Virus

Virus


Trece

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TRECE

Entré precipitadamente en la cabaña y el viento de la puerta hizo volar la sábana de la cama. Meredith no estaba.

—¡Mere…! —empecé a llamarla, pero me callé en seco. ¿Y si los de la furgoneta estaban lo bastante cerca para oírme?

Algo arañaba el hielo, fuera. Salí corriendo y di la vuelta a la cabaña derrapando en las esquinas. Encontré a Meredith en la parte trasera, oscilando hacia delante y hacia atrás sobre el hielo. Al verme se me acercó resbalando, con un gritito, y yo la abracé. El alivio que me invadió era casi tan frío como el pánico que sentía.

—No nos hemos dejado nada —dijo—. ¿Cómo está Leo?

—Bien —dije—. Ven, rápido.

Me la llevé dentro de la cabaña. Me agaché y empecé a palpar el plafón de la cama hasta que encontré una muesca a la que me podía agarrar. El plafón de madera cedió. Debajo de la cama quedaba un espacio de poco más de medio metro de altura, pero por suerte cabíamos las dos con el abrigo puesto.

—Métete ahí dentro —le dije a Meredith—. Nos tenemos que esconder, viene alguien.

Fue muy triste ver cómo en un abrir y cerrar de ojos su actitud pasaba de juguetona a obediente: se metió bajo la cama sin rechistar ni preguntar quién venía. Recogí la manta y las sábanas de encima del colchón: si la idea era conseguir que aquel lugar pareciera deshabitado, era mejor que escondiera también eso. A continuación me metí debajo de la cama con Meredith. El panel volvió a encajar en su sitio con un ruido sordo.

No había pasado ni un minuto cuando se oyeron unos pasos en el exterior. La puerta se abrió de golpe y se me agarrotó todo el cuerpo. Era imposible que los de la furgoneta hubieran recorrido ya un kilómetro, ¿no? Poco a poco, el frío exterior empezó a filtrarse por entre las grietas del armazón de la cama y entendí lo que sucedía: alguien estaba dejando salir el aire de las cabañas para que nadie notara que había habido calefacción. Tenía que parecer que la colonia estaba abandonada.

Me di cuenta de que la chulería de Justin el otro día, cuando había dicho que nos hubieran disparado si hubiéramos parecido peligrosos, había sido un farol. Naturalmente que no se podían cargar a los intrusos así como así, aunque solo fuera porque, con los disparos, la gente de los alrededores habría sabido que allí vivía alguien.

Meredith se me abrazó. Su respiración entrecortada resonaba en aquel espacio tan reducido. La rodeé con mis brazos, con fuerza. No sabía si Tessa, Leo y los demás habrían logrado esconderse a tiempo. ¿Se le habría ocurrido a alguien avisar a Gav y a Tobias en la cabaña de la cuarentena? Y Gav se habría acordado de esconder la nevera, ¿verdad? ¿Bastaría con eso?

Hilary había insinuado que hasta entonces habían logrado que los invasores pasaran de largo de la colonia, pero aquella gente buscaba algo más que comida. Aún nos perseguían, la mujer del gorro rojo y quienquiera que la acompañara. A lo mejor alguien nos había visto en el pueblo donde nos habíamos topado con aquella pareja enferma y había hecho correr la voz. Tal vez tuvieran intención de comprobar todos los edificios entre aquel pueblo y Ottawa.

En cualquier caso, era evidente que no iban a parar hasta encontrarnos.

Empecé a sudar bajo la ropa, pero no me atrevía a moverme. Meredith metió las manos debajo de mi chaqueta. Fuera solo había silencio.

Entonces una voz resonó en el patio.

—¿De dónde coño sale todo este hielo?

—A saber —respondió una mujer—. Comprueba los edificios, busca señales de que alguien haya acampado aquí. Si encuentras a alguien, lo sacas aquí a rastras. Les podemos hacer daño, pero todavía no los podemos matar.

«Todavía». Aquella palabra resonó en mi mente. Me mordí los labios y la puerta de la cabaña se abrió con un chirrido. Se oyeron unos pasos que entraban. Meredith se aferró a mí y yo la abracé con más fuerza.

Los rayos de luz que se filtraban por los bordes del plafón de madera fueron oscilando a medida que el intruso iba de un extremo de la cabaña al otro. El cajón del escritorio se abrió y se cerró de golpe. La silla cayó al suelo con estrépito y Meredith dio un respingo. Los pasos se acercaron a la cama y me encogí al oír un golpe encima de nuestras cabezas. Solo estaba mirando debajo del colchón, me dije, y apreté los párpados con fuerza.

El intruso arrastró los pies y le pegó una patada al lateral de la cama. Abrí los ojos justo a tiempo para ver cómo el plafón se movía muy ligeramente y dejaba entrar un haz de luz mayor. Se me paró el corazón. «Que no se dé cuenta —supliqué—. Por favor, que no se dé cuenta».

Hubo un momento de silencio y, finalmente, el intruso salió de la cabaña. Solté el aliento con un soplido, me ardieron los pulmones y abracé a Meredith con todas mis fuerzas. Ella gimió, con la cara hundida en mi abrigo.

Se oyeron chirriar más puertas. De pronto se oyó un zumbido, un golpe y un gemido; imaginé que alguien acababa de caerse en el hielo y no pude evitar una sonrisa.

—Esto está muerto —dijo alguien.

—Pues larguémonos antes de perder más tiempo —respondió la voz de la mujer.

Los pasos se alejaron. Conté hasta cien y luego hasta doscientos; no se oía nada.

—¿Se han ido? —me susurró Meredith al oído.

Asentí con la cabeza, aunque me sentía mareada.

De momento se habían ido, pero no para siempre. Y no quería descubrir qué harían con nosotros cuando nos encontraran.

Después de que Hilary asomara la cabeza para decir que había pasado el peligro y de que saliéramos a rastras de debajo de la cama, le dije a Meredith que se sentara en el colchón. La niña me miró, aún asustada, con los ojos muy abiertos. De todas las decisiones que había tenido que tomar desde el inicio de la epidemia, aquella era una de las más sencillas, pero no por eso era más fácil de comunicar. Tragué saliva y dije:

—¿Qué te parecería si te dijera que te puedes quedar aquí?

—¿Y la vacuna? —preguntó ella—. Si nos quedamos aquí, no la podrá utilizar nadie.

—No nos quedaremos todos —dije—. Solo tú. Y Tessa. Aún tengo que hablar con ella, pero creo que no le parecerá mal cuidar de ti un tiempo mientras yo no esté. La colonia es un lugar bastante seguro, ¿no? Tendrás un montón de comida y un sitio caliente donde dormir. Y en cuanto encuentre a alguien que pueda encargarse de la vacuna, volveré enseguida a por ti, ¿vale?

A Meredith le tembló la barbilla.

—¿No quieres que vaya contigo?

—Mere —le dije, y me arrodillé ante ella—. No me hace ninguna gracia dejarte aquí, pero esta gente que acaba de venir nos buscaba a nosotros. ¿Te acuerdas de lo malos que eran los de la pandilla de la isla? Pues Leo dice que esta gente puede ser aún peor.

—¿Y qué pasa si te hacen daño?

—Tendremos mucho cuidado. Tobias es soldado, ¿recuerdas? Sabe cómo proteger a la gente. Pero si somos menos será más fácil.

—¡Yo puedo cuidar de mí misma! —replicó Meredith—. Soy mucho más valiente que antes —añadió, y se echó a llorar.

—Mere —dije, y la abracé. Durante un segundo dudé de mi decisión—. Todo saldrá bien, ¿vale?

—Yo quiero ser valiente y fuerte —respondió entre sollozos—, para poder ayudar, pero tengo miedo, Kaelyn. Tengo miedo de que te pueda pasar algo.

Se me hizo un nudo en la garganta y me entraron ganas de llorar.

—Eres fuerte y valiente, Mere. Pero la gente fuerte y valiente también tiene miedo. Me será más fácil protegerme sabiendo que tú estás a salvo. Esperarme y hacer lo posible por no preocuparte también es una forma de ser valiente, ¿sabes? ¿Crees que lo podrás hacer?

Ella ahogó un sollozo y asintió con la cabeza.

—La colonia me gusta —dijo—. Pero me tienes que prometer que volverás pronto, ¿vale?

—Sí, en cuanto pueda.

Tessa no dudó ni un instante cuando le pregunté lo de Meredith.

—Desde luego —dijo—. Me encargaré de darle trabajo y de tenerla ocupada.

Me dirigió una mirada radiante y se acuclilló junto a uno de los arriates del invernadero. Tenía las rodillas y las manos llenas de tierra, estaba en su salsa. No podía enfadarme con ella porque quisiera quedarse, pero sentí que le quería decir algo.

—Será raro —dije—. Marcharme sin ti, quiero decir. Llevamos tanto tiempo juntas…

—No me estás dejando aquí —señaló Tessa—. Me quedo porque lo he elegido yo, del mismo modo que me habría quedado en la isla si no la hubieran bombardeado.

Casi me había olvidado de cuál era nuestro plan original, hasta el punto de que viajar todos juntos me parecía de lo más normal. Pero en realidad aquello no era lo mismo; era consciente de que Tessa se quedaba allí porque la necesitaban. Y cuando yo volviera, me quedaría en la colonia el tiempo justo para recoger a Meredith. Esta vez nos estábamos separando para siempre.

De pronto noté el peso de todas las cosas que Tessa no sabía: los celos que había sentido de ella cuando aún estaba colada por Leo, el beso en el garaje, la tensión entre Leo y yo que apenas acabábamos de resolver…

—Quiero que sepas que nunca he pensado que fueras una boca más que alimentar, ¿vale? —le dije—. Me ha gustado mucho que estuvieras ahí.

—Yo también me alegro de haber estado ahí. Si he decidido quedarme aquí es… solo por mí, Kaelyn. Desde que perdimos el invernadero de la isla, y desde que mis padres no regresaron con Leo, me he sentido… perdida, supongo. A veces no tenía ganas ni de moverme. Cuando llegamos aquí recuperé por primera vez el deseo de hacer algo, de ponerme manos a la obra, después de tanto tiempo. Y no lo puedo dejar pasar. Sé que lo entiendes; para mí esto es como para ti la vacuna.

Fue rarísimo, de repente me quedé muda, y al mismo tiempo me dieron ganas de reírme. Y eso fue lo que hice.

—Sí —dije—. Lo entiendo.

No nos abrazamos, no era nuestro estilo, pero le tendí la mano y ella me la agarró durante un breve instante.

Era posible que los de la furgoneta merodearan aún por ahí, por lo que no nos pareció seguro partir de inmediato. Así pues, cuando Hilary nos invitó a quedarnos hasta la mañana siguiente se lo agradecí, aunque apenas logré pegar ojo en toda la noche.

Le había prometido a Meredith que volvería pronto, pero lo cierto es que no sabía si podría cumplir mi promesa. Aquella podía ser la última noche que durmiera con ella si la mujer de la gorra roja daba con nosotros, si nos sorprendía una ventisca y no encontrábamos un refugio a tiempo, o si nos quedábamos sin comida antes de dar con un coche que funcionara.

Había muchos «síes» y todos eran horribles.

Pero aunque era cierto que iba a seguir adelante por la gente que necesitaba la vacuna, también lo haría por Meredith. Si no encontrábamos la forma de luchar contra el virus, el mundo seguiría siendo de aquella manera para siempre; era probable que incluso empeorara. ¿Cómo íbamos a reconstruirlo si cada vez que un grupo de personas se reunían tenían que preocuparse por si se infectaban? Me marchaba para protegerla no solo ahora, sino durante el resto de su vida. A pesar del miedo que sentía, quería ser la persona fuerte y valiente a la que Meredith veía cuando me miraba; estaba decidida a serlo mientras tuviera que serlo.

Aquel pensamiento se apoderó de mí y me proporcionó cierta calma, hasta que finalmente me dormí.

Leo, Tessa, Meredith y yo desayunamos pronto (Cheerios rancios y leche en polvo), a solas en el comedor. Abracé a Meredith y le di un beso en la mejilla. Después de las despedidas, Hilary nos acompañó a Leo y a mí a la cabaña de la cuarentena con una bandeja de cereales para Gav y Tobias. No salió nadie más a despedirnos, ni siquiera Justin. Me pregunté si estaría otra vez montando guardia.

Encontré a Gav sentado en la cama, abrigado y con la capucha puesta, como si estuviera listo para marcharse de inmediato, pero se quitó los guantes y aceptó el cuenco. Lo conocía lo bastante bien como para percibir la tensión que le agarrotaba los hombros y la frialdad de su expresión, que delataba la aprensión que sentía. Me reconcomía la culpa: había empezado a sentirse atrapado, inútil, y todo era por mi culpa. Había llegado hasta allí solo por mí, y yo no sabía qué hacer para que el viaje le resultara más sencillo. Lo único que sabía era que teníamos que seguir adelante.

Tobias estaba en el suelo, manipulando la radio. El día anterior me había pedido que la recogiera del trineo y se la llevara para que pudiera intentar contactar con alguien.

—¿Qué tal? —le pregunté, pero él meneó la cabeza.

—Solo se oye estática.

Hilary esperó mientras se comían los cereales y cuando terminaron les recogió los cuencos. Se detuvo en la puerta.

—Me gustaría poder ofreceros algo de comida para el camino —dijo—, pero me temo que no estamos en situación de regalar nada. Pero volved siempre que queráis. Eso sí, no mencionéis a nadie que estamos aquí. ¡Y cuidaos mucho!

Gav se levantó, se desperezó y cerró la puerta a sus espaldas.

—Tengo la sensación de que se alegra de librarse de nosotros —dijo.

Leo se encogió de hombros.

—No tenían ninguna obligación de ayudarnos.

Cambié las compresas heladas de la nevera por las que había dejado fuera durante la noche. Tobias metió la radio en su envoltorio de plástico y fuimos a buscar los trineos al bosque, donde los habíamos dejado escondidos.

—Solo hay cinco —dijo Tobias.

—Tessa perdió el suyo en plena ventisca —les conté—, entre este punto y la autopista. ¿Qué llevaba?

Tobias comprobó las provisiones.

—La segunda caja de raciones, la que estaba llena —dijo—. Pero creo que nada más de importancia.

—Podemos buscar el trineo por el camino —propuso Gav—, pero no creo que nos convenga perder demasiado tiempo.

Recolocamos las provisiones para que las mantas y los depósitos de gasolina vacíos del trineo de Meredith cupieran en los otros cuatro y nos pusimos en marcha hacia la autopista. Mientras cruzábamos el prado donde nos había sorprendido la ventisca, examiné los montones de nieve en busca del trineo de Tessa. Había nevado muchísimo por la noche. El suelo estaba blando y los pies se me hundían en el grueso de la nieve, que podría haber enterrado cualquier cosa.

Al llegar a la estrecha franja de árboles que bordeaban la autopista dudé un instante. Se veían las marcas profundas que habían dejado las ruedas de la furgoneta encima de la nieve. Podíamos pasarnos el día entero buscando en el prado y no encontrar nada, o podíamos invertir las horas poniendo más distancia entre nosotros y los del rifle.

—No estoy segura de dónde estamos —admití, al tiempo que echaba un vistazo al mapa—, pero, si seguimos la autopista, lo descubriré en cuanto lleguemos al próximo pueblo.

—Pues en marcha —dijo Gav.

Caminamos en silencio. El cielo se fue aclarando a medida que el sol iba asomando tras las montañas que teníamos a mano derecha. Los trineos susurraban sobre la nieve blanda. De vez en cuando uno de nosotros levantaba una mano y el resto nos quedábamos quietos y aguzábamos el oído, pero no oímos ningún motor. Una bandada de carboneros nos llamaron desde las ramas de un enebro. De vez en cuando el viento soplaba con fuerza y hacía traquetear las ramas desnudas, pero, por lo demás, solo se oía el ruido de nuestras pisadas.

Gav y Leo empezaron a discutir sobre la posibilidad de utilizar las trampas para conejos donde nos detuviéramos a pasar la noche. Tobias me hizo varias preguntas sobre el trabajo de mi padre. Me di cuenta de que recordarlo ya no me dolía tanto como antes. Nos paramos en lo alto de una cuesta, desde donde veíamos los tejados de un pueblecito cercano, y dejamos que los trineos se deslizaran hasta abajo antes de proseguir.

Yo fui la primera en retomar la marcha. A media pendiente resbalé con el hielo y perdí pie. Caí de culo y me deslicé hasta el final de la cuesta, como si fuera un tobogán.

—¿Estás bien? —preguntó Gav, que al cabo de un momento soltó un grito y pasó volando a mi lado.

Cuando me levanté, con una mueca y sacudiéndome la nieve de los pantalones, Leo pasó junto a mí como si fuera encima de una tabla invisible de snowboard.

—Reflejos de bailarín —dije, señalándolo—. ¡Eso es hacer trampa!

Un destello malicioso le brilló en los ojos, relucientes como hacía semanas que no se los veía.

—No —respondió—, hacer trampas sería esto.

Entonces cogió un puñado de nieve, la amasó con las dos manos y me la lanzó. Me dio de pleno en el pecho.

—Muy bien —dijo Gav, que se levantó con dificultad—. Es la guerra.

—¡Vamos, Tobias! —exclamé. Él seguía en lo alto del montículo, observando el camino por donde habíamos venido—. ¡Necesitamos un soldado en nuestro bando!

—¿Tres contra uno? —protestó Leo, y Gav y yo lo acribillamos a bolas de nieve.

—¡Pues no haber empezado! —exclamé.

Tobias no se movía y tenía el ceño fruncido. Leo se preparó para lanzarnos otro puñado de nieve, pero yo dudé un instante.

—¿Tobias?

Entonces se volvió y, con voz serena, dijo:

—Nos están siguiendo.

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