Viral

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8. La naturaleza del tiempo

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La naturaleza del tiempo

Son miembros vitales del tejido de la vida.

LUIS VILLARREAL

«Virus» es una palabra que ahora mismo inspira terror —ébola, sida, neumonía por coronavirus—. Pocas palabras tienen esa fuerza destructora; quizá solo el cáncer y sus metáforas puedan igualarse a los virus y las suyas, algo que ya descubrió Susan Sontag en los setenta.

En 1978, cuando Susan Sontag era una paciente con cáncer de mama, se dio cuenta de que tenía dos tareas: combatir una enfermedad que según sus oncólogos sería mortal y enfrentarse a los desafíos de un lenguaje pervertido por la ignorancia, que contribuía a marginar a los pacientes de cáncer, convertidos en poco menos que apestados.

De su experiencia con esa enfermedad y sus circunstancias surge La enfermedad como metáfora. Sontag razona en un ensayo erudito y profundo cómo las metáforas y los mitos que rodean ciertas enfermedades, en especial el cáncer, pueden aumentar el sufrimiento de quienes las padecen. El cáncer, quiere concluir Sontag, no es una maldición ni una vergüenza, es solo una enfermedad. Diez años después, habiendo superado contra todo pronóstico el cáncer y coincidiendo con el brote de una nueva enfermedad producida por un virus, Sontag tomó de nuevo su erudita pluma para insistir en defender a los enfermos con una secuela de La enfermedad como metáfora, que tituló El sida y sus metáforas. El sida se estigmatizó inmediatamente, presa de metáforas discriminatorias y mitos de castigo.

Sontag tiene razón y el cáncer y el sida son solo enfermedades que, diagnosticadas a tiempo, pueden, en muchos, controlarse con tratamientos. Hay que quitarles poder a las palabras. Y, sin embargo, hay palabras que avisan del contenido de lo que nombran. «Virus» proviene de la palabra veneno en latín. Y no es una metáfora ni un mito o una exageración; los virus son puro veneno. Y también es verdad que, como cualquier tóxico, un virus puede matar o curar.

En nuestros laboratorios modificamos la genética de los virus para diseñar tratamientos contra el cáncer, los amoldamos a voluntad para quitarles la virulencia en células sanas y aumentar su capacidad asesina cuando infectan tumores. Nosotros hemos aprendido hace bien poco a modificarlos, apenas veinte años. De un modo parecido, los virus han moldeado a los simios y homínidos, pero lo han hecho —tal vez lo llevan haciendo— a lo largo de millones de años. Y quizá fueron los virus los que propiciaron la evolución definitiva hacia el Homo sapiens.

El carbono une la química del universo, la vida está hecha de carbono. El carbono es amigable y gregario. Existe una conexión química, universal y telúrica entre los organismos. Los ácidos nucleicos, hechos de carbono, han tenido en la Tierra una inconcebible expansión formando a través de la evolución un incontable número de seres vivos. Todos ellos, desde el ínfimo virus a la masiva ballena azul, tienen en común su base molecular, el ADN y el ARN. Entre los virus y la humanidad, el vínculo no podría ser más elemental y profundo. Pero no solo hay relación en la estructura —seres hechos de carbono y genes—. El insólito origen del primer hombre podría deberse a la infección de un predecesor por un retrovirus hace millones de años. Una teoría turbadora. Hay treinta mil virus sesteando en la cuna de nuestro ADN. Sin las letras de los ácidos nucleicos virales, nunca se hubiese podido escribir la palabra «humano».

Organismos autorreferenciales, observamos la biología, muchas veces, en su relación con nosotros. Describimos cuanto nos rodea desde un punto de vista antropocéntrico. El lenguaje, la educación, la cultura y la religión nos atrapan en ese espejismo. Las religiones dan al ser humano el papel más predominante en la Tierra, esa es su raison d´être. Esta visión nos coloca arbitrariamente por encima de las plantas y el resto de los animales. El hombre es el rey de la creación. Somos, afirman, el único animal hecho a la imagen y semejanza de Dios.

Pensaba Freud: «En realidad, el ego es como el payaso en el circo, que siempre está opinando para hacer creer al público que él es el protagonista de cuanto sucede». Algo así ocurre con el ego de la humanidad. Si mencionamos que somos animales, hay personas que se molestan, que se sienten insultadas por creerse rebajadas, desposeídas de su esencia, de su alma. He escuchado y leído muchas veces el argumento de que no somos animales. Incluso hay quien defiende que somos los únicos seres con alma, veintiún gramos que pesan mucho. No obstante, genéticamente, sería difícil llegar a esa conclusión: la pulga de agua, un animal ínfimo, tiene diez mil genes más que un ser humano.

El delirio autorreferencial mantiene una lucha constante contra aquel simio desnudo de Desmond Morris. Aquel primate que un día dejó los árboles del bosque y se puso a caminar sobre la sabana: «Vi a mi prójimo no como un ángel caído, sino como un simio erguido», dice Morris, quien se esforzará en recordarnos a lo largo de El mono desnudo, su trepidante ensayo, que somos animales y solo eso. Durante ese análisis radical, y no del todo equivocado, propone muchos ejemplos del pensamiento que constituye la idea central del libro: «Detrás de la fachada de la ciudad moderna, vive el simio desnudo». Solo los nombres han cambiado: en vez de caza, hablamos de «trabajo»; la cueva es el «hogar», y al apareamiento lo llamamos «matrimonio».

La verdad está situada entre las concepciones que sitúan al hombre en el centro de la creación o la evolución y el concepto de que seguimos siendo más primates que nada. Desde un punto de vista cultural, hemos conseguido crear civilizaciones, inventar la democracia, componer sinfonías, disfrutar del arte, proclamar los derechos humanos, defender la igualdad entre hombre y mujer. Todo junto parece insinuar que somos diferentes, que tenemos un carácter intelectual más elevado. También hemos sido capaces de dominar en gran medida la naturaleza que nos rodea, sabemos hacer fuego, inventamos la rueda, el telescopio, calculamos la edad del universo y descubrimos la fisión del núcleo atómico; también somos capaces de influir en la evolución de las especies mediante la selección artificial.

Ahora mismo, en el planeta, aquello que nos gusta o nos es útil tiene preferencia sobre lo demás y, por lo tanto, sobrevive o, en el caso contrario, se extingue. También hemos causado la desaparición de muchas especies —no solo del dodo—, domesticado animales, creado nuevos usando cruces naturales o manipulación genética, y usamos ingeniería genética también para mejorar los cultivos. Somos el único animal que ha estudiado los microbios, incluyendo los virus, y que se ha preguntado por la existencia de moléculas más pequeñas que el átomo, y hemos calculado la longitud de Planck como el valor negativo de un 1 seguido de 33 ceros centímetros. Pensamos que somos el único animal que se ha preguntado por su propio origen, que se pregunta por el origen de sus pensamientos y la naturaleza del tiempo. Y con la excepción de unos pocos animales —monos, perros, gatos, tortugas, ratones, ranas e insectos— a los que nos hemos atrevido a mandar a la estratosfera sin pedirles permiso y sin billete de vuelta a la Tierra, somos el único animal que ha salido al espacio y que ha caminado sobre la Luna. No somos el centro del universo y tampoco somos exclusivamente un mono desnudo.

No es fácil definir qué nos hace humanos. La discusión de la «esencia humana» que nos separa de los animales es una cuestión filosófica que no se puede definir a través de una sola disciplina y que requiere conceptos genéticos, fisiológicos, sociales, anatómicos, cognitivos, neurológicos y psicológicos como mínimo. Como comentan Carl Sagan y Ann Druyan en Sombras de antepasados olvidados, ninguno de los avances descritos en el párrafo anterior nos hace humanos. No parece que ninguno de esos avances sea definitivo o sine qua non, porque eso implicaría que los hombres y mujeres que vivieron antes de que se inventara el fuego, por ejemplo, no lo eran. O que la civilización que precedió al desarrollo de la agricultura no lo era. Y aunque es verdad que los hombres usamos una tecnología más avanzada y con más frecuencia que otros animales, eso no quita para aceptar que algunos de estos usan tecnologías primitivas y basadas en el mismo concepto que la nuestra. Hay animales que utilizan instrumentos, entre ellos los monos, que usan martillos de piedra, chimpancés que cazan con lanzas, gorilas que construyen puentes, delfines que usan esponjas para protegerse los hocicos y pulpos que transportan cáscaras de coco como armaduras ambulantes. En cuanto a la organización laboral e ingeniería urbana, hay animales que cultivan, otros hacen presas y algunos domestican o esclavizan a otros.

La capacidad de crear, almacenar y utilizar la llamada «inteligencia extragenética» o «extrasomática», es decir, aquellos conocimientos registrados en libros, vídeos, universidades, bibliotecas y ordenadores, tal vez tenga aquí relevancia. Quizá esa parafernalia del saber que comenzó con transmisión de métodos para diseñar utensilios o la expresión artística de escenas de caza en equipo como las de las cuevas de Altamira expliquen con la debida profundidad aquello que nos hace distintivamente humanos.

Pero solo quizá. Porque nada de esto debe poner en duda que somos animales y nada de ello nos convierte en humanos. Todos esos argumentos solo demuestran lo lejos que pueden llegar algunos animales a los que hemos puesto el apellido «sapiens» cuando observan la naturaleza y razonan sobre ello —y, con el tiempo, aprenden a utilizar el método científico.

A nivel molecular es obvio que somos similares a otras especies y casi idénticos a algunos simios como, por ejemplo, los chimpancés. Nuestro ADN difiere del de un chimpancé en menos del uno por ciento en las regiones que producen proteínas. Y las proteínas y conjuntos de proteínas humanas y de chimpancés son tan parecidas que se presumía desde la década de los setenta que solo las mutaciones del ADN que consiguen cambios en la regulación de estas podrían explicar las diferencias biológicas y fenotípicas entre los hombres y otros primates. Con el tiempo, la acumulación de datos fue mostrando que un protagonista inesperado insistía en tener un papel principal en el teatro de la evolución.

Se trata de un actor biológico conocido, pero cuya relevancia en este tema dejó a muchos biólogos con un rictus de sorpresa del que algunos todavía no se han recuperado del todo. Podríamos decir que se trata del mayor descubrimiento de la biología de la evolución, precedido solamente por el efecto creador de especies que tienen las mutaciones del ADN y la endosimbiosis. ¡Ah, qué no habrían dado Darwin y Wallace por conocer estos dos factores! ¡Cómo habría disfrutado al comprobar que su elegante teoría de la evolución es imprescindible para entender el ADN y que los cambios en este son la base de la evolución!

No voy a hablar aquí de las mutaciones, sino de otro importantísimo personaje, de los elementos transponibles y, de estos, en especial de los retroelementos, que Barbara McClintock imaginó antes que nadie y que la ciencia tardó decenas de años en asimilar. McClintock tuvo que vivir una larga vida para poder ir a recoger el Nobel a Estocolmo.

Genes saltarines. Genes circenses. Genes acróbatas. Fragmentos de ADN que saltan de un lugar del genoma a otro, que suben y bajan la doble hélice, auténticos «okupas» que se cuelan en el genoma y no tienen domicilio fijo. Una idea tan revolucionaria cuando la formuló, que tardó tanto tiempo en ser aceptada que le otorgaron el Premio Nobel cuando contaba con más de ochenta años.

Ni siquiera el cielo es inmutable; las estrellas nacen y mueren, las galaxias giran y chocan, los cometas viajan. El ADN tampoco lo es. Los genes de Barbara entran y salen como Pedro por su casa. Una especie de juego del escondite en la casa de Mendel. Ahora estoy, ahora no. Y esos cambios de lugar tienen repercusiones en las funciones de las células y en ellos mismos: cada vez que saltan, algo cambia en la célula y algo cambia en ellos; por ejemplo: con cada salto duplican su número. Saltos, dobles, la magia del circo.

McClintock fue mucho más que una pionera de la ciencia. Con su potente capacidad intelectual, increíble agudeza para la observación de la naturaleza y valentía a la hora de hacer experimentos, McClintock rompió con algunas de las ideas de la herencia prevalentes en el momento, incluyendo el concepto de gen, e imaginó lo inimaginable y acabó con la rígida estructura del ADN. Su carrera profesional es también admirable e insólita para una mujer en los años cuarenta. En 1944 la eligieron miembro de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos, solo dos mujeres lo habían conseguido con anterioridad. También fue la primera directora de la Sociedad Americana de Genética.

McClintock descubrió que ciertas partes del genoma del maíz no estaban ancladas en una región del ADN, sino que parecían moverse entre los paquetes de ADN que llamamos cromosomas. Estos cambios no eran inocuos, no se trataba de un proceso anodino. Los movimientos de los genes tenían repercusiones en el maíz como podía observarse por los cambios en el color de los granos dependiendo de la localización de los genes saltimbanquis. Una pirueta y el maíz cambiaba de color. Una pirueta y el gen saltarín interfería con la codificación de proteínas por el gen responsable del color amarillo o púrpura de los granos. Pero el resultado del cambio de color podía no heredarse, porque si el gen volvía a saltar, el color volvía a cambiar. A estos elementos se los acabó denominando «transposones» o «elementos transponibles», precisamente por esa cualidad de transponerse o recolocarse. Hay plantas cuyo ADN está compuesto en el noventa y ocho por ciento de transposones.

En los cincuenta, esta teoría revolucionaria implicaba un cambio de paradigma en la definición de los genes, y por muy documentada que estuviese, por más datos que recogiese, era demasiado para las mentes mendelianas encargadas de mantener el paradigma de la herencia en posición erecta. Así lo entendió McClintock, que, haciendo una especie de mutis por el foro, después de desarrollar su papel, dejó de publicar acerca del tema durante unos años. Si me permitís un poquito de sarcasmo, se podría decir que esta gran dama de la ciencia no quería molestar.

Los sabios de entonces tardaron treinta años en reconocer sus descubrimientos y cuando lo hicieron organizaron la mayor fiesta de la ciencia. McClintock recibió un Premio Nobel de Medicina por su descubrimiento de los elementos genéticos móviles cuando contaba más de ochenta años, muy bien llevados —si hubiese sido un hombre, ¿le habrían dado antes el Premio Nobel?—. Ella fue la primera mujer que recibió el Nobel de Medicina en solitario. El resto de las mujeres galardonadas, entre ellas Gerty Cori, lo había compartido con sus colegas masculinos.

Ahora sabemos que muchos de esos genes saltimbanquis y capaces de multiplicarse dentro de la célula son de origen viral y la mayoría proviene de retrovirus, los llamamos «retrovirus endógenos» porque viven con nosotros. Esos parásitos perfectos aumentan en número a medida que se transponen, porque cuando saltan del genoma en general vuelven a copiarse. El cuarenta por ciento del genoma de los mamíferos son retrotransposones. No existiríamos sin virus.

Los retrovirus juegan a la ruleta con la evolución. Para los que recordáis Casablanca, es algo así como si en la ruleta saliese el 22 negro[23] y la inserción de un retrovirus en el genoma de un animal hiciese su especie más fuerte (concede inmunidad contra una infección). Pero nada queda resuelto para siempre. Vuelve a salir el 22 negro en la siguiente jugada —¡Increíble! Solo en las películas—, y la evolución avanzaría de nuevo (elimina la predisposición a un cáncer). Que sepamos, los retrovirus no tienen una meta —con la probable y egoísta excepción de «sobrevivir»— en mente. Con cada vuelta de la ruleta se generan distintas posibilidades. Y ahora, la tercera vez, ha salido un número rojo y el animal se hace más débil o incluso puede encaminarse hacia la extinción (cambia de color). Así que los retrovirus endógenos son un motor de la diversidad. La mayoría de los virus no tiene la capacidad de unirse al genoma de la célula que infectan y solo aquellos que infectan las células germinales pueden influir en la evolución. Una vez que se han infiltrado, estos virus son los agentes secretos de una poderosa endosimbiosis. Y su misión consiste en iniciar la revolución desde dentro. Porque algunas de estas infecciones han revolucionado la evolución.

Para insertarse en el genoma, los retrovirus, que invierten el sentido del código genético, almacenan su información en una molécula de ARN y, a través de la activación de unas enzimas llamadas transcriptasas inversas, reconvierten el ARN en ADN y se vuelven a integrar en el genoma de la célula huésped. Una vez allí, se quedan en forma latente, sesteando. Pero los retrotransposones duermen con un ojo abierto. Y cuando las condiciones ambientales o las necesidades del huésped los animan a quitarse las cadenas del ADN y saltar fuera del genoma, caminan con absoluta libertad por la célula.

Si los retrovirus infectan una célula germinal, el retrovirus no desaparece ni cuando la célula se divide en dos ni cuando los organismos superiores tienen progenie: el retrovirus lo heredan las células hijas y los animales hijos. Es un fenómeno extraño, difícil de aceptar al principio. ¿Por qué está nuestro ADN repleto de retrovirus?, ¿cómo ha ocurrido?, ¿cuál es su significado?

En algunos animales, como los peces, la inserción de elementos transponibles puede inactivar genes y tener consecuencias en su aspecto externo, como ocurría con los granos de maíz de McClintock. Un gen del pez medaka o pez de arroz japonés, Oryzias latipes, es responsable de la expresión de una enzima responsable del color del pez. En los peces albinos, la presencia de un transposón dentro de este gen lo inactiva y el pez adquiere apariencia albina. Así que es probable que estos retrovirus endógenos puedan modificar sustancialmente la función de otros genes en el animal que los acoge e incluso crear nuevas funciones que no existirían sin su presencia.

Nuestro ADN está repleto de genes virales. Esto quedó firmemente comprobado con la conclusión del Proyecto Genoma en el año 2003. La sorpresa dejaba de serlo y pasaba a ser conocimiento estándar. Como ocurre a veces cuando se hace investigación —y no solo en biología, piénsese en el descubrimiento accidental de los púlsares o los polímeros conductores de electricidad— llegaba de sopetón la respuesta a una pregunta que nadie se había formulado. El ADN humano, que contenía un número mucho menor que el esperado de genes «humanos» codificadores de proteínas, estaba repleto de fragmentos de retrovirus.

Y podría tener otras secuencias de otros virus diferentes de los retrovirus. Las secuencias de los virus de ARN no retroviral carecen del mecanismo para integrarse en el genoma del huésped. O al menos eso se creía hasta hace poco. Algunas publicaciones recientes han demostrado que los genomas de vertebrados contienen muchas secuencias relacionadas con virus derivadas tanto de retrovirus como de virus de ARN y ADN no retrovirales. Es posible que los retrovirus o los mecanismos usados por los retrovirus endógenos cooperen para facilitar la integración de estas secuencias en el genoma. En cuanto a la función de estos genes, no está aclarada todavía. Podrían proteger al huésped de infecciones producidas por virus que expresen proteínas similares a las que codifican los genes ya integrados y favorecer la selección natural o, como los retrovirus, podrían tener un papel más directo en la evolución de las especies. No disponemos de datos suficientes sobre genes integrados no retrovirales para poder establecer patrones de infección durante la evolución. Los defensores de la hipótesis de que podría tratarse de simples curiosidades biológicas deberían recordar que estas suposiciones sobre otros temas estuvieron equivocadas en el pasado. Es muy posible que nada sobre en el genoma.

Pero volvamos a los retrovirus. Retrovirus arcaicos, cabe suponer, lograron integrarse en el ADN hace millones de años. Probablemente estaban presentes en el ADN de nuestros ancestros y algunos de ellos en los antepasados de nuestros antepasados. Con el tiempo, han ido acumulándose en nuestro genoma y ahora hay más fragmentos de ADN viral que humano. Esos cien mil genes virales se han quedado «enterrados» o «escondidos» entre las pocas decenas de miles de «nuestros» genes.

La inserción de retrovirus no es un fenómeno puramente humano, ni mucho menos. A la mayoría de los seres vivos, desde la bacteria al elefante, la ha infectado retrovirus una y otra vez durante años.

Los nombres que se les dan a estos retrovirus varían con la disciplina del experto que etiqueta. Los biólogos evolucionistas los llaman «virus fósiles» o «paleovirus»; los biólogos moleculares, «retrotransposones» o «retrovirus endógenos», y pocos los llaman ya «ADN basura», como se los denominaba hace pocos años. Se pensaba que estos «trozos» de virus no tenían función; que si el genoma era un barco, estos fragmentos eran las conchas de moluscos muertos que se pegan a los barcos con el paso del tiempo, suvenires de cadáveres recogidos sin querer durante una larga travesía. Estos retrovirus eran un hallazgo interesante, sí; pero en lo fundamental, basura sin importancia. Y, sin embargo, la ciencia que tiene esa flexibilidad para autocorregirse, que exige autocorregirse para progresar cuando aparecen nuevos conocimientos, con frecuencia encuentra joyas en la basura. Son más perlas que desperdicios.

Una pregunta interesante sobre estas secuencias de ADN ectópico es si ahora ya, una vez integrados en el genoma del animal que parasitan, son genes o todavía son virus. Para contestar a esta pregunta clave, los científicos han «resucitado» uno de esos retrovirus que llevaba «extinguido» más de cien mil años. Una vez recuperado, lo pusieron en contacto con células humanas: el recién nacido inmediatamente se coló en la célula, expresó la transcriptasa inversa y con la mayor naturalidad del mundo se echó a dormir otra vez en el genoma celular. Así que aquel virus, de alguna manera, dejó de serlo para convertirse en un gen. Y, al mismo tiempo, aquel gen nunca había dejado de ser un virus.

Una vez más, los datos demuestran que los virus no han perdido el tiempo durante la evolución y que han probado varias y muy diferentes estrategias reproductivas, incluso algunas que son difíciles de imaginar. Además, mientras lo hacían, les ha sobrado tiempo para impulsar, por azar, saltos evolutivos en los animales. También es verdad que han tenido mucho tiempo. Ahora sabemos que los retrovirus infectaron a nuestros ancestros marinos hace unos cuatrocientos cincuenta millones de años. Los peces que poblaron los mares del período Devónico —la Era de los Peces—, hace cuatrocientos millones de años, estaban probablemente infectados por retrovirus.

Desde la década de 1980 se empezaron a hacer descubrimientos que sugerían que, posiblemente, el hombre nunca habría llegado a serlo sin los retrovirus endógenos. Una de las sorpresas llegó cuando se investigaron los mecanismos biológicos del embarazo y el parto en los mamíferos. Una característica clave de los mamíferos es la placenta. La placenta, que conecta al embrión y al feto con la madre, contiene una colección de células multinucleadas o una fusión de células nucleadas que forman una banda llamada «sincitio» —«células juntas», en latín—. ¿Cómo evolucionaron los mamíferos para desarrollar esa parte clave de la placenta? ¿Es posible que la respuesta esté en los virus? Después de todo, algunos virus, como el del sarampión, expresan proteínas que promueven la fusión entre células formando sincitios.

Los primeros mamíferos, como las aves y los reptiles, se reproducían por huevos. Hace cien millones de años, los embriones comenzaron a implantarse en el revestimiento del útero. Para ello necesitaron el desarrollo de un nuevo órgano, que no había existido nunca antes: la placenta. La placenta permite la nutrición del embrión a través de la sangre de la madre. Ahora sabemos que la implantación en el genoma de los mamíferos de un retrovirus permitió y permite el desarrollo de la placenta.

Este virus nos separó definitivamente de los animales que siguen reproduciéndose por huevos.[24] Este salto en la evolución de los mamíferos se produjo gracias a la mediación de un retrovirus. Encuentro este dato chocante, estrambótico, sorprendente, fabuloso y maravilloso. Los virus tienen poder.

A principios de los setenta, los biólogos que examinaban placentas de monos con microscopía electrónica descubrieron retrovirus en el sincitio. El examen de otros animales mostró que el mismo fenómeno se producía en roedores y gatos. Después se observó que también ocurría con placentas humanas. Una proteína codificada por el gen de un retrovirus, la sincitina, hace que las células placentarias se fusionen, un mecanismo muy parecido al que permite que los virus se unan a las células para infectarlas.

Durante el desarrollo de un embrión humano hay una remarcable actividad de los retrovirus endógenos. Estos productos virales ayudan a mantener células pluripotentes —que pueden dar origen a cualquier otro tipo de célula del organismo— o células madre en el embrión. Además, la expresión de proteínas retrovirales cumple la función de proteger al embrión de infecciones por virus exógenos.

Y aún hay más. Con respecto al desarrollo de un intelecto superior, la placenta es clave para poder engendrar y alimentar un feto con un cerebro de gran tamaño. Mediante la generación de la placenta, un retrovirus abrió camino a la inteligencia de los mamíferos o, como mínimo, contribuyó enormemente a la evolución del cerebro desde el de los reptiles, que se reproducen por huevos, al del Homo sapiens.

La propuesta de Darwin de que el hombre y los monos tenían un ancestro común la apoya la presencia de retrovirus comunes en hombre y simios. Si Darwin tenía razón, los simios y los humanos deberíamos compartir retrovirus endógenos, y así es. De hecho, compartimos un gran número de retrovirus. Que haya tantos retrovirus comunes entre hombres y, pongamos, chimpancés indica que existe un antepasado común que ya transportaba esos virus en su genoma. Sería una coincidencia imposible que los chimpancés y los hombres hubiesen tenido por separado las mismas infecciones durante millones de años. También es improbable que los retrovirus que se insertan en el genoma al azar fuesen a parar exactamente a los mismos lugares en la geografía del genoma del hombre y en la del chimpancé. Los mismos virus e instalados en los mismos lugares; demasiada coincidencia. Es mucho más probable que antes de que las ramas evolutivas del hombre y del chimpancé se separaran del tronco de donde provienen las dos, ese ancestro común acumulara la carga genética viral. Esa es la explicación que tiene más sentido.

Que los mamíferos hayan ido acumulando retrovirus durante su evolución implica, en caso de ser cierto, y de modo muy simplificado, que los roedores fueron roedores después de adquirir un retrovirus que llamaremos A; otro retrovirus dio origen al chimpancé, el retrovirus B, y otro dio origen, después, al hombre, retrovirus C. Así, el hombre debe tener los retrovirus A, B y C, el chimpancé solo A y B, y el ratón solo A. Los estudios de retrovirus endógenos en las especies examinadas confirman constantemente estas predicciones.

Hay también predicciones complementarias que se refieren al retrovirus que define a un animal cuando lo separa del tronco común. Es decir, el retrovirus que apareció entre el A y el B para formar a los roedores, llamémosle, «a» minúscula (Aa igual a ratón), no se encuentra en los chimpancés ni en el hombre. El retrovirus que dividió el tronco común para formar los chimpancés, llamémosle «b» minúscula (ABb igual a chimpancé), no se encuentra en el hombre (ABC igual a homínino).

Si fue necesario un retrovirus para generar una placenta, la infección por otros retrovirus contribuyó al desarrollo de nuestras capacidades cognitivas. A veces he imaginado, y especulado sin pruebas, que la infección por un retrovirus podría ser el origen del sueño. Como sabemos, aunque las aves y los mamíferos son capaces de soñar, los reptiles —basándonos en el electroencefalograma— no tienen esa capacidad. ¿Pudo el retrovirus del sueño infectar al último reptil?

El lenguaje elevó el intelecto del mono desnudo. El área de Broca está presente en los simios, que carecen de la capacidad de hablar. En ellos, esta zona del cerebro tiene funciones puramente motoras. El área de Broca evolucionó desde los simios para adquirir nuevas funciones en el hombre. Con esa idea en mente, ¿fue necesario un retrovirus para la adquisición del habla?, ¿favoreció un retrovirus la evolución del área de Broca? Parece que quisiéramos ir demasiado lejos, mezclando el sueño y el habla con infecciones potenciales por retrovirus. Me diréis que son productos de la imaginación sin freno de un neurólogo. No obstante, los retrovirus han influido en el funcionamiento de áreas de la corteza cerebral o de toda ella, incluyendo la memoria y el funcionamiento de las sinapsis. Así que dejemos mis especulaciones a un lado y pasemos a comentar las funciones demostradas de los productos codificados por genes de origen retroviral en el cerebro humano.

Ya en los roedores, la expresión de retrovirus endógenos es necesaria para el desarrollo embrionario del cerebro. En los humanos, los retrovirus protegen de daño a las neuronas, con diferencias en la expresión de retrovirus en el cerebro sano y enfermo de los fetos. Nuestros cerebros han evolucionado para procesar y almacenar información del mundo exterior y hacerlo a través de conexiones sinápticas entre redes interconectadas de neuronas. A pesar de la importancia fundamental del almacenamiento de información en el cerebro, todavía nos falta una comprensión molecular y celular detallada de los procesos involucrados. Curiosamente, muchos genes derivados de transposones se expresan en el cerebro, pero sus funciones moleculares no se conocen todavía. Con alguna excepción: un gen llamado Arc.

Recientemente, se ha descubierto que un retrovirus endógeno es crucial para el aprendizaje. Este gen llamado Arc es necesario para la formación de la cápside o envoltura externa de los retrovirus. En el cerebro, la expresión de Arc es imprescindible para enviar material genético entre neuronas. El sistema que se utiliza es muy parecido al que usan los virus para infectar una célula: una cápsula de proteínas.

Se trata de un procedimiento nunca observado con anterioridad, pero cuyo uso podría ser muy frecuente durante la actividad neuronal. No es un mensaje aislado lanzado al mar en una botella en espera de que alguien lo encuentre. Las neuronas intercambian miles de millones de mensajes por segundo. Arc promueve un tráfico de naves moleculares esféricas partiendo de unas neuronas y atracando en los puertos de otras, transmitiendo señales constantemente. Esta actividad frenética fija el pasado, manteniéndolo vivo, mientras procesamos el presente. Sin esta actividad, nuestro cerebro, que es una máquina del tiempo, no puede viajar hacia el futuro.

El papel de Arc en las sinapsis, es decir, las regiones de comunicación entre neuronas, tiene que ver con la memoria. Este retrovirus es, en realidad, responsable de la capacidad de formar y mantener recuerdos. Si eliminamos el gen Arc en animales de laboratorio, estos son incapaces de recordar nada. Pueden aprender una tarea y mientras estamos con ellos pueden repetirla. Pero si nos vamos y regresamos una hora después o volvemos al día siguiente, los animales no recuerdan lo que aprendieron. No pueden grabar recuerdos. Viven anclados de manera permanente en el pasado. Porque sin la memoria no se puede conectar el pasado con el presente y predecir qué ocurrirá en el futuro.[25] Sin Arc no hay consolidación del aprendizaje, de nuevos conocimientos, debido a la pérdida de memoria a corto y largo plazo.

La memoria es un virus. No podemos vivir sin virus como no podemos vivir sin memoria. Los síntomas de la pérdida de memoria anterógrada son espectaculares. En mi experiencia de neurólogo clínico, pocas enfermedades me han causado más asombro que las pérdidas de memoria transitorias que se observan en un síndrome llamado «amnesia global transitoria».

Cuando llegabas a visitarlo, el paciente en su cama nunca estaba agitado y cada vez que el neurólogo entraba en la habitación de observación me saludaba.

—Buenos días, doctor.

—Buenos días, ¿me ha visto usted antes?

—No, nunca.

Salía de la habitación y regresaba diez minutos después.

—Buenos días, doctor.

—Buenos días, ¿me ha visto usted antes?

—No, nunca.

Y así cada vez que necesitase entrar en la habitación para repasar constantes, para comprobar su estado de consciencia, para examinar radiografías: ¿Me ha visto usted antes? No, nunca. No había otros síntomas, el cerebro parecía normal en las pruebas de imagen y en veinticuatro horas el paciente recuperaba la memoria y todo salía bien. Un proceso tan espectacular como pasajero y benigno.

Hay muchas películas que juegan con los defectos de la memoria. Una de mis favoritas es el thriller psicológico Memento. En esta obra maestra de los hermanos Nolan, un individuo ha perdido completamente la memoria para los hechos recientes, o sea, que su cerebro no «graba» lo que le ocurre. Para poder recordar, el paciente usa notas que deja por todos los sitios y cuando algo tiene una importancia capital, entonces se tatúa el mensaje. Hay un asesino a su alrededor y solo puede contar con los mensajes que se deja para atraparlo o evitar que lo maten. La película está contada hacia atrás con lo cual los problemas de la memoria y la intriga se acentúan aún más. El protagonista podía haber tenido un defecto en el gen Arc. La película deja bien claro el papel de esa particular forma de memoria para vivir. En un momento dado, el personaje principal piensa en su mujer, que ha fallecido, y dice: «No puedo acordarme de olvidarte». Es lo único —bueno casi lo único— que quiere olvidar y no lo consigue.

Es posible que Arc no sea el único gen derivado de retrovirus endógenos que module funciones cerebrales. Tal vez la capacidad de hablar y soñar la haya facilitado la infección de otros retrovirus. Hay demasiados retrovirus en nuestro genoma para pensar sencillamente que no existen otros capaces de modular funciones del córtex. Estos descubrimientos tan interesantes no se retrasarán demasiado. El artículo sobre Arc tendrá un efecto motivador para empujar ese tipo de investigación tan necesaria.

Solo se pueden encontrar virus fósiles en el genoma si estos fueron capaces de infectar los óvulos o el esperma de animales del pasado. De los virus que no infectaron estas células no tenemos archivos. Probablemente la humanidad se ha enfrentado a muchos retrovirus que, al no integrarse en el genoma de las células adecuadas, no se han heredado y han desaparecido en el tsunami de la evolución sin dejar huella. Pero aquellos retrovirus que infectaron el esperma o el óvulo pueden rastrearse. La antropología, la anatomía comparada y la biología están unidas por la evolución y la genética. La unión de todas esas disciplinas y algunas otras ha permitido la reconstrucción de genomas ancestrales. Y por ellas sabemos que existen retrovirus en el genoma de cuantos vertebrados se han podido estudiar. Esos archivos virales son imprescindibles para investigar el linaje de los primates y el hombre.

Cuando nuestros antepasados emigraron por primera vez de África, dos de sus parientes cercanos lo habían hecho ya. Tal vez neandertales —porque fueron los primeros fósiles que se encontraron en el valle alemán de Neander. Thal significa «valle» en alemán—, denisovanos —los primeros fósiles se hallaron en la cueva de Denisova, en Siberia— y humanos modernos —modernos o sapiens, porque nosotros somos los que ponemos los nombres— desciendan de un antepasado común, el Homo heidelbergensis —los primeros fósiles se localizaron en Heidelberg, Alemania—.

Hace trescientos o cuatrocientos mil años, un grupo ancestral de H. heidelbergensis abandonó África y luego se separó en dos: unos se aventuraron hacia el noroeste, en Asia occidental y Europa, y se convirtieron en los neandertales; los otros se movieron hacia el este y se transformaron en denisovanos. Hace ciento treinta mil años, los H. heidelbergensis que permanecieron en África se convirtieron en el Homo sapiens y permanecerían en África setenta mil años más. Así que el hombre moderno y los otros grupos de origen africano estuvieron separados miles de años, vivieron en ambientes diferentes, en contacto con distintos virus. Esta larga separación podría haber permitido que tuviesen infecciones por retrovirus dispares.

Por esos motivos, se está investigando si existen segmentos de ADN retroviral únicos para los diferentes grupos. Los humanos modernos sufrieron, con bastante probabilidad, cambios genéticos relacionados con la función cerebral, incluido el desarrollo del lenguaje, después de separarse de los otros dos grupos. Sería fascinante encontrar que al Homo sapiens lo infectaron por retrovirus que no afectaron a los otros dos grupos. ¿Podremos algún día relacionar esas infecciones con el desarrollo verbal y con otras funciones superiores del cerebro?

Los retrovirus son fáciles de manipular y de amplificar en el laboratorio. Llegaron a los laboratorios de oncología en la década de los ochenta, fueron los vehículos de un nuevo movimiento: la terapia génica. Entonces comenzaron a usarse para trasferir genes potencialmente terapéuticos a células humanas que tenían copias defectivas de ellos, enfermedades caracterizadas por el déficit de un único gen eran, obviamente, las candidatas número uno para la terapia génica. Una de las primeras enfermedades para las que se propuso el tratamiento no fue el cáncer, sino la inmunodeficiencia combinada grave, que se debe a la deficiencia de una enzima llamada ADA. El déficit de ADA es un trastorno que afecta a los glóbulos blancos y deja a los recién nacidos con pocas defensas frente a infecciones. Este síndrome se conoce vulgarmente como «enfermedad del niño burbuja», es extremadamente raro y puede ser letal durante la primera infancia si no se trata.

Los retrovirus pueden manipularse para expresar genes. Es relativamente fácil insertar el ADN de un gen en un virus para que cuando el virus infecte una célula, esta exprese el gen extranjero. Además, los retrovirus son muy eficaces al infectar células de la sangre, así que se generaron retrovirus para trasferir la proteína ADA a los glóbulos blancos y tratar su déficit. Los estudios preclínicos mostraron que el procedimiento era factible en modelos animales.

En un estudio clínico que usaba esta tecnología para tratar niños con el retrovirus que transportaba el gen ADA, empezaron a observarse buenas respuestas clínicas, pero un paciente, un niño de tres años, desarrolló una leucemia. El estudio clínico se detuvo debido a la sospecha de que el retrovirus podía ser la causa de la leucemia.

Desde la década de los setenta se sabía que los retrovirus podían causar leucemias, un proceso conocido como «activación oncogénica por inserción retroviral», pero esta era la primera vez que este fenómeno se observaba en seres humanos cuando se utilizaba un virus manipulado en el laboratorio. La terapia génica tiene futuro, pero no es inocua. Es preciso establecer evaluaciones constantes de la toxicidad de los tratamientos para poder progresar.

La interacción con otro ser vivo o con un virus puede ser de doble filo. Con los virus exógenos estamos aún en pie de guerra: la guerra de los trescientos mil años. Con los retrovirus endógenos tenemos una relación de simbiosis, con matices.

Los retrovirus endógenos interesan a los paleovirólogos porque encierran muchos secretos sobre la antigüedad del hombre, otros animales y las plantas. Pero no todos los retrovirus viven en el pasado. Los animales siguen infectándose por retrovirus y algunos, pocos, podrían comenzar a quedarse «dormidos» en el genoma en este momento, en el presente. No hay nada de paleo en estos virus; de hecho, ahora sabemos que el experimento de la evolución mediada por retrovirus endógenos —y como todos estos experimentos algo trágico y horrible— se está produciendo ahora mismo en el genoma de unos simpáticos ositos.

Cuando hablamos de decenas o de cientos de millones de años, sentimos el asombro que nos causa la evolución y cuánto tiempo es necesario para que se produzcan cambios. El método científico tiene apenas dos siglos y hemos descubierto los retrovirus hace menos de cincuenta años. La historia del uso sistemático de la ciencia es extraordinariamente breve y el número de fenómenos críticos para la evolución de las especies que han podido observarse en acción es muy reducido. Los retrovirus activos son más raros que los diamantes.

Quizá los koalas nos brinden la oportunidad de observar qué efectos tiene la infección de un retrovirus. Estos marsupiales australianos podrían convertirse en un animal de laboratorio que vive en libertad, en su hábitat. A los koalas los ha infectado recientemente un virus que se ha integrado en su genoma y podría estar modificando su evolución.

La infección por el retrovirus incrementa la susceptibilidad de los koalas a las infecciones bacterianas. Además, los koalas infectados sufren con más frecuencia ciertos tipos de cáncer, incluidas leucemias. Esta no será una infección efímera, sus efectos podrían no ser pasajeros. Se ha comprobado que el retrovirus ha infectado las células germinales de algunos de los animales y se ha instalado en su genoma. Eso quiere decir que los efectos de la infección se mantendrán en las generaciones venideras de los koalas y que con el tiempo tendrán efecto en su selección natural.

La presencia del retrovirus, llamado «retrovirus del koala» o «KoRV», es particularmente importante entre los animales que viven en Queensland, en el norte de Australia. Estos koalas viven en libertad, sin que se haya manipulado su ambiente artificialmente. Existe otra población de koalas en el sur de Australia que son diferentes de los norteños porque han crecido en un ecosistema separado.

Para evitar la masacre a la que estuvieron sometidos a principios del siglo XX, debida al denigrante comercio de pieles, los biólogos australianos trasladaron algunos ejemplares a varias islas del sur. Estos koalas sureños tienen también el KoRV insertado en el genoma, pero, en su caso, diferente del de los koalas norteños: la secuencia ectópica no es la de un virus completo, es solo un fragmento del virus. Estos koalas mantienen en su ADN una forma truncada del retrovirus, en la que la pérdida de partes centrales de su genoma ha hecho que carezca de función propia. Debido a ello, estos koalas salvados en las islas tienen una menor incidencia de infecciones bacterianas y cáncer.

Una vez que los koalas rescatados se trasladaron de nuevo al continente, han mostrado que tienen una ventaja evolutiva respecto a los norteños y eso les ha permitido sobrevivir con enorme éxito. Tanto es así que, en algunas regiones, su número ha tenido que reducirse para mantener niveles normales de población, porque amenazaban con convertirse en una plaga.

Tener una forma defectiva del virus los protege de las infecciones y los tipos de cáncer que sufren sus colegas del norte. Podría ser que el nuevo retrovirus haya reactivado otros retrovirus que permanecían «dormidos» o en un estado latente en el genoma del koala. Al reactivarse, podrían tener un efecto en la disminución de la eficacia del sistema inmune y los animales serían más susceptibles a las infecciones. Por otro lado, el salto y la reinserción de los retrovirus latentes podría ser la causa de las leucemias. Por el momento, son solo datos epidemiológicos; no se han hecho aún experimentos para confirmar los mecanismos que sugiere esta hipótesis.

Muchos zoólogos creen que estamos observando por primera vez el sistema evolutivo mediado por retrovirus en acción. Su teoría con estos retrovirus «vivos» confirma las teorías elaboradas por los paleovirólogos con los retrovirus fósiles. Lo que ocurrió hace cuatrocientos cincuenta millones de años sigue ocurriendo ahora, frente a nuestros ojos. Y podemos observar los terribles y beneficiosos efectos de la locomotora de la evolución, conducida por un maquinista ciego.

Las diferencias entre los dos grupos de koalas muestran cómo funciona la selección de las especies a nivel genético, pero al mismo tiempo revelan que la actuación del hombre puede haber causado esta selección. Que unos koalas estén más preparados para sobrevivir que los otros se debe a la modificación de un retrovirus, que ha ocurrido por azar, y a la intervención del hombre. A la selección natural se le ha sumado la selección artificial; para los koalas, el hombre es un virus más.

Las divergentes evoluciones, una hacia la extinción y la otra hacia la expansión, de los dos grupos de koalas pueden haberse producido en otros animales. ¿Podría una situación similar influir en la evolución del mono desnudo? Uno de los primeros científicos que imaginó el papel de los virus en la evolución hacia el hombre y consiguió tener cierta visibilidad fue Villarreal, profesor emérito en la Universidad de Irvine, en California. En el año 2006, Villarreal publicó un ensayo en la revista Retrovirology con uno de mis títulos de artículo favoritos: «¿Pueden los virus hacernos humanos?».

Muchas de las ideas relacionadas con los retrovirus endógenos y su posible papel en la evolución del hombre aparecen formuladas en ese ensayo. Este es un párrafo de la introducción:

Este ensayo desarrollará y presentará el argumento de que los virus persistentes y estables representan una fuerza creativa importante en la evolución del huésped, lo que lo llevaría a adquirir nuevas identidades moleculares que son cada vez más complejas. Sobre la base de esta premisa, este ensayo examinará el posible papel de los virus en la evolución de la complejidad, incluida la evolución específica del ser humano.

Hay razones para pensar que los retrovirus han tenido una influencia importante en la evolución reciente de los primates y los humanos, como el retrovirus espumoso, no virulento, de los primates, que no causa enfermedad en los humanos. Los genes antirretrovirales humanos también han sufrido adaptaciones recientes —como la de la proteína APOBEC3, que desempeña un papel principal en la respuesta inmunitaria frente a los retrovirus—, que pueden interferir con los retrovirus exógenos que infectan a los simios, y así favorecieron una expansión en el linaje homínino. Por lo tanto, parece claro que la evolución humana y de los primates se ha visto significativamente afectada en la historia por las infecciones de retrovirus de los antepasados de los primates. La abundante representación de retrovirus endógenos en el sistema inmune —que, en teoría, nos protegen de virus que, por ejemplo, podrían hacer enfermar a otros primates y eliminarlos— y en el córtex cerebral apuntan a que los retrovirus favorecieron la evolución del hombre y el desarrollo de su inteligencia.

Villarreal menciona que hay pruebas de que las infecciones por retrovirus nos separan de los simios. En su ensayo lo dice así:

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