Virus

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Veintidós

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VEINTIDÓS

A lo largo de los siguientes días desarrollamos algo así como una rutina. Por las mañanas, Leo y yo íbamos a pie a un par de hospitales o clínicas, mientras Tobias y Justin buscaban comida en las plantas del bloque de pisos que todavía no habíamos explorado. Nos reuníamos todos en el apartamento para comer, y a continuación íbamos los cuatro al ayuntamiento, con la esperanza de encontrar una forma de entrar. Luego probábamos en otro hospital. Por las noches, después de cenar, Tobias se ocupaba de la radio y yo rezaba porque apareciera la voz de Drew.

Pero de momento no nos había servido de nada. En la docena de edificios médicos que habíamos visitado, Leo y yo no habíamos encontrado ni un solo empleado, ni tampoco medicamentos. El cuarto día nos topamos con dos cadáveres en el suelo del vestíbulo de un hospital, con agujeros de bala en la parte posterior de la chaqueta y con los ojos vidriosos.

Seguimos adelante.

—¿Ha habido suerte? —me preguntó Gav cuando entré en el dormitorio para cenar con él, con una ronquera que ya nunca se quitaba de encima.

—Seguimos buscando —respondí, haciendo un esfuerzo por mostrarme optimista, y empecé a contarle que Tobias y Justin habían encontrado una bolsa de comida. No mencioné los muchos botiquines donde habían mirado, todos vacíos, motivo por el que no disponíamos ni de analgésicos ni de anticongestivos para combatir los síntomas de Gav.

Cuando aquella tarde salimos hacia el ayuntamiento, eché un vistazo a las calles desiertas y las ventanas oscuras, e intenté encontrar en mi interior algún rastro de la esperanza que me había llevado hasta allí. A medida que explorábamos las calles de aquella ciudad devastada me costaba más y más.

—¿Todo bien? —preguntó Leo.

La pregunta me hizo reír.

—Sí —contesté, aunque era mentira.

Nada iba bien. Aunque encontrásemos a alguien que pudiera replicar las muestras de la vacuna, no estaba nada segura de que eso fuera a arreglar nada. El mundo tal como era antes, el mundo que yo quería recuperar, me parecía cada vez más un sueño; llevaba ya mucho tiempo sin verlo.

Aunque lográramos derrotar el virus en aquel momento, Leo no podría dejar de haber hecho las cosas que había hecho. Yo no podría volver a ser la persona que nunca había visto morir a nadie, que nunca había robado comida ni ropa, ni había cogido coches que no eran míos. Todos los que seguíamos vivos habíamos cambiado: sobrevivir y seguir siendo la misma persona era imposible. Pero es que aunque nosotros pudiéramos volver a parecernos a las personas que fuimos, no había forma de reparar todos los males que el virus había causado. ¿Quién iba a hacer funcionar las centrales eléctricas? ¿Quién iba a abastecer las tiendas ahora que las fábricas habían cerrado, los campos de cultivo estaban en barbecho y los camiones de transporte habían quedado atascados y con los depósitos vacíos?

Mientras aún estábamos en nuestra pequeña isla y más o menos íbamos tirando, todavía me había podido convencer de que el problema era pequeño. Pero no era solo la isla. Era todo el mundo.

Cuando llegamos al ayuntamiento, aparté todos aquellos pensamientos de mi cabeza. La temperatura había subido por encima de los cero grados y los carámbanos de encima de las puertas goteaban regularmente. Nos dividimos y empezamos a llamar a las puertas para atraer la atención de las personas que sospechábamos que aún estaban ahí dentro, sanas y salvas, y a continuación nos turnamos para intentar arrancar a golpes las tablas sueltas de una ventana. Al cabo de una hora aún no habíamos obtenido respuesta y la madera no había cedido. Finalmente Tobias dio un paso hacia atrás, meneando la cabeza.

Los montones de nieve menguantes del patio revelaban más de lo que, sinceramente, habría querido ver: el brillo verde de un abrigo que cubría una espalda encorvada; una mano cianótica y el puño de una manga; dos pies con calcetines, inclinados en ángulos extraños… ¿Tal vez porque alguien les había arrancado las botas a tirones?

Me estremecí y di media vuelta.

—Larguémonos de aquí antes de atraer a más carroñeros —dije.

Dos días antes, un par de siluetas nos habían empezado a seguir durante el camino de vuelta a «casa». Seguramente se preguntarían dónde vivíamos y qué provisiones teníamos. Y si nos las podían robar. Logramos dejarlos atrás cruzando a través de varios bloques de pisos y aparcamientos, pero no tenía ganas de volverme a topar con un grupo parecido.

Habíamos cruzado ya la mitad del patio cuando oímos un motor que se acercaba por la calle. Estaba muy cerca.

Leo se quedó helado y yo me acordé de su reacción la última vez que habíamos visto un coche. Tobias desenfundó la pistola. Justin dio un paso al frente, casi con impaciencia, pero yo lo cogí por el abrigo.

—Es mejor no llamar la atención —le recordé.

Sería mucho más difícil dejar atrás un coche que a un grupo de personas a pie. Me giré y me puse a buscar un lugar donde escondernos. Pero el auto iba demasiado deprisa, el sonido del motor retumbaba en el silencio reinante. De pronto vi uno de los cuerpos medio enterrados y comprendí que estaba ante la respuesta que andaba buscando.

—¡Haceos los muertos! —grité.

Me abalancé encima de uno de los montones más altos, me cubrí la espalda de nieve para que pareciera que llevaba tiempo allí y me quedé muy quieta. Oí un jaleo momentáneo a mi alrededor y esperé que fueran los demás, que me imitaban. Contuve el aliento y noté el frío de la nieve a través de la bufanda.

Las zarigüeyas eran capaces de quedarse inmóviles durante horas, y había otros animales que tenían también esa habilidad. Mi abuela por parte de padre nos contaba a menudo una historia que había tenido lugar durante un viaje familiar a Sudáfrica, cuando ella tenía nueve años; recuerdo que mientras hablaba se frotaba la cicatriz del dorso de la mano. Mi abuela había visto una serpiente sobre la hierba, con la lengua fuera, y la había tocado unas cuantas veces con la punta del pie; el animal parecía muerto, pero en cuanto mi abuela se había agachado y había alargado la mano para acariciarle las escamas, había dejado de parecerlo.

Yo no estaba segura de ser capaz de ofrecer una actuación tan convincente, aunque confiaba en que nadie se acercara a tocarme con la punta del pie.

El suelo vibró ligeramente y el coche pasó junto a nosotros. Redujo la velocidad. En ese momento, casi me da un síncope. Sin embargo, debía de haber frenado para tomar otra calle, porque de inmediato el motor volvió a rugir y el ruido se fue alejando poco a poco.

Cuando ya no se oía, me levanté. Los demás hicieron lo mismo y empezaron a sacudirse la nieve de la ropa. Justin estaba refunfuñando. Me entraron ganas de reír: por primera vez me había hecho caso, habíamos conseguido salvarnos otra vez sin tener que pelear, sin que nadie resultara herido. Y eso era casi una victoria.

Pero entonces me acordé de Gav, que nos esperaba en el piso, y mi alegría se diluyó. A pesar de la victoria, no estaba más cerca que antes de poder salvarlo.

—¿Aún no habéis encontrado ninguna guía telefónica en los pisos? —le pregunté a Tobias en cuanto nos pusimos en marcha.

—Imagino que dejarían de enviar las guías impresas —dijo—. Todo el mundo utilizaba Internet…

«Y ya ves de qué nos sirvió», pensé.

—Pues tenemos que encontrar una —insistí—. Necesitamos las direcciones de los laboratorios privados de la ciudad.

—¿Aún crees que vamos a encontrar médicos en alguna parte? —preguntó Justin, que le pegó un puntapié a un trozo de hielo.

—Aquí hay gente —dije—. Mucha gente, teniendo en cuenta las circunstancias. Digo yo que alguien con conocimientos científicos encontraremos.

Pero se nos estaba acabando el tiempo, sobre todo a Gav. Aceleré la marcha.

—En cuanto lleguemos voy a registrar el edificio entero yo misma.

Con las prisas, no vi que algo se movía a nuestras espaldas hasta que estuvimos en el segundo piso del bloque de apartamentos. Se oyó el frotar de una tela en la barandilla en el piso de abajo. Me detuve en seco. Se me pusieron los pelos de punta.

Nos estaban siguiendo.

Me obligué a seguir caminando. Cuando llegamos a nuestra planta, le di un golpecito en el hombro a Tobias y continué escaleras arriba. Los demás me dirigieron una mirada confusa, pero me siguieron. Al llegar al rellano de la quinta planta, cerré las puertas, retrocedí unos pasos por el vestíbulo y me quedé quieta.

—Pero ¿qué…? —empezó a protestar Justin, pero yo me llevé un dedo a la boca.

—Nos están siguiendo —susurré—. Mira.

Nos quedamos en fila, aguardando en silencio. Unos segundos más tarde, la puerta de las escaleras se abrió un dedo. Quienquiera que hubiera al otro lado debió de vernos, pues también se detuvo.

No teníamos dónde escondernos ni forma de despistarlos. Solo nos quedaba esperar que fueran pacíficos.

—¿Buscáis algo? —pregunté—. ¿Por qué no salís y hablamos?

La puerta se abrió con un chirrido, primero unos dedos más, y finalmente del todo. Detrás apareció una figura encapuchada, vestida con un largo abrigo negro.

—No os enfadéis conmigo. Solo quería ver qué hacíais.

Era una voz de chica, débil y aguda. Se nos acercó con paso sigiloso, sus botas militares no hacían nada de ruido. Entonces se quitó la capucha.

Era mayor de lo que su voz parecía indicar; seguramente tenía más años que yo. Su nariz era pequeña y respingona, como de ratoncito, aunque el efecto quedaba mitigado por la sombra de ojos negra y el pintalabios marrón brillante. Tenía el pelo castaño claro con destellos desteñidos. Su cara era estrecha. Con aquella pinta, habría encajado mucho más en la cola de una discoteca que siguiéndonos de puntillas a través de un edificio abandonado.

—Os he visto en la clínica Mount Sinai —dijo—. Y me habéis parecido… legales. A diferencia de la mayoría de la gente que queda por aquí.

El nombre Mount Sinai me sonaba, pero la verdad era que no había estado prestando mucha atención a esos detalles y no sabía cuánto hacía que habíamos estado en esa clínica.

—Hay mucho capullo suelto —dijo Justin, que la miró como si en cualquier momento fuéramos a enzarzarnos en un combate a muerte—. No queremos saber nada de esa gentuza.

La chica esbozó una sonrisa divertida, o tal vez de complicidad, no era fácil decirlo.

—Me llamo Anika —dijo, y extendió las manos en gesto de súplica. Llevaba las uñas pintadas del mismo color que los labios—. No os quiero agobiar ni nada, pero es que ahora mismo la ciudad es brutal. Llevo semanas viviendo sola. Parece que vosotros tenéis un buen grupo. Y pensaba, no sé, que a lo mejor podía estar con vosotros. Durante unos días, tal vez.

Agachó la cabeza con un gesto temeroso que me pareció más coqueto que auténtico. Tobias abrió la boca y me miró. Justin frunció el ceño.

—¿Llevas armas? —le preguntó Leo.

Anika parpadeó con lo que pareció sorpresa sincera. Entonces volvió los bolsillos del revés, se bajó la cremallera del abrigo y lo abrió para que viéramos que debajo llevaba tan solo un jersey morado de cuello alto y unos vaqueros tan ceñidos que si hubiera llevado una pistola o un cuchillo se le habría notado.

—A lo mejor os puedo ayudar un poco —sugirió, mientras volvía a cerrarse la cremallera—. He estado aquí desde el principio… Bueno, en realidad he vivido toda mi vida en la ciudad. Si buscáis algo, a lo mejor sé dónde encontrarlo.

Se me aceleró el pulso. Tal vez aquella chica fuera justo lo que necesitábamos; aunque no nos estuviera contando toda la verdad, no parecía peligrosa. Además, ella era una y nosotros éramos cuatro, íbamos armados, éramos más altos y seguramente también más fuertes.

Valía la pena arriesgarse.

—De acuerdo —le dije—. Estamos en la planta de abajo.

Al entrar en el apartamento, Anika puso unos ojos como platos al ver el sofá de piel, la cocina de granito y la chimenea encendida. Comprobé aliviada que toda la comida que habíamos encontrado seguía escondida en los armarios. La nevera estaba en el dormitorio de Gav, así nos asegurábamos de que a Justin no le dieran tentaciones.

Iba a sugerir que nos sentáramos todos cuando se oyó una tos al otro lado de la puerta. Anika se puso muy tensa y giró la cabeza hacia el dormitorio.

—Tenéis a un enfermo —dijo.

—Sí —respondí yo fríamente.

—No pasa nada —aclaró Tobias—. No sale del dormitorio. Somos muy precavidos.

—Vuelvo dentro de un momento —dije, y cogí una de las botellas de agua hervida que habíamos dejado enfriándose en el alféizar de la ventana.

Cuando entré, Gav estaba sentado encima de la cama, con las piernas cruzadas. Se bebió la mitad de la botella de un trago, apoyó la cabeza en la pared y cerró los ojos. Aunque el calor que se filtraba a través de la pared que comunicaba con la sala de estar era muy escaso, tenía tanta fiebre que incluso se había quitado el abrigo. No solo eso, sino que desde que lo había visto a la hora de comer se había desprendido también del jersey, que ahora llevaba atado a los hombros, encima de la camiseta de manga corta. Tenía la sensación de que estaba más delgado de lo habitual, y no era porque se hubiera quitado la ropa.

Se incorporó, respirando entrecortadamente, y se sonó con el trozo de tela que utilizaba de pañuelo. Se oyó la aguda voz de Anika al otro lado de la puerta.

—¿Habéis traído a alguien? —preguntó.

Me cambié la ropa por la que usaba dentro del cuarto, que había dejado encima del tocador, y me senté en la cama, junto a él. Gav me abrazó automáticamente.

—Una chica nos ha seguido hasta aquí —respondí en tono ligero, como si no fuera nada—. Dice que quiere unirse al club. ¿Crees que deberíamos hacerle un casting?

Gav esbozó una sonrisa.

—Seguramente debemos confiar en su palabra. Al parecer hay mucho movimiento y cambio de personal en el negocio de los que quieren salvar el mundo.

Imaginé que se refería a Tessa y a Meredith. No podía ser de otro modo, pues aún no habíamos mencionado ni una sola vez el hecho de que, si no lograba encontrar ayuda antes, dentro de unos días iba a dejar de ser él mismo. Y, sin embargo, durante unos segundos se me hizo un nudo en la garganta y no pude hablar.

Lo rodeé con los brazos y lo abracé con fuerza. Él me devolvió el abrazo, pero al cabo de un momento bajó los brazos. La tos y la fiebre lo habían dejado sin fuerzas.

—Entonces, ¿crees que es de fiar? —preguntó, hablando ya más seriamente.

—Puede tener información útil —respondí.

—En ese caso será mejor que salgas ahí fuera antes de que termine de contar su historia —dijo—. Y así me la podrás relatar más tarde, no me quiero quedar fuera de órbita.

—Cuenta con ello —contesté, y le di un beso en la mejilla—. Te traeré un informe completo con la cena.

Noté cómo me seguía con la mirada cuando salí de la habitación, su deseo de participar en lo que estaba pasando me pesó sobre los hombros.

Anika estaba sentada en el sofá, flanqueada por Justin y Tobias. Justin parecía montar guardia, mientras que Tobias la miraba como si temiera que fuera a desvanecerse si apartaba los ojos. La chica gesticulaba con las manos mientras hablaba.

—Para cuando mamá fue al hospital ya no aceptaban visitantes. Eso fue cuando aún quedaba gente que trabajara en los hospitales, claro. Habían cancelado las clases en el instituto y la mayoría de mis amigos se habían puesto enfermos o se habían marchado de la ciudad. Pero yo no la quería abandonar, aun sabiendo que no iba a poder ir a visitarla.

Cogí una silla del comedor y me senté junto a uno de los altavoces de la sala, tan grandes como inútiles. Anika me miró un instante y luego se volvió hacia el resto de su público.

—Debió de ser duro —comentó Tobias, que se ruborizó cuando ella le sonrió.

—Sí —dijo la chica—. Al cabo de unos días, la gente empezó a asaltar los hospitales y, poco a poco, todos los médicos se asustaron y desaparecieron. Ni siquiera sé qué le pasó a mi madre. Estaba en la Mount Sinai, pero cuando fui a buscarla no la encontré. Desde entonces me las he tenido que apañar yo solita.

—Parece que no te ha ido tan mal —dijo Leo.

—Supongo que podría haber sido peor —admitió Anika—. Encontré un sitio más o menos como este, y de momento me han dejado tranquila. Además, mi padre era un poco paranoico y antes de que el pánico se apoderara de la ciudad compró un hornillo de camping y un montón de combustible, o sea, que más o menos he podido cocinar. Que no he pasado hambre, vamos. Pero la gente de por aquí, o por lo menos la mayoría, está loca. Da miedo. Por eso me he alegrado tanto al veros.

—¿Para quién es el maquillaje? —preguntó Justin—. Es un poco raro que vayas así, ¿no?

—Es para mí —dijo Anika, que entrecerró los ojos un momento, pero rápidamente recuperó su gesto jovial y agitó el pelo con una carcajada—. Si pareces mayor y capaz, la gente no se mete tanto contigo. Prefieren las víctimas más débiles.

Me pregunté qué aspecto debíamos de tener nosotros a sus ojos.

—Has dicho que los médicos empezaron a desaparecer —intervine—. ¿Sabes si queda alguno en alguna parte? ¿Tal vez en alguna clínica menor, o en alguna oficina que se les haya pasado por alto a los saqueadores?

—Si queda alguno, disimula muy bien. Pero puedo preguntar por ahí —dijo, y señaló el dormitorio con la cabeza—. ¿Ese es el motivo por el que habéis venido hasta aquí desde la costa? —preguntó, e imaginé que los chicos se lo habían contado mientras estaba en el dormitorio—. ¿Por él? Es un largo camino…

—Supusimos que teníamos más probabilidades de encontrar a algún médico que aún trabajara en la ciudad —respondí.

Anika se removió y su rodilla frotó la de Tobias, que se puso aún más colorado.

—Hace una semana oí a unos tipos que decían que alguien había encontrado una vacuna, o algo así —dijo—. No sé si es verdad, pero sonaban bastante emocionados.

Nos miró uno a uno, con expresión esperanzada. Justin se la quedó mirando con una cara aún más sospechosa que antes; casi habría preferido que le dijera que estábamos al corriente de la vacuna. Leo frunció los labios, que quedaron convertidos en una fina raya, y Tobias se miró las manos. Yo hice lo posible por conservar la calma, aunque tenía un nudo en la garganta.

Si alguien había estado hablando de la vacuna hacía una semana, mientras nosotros estábamos encerrados en la granja, solo podía significar una cosa: el grupo que había enviado a los de la furgoneta verde y que nos había mentido por la radio tenían también aliados en la ciudad.

—Si existe una vacuna, sería fantástico —dije, intentando que pareciera que era la primera vez que oía hablar de ello—. ¿Quién era esa gente? ¿Dónde los viste? A lo mejor podríamos encontrarlos y preguntarles qué saben…

—Pues no sé —contestó. Levantó un hombro y lo dejó caer torpemente—. No los conozco. Estaban echando un vistazo en una tienda, cerca del lugar donde vivo. Solo les presté algo de atención porque les oí comentar lo de la vacuna…

—¿Y sabían dónde estaba esa vacuna? —preguntó Leo.

Anika negó con la cabeza.

—Creo que no lo sabían. Por lo que dijeron, era como si esperaran que alguien fuera a traerla a la ciudad. Pero, como ya he dicho, también es posible que estuvieran especulando. Tal vez solo sea un rumor.

Mis ojos se toparon con los de Leo y vi la preocupación que reflejaban.

No habíamos dejado atrás a nuestros enemigos, sino que, más bien, nos habíamos metido en la boca del lobo.

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