Virus

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Veinticuatro

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VEINTICUATRO

Por la mañana, imbuida de una nueva determinación, me puse a montar guardia y mandé a los chicos a que registraran todo el edificio en busca de una guía telefónica. Cuando Tobias vino a relevarme, llevaban en la mano una gruesa guía de tapas blandas.

—Creo que son unas páginas amarillas o algo así —dijo—. He pensado que a lo mejor nos serían útiles.

Aquella guía resultó ser un verdadero hallazgo: contenía varios apartados dedicados a diferentes tipos de laboratorios. La hojeé al tiempo que iba marcando los lugares más prometedores en el mapa. En cuanto Leo regresó, lo agarré del brazo.

—Tenemos que ir a echar un vistazo a estos dos sitios ahora mismo —le dije, señalando los dos puntos que quedaban más cerca—. Podemos volver antes de que anochezca.

Caminamos en silencio, pegados a los edificios, atentos a si oíamos algún coche. Uno de nuestros objetivos, un centro de pruebas médicas, había sido saqueado: encontramos las puertas abiertas de par en par y las oficinas desvencijadas. El otro era un laboratorio de investigaciones neurológicas situado en un estrecho edificio de estuco que parecía intacto, pero tenía todas las ventanas a oscuras. Cuando llamé a la puerta, no respondió nadie.

—Solo tenemos que encontrar uno —dijo Leo mientras volvíamos al apartamento.

Después de cenar me senté en el sofá a planear lo que haríamos el día siguiente, y Tobias se instaló con la radio en la mesita del café, junto a la puerta corredera de cristal que daba al balcón. Leo y Justin descompusieron un par de sillas más y empezaron a alimentar el fuego. Tobias seguía su sistema habitual: preguntaba si había alguien al otro lado, cambiaba de canal, repetía la pregunta, y así sucesivamente. Leo acababa de tirar el último trozo de madera al fuego cuando Tobias hizo girar el dial y por los altavoces salió una voz a mitad de frase.

—¿… ahí? Responded, por favor.

Dejé caer el mapa y me eché hacia delante. Tobias vaciló un momento, con el micrófono en la mano, y finalmente dijo:

—Sí, te oímos. ¿Quién habla? Cambio.

La voz que contestó era la de Drew:

—Busco a Kaelyn Weber. ¿Con quién hablo?

Tobias me pasó el micrófono. Lo cogí con el corazón desbocado: había estado esperando aquel momento desde la última vez que habíamos hablado, pero de pronto no sabía si realmente quería saber la respuesta a todas mis preguntas.

—Drew —dije—. Estoy aquí. Llevamos toda la semana intentando dar contigo.

—Lo siento —contestó él—. Es que casi siempre hay alguien monitorizando las radios al mismo tiempo que yo. Carmen ha salido un momento a fumar, pero seguramente dispondré tan solo de unos minutos. No sigues en la ciudad, ¿verdad? Dime que te has ido.

Iba a preguntarle cómo sabía que estábamos en la ciudad, pero entonces comprendí que Anika debía de haber ido directamente a hablar con los guardianes, tal como habíamos supuesto que haría. Y que Drew también estaba ahí, con ellos.

Había otras mil cosas que quería saber, pero las palabras se me escaparon casi sin querer:

—¿Qué haces con esa gente, Drew? ¿Qué demonios estás haciendo?

Durante unos segundos se oyó solo un débil silbido, pero finalmente Drew dijo:

—Intento encontrar una forma de ayudar. A eso vine. Y si quieres lograr algo, debes estar del lado de la gente que tiene el poder.

Hablaba casi como Anika. Noté un sabor amargo en la garganta, pero antes de que pudiera responder, Drew siguió hablando.

—¿Y tú qué? La gente que enviaron a buscaros a New Brunswick… Encontraron los cuerpos, Kae.

—Yo no quería que sucediera eso —dije en voz baja.

—Aquí van todos a por vosotros. Están cabreados. Dios, no sabes cuánto me alegro de que estés bien, pero no sé si… —empezó a decir, pero se calló en seco—. Aún no me has dicho dónde estás, Kaelyn. Te has marchado de Toronto, ¿verdad?

—No podemos ir de un lado para otro con la vacuna —le dije—. Tenemos que encontrar a alguien capaz de replicarla.

—O sea, que seguís aquí —dedujo—. Kaelyn, os están buscando en este preciso instante. Aunque encontraras a alguien capaz de reproducir la vacuna, aquí, en la ciudad, nos la terminaría entregando a nosotros igualmente. Cuando Michael llegó, las primeras personas a las que buscó fueron a las que tenían experiencia médica, y ya no queda nadie más. Llevo aquí casi dos meses, si hubiera alguien, lo sabría.

Sacudí la cabeza. Quería borrar sus palabras, pero no pude.

—¿Y adónde se supone que tengo que ir? —pregunté con voz entrecortada.

—No lo sé —contestó Drew—. Podrías probar… Hasta que se cortaron las comunicaciones, todo el mundo comentaba que el CCE estaba trabajando con el virus, intentando encontrar algún tipo de tratamiento. Michael creía que aún podían estar operativos, y antes de oír hablar de vosotros y la vacuna tenía planeado trasladarse hasta allí. Creo que… —dijo, bajando la voz—. Carmen está en el vestíbulo. Lo siento, lo volveré a intentar mañana.

La transmisión se cortó, y en su lugar quedó tan solo un débil zumbido de estática. Me sentí tan vacía como la señal.

Tobias apagó la radio y se pasó los dedos por su pelo rubio.

—El CCE —dijo.

—¿Qué es eso? —preguntó Justin.

—El Centro para el Control de Enfermedades —respondió Leo—. Cuando vivía en Nueva York, los científicos que trabajaban allí salían cada dos por tres en las noticias. Está en Atlanta.

Atlanta. Se me cayó el alma a los pies. Así era cómo debía de haberse sentido Gav cuando había sugerido que siguiéramos adelante hasta Toronto. ¿Cuántos cientos de kilómetros más teníamos por delante?

—Pues es evidente que no consiguieron gran cosa —apuntó Justin.

—Por lo menos lo intentaban —replicó Leo—. Además, disponen de la mejor seguridad, necesariamente. Tienen muestras de todo tipo de enfermedades mortales: ébola…, ántrax…, esas cosas. O sea, que es posible que el centro no haya caído, como los hospitales de aquí.

—Pero ¿podemos fiarnos de este tío? —me preguntó Tobias—. O sea, ya sé que es tu hermano y todo eso, pero ¿crees que tiene razón? ¿Es posible que no quede nadie en toda la ciudad?

Los ojos se me fueron hacia Leo, que me devolvió la mirada con un mohín. Seguramente los dos estábamos recordando nuestra conversación sobre cómo cambia la gente.

Leo había cambiado. Drew había cambiado. Y en algunos casos seguramente para peor. Pero pensara lo que pensara Leo, eso no significaba que ninguno de los dos se hubiera vuelto mala persona. Drew había arriesgado la vida para salir de la isla y encontrar un remedio para mamá y para mí. Las dos veces que habíamos hablado por la radio, su objetivo había sido protegerme.

—Sí —dije—. Yo le creo.

Y no quería abandonarlo. Si esperábamos, si podíamos volver a hablar con él al día siguiente, ¿querría venir con nosotros?

Solté un suspiro. No tenía ni idea de cuánto había hasta Atlanta, pero no podía ser menos que lo que ya habíamos recorrido. Un viaje que podríamos haber hecho en dos días nos había llevado un par de semanas. Disponíamos de comida, pero íbamos a tener que encontrar gasolina, evitar a Michael y a sus secuaces, y mantener la vacuna refrigerada mientras avanzábamos hacia el sur.

Y luego estaba Gav.

No le quedaban dos semanas; ni siquiera le quedaba una. Dentro de apenas unos días empezarían las alucinaciones y no tendríamos forma de calmarlo ni de contenerlo. Pero le había prometido que no me rendiría.

No podíamos esperar a Drew.

—El camión —dije—. Si nos vamos, necesitaremos un vehículo. No podemos llegar a Atlanta a pie.

Tobias frunció el ceño.

—Está como a media hora de aquí. Eso contando con que siga donde lo dejé. Me llevé las llaves, pero…

Pero si Anika había hablado con los guardianes, seguramente se lo habría contado todo. O sea, que también buscarían el camión.

—Bueno, no tiene ningún sentido ir a por él esta noche —afirmé—. Drew ha dicho que los guardianes están patrullando la ciudad, y verían los faros a varios bloques de distancia. Pasaremos un poco más desapercibidos si viajamos de día. Mañana por la mañana iremos a por el camión y, si no lo podemos utilizar, buscaremos otro vehículo.

Gav me despertó muy pronto; a través de la ventana del dormitorio entraba apenas una vaga claridad. Se revolvió en la cama, me abrazó y me arrimó más a él. Durante un momento me sentí feliz de disponer de un rato más para que pudiéramos estar juntos.

Después de estornudar por encima del hombro, hundió la cara en mi cuello.

—Eres tan… tan guapa —dijo—. Y cariñosa. Y suave. Me encantas. ¿Te lo había dicho alguna vez?

Empecé a reírme, pero de pronto se me atragantó la risa. Todo aquello no era propio de Gav.

—La única otra chica con la que estuve así —añadió, susurrándome al oído— era muy flaca, todo huesos y ángulos. Era muy incómodo.

Me dio un ataque de celos: ¿qué significaba exactamente eso de «con la que estuve así»? ¿Había estado en la cama con otra? ¿Y qué más había hecho en esa cama? Pero muy pronto aquella sensación quedó aplastada por una oleada de puro terror.

—Gav —dije, bajito.

—Pero no era lo mismo —continuó contando él, como si yo no hubiera dicho nada, y soltó un bostezo. A continuación le dio un breve acceso de tos que le estremeció el pecho—. Era mona y yo creía que me gustaba, pero siempre estaba hablando de tonterías, y al final resultó que prefería a Vincent. El primer día que fui a tu casa, tú no me querías ni dejar entrar, estabas cabreadísima, pero me escuchaste de todos modos e incluso me sonreíste, y entonces lo supe. «Esta es la chica —me dije—. La chica que quiero».

Me giré y le di un beso en la mejilla. Él me observó, pero tenía la mirada perdida, como si el que había detrás de aquellos ojos no fuera exactamente Gav.

Y es que era así, en realidad ya no era él.

En algún momento durante la noche, el virus se había apoderado de la parte de Gav que le permitía decidir qué decía y qué no, qué era real y qué era simplemente un impulso. Hundí la cara en su abrigo y cerré los ojos con fuerza, para que no se me saltaran las lágrimas.

—No lo sabía —dije.

En su momento ni siquiera se me había ocurrido pensar en Gav en aquellos términos. Tenía la cabeza demasiado ocupada pensando en el virus y aún no había conseguido liberarme de mis sentimientos por Leo. ¿Cuánto tiempo había necesitado para verlo tal como era de verdad?

—Ni siquiera mis padres tuvieron nunca demasiado interés en escucharme —dijo Gav—. No sonreían casi nunca. Y ahora también se han marchado. Tú no me vas a dejar, ¿verdad? Cada día, cuando te vas, pienso que ni siquiera sé si vas a regresar, y es horrible. Quiero que te quedes conmigo, Kae. No me gusta estar solo.

Se me escapó un sollozo que no logré contener. Se me tensó la mandíbula. Tragué saliva con fuerza y respiré hondo; se me saltaron las lágrimas y noté un sabor salado en la garganta.

—No estarás solo —logré decir—. Yo me quedaré contigo, no te preocupes.

—Es que no es justo —me contestó—. Los demás, Leo y Tobias y eso, te ven todo el tiempo, y yo, en cambio, me paso el día aquí encerrado. No me gusta ni siquiera que pienses en ellos.

—No pienso en ellos. Solo pienso en ti.

—Leo dice que solo es tu amigo, pero también él piensa. Sé que piensa todo el tiempo. Te mira y… —Gav se estremeció, de pronto estaba muy agitado—. Aún no hemos terminado, no hemos encontrado ningún médico, no les hemos entregado la vacuna. En lugar de pasarme el día en la cama, tendría que estar ayudando. Tengo que…

Dejó de hablar y apartó la cara para toser. Cogí la botella de agua del suelo, y cuando me volví a girar me lo encontré incorporado. Gav bebió un trago, tosió y volvió a beber, y entonces se sentó en el borde de la cama. Le costaba tanto mantenerse erguido que le temblaban los brazos.

—Podemos salir juntos hoy —dijo—. Dijiste que tenías que encontrar un vehículo. Yo te puedo ayudar. Te he seguido hasta aquí para ayudarte. A lo mejor, si no hubiera sido tan vago, ya habríamos encontrado uno.

Me sequé las lágrimas con la manga y lo cogí por el hombro. Notaba su calor febril a través de la camiseta.

—Gav —le dije con voz firme—, no has sido nada vago. Tenías que descansar y aún lo necesitas, ¿vale? Cuando…, cuando estés mejor saldremos todos juntos.

Gav vaciló un momento, tembloroso, y finalmente se desplomó de nuevo entre las mantas.

—De todos modos no vamos a encontrar a nadie —murmuró—. Estos capullos del Gobierno nos han dejado tirados. No son de fiar, ya te lo dije. Sabía que no tenía ningún sentido, nos podríamos haber quedado en un lugar seguro.

Aquellas palabras me dolieron. ¿Era eso lo que pensaba realmente, y no lo que me había dicho el día antes, cuando me había asegurado que entendía que hubiéramos ido hasta allí?

Seguramente ya no lo sabría nunca.

—Intenta dormir un poco más —le dije, y cogí la botella vacía—. Voy a buscar más agua, por si la necesitas, ¿vale? Vuelvo enseguida.

Gav bajó la cabeza y se le cerraron los ojos. Salí de la cama, me cambié de ropa y abandoné el dormitorio.

El fuego se había apagado casi por completo, quedaban apenas unas llamitas que bailaban entre las ascuas. En la sala hacía frío. Justin y Tobias dormían junto a la chimenea, debajo de los sacos. Los rodeé y me acerqué a la ventana, donde teníamos las botellas de agua. Al pasar junto a la pared que comunicaba con el dormitorio me di cuenta de que estaba examinando el mobiliario del piso.

El futón. Si Gav se empeñaba en salir del apartamento para ayudarnos, podíamos atrancar la puerta del cuarto con el futón. Parecía pesado y, de todos modos, no creía que Gav tuviera fuerzas para moverlo.

Y entonces pensé: «Estoy buscando la forma de encerrar a mi novio en la habitación y dejar que se muera».

La puerta del apartamento se abrió y entró Leo, que, al verme, se detuvo.

—Está saliendo el sol —dijo—. Iba a despertar a Tobias para ir a por el camión. Ese era el plan, ¿no?

Asentí con la cabeza, pues no me atrevía a hablar. Me temblaron las manos y estuvo a punto de caérseme la botella. Leo bajó un momento los ojos y luego volvió a mirarme a la cara, con el ceño fruncido.

—¿Kae? —dijo. Y no sé por qué, pero al oír mi nombre perdí el control sobre mí misma.

Me dejé caer al suelo, con la botella entre las manos. Me abracé las piernas y hundí la cara entre las rodillas. Me ardían los ojos y me asaltó otra oleada de lágrimas, calientes e irrefrenables. Se me escapó un jadeo e intenté tragarme los sollozos: no quería que los demás se despertaran y me vieran de aquella manera.

Sin decir nada, Leo cruzó la sala, se arrodilló ante mí y me abrazó. Yo me resistí durante un segundo, pero al final terminé cediendo y apoyé la cabeza en su hombro, que pronto terminó empapado de lágrimas. Si en algún momento había necesitado a mi mejor amigo, era justo entonces.

—Si puedo hacer algo —dijo al cabo de un minuto, con voz cargada de emoción—, lo que sea, Kae, dímelo y lo haré.

Pero no podía hacer nada. Ni él ni yo podíamos hacer nada más que quedarnos allí sentados, impotentes.

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