Virus

Virus


Veintitrés

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VEINTITRÉS

Había estado pasando las noches en el dormitorio, con Gav. Los demás habían acampado en la sala de estar, calentitos junto al fuego, y él había intentado convencerme para que fuera a dormir con ellos, pero yo no quería dejarlo solo en aquella habitación oscura y fría, mientras el virus se iba apoderando de su cerebro.

—Quiero estar contigo —le había dicho, y al ver que se disponía a protestar, lo había fulminado con la mirada—. Cállate.

Se había quedado descolocado un momento y finalmente se había echado a reír, tal como yo esperaba. Entonces me había abrazado y me había dado un beso.

—Yo también te quiero aquí —había admitido, y no había vuelto a intentar convencerme de que me fuera.

La noche del día en que encontramos a Anika, Gav se durmió enseguida, pero tenía tics constantes en los brazos y las piernas a causa de los picores, que ya no lo abandonaban nunca. Me eché a su lado y cerré los ojos, pero el cerebro me iba a mil por hora. Era plenamente consciente de la presencia de Anika al otro lado de la pared, una intrusa entre nosotros. Me había parecido una crueldad echarla del piso por la noche, y además se había ofrecido a acompañarnos por la mañana a un par de edificios del Gobierno que podían tener laboratorios, pero aún no estaba segura de cómo iba a encajar con nosotros.

Pero sobre todo pensaba en Gav. En las pocas noches que nos quedaban antes de que el virus se apoderara de la parte de su cerebro que controlaba las cosas que decía y hacía, antes de que empezara a soltar cada impertinencia que se le pasara por la cabeza, de forma indiscriminada.

En cuanto mamá había llegado a esa fase, papá no había podido pasar más noches con ella. ¿Sería más fácil para mí porque Gav y yo no nos conocíamos desde hacía tanto tiempo? Pensé que a lo mejor nada de lo que dijera podría herirme demasiado…

A lo mejor al día siguiente encontraríamos a alguien que pudiera ayudarnos y ya no tendría que preocuparme por ello.

Me había empezado a calmar cuando, de repente, oí un débil chirrido y noté una leve corriente de aire sobre las mantas. Alguien había abierto la puerta del dormitorio.

Estaba debajo de las sábanas, de modo que no vi nada ni siquiera cuando abrí los ojos. Me quedé en silencio y agucé el oído. Se oyeron pasos y un chasquido, y los contornos de las mantas adquirieron un brillo luminoso. ¿Una linterna?

Se oyó un crujido de plástico mientras alguien examinaba nuestras bolsas. Los pasos dieron la vuelta a la cama; me puse tensa.

Tenía la nevera con las vacunas a los pies de la cama.

Habría podido apartar las mantas y encararme con quienquiera que estuviera allí, pero quería saber exactamente qué se proponía y hasta dónde estaba dispuesto a llegar.

Entonces se oyó un ruido, cuando levantó la tapadera, y oí que se le cortaba la respiración. Volvieron a cerrar la tapa y se apagó la luz. La nevera golpeó en la pared, señal de que la habían levantado del suelo.

No necesitaba más pruebas. Aparté las sábanas y salí de la cama de un brinco. La figura dio media vuelta con la nevera en las manos y echó a correr hacia la puerta. La agarré por la manga del abrigo, pero no con suficiente fuerza, y logró zafarse.

—¡No te muevas! —grité.

Las botas de Anika resonaron sobre el suelo del apartamento y me lancé sobre ella. Se oyó un crujir de sacos de dormir procedente de la sala, y los demás se despertaron con una confusión de voces:

—Pero ¿qué…?

—¿Qué pasa?

—Diría que…

Anika empezó a manosear el cerrojo de seguridad. Cogí el asa de la nevera y se la intenté arrebatar de las manos, pero ella echó el brazo hacia atrás y me pegó un codazo en la frente. La cabeza empezó a darme vueltas y noté cómo la nevera se me escurría entre los dedos. Anika agarró el contenedor con más fuerza y accionó el pomo de la puerta.

Pero antes de que tuviera tiempo de abrirla un centímetro, otro brazo la cerró de golpe. Anika dio un respingo, se giró y se quedó helada.

Una figura alta, que al cabo de un instante reconocí como Tobias, levantó la mano. La débil luz de la chimenea iluminó la forma negra de su pistola. Levantó el dedo y quitó el seguro con un chasquido que sonó fortísimo en el silencio que, de repente, se había hecho en el apartamento. Cuando habló, lo hizo con voz crispada pero firme.

—Creo que será mejor que le devuelvas eso a Kaelyn.

Anika dejó la nevera en el suelo y soltó el asa. Leo y Justin aparecieron detrás de Tobias, con el ceño fruncido y cara de dormidos. Me toqué el lugar donde Anika me había dado con el codo e hice una mueca. Me acerqué lo justo para recuperar la nevera, me la llevé a un lado y la abrí.

A pesar de la refriega, los frascos seguían intactos.

—¿Kae? —preguntó Gav desde el dormitorio con voz vacilante—. ¿Va todo bien?

Suspiré y volví a poner la tapa.

—Sí, ahora sí.

—Os van a terminar encontrando —dijo Anika—. Lo mejor que podéis hacer es entregarme la vacuna ahora mismo; así dejarán de perseguiros.

—¿Qué dices? —le preguntó Justin—. ¿De quién hablas?

—De los guardianes —contestó Anika—. Los guardianes de Michael —añadió. Nos miró uno a uno y enarcó las cejas—. Ni siquiera sabéis quién es Michael, ¿verdad?

—Si nos lo cuentas lo sabremos —dije.

Al ver que no respondía, Tobias dio un paso al frente sin dejar de apuntarla a la cara. La chica cerró los puños dentro de las mangas del abrigo y levantó la barbilla.

—Yo no lo he visto nunca —respondió finalmente—. Al parecer, el tal Michael vino desde la Columbia Británica cuando el virus empezó a atacar el país y se dedicó a conquistar todos los lugares por donde pasaba, lo mismo que hizo con la ciudad.

—¿Y cómo se lo monta un tío solo para conquistar una ciudad? —preguntó Justin.

Anika se encogió de hombros.

—Tiene comida, generadores y material sanitario, y lo reparte entre quienes le son fieles. A los que lo ayudan lo suficiente los nombra «guardianes» y, cuando se marcha, estos guardianes se dedican a vigilar los lugares por los que ha pasado.

—¿Y está en Toronto? —preguntó Leo.

—Creo que ahora mismo no. Yo no lo sé todo, no los tengo tan controlados, pero, por lo que he oído, diría que se ha ido a Estados Unidos. Eso sí, los guardianes se comunican con él por radio. Son muchos, y tienen coches y pistolas; no os conviene meteros en líos con esa gente, creedme. Os están buscando, a vosotros y a la vacuna.

—Y tú pensaste que si les llevabas lo que buscaban te ganarías una buena recompensa, ¿verdad? —le solté, escrutándola. Vi un brillo de desesperación en su mirada.

—¡Pues sí! —exclamó—. Habría tenido la vida resuelta. Es importante asegurarte de que vas a tener suficiente comida, un edificio con calefacción y una de esas mascarillas para no ponerte enfermo, y ellos son los únicos que tienen todas esas cosas. ¡Naturalmente que quiero estar a buenas con ellos!

Me recorrió un escalofrío. El tipo que nos había preguntado qué hacíamos el primer día, cuando habíamos salido a por leña, llevaba mascarilla. Habíamos estado a unos pocos pasos de uno de esos guardianes, una de esas personas que habrían matado para conseguir la vacuna, y ni siquiera nos habíamos dado cuenta. Si Justin llega a hablar un poco más, aquel tipo se habría dado cuenda de quiénes éramos.

—Sois muy estúpidos si creéis que aquí estáis a salvo —dijo Anika—. Habéis tenido suerte de que os haya encontrado yo primero. Hacer la ronda de los hospitales, ponerse a gritar delante del ayuntamiento… Supuse que seríais vosotros, la verdad es que no hacía falta mucha imaginación. En cuanto se enteren de que estáis en la ciudad, lo tenéis jodido.

—¿Se lo vas a decir tú? —preguntó Justin.

—No sé —respondió Anika, que no se andaba con rodeos, y sus ojos fueron de la pistola a la cara de Tobias—. ¿Voy a tener la oportunidad?

Tobias palideció, pero no le tembló el pulso. Me miró. ¿Era así de fácil? ¿Bastaba con que yo diera la orden para que la matara?

Se me volvió el estómago del revés. No me gustaba nada lo que había hecho, pero comprendía perfectamente lo que era estar desesperado por sobrevivir. No merecía morir por ello.

Pero, al mismo tiempo, nosotros teníamos que asegurarnos nuestra supervivencia.

—No te vamos a hacer daño —dije. Justin ya iba a protestar, pero le clavé la mirada y se calló—. No le vamos a hacer daño —insistí, y me volví de nuevo hacia Anika—. Pero tampoco podemos dejar que te vayas.

Tobias bajó la pistola.

—La podríamos encerrar en otro de los apartamentos —dijo.

Leo asintió con la cabeza.

—Eso nos daría tiempo para decidir qué hacemos a continuación.

—¿Y vais a dejar que me muera de hambre? —preguntó Anika con los labios apretados—. Porque prefiero que me disparéis directamente.

—No —dije—. Dejaremos que te vayas, pero solo cuando nos parezca prudente.

Justin soltó un suspiro.

—Necesitaremos un sofá, o algo pesado —empezó a decir Tobias, que apartó los ojos de Anika un instante.

La chica aprovechó la distracción, estiró el brazo y volvió la cara. Se oyó un siseo y de pronto empezó a salir una nube de vapor de un botecito que llevaba en la mano. Justin pegó un brinco hacia atrás y se llevó las manos a la cara; yo me hice a un lado, abrazada a la neverita, y solo me llegaron unas gotitas a los ojos. Era gas pimienta, debía de haberlo llevado escondido en la manga. A través de las lágrimas, vi que Tobias empezaba a toser, con la mano encima de los ojos. Anika abrió la puerta y su figura delgada salió corriendo por el pasillo. Empujé la nevera hacia el dormitorio y salí corriendo tras ella.

El pasillo oscuro estaba iluminado apenas por el débil resplandor que salía de nuestra puerta abierta. Además, yo tenía la vista borrosa y no veía nada. Las botas de la chica resonaron sobre el suelo; ya estaba demasiado lejos. Di unos pasos dubitativos y oí cómo se cerraba la puerta del hueco de las escaleras. Entonces me apoyé en la pared y me froté los ojos con la manga, una y otra vez. Dentro del apartamento, Justin estaba gimiendo.

Leo apareció en la puerta.

—¿Kae?

—Se ha ido —dije.

—¿Estás bien?

—Sí —contesté. Aún me escocían los ojos, pero ya no me lloraban tanto—. Solo me ha dado de refilón. ¿Y a ti?

—A mí no me ha dado —dijo Leo—. Creo que el que se ha llevado la peor parte es Justin, aunque Tobias tampoco se queda corto. Dice que el agua no sirve de nada, de modo que están ahí sentados, llorando. —Leo dudó un instante—. Será mejor que nos vayamos a otra parte. Seguramente lo primero que hará será ir a buscar a los guardianes y traerlos aquí.

—Sí, tienes razón. Mierda —dije, y volví a entrar.

Encontramos a Justin acuclillado junto al sofá, y a Tobias sentado en el sillón.

—La voy a matar —murmuraba Justin, balanceándose levemente—. Y luego la mataré otra vez.

—Vale, pero de momento sigue parpadeando —le dijo Tobias—. Cuantas más lágrimas segregues, antes lo expulsarás de tu organismo.

—Coge los sacos de dormir y las mantas —le indiqué a Leo—. Yo empezaré a empaquetar la comida.

—Nos largamos de esta mierda de ciudad, ¿no? —preguntó Justin—. Estoy hasta las narices de este sitio.

Me lo quedé mirando. Ni siquiera me había planteado adónde iríamos, solo que teníamos que salir de aquel edificio.

—No nos podemos ir —dije—. Encontraremos otro apartamento que no esté cerca de este.

—Pero ¿por qué? —preguntó Justin—. En esta ciudad no hay nada.

Se me hizo un nudo en la garganta. El dormitorio estaba en silencio, a lo mejor Gav se había vuelto a dormir, pero la puerta estaba abierta de par en par. No le podía quedar mucho tiempo. Mientras estuviéramos en la ciudad, teníamos muchas más probabilidades de toparnos con una persona con los medios necesarios para hacerle una transfusión. Marcharnos ahora equivalía a rendirnos para siempre; marcharnos era lo mismo que condenarlo a muerte.

—Si todavía quedan médicos y científicos, seguir en la ciudad es nuestra mejor opción de encontrarlos —dije, bajando la voz—. Tenemos que cambiar de aspecto, intentar otras estrategias, ser aún más cuidadosos que antes, pero no tenemos ningún otro sitio adonde ir. A menos que quieras volver a la colonia a echar una mano con las plantas, claro.

Justin hizo una mueca.

—No debería haber bajado la guardia —murmuró Tobias—. No debería haberle dado esa oportunidad.

Leo vaciló un instante, pero finalmente dijo:

—Es medianoche, estamos cansados y un poco descolocados. Podemos tomar la decisión definitiva más adelante, ¿no? De momento, larguémonos de aquí.

Tuvimos que abandonar el camión. Mientras nos acercábamos a las puertas del garaje, Justin se detuvo, con los ojos aún enrojecidos, y dijo:

—Se lo hemos contado a Anika. Le hemos dicho que llegamos hasta aquí usando el camión quitanieves.

—Entonces lo estarán buscando —respondí—. Por mucho que lo escondamos…

Tobias iluminó la calle con la linterna. La mayor parte de la nieve se había derretido durante el día y ahora las calles estaban despejadas.

—No dejaríamos huellas —dijo—. Podemos marcharnos ahora mismo, y, después de encontrar otro sitio, uno de nosotros se lo lleva y lo abandona bien lejos.

Pusimos unos dos kilómetros entre nosotros y el edificio, dejamos atrás los relucientes apartamentos del centro de la ciudad y llegamos a un barrio con bloques bajos de hormigón y balcones oxidados. Tobias montó guardia junto al camión, con el rifle y la pistola. Gav permaneció echado en la parte trasera, tosiendo bajo varias capas de bufanda. Leo, Justin y yo nos dividimos, y nos metimos por separado en los edificios próximos para poder comprobar tres sitios al mismo tiempo.

Hicieron falta siete intentos antes de que Leo volviera con una sonrisa de medio lado dibujada en los labios.

—No es el edificio más bonito del mundo —dijo—, pero por lo menos tiene chimenea.

Trasladamos nuestras cosas tan rápida y sigilosamente como pudimos. La entrada del edificio y la primera planta apestaban a orina de gato, aunque no se veía ninguno por ahí. Para cuando llegamos a la sexta planta del edificio, el olor ya casi no se notaba. Nos metimos en el primer apartamento que encontramos con la puerta abierta. Era un piso con dos dormitorios, había un futón cutre con tapizado de puntos que hacía las veces de sofá y una alfombra llena de manchas. Gav se metió directamente en el primer dormitorio y se dejó caer encima de la cama, respirando con pesadez, mientras Tobias volvía atrás para deshacerse del camión. Los demás rompimos una de las sillas del comedor, y mezclamos la madera barnizada y las ramitas que nos quedaban para empezar una hoguera.

—Mientras sigamos en la ciudad tendremos que ser más cautelosos todavía —dijo Leo al tiempo que las llamas se iban esparciendo por la madera—. Alguien deberá vigilar la calle todo el tiempo. Por otro lado, si esos energúmenos se presentan por aquí, vamos a necesitar una ruta de escape.

Se frotó la cara y los párpados, hinchados, y de repente me di cuenta de lo tarde que era. Lo único que nos había permitido seguir adelante era la adrenalina, pero ya había empezado a pasarse el efecto.

—Buscaremos una ruta de escape por la mañana —dije—. Ahora mismo no nos podríamos concentrar.

—Pero, aun así, tenemos que montar guardia —soltó Justin—. Yo haré la primera. Más les vale a esos capullos no toparse conmigo.

Entonces se marchó, y yo me fui al dormitorio. Gav parecía estar dormido, pero en cuanto me eché junto a él me rodeó con un brazo. Me tiró de la cintura y yo me volví hacia él. Los dedos seguían en mi costado y noté que trazaban un ocho a través de las diversas capas de ropa.

—¿Estamos seguros ahora? —preguntó.

Cuando lo había despertado para que bajara al camión le había dado tan solo una explicación vaga de lo que había sucedido. Me habría gustado decirle que sí, que estábamos a salvo, pero me miraba fijamente y fui incapaz de mentirle.

—No lo sé —dije.

El resto de las palabras se me atragantaron. ¿Se habría dado cuenta de que nos habíamos planteado la posibilidad de abandonar la ciudad?

Llevaba días esforzándome conscientemente por no pensar en qué sucedería si no lograba encontrar a nadie capaz de replicar la vacuna allí mismo, si al final resultaba que Gav había enfermado por nada, y no podía ni siquiera salvarlo a él. Tragué saliva.

—A lo mejor no deberíamos haber venido.

Los dedos de Gav se detuvieron.

—¿Cómo?

—Tú ya sabías que pasaría esto —dije—. Que no encontraríamos a nadie que nos pudiera ayudar. Siempre creíste que… Y ahora…

—Kaelyn —me cortó, y me acarició la mejilla con los dedos.

Entonces abrió la boca para añadir algo más, pero inmediatamente tuvo que apartar la cara para toser contra el hombro. Le tembló el brazo. Quise levantarme para ir a por un poco de agua, pero él me agarró de la mano y negó con la cabeza mientras seguía tosiendo.

Al cabo de un minuto, el ataque se le pasó. Se volvió a acercar a mí, me acarició de nuevo la mejilla y me apartó los mechones de pelo que me caían sobre los ojos. Cada vez que me tocaba, notaba un cosquilleo en la piel.

—Lo siento —dijo.

—Tú no tienes la culpa —respondí.

Se quedó momentáneamente sin aliento.

—No, me refiero a lo que has dicho antes. Lo siento… No creía que fueras a lograrlo. Y también siento no haberlo sabido disimular tan bien como quería. Supongo que, en realidad, no quería fingir, porque creía que tenía razón.

—Gav —dije, pero no me dejó hablar.

—Pero no tenía razón, ¿vale? O sea, que no te quiero oír decir que te equivocaste haciendo esto. Estos últimos días he tenido mucho tiempo para pensar. Todo se estaba yendo a la mierda también en la isla, por mucho que no lo quisiéramos admitir: nos teníamos que ir. Y realmente creo que si hay alguien que nos pueda ayudar, tú lo encontrarás antes que nadie. Yo me enamoré de una chica que no se rinde nunca, de modo que me tienes que hacer una promesa: prométeme que no vas a dejar de intentarlo, pase lo que pase.

Me lo quedé mirando fijamente, incapaz de hablar.

—Dilo —insistió Gav.

Le cogí la cabeza y me le acerqué hasta que mis labios tocaran los suyos. Gav me devolvió el beso, pero noté la tensión en el brazo con el que me rodeaba. Incliné la cabeza hacia delante y froté la nariz en su mejilla.

Gav no sabía lo cerca que había estado de rendirme del todo cuando Meredith había enfermado. Nunca le había contado que había llegado hasta el borde del acantilado, a tan solo un paso del vacío. Pero al final no me había rendido y habíamos logrado salir adelante. Tenía que acordarme de eso.

—No dejaré de intentarlo —dije a la oscuridad que se abría entre los dos—. Te lo prometo.

Solo entonces se relajó. Me dio otro beso, subió un poco las mantas y nos quedamos dormidos cara a cara, nuestros alientos entremezclados.

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