salir echamos un vistazo a la zona, pero no había ningún otro vehículo ni en el aparcamiento de la gasolinera, ni en el del supermercado, ni al otro lado de la calle.

—Mala cosa —señaló Gav—. Tendremos que entrar en el pueblo y encontrar coches que podamos vaciar con el sifón.

Cuando Tobias ya iba a arrancar, Leo puso una mano encima del respaldo.

—Un momento —dijo, y miró hacia el pueblo a través de la ventana—. Si queda gente en el pueblo y aparecemos con un vehículo militar…, se pueden asustar. O hacerse una idea equivocada.

—Pero ¿no crees que es más seguro ir así que a pie? —preguntó Tobias.

—Yo no contaría con ello —respondió Leo con voz tensa—. Hay mucha gente cabreada con los militares. En una ocasión vi cómo atacaban a un tipo que ni siquiera era un soldado, solo porque llevaba una chaqueta de camuflaje. Si tienes armas, nos las llevaremos, por si nos tenemos que defender, pero yo preferiría dejar la furgoneta aquí.

—A mí me parece bien —apuntó Gav—. Trataremos de pasar desapercibidos. Entraremos y nos largaremos; a lo mejor nadie se da cuenta de nuestra presencia.

Miró de reojo a Tobias, que bajó los ojos. Por lo menos, me dije, su abrigo era gris y no tenía ningún elemento claramente militar.

—Vale —dijo—. Pero seamos rápidos.

Cogí el cubo y los depósitos vacíos de la parte de atrás, y les di algunos a Tessa y a Meredith. Cuando volvimos a la parte delantera, Tobias le estaba enseñando a Leo una pistola roja que parecía de plástico.

—Un lanzabengalas no provoca demasiados daños, pero puede servir para asustar a alguien —le dijo—. Hace bastante ruido, eso sí, o sea, que no lo utilices a menos que sea imprescindible. Si alguien no se ha enterado aún de que estamos aquí, se enterará en cuanto dispares.

Tobias debía de llevar también un arma, probablemente una que disparara balas de verdad. Me acordé de la mujer a la que un miembro de la banda de saqueadores había tiroteado en plena calle; habían pasado varias semanas, pero aún no había logrado quitarme esa imagen de la cabeza.

—No vamos a disparar a nadie —dije—. A menos que nos amenace con dispararnos a nosotros.

—Yo no lo quiero utilizar —aseguró Leo, que se guardó el lanzabengalas bajo el abrigo. Parecía tenso.

Entonces llegó Gav. Llevaba un tronco que debía de haber encontrado por ahí, grueso como su brazo y casi igual de largo.

—Mejor estar preparados —dijo, y con la otra mano cogió los dos depósitos que quedaban.

Tobias dio la vuelta a la furgoneta y se aseguró de que todas las puertas quedaran cerradas.

—¿Está segura nuestra comida ahí dentro? —preguntó Tessa.

Tobias le dirigió una sonrisa débil.

—Es un vehículo militar —contestó, y dio un golpe en el costado de la furgoneta—. Si alguien lo quiere abrir, va a necesitar un lanzagranadas.

Echamos a andar. Pasamos junto a varios restaurantes de comida rápida y un motel de una sola planta. Nos dirigíamos hacia una zona donde los edificios estaban más juntos, y que imaginamos que debía de ser el centro del pueblo. La nieve estaba cubierta por una capa de hielo y nuestras botas crujían a cada paso. El sonido retumbaba de manera inquietante en el silencio.

Pasamos por delante de un par de restaurantes más elegantes, una tienda de bebidas alcohólicas y una joyería. Todos los escaparates estaban a oscuras. Meredith se había detenido a admirar unos abalorios expuestos en la joyería cuando de pronto, por la calle, aparecieron tres perros trotando, ante nosotros.

Nos quedamos helados. El más grande, que parecía una mezcla de pastor alemán, soltó un leve ladrido y siguió adelante. Los otros, un bull terrier y un chucho con manchas marrones, se marcharon tras él sin ni siquiera mirarnos. Los tres llevaban collares; oímos el tintineo de las placas hasta mucho después de que hubieran desaparecido.

—Debe de haber muchos perros sin amo en este mundo —murmuró Tobias—. A lo mejor sería preferible que también hubieran pillado el virus.

—Podría haber más —dijo Gav—. ¿Crees que una bengala los asustaría?

—No son animales salvajes —dije—. Y tampoco se los veía muy interesados en nosotros…

—Pero no sabemos qué más nos podemos encontrar… o cuánta hambre pueden tener.

—Bueno, o seguimos adelante, o volvemos a la furgoneta y dejamos que todo el pueblo se entere de que estamos aquí —dijo Leo en voz baja.

—Yo voto por la furgoneta —soltó Tobias.

—Eran solo tres perros —repuso Tessa—. Y ya hemos llegado hasta aquí.

—Exacto —apunté yo, que me separé del grupo y eché a andar calle abajo—. Cojamos un poco de gasolina y larguémonos de aquí.

Algo más adelante vi un par de montículos de nieve que recordaban vagamente dos coches. Me dirigí hacia ellos y oí cómo los demás me seguían. Estábamos ya a unos pocos escaparates de distancia cuando algo se movió unos metros por delante; se me helaron las piernas.

Dos figuras vestidas con chaquetas gruesas salieron de detrás de la esquina de la calle que había más allá del segundo coche. Esperamos mientras se acercaban. Por el rabillo del ojo, vi cómo Leo se metía una mano en el bolsillo donde llevaba el lanzabengalas. Se me aceleró el pulso.

—Hola —dijo una de las figuras cuando estuvo a unos tres metros de distancia. Tenía los ojos grises y nos miraba fijamente—. ¿Qué hacéis aquí?

—No queremos problemas —respondió Gav, que sujetaba el tronco a un lado, claramente visible—. Solo necesitamos un poco de gasolina para el coche.

—Este pueblo es nuestro —dijo el tipo, pero no se acercó. Me pregunté si estarían solos; si la cosa se ponía fea, no tenían nada que hacer contra nosotros seis—. No nos gustan los desconocidos que vienen y pretenden llevarse lo que no les pertenece.

—¡Pero es que lo necesitamos! —dijo Meredith. Intenté agarrarla, pero se me escurrió entre los brazos—. Es realmente importante. Tenemos que llegar a Ottawa y darles la vacuna para que detengan el virus.

El hombre enarcó las cejas.

—¿Una vacuna? No existe ninguna vacuna para la gripe cordial.

Me pareció que no tenía ningún sentido mentir.

—Tenemos un prototipo nuevo —dije—. Mi padre era científico y desarrolló una vacuna. Estamos intentando llegar a la ciudad para encontrar a alguien capaz de crear más. Necesitamos un poco de ayuda para llegar hasta allí.

El hombre se nos quedó mirando un momento.

—Bueno —le dijo a su acompañante—, en ese caso de momento los dejaremos, ¿no crees?

Y sin decir ni una palabra más, dieron media vuelta y volvieron por donde habían venido. Un escalofrío me recorrió la nuca: me alegraba de que hubieran decidido dejarnos en paz, y sus palabras parecían indicar que podíamos coger lo que necesitáramos, pero había algo en su actitud que me resultaba amenazante.

—Han sido bastante razonables —dijo Tessa en cuanto se perdieron de vista.

Aparté la vista y me dirigí hacia el coche más próximo.

No logré abrir la tapa del combustible con los dedos. Gav intentó forzar la puerta, hizo una mueca y finalmente rompió la ventana del conductor con el tronco. Entonces se metió dentro y abrió la tapa. Saqué el tapón de rosca e introduje la manguera en el depósito. Me metí el otro extremo en la boca, me preparé para el sabor a gasolina que iba a notar, si no apartaba la manguera lo bastante rápido, y sorbí. Meredith estaba junto a mí con el cubo.

Lo único que subió fue aire. Moví la manguera para intentar llegar más al fondo, y volví a sorber. Nada.

—Está seco —anuncié.

—A ver —dijo Gav, que se arrodilló junto a mí, pero no tuvo más éxito.

—Seguramente alguien tuvo la misma idea —dijo Leo.

El segundo coche estaba igual de vacío que el primero. Caminamos un poco más y lo intentamos con una camioneta que parecía haberse averiado en medio de la calle, así como con una furgoneta aparcada a medio bloque, en una calle adyacente, pero no logramos sacarles ni una gota a ninguna.

—Alguien los ha vaciado ya todos —dije. ¿Habría sido el tipo que nos había querido echar?—. Volvamos a la furgoneta. Lo intentaremos al otro lado del pueblo, a lo mejor los únicos coches vacíos son los de la calle principal.

—No seré yo quien diga que no —comentó Tobias.

Gav asintió en silencio.

—Meredith —le dije a mi prima mientras volvíamos a la gasolinera—, a partir de ahora no quiero que hables sobre la vacuna con desconocidos. Ya sé que solo querías ayudarnos, pero la gente tiene miedo a ponerse enferma. Podría ser que a alguien no le importara que necesitemos las muestras para hacer más y decidiera quedárselas.

Meredith agachó la cabeza.

—Vale. Lo siento.

—No pasa nada —le dije—. Pero acuérdate la próxima vez —añadí, aunque esperaba que no hubiera una segunda vez.

Al llegar a la gasolinera no había nadie merodeando por allí. Si alguien se había acercado a la furgoneta y se había marchado, sus huellas se confundían con las que habíamos dejado nosotros al llegar. La furgoneta tenía las ventanas intactas y todas las puertas cerradas. Empecé a calmarme y Tobias abrió las puertas. Se sentó tras el volante mientras los demás guardábamos el cubo y las cisternas en la parte de atrás.

Un chirrido horrible cortó el aire, tan penetrante que me llevé las manos a los oídos instintivamente. El sonido cesó de forma tan abrupta como había empezado. Tobias volvió a girar la llave, pero el motor no respondió.

—Pero ¿qué coño…? —murmuró, y bajó del vehículo. Se acercó a la capota y la abrió justo en el momento en que yo llegaba a su lado. Durante un segundo los dos nos quedamos helados, inmóviles.

Se habían llevado todas las tapaderas, habían arrancado todos los tubos y habían cortado todos los cables. Gav se acercó corriendo, se detuvo de golpe y soltó un fuerte silbido.

—¿Lo podemos arreglar? —pregunté, aunque estaba bastante segura de cuál iba a ser la respuesta.

A Tobias se le hundieron los hombros.

—A menos que tengas una varita mágica, no —dijo—. Ya nos podemos ir despidiendo de esta furgoneta.

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