Virus

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Dieciséis

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DIECISÉIS

Por nuestra culpa, habían muerto tres personas. Las habíamos matado.

En cuanto tomé plena conciencia de aquello, noté que me fallaban las rodillas. Me dejé caer al suelo, encogí las piernas y me abracé, hecha un ovillo. Gav se sentó junto a mí, pero el cálido contacto de su brazo alrededor de mis hombros me resultaba terriblemente distante. Noté un sabor ácido en la garganta y tuve que hacer un gran esfuerzo para no devolver la cena.

—Vaya —le dijo Justin a Tobias—. ¡A eso se le llama disparar!

Tobias se revolvió impetuosamente.

—¿Se puede saber qué coño has hecho? —le espetó—. Menudo desastre. ¡Todo esto ha sido por tu culpa! Podría haber fallado el último disparo. ¡Podría haber llegado tarde y el otro tipo te habría matado!

—Nos habrían encontrado —protestó Justin—. Ahora, en cambio, estamos a salvo. Gracias a mí. Ninguno de vosotros ha tenido cojones de hacer nada.

—Es que no teníamos que hacer nada —dijo Leo en voz baja—. Estaban a punto de dar media vuelta. Y, en cualquier caso, si teníamos que hacer algo, se me ocurren planes bastante mejores que salir del escondrijo para luego quedarse paralizado.

Justin se sonrojó.

—Me he cargado a la mujer —dijo, señalando el cadáver—. Esa me ha salido perfecta. No sabía si… Era la primera vez que disparaba contra una persona y me he puesto un poco nervioso. La próxima vez no me pasará.

—¿La próxima vez? —pregunté, levantando la cabeza—. Pero ¿a cuánta gente tienes pensado dispararle? Hemos venido hasta aquí para evitar que muera más gente. ¡No deberíamos matar a nadie!

Gav respiró profundamente y se enderezó.

—En fin —dijo—, a lo hecho pecho. Ha sido una chapuza, pero ya no hay vuelta atrás. Además, tampoco creo que ellos se lo hubieran pensado mucho antes de matarnos a nosotros en cuanto se hubieran apropiado de la vacuna.

—A lo mejor se habrían rendido —aventuré, pero sabía que era más un deseo que una posibilidad.

—Dudo mucho que renunciaran tan rápido —dijo Tobias—, sabían que estábamos aquí. Pero eso no significa que no hubiéramos podido gestionar mejor la situación.

—Mira, lo siento, ¿vale? —le espetó Justin—. La próxima vez dejaré que os peguen un tiro a todos si es eso lo que os ha de hacer felices.

Me froté los ojos con las palmas de las manos. Tenía los pensamientos demasiado dispersos y no lograba concentrarme. El espacio a mi alrededor parecía extrañamente vacío.

La neverita. Me había olvidado de las muestras de la vacuna en el bosque.

Me levanté y, con paso tembloroso, deshice el camino por entre los árboles hasta donde había dejado la nevera y la bolsa. Cuando volví, los demás seguían sentados en el mismo semicírculo.

—Si hay alguien a varios kilómetros a la redonda, lo más probable es que haya oído los disparos —apuntó Leo—. No me extrañaría que apareciera alguien a ver qué ha pasado. Además, tarde o temprano los que han mandado a esta gente se darán cuenta de que no regresan, y no tardará en aparecer otro grupo a echar un vistazo. No nos podemos quedar aquí.

Tenía razón. Me abracé a la bolsa.

—¿Y qué vamos a hacer?

Gav miró hacia la autopista.

—La furgoneta —dijo, con expresión hosca—. Alguno de los tres llevará las llaves encima. Debemos aprovechar lo que tenemos.

Tobias asintió con la cabeza.

—Sabemos que puede circular por la nieve —dijo.

Cada fibra de mi cuerpo se rebeló contra aquella propuesta. La simple idea de meterme en la misma furgoneta donde se había sentado aquella mujer con su rifle, la misma mujer que yacía muerta a nuestros pies, me provocaba náuseas.

—¿Y no creéis que llamaremos demasiado la atención? —pregunté—. Cualquiera que nos vea puede reconocer la furgoneta. ¿Cómo vamos a pasar desapercibidos si viajamos en un vehículo que conocen?

—Podríamos conducir solo cuando fuéramos menos reconocibles —propuso Leo—. Viajar de noche y descansar durante el día.

—No pienso meterme en una casa y dejar delante de la puerta una furgoneta que es como una señal luminosa —dije—. Sería una locura, es precisamente lo que van a andar buscando.

—Pues nos la llevamos solo por esta noche —replicó Gav—. Podríamos llegar bastante lejos antes de que saliera el sol.

—¿Qué otra cosa podemos hacer? —preguntó Justin.

Me mordí el labio. La respuesta era: «nada».

—Vale —dije—. Iremos tan lejos como podamos y nos desharemos de ella antes de que amanezca. ¿De acuerdo?

Todos asintieron. Tobias se volvió hacia Justin.

—Toda esta gente ha muerto por tu culpa —le recriminó—. Te toca a ti buscar las llaves. Así verás de cerca lo que significa matar a alguien.

Justin puso mala cara, pero apretó los labios y se acercó arrastrando los pies hasta donde yacía el cuerpo de la mujer. Yo no lo quería ver, de modo que me dirigí hacia la caravana. Se oyó un ruido sordo cuando hizo girar el cuerpo sobre la nieve, y di un respingo. El cuerpo del segundo hombre era una mancha oscura sobre la nieve. Pasé junto a él sin apartar la mirada del lugar donde habíamos escondido los trineos, con los puños apretados dentro de los bolsillos.

Los demás se reunieron conmigo en la caravana. Sacamos los trineos de debajo, uno a uno. Metí la neverita en el mío y lo arrastré hasta la autopista. La furgoneta verde estaba ahí, aparcada en la cuneta de gravilla. Dudé un instante y finalmente abrí la puerta.

Ni siquiera habían cerrado, aunque tampoco se la podríamos haber robado sin las llaves. Había un walkie-talkie encima del salpicadero. En cuanto le di la vuelta a la furgoneta para abrir las puertas traseras, la radio crepitó.

—Tercera División Brunswick, ¿alguna novedad? —preguntó una voz de mujer. Era la misma con la que habíamos hablado por la radio y que se había ofrecido a ayudarnos.

Dejé el trineo en la parte de atrás de la furgoneta, me senté en el asiento del acompañante y cogí el walkie-talkie. Cuando volvió a crepitar lo apagué.

El asiento era más cómodo que el de la furgoneta de Tobias. Me dije que seguramente la «división» de la mujer de la gorra roja había tenido más vehículos entre los que elegir.

«Tercera División Brunswick». Eso sugería que había, por lo menos, dos grupos más patrullando la zona, ¿no?

En un abrir y cerrar de ojos habíamos pasado de estar acurrucados a oscuras con tres depredadores acechándonos a encontrarnos en la mejor situación desde que habíamos salido de la isla. Aunque Justin no la hubiera manejado de la mejor manera posible, tenía que admitir que su reacción nos había resultado útil. Pero, entonces, ¿por qué seguía deseando que nada de todo aquello hubiera pasado? ¿Qué me sucedía? A lo mejor era demasiado débil para todo el rollo ese de la supervivencia; estaba demasiado anclada a la moralidad de la vida que habíamos dejado atrás como para hacer lo que tenía que hacer para que todo volviera a ser como antes.

No quería ser una blanda, pero tampoco quería ser como los que nos perseguían.

—Será mejor que dejemos el walkie-talkie aquí —dijo Tobias, que se acercó con dos de los otros trineos—. No me extrañaría nada que hubieran encontrado un método para seguirle la pista.

Me di cuenta de que aún llevaba el aparato en la mano. Bajé de la furgoneta y lo tiré por encima de la verja. El walkie-talkie se hundió en la nieve. Tobias lo siguió con la mirada y vi que apretaba los dientes debajo de la sombra que proyectaba su capucha.

—¿Es la primera vez que…? —empecé a preguntar, pero no me atreví a seguir.

—¿Que mato a alguien? —dijo Tobias—. Sí, logré que no me enviaran nunca a ningún conflicto, y no hay demasiados soldados enemigos por aquí —añadió mientras metía los bidones vacíos en la parte de atrás.

—Justin tenía razón, eres muy bueno con la pistola —dije—. Siento que la hayas tenido que usar.

—Para eso nos entrenan —contestó él—. Intenté aprender todo lo que pude para que los sargentos no tuvieran muchos motivos para meterse conmigo. Si me alisté en las Fuerzas Armadas fue porque era la única forma que tenía de poner algo de tierra de por medio entre mi padrastro y yo, pero al final resultó que el Ejército era casi igual de detestable que él. —Tobias dio un paso hacia atrás y me miró a los ojos—. En cambio, no me arrepiento nada de estar aquí —añadió—. Solo hacemos lo que tenemos que hacer para salir adelante.

—Sí —dije, con la garganta seca.

Del otro extremo del claro nos llegó la voz de Justin, agotada pero triunfal.

—¡Tengo las llaves!

Me desperté a oscuras, con la mejilla fría, pegada a la ventanilla. Parpadeé varias veces mientras intentaba ubicarme.

Estábamos en la furgoneta. Gav iba al volante y Leo llevaba el plano de carreteras en la mano… El plano que le había dado la noche anterior, después de cambiarle el asiento. Justin estaba echado encima de Tobias. Tenía los ojos cerrados y los labios entreabiertos, y roncaba ligeramente. Tobias había improvisado una almohada con la bufanda, para intentar dormir, pero se removía inquieto.

Fuera, el brillo de los faros iluminaba la carretera. El cielo estaba oscuro y cubierto, y la luna apenas se divisaba al otro lado de las nubes. La imagen de los árboles que bordeaban la carretera era exactamente la misma que había visto justo antes de dormirme. Durante un segundo temí que estuviéramos avanzando en círculos, viajando sin llegar a ninguna parte.

Gav debió de darse cuenta de que había levantado la cabeza.

—Si este reloj funciona, son casi las cinco —anunció—. Acabamos de coger una carretera local y ahora buscaremos un lugar donde abandonar la furgoneta. De todos modos, el depósito está casi vacío.

—¿Hemos avanzado mucho? —pregunté.

—Hemos cruzado Quebec a eso de las dos —contestó Leo—. ¡Ya solo nos queda una provincia!

Solo una provincia. Estábamos cerca, mucho más cerca que hacía tan solo un día. Por un momento consideré la posibilidad de conservar la furgoneta: llegaríamos a Toronto en cuestión de días…

Pero la gente del otro lado de la radio se pondrían a buscarla pronto, si es que no habían empezado ya. Además, la falta de tráfico no nos ayudaba precisamente a pasar desapercibidos. Dejar la furgoneta y salir en busca de gasolina sería como pedir a gritos que nos encontraran.

—Ahí hay un buzón de correos —dijo Leo, señalando una silueta oscura.

Gav pisó el freno y la furgoneta aminoró la marcha. Pasamos junto al buzón y entramos lentamente en un camino de acceso. El vehículo dio un bandazo y Justin se despertó farfullando algo.

Los faros iluminaron un porche. La puerta estaba abierta de par en par, pero al otro lado solo había oscuridad. No había nadie en casa.

—La aparcaré en la parte de atrás para que no se vea desde la carretera —dijo Gav.

En cuanto aparcamos, bajamos todos. Tobias llevaba el rifle que le había quitado a la mujer. Una brisa gélida me acarició las mejillas y me subí la bufanda. El calor del interior de la furgoneta había empezado a abandonar mis huesos.

Gav y Leo encendieron las linternas, y yo intenté no pensar en las últimas personas que las habían usado. Pero Gav debió de iluminarme la cara, pues mientras los demás empezaban a descargar las provisiones se me acercó, bajó la linterna y con la otra mano me dio un apretón en el brazo.

—Eh —dijo en voz baja—, ¿cómo estás?

A él parecía haberle sentado bien el trayecto. Se le veía más relajado de lo que lo había visto durante los últimos días.

—Estoy bien —contesté—. Solo un poco nerviosa —añadí, y se me escapó un bostezo—. Y cansada.

—Podríamos descansar aquí unas horas —propuso Gav, pero yo negué con la cabeza.

—No podré descansar hasta que nos hayamos librado de la furgoneta. Pongamos al menos unos cuantos kilómetros de por medio.

—Vale, eso haremos —dijo Gav, que se inclinó hacia delante, me besó y me abrazó.

Me aferré a él y cerré los ojos con fuerza para contener las lágrimas. No me había dado cuenta de hasta qué punto necesitaba que alguien cargara por un momento con el peso que llevaba encima.

—¿Creéis que quedará algo de gasolina en el depósito? —preguntó Tobias en cuanto nos separamos. Llevaba los bidones vacíos en la mano.

—Es posible que logremos llenar uno o dos —dijo Gav—. Nos vendrá bien tener algo de combustible.

Mientras desenroscábamos el tapón del depósito me volví y contemplé la imponente silueta de la casa. Tal vez no estuviera totalmente vacía.

—Encargaos vosotros de esto. Yo entraré a ver si encuentro algo de comida —dije.

—Buena idea —respondió Gav.

—Te acompaño, Kae —se ofreció Leo—. Tal como están las cosas, no creo que sea prudente ir solos a los sitios.

Gav no dijo nada, pero se quedó mirando un momento a Leo antes de girarse de nuevo hacia la furgoneta. Seguí el haz de luz de la linterna de Leo hasta el porche. La luz barrió el pasillo y vi unas huellas sucias de pisadas sobre el suelo de madera.

—Parece que ya ha pasado alguien por aquí —dije.

Examinamos rápidamente la cocina, pero lo único que encontramos en los armarios fueron unos cuantos platos. Cuando subimos al piso de arriba, las escaleras chirriaron.

Al parecer, alguien se había llevado las mantas, pero la cama doble del dormitorio principal y las dos individuales del segundo dormitorio aún tenían las sábanas. El tejido blanco relucía bajo el haz de la linterna de Leo. Me quedé pensando un momento, y de pronto vi la imagen de nuestros abrigos oscuros recortándose sobre la nieve.

—Tendríamos que llevarnos las sábanas —le dije, palpándolas entre los dedos—. Nos podemos envolver con ellas para camuflarnos. Así será más difícil que nos vean desde lejos.

—Como los zorros polares —comentó Leo, que al ver que enarcaba las cejas me tendió una mano—. ¡Oye, fuiste tú quien me estuvo dando la vara con lo fantásticos que eran, cuando estabas obsesionada con tener uno como mascota! Yo me acuerdo de las cosas, nada más.

Solté una carcajada y Leo sonrió. En aquel momento parecía él mismo. Noté que un reconfortante calor me invadía el pecho: me sentí atraída hacia él y volvió el recuerdo de sus labios sobre los míos.

No me había olvidado del beso ni de cómo me había hecho sentir. Seguramente no me olvidaría nunca. Y, sin embargo, desde la conversación en la colonia tenía la sensación de que la situación entre nosotros estaba algo más tranquila, como si ahora supiéramos dónde estábamos. Por eso me resultó más fácil respirar profundamente y apartar aquella sensación.

—Estaba convencida de que habría funcionado —dije, sacando las sábanas—. ¿Qué edad teníamos, siete años? Pero Drew oyó nuestra conversación e hizo añicos mi sueño. «¿Sabías que a los que cazan especies en peligro de extinción los arrestan?», me dijo.

—Y por eso te rendiste.

—Sí.

Se me nubló el ánimo al pensar en Drew y en dónde estaba ahora, con quién estaba. Debería haberme sentido feliz por saber que estaba vivo. Y estaba feliz, pero mi felicidad se veía ensombrecida por la preocupación y el miedo.

—¿Qué crees que hace con esa gente, Leo? —le pregunté.

Él se puso serio.

—Ni siquiera sabemos quiénes son —dijo.

—Sabemos que prefieren disponer de la vacuna para sí mismos que encontrar a alguien que pueda hacerla para todo el mundo. Y también que están dispuestos a mentir a la gente y a hacerle daño para conseguir lo que quieren.

Leo se encogió de hombros y miró por la ventana. El brillo reflejado de la linterna le daba a su rostro cierta palidez.

—Seguramente acabas de describir a todo el mundo que aún sigue con vida, Kae. A lo mejor tuvo que unirse a esa gente para sobrevivir.

—¡Pero estamos hablando de Drew! —dije—. Tú lo conoces. Era como un vengador justiciero, Internet se le quedaba pequeño cuando tenía que denunciar una injusticia. A veces resultaba incluso un fastidio, pero él es así. ¿Cómo puede ayudar a una gente que se dedica a robar y a matar?

—La gente cambia —respondió Leo—. Cuando el mundo se va al traste, como acaba de pasar, a veces haces cosas de las que nunca te habrías creído capaz o porque no ves otra salida.

—¿Cómo Justin, quieres decir? —pregunté, y me crucé de brazos—. Porque el niñato quería matar a esa gente; no tenía nada que ver con la supervivencia.

—Es posible —dijo Leo con voz tensa—. Pero no soy quién para juzgarlo. He hecho cosas peores.

Aquellas palabras se cernieron un momento sobre nosotros, hasta que finalmente solté una carcajada burlona.

—No te creo. Tú nunca…

—Tú no sabes nada, Kae —me cortó él—. No tienes ni idea… —Se sentó en la cama y agachó la cabeza—. Sé que piensas que si no he querido hablar acerca de lo que sucedió mientras regresaba a la isla es por lo que vi. Pero no se trata de eso; es por lo que hice.

Me dio un vuelco el corazón.

—¿Y qué hiciste? —pregunté.

Durante unos segundos creí que iba a cerrarse en banda de nuevo, pero respiró entrecortadamente y empezó a hablar con una voz vacía que me resultó casi tan dolorosa como las mismas palabras.

—Tenía que volver a casa, a la isla —dijo—. Pero estaba en el instituto y casi no tenía dinero. Robé todo el dinero de la cartera de mi compañero de habitación y me compré un billete de autobús que me llevara casi hasta la frontera. Creía que iba a tener que hacer el resto del trayecto a pie, pero una mujer que se dirigía también hacia allí se ofreció a llevarme. Estaba enferma. Llevaba una de esas mascarillas pero tosía sin parar. Yo tenía mucho miedo, estaba convencido de que iba a contagiarme el virus. De modo que me largué solo. En un área de servicio le robé el coche y la dejé ahí tirada. Me dije que iba a morirse de todos modos, o sea, que no importaba.

Hizo una pausa, tragó saliva y siguió hablando.

—Y luego está lo del campo de cuarentena de la frontera. Se suponía que iban a tenernos allí una semana, pero los soldados cambiaban de parecer cada dos por tres: pronto fueron un par de semanas, y luego tres, hasta que empezamos a convencernos de que no iban a dejarnos cruzar el estrecho. El campamento estaba cada vez más lleno, las existencias escaseaban y comenzaron a echar a toda la gente que presentaba los síntomas del virus… Así que un día cogí el abrigo de un tipo, que no tenía otro, un montón de comida que se suponía que era para todos, y me largué.

—Leo… —dije, pero él sacudió la cabeza.

—Yo siempre había creído que era una buena persona, lo mismo que decías tú antes sobre Drew. Yo también era así. Nunca habría creído que pudiera ser tan egoísta, pero, a la hora de la verdad, lo fui. Yo solo quería llegar a casa con vida, no podía pensar en otra cosa. Ni siquiera estoy seguro de querer una segunda oportunidad, pues dudo mucho que fuera a actuar de forma distinta —dijo, y se sonrió—. Me daba miedo volver a ver a mis padres, estaba convencido de que sabrían lo que había hecho nada más verme, y no sabía si iba a poder soportar sus miradas. Por eso, cuando supe que habían muerto, una parte de mí se sintió aliviada, pues así me ahorraría su reacción. ¿No te parece espantoso?

Mantenía la vista clavada en el suelo, como si le diera miedo ver mi expresión. Imaginar a Leo robando y abandonando a alguien que lo había ayudado me revolvió el estómago. Y, sin embargo, prefería eso a que se hubiera muerto antes de volver a casa. Tal como había dicho Tobias la noche anterior: «solo hacemos lo que tenemos que hacer para salir adelante».

—Tú querías volver para ayudar a tus padres, a Tessa… y a todos los demás —dije—. Esa parte no es horrible.

—No lo sé —contestó—. A veces tengo la sensación de que desde que volví aún he jodido más las cosas. Yo quiero ser la persona que se supone que soy: el novio de Tessa, tu mejor amigo… De vez en cuando me siento casi normal, pero entonces pienso en lo que ha pasado, y la sensación de que todo es espantoso me asfixia.

Me acordé de cómo me había enfadado con él porque hubiera dejado de ser él mismo y entonces me entraron ganas de llorar. Había estado cargando con todo aquello, cada minuto de cada día.

—Cada uno se siente como se siente —le dije—. Y tú has vivido cosas muy duras. Me molesté contigo, sí, pero no fui justa. Debería haberme esforzado un poco más para hablar contigo.

—No te lo quería contar —añadió Leo—. Pero, bueno, a lo que iba es que, tal vez, no sea la persona que fui. A lo mejor ahora soy eso: un ladrón, un mentiroso, poco menos que un asesino y una mala persona.

—No, no lo eres… —empecé a decir, pero Leo no me dejó seguir hablando.

—A lo mejor, cuando la vida se complica, todos nos volvemos malas personas. Antes creía que la gente quiere hacer el bien siempre que puede, pero ahora…

Me senté a su lado.

—¿Y si te equivocas? ¿Y si la gente necesita un tiempo para dejar de tener miedo y volver a pensar con claridad? ¿Recuerdas que me dijiste que debía pensar en la gente como si fueran animales?

—Es la verdad, actúan como si lo fueran, ¿no? —dijo Leo.

—Sí, pero nunca dirías que un animal es malo porque luche con otro para conseguir comida o por el lugar donde quiere vivir. Se trata solo de supervivencia. A la gente le entra el pánico y se deja llevar por los instintos. —Hice una pausa—. Como con Justin, supongo. Pero si no tuviera motivos para tener miedo, la gente podría volver a actuar con normalidad. Por eso hemos cruzado medio país con la vacuna a cuestas, ¿no? Para que la vida pueda volver a ser normal.

Al cabo de un rato, Leo me miró.

—Pero ¿tú crees realmente en lo que dices? ¿Que todo puede volver a ser como antes?

—Sí. Lo creo.

—Pues espero que tengas razón, porque a veces siento que no podré volver a ser la persona que fui, que no podré volver a ser bueno. Nunca más.

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