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1. Un cosmos invisible

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En Hungría, por ejemplo, se ha comenzado a gobernar por decreto; una nueva ley le otorgó al primer ministro el poder de eludir al Parlamento y suspender las leyes existentes, y el Gobierno ha suspendido elecciones y referéndums durante el período de emergencia. La corrupción infecta incluso democracias sólidas como la de Gran Bretaña, donde el Gobierno se ha otorgado poderes sin precedentes para impedir la entrada de inmigrantes y también para arrestar a ciudadanos ingleses sin tener que justificarlo. En Sudamérica, Bolivia ha retrasado las elecciones a la presidencia, con lo que el Gobierno se asegura más tiempo en el poder; el presidente de Brasil ha incitado a un golpe de Estado encubierto para evitar que se impongan medidas sociales que obliguen al cierre de la economía —a pesar de llevar en julio un vergonzoso millón y medio de casos de infección por coronavirus—, y el Gobierno de Chile ha sacado el ejército a las plazas públicas para impedir las manifestaciones de la oposición.

Israel ha decidido cerrar las salas de justicia, con lo que ha impedido que se celebren los juicios por corrupción que tiene pendientes el primer ministro. En Jordania se ha aprobado una nueva ley que permite al primer ministro perseguir a sus enemigos aduciendo que están diseminando rumores o que incitan al pánico. La invasión de la privacidad, con el control de teléfonos y cuentas bancarias, se ha ampliado en China, Corea y Singapur. Y estas situaciones son cada vez más frecuentes: los autócratas son una pandemia en sí mismos.

Durante la COVID-19 se ha producido un brutal incremento de la violencia doméstica en varios países. De ese aumento brutal tenemos informes y cifras vergonzosos tanto en España como en el Reino Unido. Pero ignoramos la situación en países de economías emergentes, donde las medidas tomadas para prevenir esta otra epidemia han sido nulas.

Las repercusiones sociales de la pandemia han tenido un impacto negativo en la economía basada en producir y consumir. Por otro lado, este decrecimiento económico forzoso ha facilitado una victoria temporal en temas de cambio climático. Los satélites de la NASA han mostrado que las ciudades industriales, de Pekín a Milán, han experimentado descensos históricos de la polución debida a gases como el NO2 y el CO2, responsables del calentamiento global. El Mediterráneo ha alcanzado niveles de purificación que no se conocían desde el inicio de la era industrial: Venecia ha contemplado incrédula un rebrote de la vida marina que ha fascinado e ilusionado al mundo. La pandemia pone de manifiesto que, si se tomasen medidas enérgicas sobre el consumo de combustibles derivados del petróleo, podríamos recuperar un planeta que muere por asfixia. La economía de vista corta, del instante, del presente, sale cara en vidas futuras.

Ciencia equivale a progreso. La sociedad debería cantar al científico como el poeta canta al hombre. La ciencia nos ha hecho mejores, nos ha dado comodidades inimaginables, nos ha proporcionado sistemas y medios para conocer el mundo, relacionarnos con la gente de igual a igual, adquirir conocimientos impensables hace pocos años y nos ha librado de terribles enfermedades. La tecnología ha avanzado tanto que se ha confundido con la magia, ha superado con creces las ofertas de los charlatanes: un teléfono ofrece muchas más opciones que la telepatía, la teoría de la relatividad brinda predicciones que ningún astrólogo hubiese imaginado nunca, viajamos de Nueva York a Barcelona en horas y extirpamos tumores del cerebro. Los avances científicos nos han hecho mejores y más civilizados. La política, la religión y las pseudociencias se han mostrado inútiles para luchar contra la pandemia cuando no han sido un obstáculo. Durante la COVID-19, la ciencia ha prometido una vacuna que nos permitirá recuperar la normalidad. Los científicos nos salvarán de los virus.

La enorme complejidad de los virus, su inhumana magnitud en términos numéricos, el insoportable espectro de funciones biológicas, su críptico papel en la evolución de la vida los hace parecer imprevisibles, imposibles de controlar. Pero no es así. Como ocurre con la mecánica cuántica, en la biología de los virus también hay patrones y leyes, y, gracias a ellos, la humanidad, poco a poco, ha ido comprendiendo qué son los virus y cuál es su papel en la Tierra. Esta pandemia nos ha explicado mejor, aunque haya sido de una manera brutal, su relación con el hombre.

Algunos virus son terribles asesinos, monstruos imparables, y aun así hemos de evitar huir y quedarnos a luchar. No hay salida de la virosfera. La ciencia ha de encontrar los tendones de Aquiles comunes a los virus más peligrosos y minar los campos que utilizan los virus de los animales para saltar a nuestra yugular. La sabiduría y el conocimiento han de combinarse con las nuevas técnicas de inteligencia artificial para coordinar los esfuerzos globales y para diseñar fármacos y vacunas. Una muestra del fracaso del nacionalismo es la incapacidad de los países para abordar una pandemia por sí solos. Porque las pandemias pueden entenderse como un problema global de información y tecnología, instituciones supranacionales como la OMS son las únicas que pueden ofrecer soluciones reales a un planeta enfermo.

Se ha dicho que si el brote de una nueva infección es inevitable, que este acabe en una pandemia es opcional. Hemos de expandir nuestra conciencia para abarcar el vasto potencial destructor de los virus, porque la amenaza es tan enorme que escapa a la actual comprensión humana. No podemos permitir que una nueva pandemia vuelva a poner a nuestra especie de rodillas. En este momento, la sociedad ha de decidir entre apoyar a la ciencia o contemplar el colapso de la especie humana, he ahí el dilema.

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