Virgen

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LIBRO PRIMERO » DOS

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»Sea como fuere, mi argumento es que debemos formular preguntas espinosas, incluso amenazadoras. ¡Debemos hacerlo! ¡Sobre todo las mujeres de nuestra Iglesia!

»¡Haced esas preguntas irrecusables! ¿Por qué no hay mujeres dirigentes en la Iglesia? ¿Por qué da la Iglesia un trato tan injusto a las mujeres? Yo sé que lo hace. Y usted sin duda también. Preguntémonos honradamente si fue así como lo proyectó Cristo. ¿Se puede hacer algo al respecto?

¿Quién lo hará, hermana Anne?

Anne sintió una emoción tan repentina, le inspiró tanta esperanza la Archidiócesis, que temió detenerse en aquel momento para reflexionar.

—Cardenal Rooney… —preguntó al fin—. ¿Qué ocurrirá si formulo las preguntas adecuadas y entonces pierdo enteramente mi fe?

—Usted no perderá su fe haciendo preguntas. —El cardenal John Rooney sonrió a la hermana Anne—. ¿No sabe eso todavía, hermana? ¡Ahí estriba el secreto! Sus

preguntas constituyen la

base entera de su fe.

Un día después de aquella charla larga y complicada, la hermana Anne recibió una carta de la Cancillería Archidiocesana. Fue una petición del cardenal Rooney rogándole que aceptara un nuevo destino: ella sería la nueva ayudante especial del propio cardenal. Anne sería la primera persona no sacerdotal que ocupara tal empleo…, la primera mujer. Justamente por eso el cardenal Rooney había querido dialogar con ella el día anterior. Sin duda la hermana Anne Feeney estaba destinada a realizar obras importantes en la Archidiócesis de Boston.

Al norte de Lexington y Concord, Anne abandonó la autopista para llenar el depósito y comprar algunos comestibles. A la luz del día y con mejor tiempo, esta comarca de Massachusetts era muy pintoresca; ella lo recordaba por antiguas excursiones dominicales. Los habitantes de las ciudades circundantes se interesaban por el mantenimiento y restauración de viviendas, cuadras y tabernas históricas.

Ya bajo cobijo, ante el deslumbrante mostrador de un «Howard Johnson’s». Anne ocupó un taburete de vinilo anaranjado y se balanceó discretamente treinta grados de un lado a otro.

Saboreó una taza rebosante de café humeante y negro. Después más tranquila, se permitió rememorar su conversación de aquella mañana con monseñor John Maher. Examinando su propia imagen en el espejo del restaurante creyó casi oír la voz de monseñor.

El cardenal Rooney ha pedido expresamente su contribución, Anne —le había dicho monseñor Maher—.

Quiere que usted sea una especie de compañera para esa jovencita.

Existe la posibilidad de un natalicio virginal. El cardenal Rooney lo había expuesto sin rodeos.

En Newport, Rhode Island.

Anne se reprimió para no gritar tan asombrosa revelación en la barra repleta de gente.

Intentó pensar con razonamientos lógicos sobre ese natalicio virginal. Su cuerpo se estremeció obligándola a soltar la taza de café que empezaba a tintinear.

Se estaba investigando en secreto…,

investigando seriamente un milagro inconcebible. Anne reflexionó. El Vaticano estaba ya implicado. El cardenal de Boston lo estaba también personalmente.

¡El nacimiento de un niño divino en pleno siglo XX!

Un acontecimiento que podría sobrevenir —o quizá no— desde hacía aproximadamente dos mil años.

¡No! El pensamiento de Anne rechazó esa idea imposible.

En nuestra Era no ocurren semejantes cosas.

Tenía que haber algún truco. Un fraude singular y complejo. Decididamente se lo debería examinar con un grano de sal.

Cum grano salis.

El cardenal Rooney la había mandado llamar porque sabía de sus profundos conocimientos sobre mariología, se dijo Anne.

¿No será también porque he tratado a fondo con adolescentes perturbadas?, se preguntó acto seguido.

Súbitamente, la hermana Anne Feeney no pudo aplazar por más tiempo su encuentro con la joven Kathleen Beavier.

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