Viral

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2. Dragones del Edén

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Los esfuerzos para generar vacunas están muy avanzados mientras escribo esto en agosto de 2020. Se están probando varias tecnologías, entre ellas el uso de otros virus para transferir los antígenos del coronavirus contra los que se quiere disparar la inmunidad. Probablemente las proteínas de las espículas del virus son las mejores dianas por su importancia a la hora de la infección y por su baja mutabilidad. La vacuna podría utilizarse durante el primer semestre de 2021.

¿Cuál ha sido la evolución geográfica y política de la pandemia de la COVID-19? La COVID-19 comenzó de nuevo con el diagnóstico de una misteriosa neumonía en ciudadanos de Wuhan. Li Wenliang —como Gottlieb en la epidemia del sida— denunció la posibilidad de una epidemia, una enfermedad contagiosa y en ocasiones letal. Las autoridades políticas de China silenciaron sus mensajes en las redes sociales, los censuraron y él acabó muriendo infectado por el coronavirus. Una vez fallecido, las autoridades, como no podían con la población, se unieron a ella y lo convirtieron en un héroe.

Estudiar pandemias pasadas podría a ayudar a afrontar la próxima, pero cada una tiene sus propias características.

Como comentamos antes, cada virus es diferente e infecta con variable virulencia a distintos grupos de la población, pudiendo ser más grave en niños —como la viruela—, en jóvenes —como la gripe española— o en ancianos —como la COVID-19—. Un experto en epidemias ha comentado, sin intentar ser irónico o sarcástico: «Si has visto una pandemia, has visto eso... una pandemia».

Sea cual sea el origen o la magnitud de la enfermedad, los héroes siempre serán los mismos. Decía Procopio que durante la peste bubónica la población tenía lástima de los enfermos y de los que los cuidaban. Los héroes trabajan y mueren agotados en los hospitales. Y, en muchas ocasiones, su trabajo y su valor quedan sin recompensa. La sociedad no está compuesta de admiradores y agradecidos, sino de ciegos egoístas.

En el Ensayo sobre la ceguera, un virus ciega a quienes infecta. Saramago narra en un cuento revolucionario —como casi todos los del portugués— el desprecio que tiene el Estado por los más vulnerables. La ceguera del hombre que le impide ver los problemas de los demás y buscar sociedades más justas es el tema central de la novela. Los gobernantes encarcelan a los enfermos en un manicomio, donde dejan que se maltraten entre ellos. La ceguera destruye la vida de todos, los deja sin familia y sin casa. Una vez que recobran la vista, razonan que quizá siempre estuvieron ciegos, que tal vez siguen ciegos porque se niegan a ver qué ocurre. Preguntado por The Guardian sobre el significado de su novela, Saramago lo explicaba así:

No veo el barniz de la civilización, sino la sociedad como es. Con hambre, guerra, explotación, ya estamos en el infierno. Con la catástrofe colectiva de la ceguera total, todo surge: positivo y negativo. Es un retrato de cómo somos. La clave es quién tiene el poder y quién no; quién controla el suministro de alimentos y explota al resto.

Las pandemias sacan a relucir héroes y verdugos. En el caso de la COVID-19, científicos y politicastros. La novela también muestra la fragilidad de la sociedad: una pandemia puede destruirla. Un virus puede doblegar la arrogancia del capitalismo con un arma marxista: la auténtica huelga general, la paralización de la producción. La COVID-19 ha puesto de manifiesto la grave, y en ocasiones criminal, incompetencia del credo nacionalista. Como sucede con otros grandes temas del presente —el cambio climático, la regulación de la inteligencia artificial, el control de las armas nucleares y la posibilidad de editar el genoma—, las pandemias no puede solucionarlas un país solo. Una nación sola ni siquiera puede defenderse a sí misma.

Las pandemias deberían, de una vez, unirnos, crear un solo país que ocupase la Tierra y cuyo Gobierno pudiese hacerse cargo de modo eficaz de aquellos problemas que aquejan a grandes fracciones del planeta. Podría ser que las pandemias nos hicieran ser más conscientes de que todos somos necesarios para salir adelante. ¡Ojalá nos hicieran ser más solidarios!

En el pasado, el hombre carecía de civilización y no conocía la existencia de virus. Pero estos ya modificaban la humanidad y las sociedades. Una pandemia viral contribuyó a la extinción de los homínidos hace setenta mil años. La extinción fue tan brutal que estuvo a punto de erradicar a la humanidad moderna antes de su comienzo: la población mundial quedó reducida a unos cuantos miles de hombres. Los supervivientes necesitaron miles de años para repoblar la Tierra. Este trágico acontecimiento histórico se ha confirmado por análisis de la variedad genética.

Como en cada extinción, existen varias teorías al respecto. La teoría más difundida postulaba que la causa de la extinción había sido la supererupción, categoría 8, de Toba, un volcán en Sumatra. Los materiales de esta erupción lanzados a la atmósfera habrían bloqueado la luz del sol, ocasionando una edad de hielo, que habría durado un milenio, y la cuasi extinción del hombre. Esta teoría se ha refutado, pues se han encontrado fósiles y utensilios del hombre de esa época en varias regiones del mundo. En 2010, Wolff y Greenwood, dos virólogos alemanes, basándose en la literatura científica y en datos sobre la evolución del hombre y de los virus, propusieron la hipótesis viral para justificar la extinción de los hombres. Aunque esta hipótesis está centrada en los neandertales, puede tener relevancia para los demás homos existentes en aquel momento.

Cuando los antepasados de los neandertales partieron de África hacia Europa, muchas decenas de miles de años antes que el Homo sapiens, los patógenos en su nuevo entorno eurasiático entrenaron lenta y gradualmente su sistema inmunitario. Por el contrario, los Homo sapiens continuaron coevolucionando con los virus de África. Doscientos mil años después, los sapiens abandonaron África y llevaron consigo sus virus africanos. Y, entonces, se encontraron con los neandertales.

El primer contacto entre poblaciones separadas durante mucho tiempo puede ser devastador. La historia reciente de Europa y América es una muestra de cómo la introducción de los virus de la viruela y el sarampión en poblaciones inmunológicamente vírgenes condujo a la epidemia de proporciones desorbitantes y la casi extinción de los pueblos nativos. Es curioso que los genes de origen neandertal en nuestro cromosoma 3 aumenten el riesgo de padecer la COVID-19. Existen pruebas de que hubo intercambio de virus entre neandertales y sapiens. Basándose en esas premisas y datos de biología, virología y epidemiología, Wolff y Greenwood generaron la hipótesis de que fue un herpesvirus transportado por el sapiens el que causó la extinción de los neandertales.

La evolución de los neandertales hacia sapiens se propuso para justificar la desaparición de los primeros, pero el análisis de los fósiles refuta esta teoría. La superioridad intelectual del sapiens se menciona en ocasiones como la principal causa de extinción. No obstante, los descubrimientos recientes muestran que los neandertales eran capaces de manifestar un comportamiento que debe considerarse como humano moderno. La superioridad física estaba de parte de los neandertales, que, además, habían tenido tiempo para adaptarse al nuevo ecosistema. Observaciones como esas llevaron a Jared Diamond a proponer que la infección por un posible patógeno podría haber contribuido a la extinción de los neandertales en El tercer chimpancé: la evolución y el futuro del animal humano. Además de la hipótesis del herpes, otros investigadores han propuesto otras enfermedades, incluyendo una encefalitis contagiosa causada por priones como el motivo de la extinción.

Wolff y Greenwood notaron que el origen evolutivo de varios virus potencialmente mortales se correlacionaba con los datos genéticos y paleontológicos del primer contacto de sapiens y neandertales. Así que proponen que los sapiens introdujeron un agente infeccioso, derivado del África oriental, en la población de los neandertales.

Para ser la némesis de los neandertales, un virus debería cumplir ciertos requisitos:

1. Tendría que ser un patógeno frecuente en África y haber infectado a los sapiens antes de que se extendiesen hacia Europa.

2. No debería depender de ser transportado por un artrópodo, porque mosquitos y similares vectores podrían no seguir al sapiens en regiones más frías.

3. Causaría enfermedades crónicas.

4. Debería transmitirse por contacto social.

5. Sería importante que el virus existiese aún en África.

Sin esas condiciones, el virus habría fracasado en su horrible misión. Aplicando estos criterios y la cronología de la evolución de los virus, varios agentes quedaron excluidos. Por ejemplo, los que requieren transmisión sexual o a través de fluidos corporales (como los retrovirus), y los que no producen una infección crónica (el virus de la rubeola), los que requieren un vector (el virus del Nilo Occidental y el de la fiebre amarilla) o simplemente los que saltaron a los humanos después de la extinción de los neandertales (el virus de la viruela apareció probablemente con el hombre granjero, hace dieciséis mil años. Este desfase también se aplica a los virus del dengue y la gripe A).

Después de examinar una serie de virus candidatos, Wolff y Greenwood concluyeron que el sospechoso número uno es el virus del herpes. Hay numerosos herpesvirus, pero los mejores candidatos serían el virus de la varicela zóster, el citomegalovirus humano, el herpesvirus humano 6 y el virus de Epstein-Barr. Todos están activos en África en este momento.

Según esta hipótesis, un herpesvirus africano transportado por enfermos crónicos de sapiens a Europa infectó a los neandertales durante el esperado intercambio de patógenos, causando la epidemia herpética que los extinguió. Wolff y Greenwood sugieren que esa misma teoría podría extenderse teóricamente a extinciones de otros homos que convivían con el sapiens, como el H. floresiensis.

Los huéspedes recientes del planeta de los virus vivimos a su merced. Las olas de la COVID-19, tan difíciles de evitar y de contener, son solo la avanzadilla, los exploradores de las ingentes legiones de la pandemia que vendrá. Aumentar nuestra comprensión de los virus y prepararnos para diagnosticar el siguiente brote y prevenir su expansión ofrecería un pequeño rayo de esperanza.

Escribo en medio de la pandemia cuando la intensidad del presente nos impide concentrarnos en el futuro. Si levanto la vista de la pantalla del ordenador, imagino al virus de la COVID-19 llevando la ominosa pancarta: «El fin del mundo se acerca»; como el pelirrojo en la novela gráfica Watchmen. Las conductas absurdas de algunos políticos estadounidenses me sacan de quicio. En Texas, algunos ciudadanos no creen que el virus exista o que sea una amenaza real. No practican el «distanciamiento social» ni usan mascarillas. Una portada de The New Yorker (9 de marzo de 2020) muestra a Trump con una máscara que le cubre los ojos en lugar de la boca. Este coronavirus ha destruido familias en medio del desconocimiento y la desinformación. En las playas y en las discotecas, el fin del mundo ha sorprendido a jóvenes inconscientes bailando. La danza macabra. Los trabajadores esenciales han sido los más afectados por el impacto del virus; el virus ha matado a cientos de personas en las industrias cárnicas, por ejemplo. La sociedad ha cerrado los ojos ante el desastre de las residencias de ancianos, en las que se ha abandonado a los residentes que se presumía injustamente que estaban ya transitando esa senda oscura. Ha sido la sociedad, y no solo los efectos estocásticos y las interacciones biológicas del virus, la que ha determinado la demografía de las víctimas de la pandemia COVID-19.

En estos momentos de tinieblas y muertes hemos de seguir a quienes llevan la antorcha de la verdad. Dejémonos guiar por ese faro de luz blanca que, como tantas otras veces, en mitad de otra noche del conocimiento, ha encendido la ciencia.

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