Virgen

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Capítulo 2

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Tiempo antes de aquel acontecimiento, mientras que aún no tenía nada escrito; el blanco de aquel documento en la pantalla del computador le acechaba como un depredador hambriento, causándole así, cierta ansiedad que lo obligaba a levantar el vaso que tenía cerca de la mano derecha; ya iba por el segundo café de aquella mañana y todavía no conseguía encontrar las primeras tres palabras que marcarían el inicio de su novela.

—Érase una vez —en situaciones como esas, un cliché era lo mejor que podría usar.

Las palabras dichas se perdieron en el fondo de aquel vaso de cartón que contenía lo que restaba de su café, demostrando lo fútil que podrían ser cuando eran dichas fuera de contexto y al no entender muy bien de que iban.

—Ahora sí —advirtió, depositando el café en la mesa y colocando sus manos sobre el teclado como el método Qwerty lo indicaba.

Comenzó a teclear lentamente porque aún no se acostumbraba a escribir sin tener que darles a las teclas con tan solo tres de sus diez dedos.

—Estaba sobre ella cuando me di cuenta que…

Se detuvo.

—No —negó con la cabeza al mismo tiempo que susurraba sus pensamientos, para luego releer lo que había escrito.

Eran solamente ocho palabras, pero no le satisfacían en lo absoluto.

—Así no —puso una coma al final de aquella oración para intentar embellecerla— no se ve bien.

No suena bien, pensó; no la sentía como la línea matadora con la que conseguiría empezar su más grande obra literaria.

La leyó de nuevo dispuesto a mejorarla, aun convencido de que podía ser la frase correcta. No pestañeó; todavía tenía las manos en el teclado, inmóvil, contrario a su naturaleza poco intelectual; no era tonto, pero tampoco es que fuese un hombre letrado.

Estaba inmóvil no porqué estuviera evaluando el sentido de sus propias palabras, todavía no se destruía a sí mismo con críticas constructivas de su trabajo, sino porque creía que lo que le faltaba a esa oración era una palabra más.

Así se mantuvo por varios segundos hasta que se decidió a borrarlo todo. Dejó caer los hombros y la cabeza, completamente decepcionado de su décimo intento de empezar a escribir en lo que iba de día.

Poco a poco las cosas comenzaban a estrellarse contra un muro invisible.

Adam estaba sentado en el medio de una cafetería, frustrado porque la inspiración no tocaba a su puerta, pero ¿Por qué? Se preguntaba constantemente, si bien sabía él lo que iba a narrar, si se supone que se trata de ¡Su propia vida! ¿Qué tanta inspiración necesitaba para hacer algo que ya había vivido? La página en blanco de aquel documento que siempre cerraba sin guardar le continuaba asechando sin reparar en su sentido común. Atentaba contra su buen juicio, haciéndole cuestionándose si en verdad había sido buena idea decidirse a escribir su vida él mismo.

—¿Necesita algo señor? —Se le acercó el único mesonero que parecía trabajar en aquella cafetería— ¿Desea otro café?

Con un resoplido, Adam levantó la mirada para ver a la persona que, inoportunamente, se había decidido a interrumpir su actual frustración.

—¿Qué? —inquirió, juzgando al chico con la mirada a pesar de haber escuchado claramente lo que le había dicho.

Adam miró a su alrededor buscando a otras personas, cuestionándose si él era la única alma en pena a la que necesitaban molestar en ese preciso momento. Miró de nuevo la pantalla de su portátil sospechando que la misma tenía algo que ver en que aquel chico se le acercara y volvió a fijarse en él como si estuviera honrando los buenos modales al hablar.

—Que, si quiere otro café, señor —El chico estaba acostumbrado a las respuestas cortantes de muchas personas, una más no le haría daño.

Miró el vaso de Adam, ansioso por escuchar una respuesta.

Aquel café no era muy grande, pero parecía el indicado para cumplir con su cometido, aparte de que estaba cerca de su enorme casa a la que no le faltaba ningún lujo costoso o necesario, por lo que, si necesitaba algo, simplemente caminaba unas cuantas calles y llegaba a su hogar. El que aquel mesonero le estuviera preguntando si quería algo, era un poco ofensivo. Evidentemente quería algo, pero no era precisamente un café.

Tras la insistencia del chico en recoger el café, Adam bajó la mirada y notó dos cosas: la primera era que ya había pedido dos cafés en las últimas dos horas y que en cualquier momento comenzaría a querer ir al baño y, que aún tenía suficiente liquido en su actual vaso como para pedir otro.

—No, gracias, estoy bien —le regaló una sonrisa forzada por compromiso, hipócritamente diciéndole al chico que todo andaba de maravilla.

—Vale —el chico hizo caso omiso al desagradable gesto de Adam— si necesita algo, no dude en hacérmelo saber. 

Adam sonrió de nuevo en una falsa cortesía y asintió con la cabeza, esperando que eso fuera suficiente para que el mesonero se marchara. Como se lo esperaba, el chico dejó la mesa, seguro de que aquel hombre le era familiar, pero ignorando de dónde.

El mesonero, (quien realmente era el gerente) encargado de aquel café, llevaba semanas viéndolo llegar a ese lugar a sentarse exactamente en esa mesa (entre la numero 3 y la 7) con su computador portátil a escribir quién sabe qué, a pedir un café grande y a disfrutar de los servicios del lugar por horas.

A causa de eso, el verlo por tanto tiempo, durante tantos días, le obligó a relacionarlo con otra cosa; con algo que ya había visto casi con la misma frecuencia con la que había estado viéndolo llegar a ese local. 

—No es nada —sacudió su cabeza seguro de que eran cosas suyas y siguió alejándose de la mesa a atender a la persona que estaba entrando en el lugar.

A Adam no le gustaba mucho el resto de la sociedad, no quería socializar con nadie con quien no fuera estrictamente necesario hacerlo y mucho menos mientras estaba tratando de enfocarse en su biografía, con la que seguro conseguiría la atención que estaba buscando luego del retiro.

No sabía exactamente qué hacer, ni que se necesitaba para escribir un best-seller, pero en contra todo pronóstico, se decidió a ir a ese lugar a intentar hacerlo, porque en las cafeterías siempre había personas con computadores portátiles. 

—Me voy a una cafetería a escribir, porque eso es lo que los escritores hacen. 

Pero durante semanas no había hecho más que usar el wifi gratis del local y comprar cafés grandes durante horas. La frustración, propia de un escritor promedio, le atormentaba como el tercermundismo atormenta a un país poco desarrollado.

Miró de nuevo a su alrededor antes de entrar otra vez en su papel de artista incomprendido y sacudió su cabeza seguro de que: si hacía eso, en vez de causarse una contusión por movimientos bruscos, borraría de ésta, ciertas ideas no lo dejaban concentrarse en sus asuntos.

—Ahora sí —incrédulo, volvió a colocar las manos sobre el teclado de su computador portátil, para quedarse viendo a la pantalla tratando de encontrar las palabras en una hoja en blanco.

En lo más interno de su ser, sabía que no tenía lo necesario, pero, su necia persistencia era más grande que su sentido común.

Por otro lado, mientras que Adam luchaba con su falta de creatividad, el chico, llamado Arturo, que había interrumpido su momento de frustración, se acercó a la puerta para recibir a quien había ingresado en el humilde local.

—Buenos días —el chico cogió la carta de diez por treinta centímetros que tenía sobre el recibidor— ¿En qué la puedo ayudar? —y habló dibujando una sonrisa en su rostro suponiendo que se trataba de una cliente.

La chica que entro en la cafetería cogiendo la correa de su mochila (la cual llevaba en un solo hombro) con ambas manos, aferrándose a ella para no tartamudear, tenía otra cosa en mente.

—Vengo por el empleo —se dio la vuelta rápidamente y señaló el letrero que estaba sujeto a la vitrina de la tienda, para luego regresar y mirar de frente al chico.

El chico borró su sonrisa del rostro al saber que no tenía que ser amable con la clientela porque, evidentemente, no había clientes nuevos. No solía hacerlo tan descaradamente con las personas que llegaban para pedir los servicios del café, pero, en esta ocasión de situación extrema, se dejó llevar.

No le importaba mucho lo que vestía ya que eran una simple una franela, unos jeans un poco desgastados, una pequeña pero atractiva cazadora vaquera que se ajustaba a su silueta delicada y sus zapatillas desgastadas- Mientras la veía, pudo notar que sus manos estaban perfectamente cuidadas lo que le hizo imaginar las incontables veces que podría quemarse sirviendo un café o cualquier otra lesión que resultara de la actividad de trabajar ahí.

De todos modos, lo más probable era que la iba a contratar si cumplía con su única petición.

Para él era una chica más, no una clienta a la que tenía que pretender no estar sondeando. Continuó escrutando su cuerpo, comenzando desde el largo de su cabello que llegaba hasta donde comenzaban sus caderas, hasta el desgastado de sus zapatillas. Estaba temblando, tal vez por el frío que hacía afuera, propio de la temporada de invierno, o por cualquier otra cosa. El caso era que la chica, en sí, era llamativa.

Su rostro le pareció atractivo, no había que ser un genio para descifrar eso; evidentemente era hermosa. 

Su mirada, no lasciva pero sí penetrante, hizo sentir incomoda a la chica que solicitaba el empleo. No estaba segura de la naturaleza de su persona, pero, era obvio que le causaba un poco de molestia.

Sin embargo, no apartaba sus ojos de él porque le habían dicho una vez que la seguridad se trasmitía de esa forma: con la mirada, aunque ¿Por qué la estará viendo así? A pesar de ignorar que él no era malo, el beneficio de la duda no era suficiente para justificar la mirada salvaje con la que él la escrutaba.

Y continuaba viéndola, de la forma en que se ve a alguien cuando se le juzga de manera inmediata, se evalúa cada detalle de su cuerpo, de su vestimenta, incluso la forma en la que se mantiene de pie.

—¿Segura? —Sabía que no era un buen trabajo para alguien que parece que conseguiría cualquier cosa con tan solo sonreír.

Se dice que la necesidad es la base de los principios, y eso es precisamente lo que la había llevado hasta allá. La chica, llamada Carolina, estaba convencida que no había otra cosa más por hacer.

Lo había intentado todo, había tomado, virtualmente, en cuenta y puesto en práctica, toda posible contingencia, ido a cada lugar que pudieran emplearla, escuchado todo consejo, advertido cada catástrofe y salido adelante; todo, y cada una de esas cosas, para evitar trabajar como mesera.

Había visto ese letrero días antes, pero no se había atrevido a siquiera contactar al gerente porque no se había rendido aún en su búsqueda de ser una mujer exitosa.

—Ya te dije, nunca seré mesera —recordó decirle a su madre.

Una escena en que las dos discutieron si aquel lugar la iba a llevar a algún lado o no, y si en realidad era buena idea.

—O hacer eso o quedarte aquí en casa perdiendo el tiempo, —dijo su madre— tú decides. Pero yo no te voy seguir dando dinero.

Inconforme con los resultados, se vio en la obligación de hacer algo al respecto, y fue así, como la fortuna y las circunstancias la llevaron a hacer lo que menos quería.

—Estoy segura —asintió con la cabeza, en un despliegue de nerviosismo y seguridad que no eran propios de ella.

—Entonces acompáñame.

Arturo se dio la vuelta y comenzó a caminar en dirección a esa parte del local la cual se dividía por un letrero en el que se leía: solo personal autorizado. Carolina le siguió, aun sujetando la correa de su mochila con ambas manos, obedientemente, considerando que ni en sus más locas fantasías terminaría trabajando como mesera, y mucho menos, que podría ver qué había detrás de la puerta que separaba al cliente del trabajador.

—Es un lugar pequeño —Arturo tenía la obligación de darle el tour guiado a la chica nueva a quien, ya sabía que iba a contratar— no es mucho.

Detrás de aquella puerta solo estaba la parte de la cafetería en donde se preparaba todo. Una cocina sencilla con neveras, hornillas, hornos a gas y un horno microondas que parecía necesitar la mano cariñosa de alguien que supiera como arreglarlo.

En aquel lugar, a penas y había una chica con un delantal blanco y un gorro en la cabeza, dejando en claro que era ella quien cocinaba la comida. Estaba concentrada en su trabajo y no prestó atención a las dos personas que atravesaron el espacio que comprendía la cocina.

Por un momento creyó que eso era todo, pero el chico que la recibió seguía caminando.

—Aquí es donde se preparan los desayunos y los dulces y panecillos que servimos junto con el café —hizo una pausa y se detuvo— esta y aquella —señaló la puerta por la que entraron y la que daba hacía donde se servían las cosas y el mostrador— son las dos puertas que dan a la cocina. Como podrás ver, esto es todo lo que tenemos para trabajar. Afuera están las cafeteras en donde se hace el café, la máquina de helados y la de gaseosas.

Atravesó la cocina más rápido de lo que esperaba Carolina y cruzo un umbral que precedía a una escalera estrecha en un pasillo en ascenso. Le dio la impresión de que se trataba de las escaleras que daban a un ático.

—Y aquí es en donde puedes dejar tus cosas —Arturo señaló el resto del lugar que comprendía varios casilleros de los cuales solo cuatro estaban ocupados, una mesa con cinco sillas y una puerta con un letrero que decía: baño.

Arturo apuntó a la puerta.

—Ese es el baño de los empleados, si quieres ir, no tienes que usar el que tenemos afuera, pero si es muy necesario, nada te detiene.

—Está bien.

Las cosas estaban yendo un poco rápido para ella. A penas había entrado al lugar y no sentía que le fueran a hacer una entrevista.

—Puedes empezar de una vez, usa uno de los casilleros, me avisas y te daré la única copia. No puedes perderla y…

Definitivamente todo estaba marchando muy rápido para que ella pudiera procesarlo. ¿Qué significaba todo eso? ¿Qué ya la habían contratado? ¿No le harían una entrevista? ¿Qué es todo eso?

—Ya va —sintió que debía interrumpir para responder a sus recientes dudas.

Carolina no era una mujer de nervios delicados, insegura ni nada por el estilo; supuso que se sentía así en ese momento a causa de lo complicado que era para ella aceptar la situación, lo que significaba ser mesera, el saber que, por cómo estaban yendo las cosas, su madre tenía razón.

Pero no era solo eso, ¿Qué si era tan simple así? No, Carol no sabía qué actitud tomar, ignoraba cual era la adecuada y qué podría hacer en esos momentos en los que uno se rendía ante la vida.

Pero, aquel repentino tour fue su boleto de regreso a la realidad, a la Carolina de la que ella estaba orgullosa.

—¿Qué intentas decir con eso?

Dejo de verse como una mujer insegura. Se irguió, cambió su semblante y el tono de su voz.

—¿Qué pasó con la entrevista?

—¿Cuál entrevista? —Arturo se dio cuenta de que la chica no había entendido el mensaje— No hay entrevista, no tengo que hacerte una entrevista para saber si eres buena entregando cafés o las ordenes de los clientes. No es una ciencia.

—Pero ser mesonera, las reglas, lo que se debe hacer lo que… —Carolina sabía lo que implicaba el trabajo; antes de aventurarse a su rendición ante la vida, había hecho algunas investigaciones.

—No serás mesonera de un restaurante famoso, esto es un café familiar, no hay mucho que hacer —Arturo le sonrió con cierta despreocupación, dejando una impresión de indiferencia ante el trabajo—  solamente debes sonreír, conocer de memoria los precios de los pedidos y no ser grosera con los clientes. Eso es todo.

¿Qué podía decir? Carolina trató de evaluar todas las posibles respuestas que podría dar a las palabras de Arturo, pero no dio con ninguna. Si lo decía de esa forma, sí que parecía algo sencillo de hacer, pero, a pesar de eso, le parecía algo demasiado fácil.

—Esperaba que me hicieras una prueba o algo.

—No es una franquicia importante, a penas y podemos sostenernos con lo que servimos —Arturo levantó los hombros, haciendo énfasis en la falta de espíritu laboral de sus palabras— No es el mejor café de la ciudad, tampoco es como que seamos muy famosos. Por ahora, creo que con lo que te acabo de decir estás más que bien.

Carolina intentó abrir sus fauces para dejar escapar una idea elocuente que pudiera discutir contra su punto, pero sabía que no había caso, que él tenía razón.

—¿Quieres empezar hoy? —Arturo le miró insistente. No tenía ánimos de esperar a algún millennial que quisiera el trabajo. Lo que le hizo pensar rápidamente en algo— ¿Cuántos años tienes? —preguntó.

—Veintiocho.

Eso fue suficiente para él.  

—Perfecto entonces. Empiezas cuando tú quieras.

Arturo le pasó por un lado a Carolina, con la intención de dejarla sola para que tomara una decisión. Ella, por su parte, estaba cuestionándose si en realidad quería empezar ese mismo día y comenzar de una vez o darse una última oportunidad como una mujer libre. 

Ya en la cocina, aun en el campo visual de Carol, se detuvo en seco y recordó algo muy importante, no le había dicho su nombre.

—Me llamo Arturo, por cierto; soy el gerente del lugar.

Carolina interrumpió sus pensamientos por unos segundos para responder.

—Me llamo Carolina —sonrió— pero puedes decirme Carol.

—Mucho gusto, Carol, espero que comiences a trabajar pronto.

—Igual yo —respondió por pura cortesía realmente no quería empezar todavía.

Arturo dejó el lugar para seguir atendiendo a las personas que estaban llegando y las que ya estaban ahí. En lo que salió, se encontró con que Adam tenía la mano levantada haciéndola temblar para que alguien lo atendiese. 

—Ya voy, señor —le continuaba pareciendo familiar, la intriga le estaba atormentando.

En el área de descanso de los trabajadores, Carol seguía de pie pensando al respecto. Miró a su alrededor, evaluando el lugar para saber si en verdad valía la pena, si en realidad debía empezar de una vez o hacerlo al día siguiente.

¿Qué puedo perder? Pensó. No había más nada qué hacer ese día, luego de decir que venía buscando ocupar el puesto de mesera, no sabía que más hacer, no esperaba ser contratada ni mucho menos que fuese tan sencillo.

—¿Y si empiezo mañana? —se preguntó en voz alta, ignorando que alguien podría escucharla.

Pero era una mujer impaciente, no querría prolongar lo inevitable, solamente lograría hacer de la espera un símbolo de su eterna agonía. ¿Qué otra cosa podría hacer? ¿Decir que no?

Entre elegir si empezar de una vez o al día siguiente, estaba también presente la posibilidad de negarse, de decir que no quería trabajar ahí, que todo había sido una equivocación y que no era de su agrado el trabajo de mesonera. Pero, necesitaba el dinero. La vida en la sociedad resulta costosa, si no era muy exigente, el trabajo remunerado era su única opción.

—Que tedio —se dejó caer sobre una de las sillas que estaban ordenado la mesa.

Por otro lado, si aceptaba, estaría dándole la razón a su mamá y eso significaría perder la conversación que, hasta donde ella sabía, aún era un tema relevante sin conclusión. Todo era un tema trascendental exagerado por pensamientos absurdos. ¿Habré nacido en la época correcta? Se preguntó al azar. Se estaba comportando como esos chicos que creen que pueden tenerlo todo solamente deseándolo y llorando por ello. 

Empezó a sentirse como una tonta por estar dándole vueltas al asunto. Una mujer adulta de su edad no estaba en posición para dejar pasar las oportunidades ¿Quién sabe? Hasta podría conseguir lo que buscaba en ese lugar.

De repente, dejó escapar un resoplido de hastió y vergüenza.

—Ay, comienzo a sonar como mi mamá.

Y, de esa forma, la decisión ya había sido tomada, comenzaría a trabajar de una vez.

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